El olor de la muerte
—Lleva ya un tiempo muerto —dijo el doctor Ferrand—. Dos horas con toda seguridad, aunque probablemente sean tres.
—Pero si he visto cómo se le movía la mano cuando hemos entrado a la habitación —protesté.
—Ha sido como si quisiera despedirse —dijo Oscar, casi para sus adentros—. Despedirse… o pedir ayuda.
—He visto cómo se le movía la mano —insistí.
—Quizá se le haya movido el brazo cuando ha sufrido el rigor mortis —dijo el médico—. A veces ocurre. —Se rió entre dientes y se rascó la barbilla que apenas se adivinaba entre la poblada y espesa barba. Vestía casaca de médico, pantalones, chaleco, zapatos y bolso negros, pero con sus mejillas sonrosadas y las cejas de un blanco níveo, el doctor recordaba a Santa Claus—. Por eso la morgue de París tiene tantas visitas —añadió—. La gente siente fascinación por ver moverse a los muertos —dijo, recorriendo con los ojos el cadáver inmóvil de Washington Traquair—. No sé si saben que los muertos se mueven, y mucho. Al principio, cuando llega el rigor mortis, no es más que una contracción o un temblor, pero luego, como máximo tres días más tarde, cuando el estado de rigidez se evapora y los músculos se relajan, pueden verse los brazos y las piernas moviéndose en todas direcciones. He visto levantarse de pronto a muertos en la misma mesa del sepulturero, un espectáculo realmente desconcertante cuando uno no se lo espera —concluyó, volviéndose hacia Edmond La Grange.
Conocía bien al viejo actor. Los dos hombres eran ya de avanzada edad. Pierre Ferrand había jugado a las cartas con La Grange desde que ambos eran niños, y médico y actor eran amigos de infancia. El médico tenía una casa —además de esposa, hijos y nietos— en Passy, uno de los elegantes suburbios situados al oeste de la ciudad, pero disponía además de un pied-à-terre justo encima del Théâtre La Grange: apenas una pequeña habitación en el inmenso apartamento, pero era su segunda residencia. Ferrand pasaba más tiempo chez La Grange que en su propia casa. El buen médico había tardado menos de dos minutos en aparecer en escena desde el instante en que la bala de Eddie Garstrang había abierto la puerta de la celda mortuoria de Traquair. Apareció enseguida, a petición de La Grange, gracias al timbre que conectaba el camerino del actor con el dormitorio del médico. Y tan firme y tranquilizadora resultó su intervención —¡tan parecido era al mismísimo Papá Noel con su mano sanadora!— que, en cuanto hizo su aparición entre nosotros, su simple presencia llevó el orden al caos y la calma al pandemonio. Hasta Maman guardó silencio.
—Edmond —dijo el médico en voz baja dirigiéndose a La Grange—, ¿tiene por casualidad un chal o un cobertor que pudiera utilizar?
La Grange se acercó al tocador y cogió una toalla doblada de lino que entregó a su amigo. El doctor Ferrand tomó la toalla, la desplegó y, con sumo cuidado, cubrió con ella la cabeza y los hombros del difunto. Ésa fue la última vez que vi a Washington Traquair.
—Vamos, caballeros —dijo el doctor—. Dejemos reposar esta alma infeliz. Nada podemos hacer ya por él. —Nos habíamos congregado en la diminuta habitación del asistente de vestuario, rodeando su lecho de muerte. Ferrand nos invitó a regresar al camerino de La Grange. Oscar fue el ultimo en moverse.
—Vamos, señor Wilde. Cierre la puerta. Ya nada malo puede ocurrirle al pobre desgraciado.
Vi salir a Oscar del cubículo del asistente de vestuario y tirar de la puerta tras de sí. Como la cerradura había quedado rota por la bala de Garstrang, la puerta no cerraba. Quedó por tanto entreabierta y, durante la siguiente media hora, mientras comentábamos la espantosa muerte del infeliz y joven criado, vi cómo los ojos de Oscar —turbados y colmados de tristeza— se volvían una y otra vez a mirar por la puerta entreabierta.
Liselotte La Grange estaba sentada en la tumbona. Parecía haber recobrado la compostura y su pequeña caniche, tumbada junto a ella en el regazo de Richard Marais, parecía estar recuperando las fuerzas. El animal sorbió por la nariz, bostezó y se desperezó, y cuando Maman le acarició afectuosamente bajo la mandíbula, vi emerger la larga y húmeda lengua de la Princesa de Lamballe, agradecida y enérgicamente, para lamer los retorcidos dedos de su dueña.
La Grange ocupó de nuevo su lugar delante del tocador, volviendo la espalda a la habitación y hablando, cuando lo hacía, a nuestro reflejo en el espejo. Oscar y Eddie Garstrang se quedaron juntos de pie, apoyados contra la puerta del camerino que comunicaba con el escenario. Yo me situé junto al doctor Ferrand, al lado del aparador. El médico reparó en el samovar y lo acarició levemente con la mano.
—¿Cree usted que el té estará todavía caliente? —preguntó—. A todos nos sentaría bien una taza de té dulce y caliente. Acabamos de sufrir una experiencia estremecedora.
—No tenemos magdalenas —apuntó agriamente Liselotte La Grange—, pero sobra té. Lo he preparado yo misma.
—No se mueva, Maman —murmuró el doctor Ferrand en tono conciliador. Luego me miró y sonrió—. Este joven y yo nos ocuparemos de servir a todos los presentes.
—Creía que el té es la respuesta inglesa a la tragedia —dijo Oscar. Miró a Ferrand, que en ese momento estaba ocupado con el samovar—. Doctor, ¿no deberíamos llamar a la policía?
Al oír tal propuesta, La Grange y su madre gritaron al unísono:
—¡No!
El actor estampó la mano contra el tocador con tanta fuerza que la fila de botellas de maquillaje líquido, colonia y agua de toilette colocadas delante de él tintinearon y repiquetearon al tiempo que se balanceaban de un lado a otro.
—Todo a su tiempo, señor Wilde —dijo el médico—. Quizá no sea necesaria la presencia de la policía.
—No es necesario llamar a la policía —siseó La Grange.
Oscar miró al viejo actor a través del espejo.
—No se culpe usted de lo ocurrido, señor La Grange. El único culpable soy yo. Yo traje a Traquair a este país. Yo le animé. Contraje con él una responsabilidad que no he ejercitado. Soy plenamente responsable.
—Tome una taza de té, señor Wilde —dijo Ferrand, dándole una taza—. Y cálmese. Le he oído decir que el pensamiento es más importante que los actos. Bien, pensemos con calma antes de hacer algo que podamos lamentar. —Recorrió la habitación con los ojos para asegurarse de que todos tenían una taza de té en las manos. Luego regresó al aparador y abrió su maletín negro—. Antes de firmar el certificado de defunción, será mejor que establezcamos los hechos. —Sacó un fajo de hojas de papel y un lápiz—. ¿Alguien podría decirme qué es exactamente lo que ha ocurrido?
—Muy sencillo —habló Eddie Garstrang—. Nos hemos reunido aquí a tomar el té pasadas las cinco.
—Tenía que haber habido magdalenas —masculló Liselotte La Grange.
—Traquair había salido a buscar magdalenas —dijo Edmond La Grange.
—Y tomamos el té —prosiguió Eddie Garstrang—. Hemos conversado. Entonces la señora La Grange se dio cuenta de que su perro estaba enfermo. El animal boqueaba en el suelo, allí, junto a la puerta de la habitación. Me acerqué, pegué la nariz al suelo y percibí los gases. El señor Marais se ocupó del perro y yo abrí la puerta…
—¿Con el revólver? —intervino el médico, mirando el Colt que descansaba en ese momento sobre el tocador de La Grange.
—La puerta estaba cerrada con llave —explicó el actor.
—¿Por dentro? —preguntó Ferrand.
—Supongo —respondió Garstrang.
—Eso parece —dijo Oscar, mostrando una pequeña llave de hierro—. He encontrado esto en la habitación de Traquair. En el suelo, junto al diván.
El médico se adelantó y tomó la llave que Oscar le mostraba. La metió en su maletín y se volvió hacia Eddie Garstrang.
—¿Cómo estaba el cuerpo cuando lo encontró?
—Exactamente como está ahora. Todo sigue como lo hemos encontrado.
—¿Con la cabeza apoyada en el cojín, de modo que la boca y la nariz apuntaban hacia el chorro de gas?
—Sí.
—Y cuando han entrado a la habitación, ¿el gas seguía saliendo?
—Sí —respondió Garstrang.
—Sí —repitió Oscar—. Podíamos oír el siseo del gas en la habitación.
—¿Quién ha apagado el gas? —preguntó el médico.
—Yo —dijo Garstrang—. Enseguida. En cuanto he entrado.
—¿Le ha parecido que la llave estaba bloqueada? ¿Le ha resultado fácil cerrarla?
—Ha bastado con una simple vuelta.
El doctor Ferrand se hundió los dedos en la barba, se rascó el mentón y suspiró.
—De modo que el pobre hombre se fue a su habitación, cerró la puerta por dentro, se tumbó en el diván, encendió el gas y esperó a que le llegara la muerte…
Se hizo el silencio.
—¿Por qué no hemos olido el gas? —pregunté—. ¿Por qué no nos hemos visto abrumados por el olor?
—El monóxido de carbono es totalmente inodoro, incoloro e insípido —respondió el médico. Luego sonrió—. Es, sin duda, el veneno perfecto.
—Pero en Inglaterra el gas para el consumo doméstico huele —respondí, dejando la taza en el plato y mirando al médico a los ojos—. Estoy seguro de ello.
—En Inglaterra, si no me equivoco —respondió el médico, devolviéndome la mirada—, al gas se le añade una fétida sustancia… por cuestiones de seguridad. Nosotros no lo hacemos.
—En Inglaterra, si no ando muy errado —intervino Richard Marais desde la tumbona—, el suicidio sigue siendo ilegal. En Francia, el suicidio no es un crimen. No lo es desde la Revolución. El desafortunado Traquair no ha cometido ninguna ofensa a los ojos de la ley.
—Ya lo ve —dijo Maman, sonriendo beatíficamente—: No hay necesidad de llamar a la policía.
—Pero ¿por qué no nos ha envenenado el gas también a nosotros? —insistí.
—Lo habría hecho a su debido tiempo —respondió el médico, que acompañó su respuesta con una risilla.
—Pero ni siquiera hemos notado nada cuando hemos hecho saltar la cerradura para entrar a la habitación. No he sentido ningún efecto adverso.
—Como ya le he dicho, el monóxido de carbono es inodoro, incoloro e insípido, mon ami…, y su primer efecto es el de la euforia.
—El perro intentó perseguirse la cola antes de caer al suelo —dijo Richard Marais al tiempo que acariciaba afectuosamente las orejas de la Princesa de Lamballe. El animal bostezó, encantado, y chasqueó los dientes.
Oscar arrojó la colilla encendida del cigarrillo en su taza de té, que dejó con sumo cuidado encima de un baúl de madera situado junto al tocador de La Grange.
—Doctor —empezó—, ¿dice usted que Traquair ha muerto hace dos o tres horas? ¿Está seguro de eso?
—El pobre muchacho era negro. Aunque debido al color de su piel cueste leer en él los síntomas, el acometimiento del rigor mortis sugiere que no pueden haber pasado menos de dos horas, y creo que lo más probable es que hayan sido tres.
Oscar se inclinó hacia Edmond La Grange.
—¿Cuándo mandó usted a Traquair a comprar las magdalenas?
El actor suspiró y apoyó las cuencas de los ojos sobre sus puños cerrados.
—Hace tres horas. —Alzó entonces los ojos para mirar a Oscar por el espejo y rectificó su afirmación—. No. Al menos cuatro. Le dije que fuera a buscar las magdalenas a las dos. En cuanto me vistió para la función, le di permiso para que se marchara.
—¿Y ha vuelto a verle?
Edmond La Grange giró despacio sobre el taburete y miró directamente a Oscar Wilde.
—Es usted un gran poeta y un divertido compañero, joven, y muestra una percepción de Shakespeare extremadamente particular que valoro mucho. Aun así, a mi entender está claro…, transparentemente claro…, que no sabe nada, nada en absoluto, de la vida ni de las responsabilidades de una primera figura de la escena. He dedicado la tarde a representar ante un teatro lleno Le Cid, la obra maestra de Corneille. Como comprenderá, las posibles idas y venidas de mi asistente de vestuario durante ese rato no son en absoluto de mi incumbencia.
—Por supuesto —dijo Oscar en tono de disculpa al tiempo que inclinaba la cabeza hacia el actor y regresaba al lugar que hasta entonces había ocupado junto a la puerta—. Lo comprendo.
—Gracias. —La Grange sonrió, inspiró hondo y echó atrás los hombros—. Esta noche, a Dios gracias, tenemos una comedia: L’avare de Moliere. Si me disculpan, debo prepararme para la función. —Volvió a girar sobre el taburete hacia el espejo y recorrió con los ojos el tocador. Cogió entonces el revólver, lo envolvió en un pañuelo y lo guardó en el primer cajón de la derecha junto con un par de cepillos de plata. Acto seguido, alzó los ojos y, en el espejo, nuestras miradas se encontraron—. Joven —dijo—, ¿me ayudaría a vestirme esta noche? Le estaría muy agradecido. —Sus ojos recorrieron el resto del camerino—. Señoras, caballeros —dijo, despidiendo al grupo—, tenemos trabajo que hacer.
—¿Y el cuerpo? —preguntó el doctor Ferrand—. ¿Qué hacemos con el cuerpo?
—Llévenselo. Cuando haya salido a escena. Hagan con él lo que quieran.
El médico asintió con la cabeza, se encogió de hombros y volvió a guardar el montón de hojas y el lápiz en su maletín. Con un ladrido, la Princesa de Lamballe saltó al suelo y se sacudió mientras Richard Marais y Eddie Garstrang ayudaban a Maman a ponerse en pie.
—¿Podemos entonces llamar a la policía cuando haya salido a escena? —preguntó Oscar con suavidad.
—¡No! ¡No! ¡No!
Presa de la rabia, Edmond La Grange estampó los puños contra el tocador y con la mano derecha barrió al suelo de un plumazo todo lo que tenía delante: tazas, platos, botellas, cepillos. Luego se volvió hacia Oscar y rugió:
—¿Es que no sabe usted nada? ¿No ve nada? ¿No entiende nada? Esto es un teatro, amigo mío…, una torre de naipes. Una simple sombra de escándalo y la torre se desmoronará. —Se llevó una mano al corazón y tendió la otra a su madre—. Somos actores, Oscar. Somos parias. Somos los caídos…, simples excomulgados. Somos los condenados. Quizás en Inglaterra las cosas sean distintas. Allí sus actores se codean con la realeza, lo sé. Aquí, el presidente de la República jamás permitirá que le vean invitando a comer al actor principal de la Comédie-Française. Nosotros, la desgraciada familia del teatro, somos como los judíos y los negros: no podemos mezclarnos con la sociedad respetable. En nuestro lugar, en nuestros teatros, tenemos nuestra utilidad y cumplimos con nuestro propósito, pero no merecemos ser depositarios de confianza alguna. Si trae aquí a la policía, habrá arrojado por la borda la poca reputación que aún conservamos.
—La policía jamás ha tenido ningún problema con el Théâtre La Grange —intervino Maman, taladrando a Oscar con los ojos.
Éste palideció y retrocedió hacia la puerta.
—Siento que es mi responsabilidad con Traquair —masculló—. No es más que eso.
—Basta —dijo el doctor Ferrand, cerrando bruscamente su maletín y tomando el mando de la situación—. Dejemos tranquilo al señor. Debe prepararse para su función. —Abrió los brazos y, como la mujer de un granjero que ahuyentara a sus ocas por el patio de la granja, sacó a Maman, a Marais, a la Princesa de Lamballe, a Eddie Garstrang y a Oscar del camerino hacia bambalinas. Cuando cerraba tras de sí la puerta, se volvió a mirar al viejo actor que seguía sentado delante del tocador y sonrió—. Yo me ocuparé de todo, Edmond…, como siempre. No tema.
Pasé las horas siguientes a solas con Edmond La Grange. Fue una experiencia curiosa. No creo que él supiera tan siquiera cómo me llamaba, aunque me trataba como si fuéramos íntimos, como si llevara años ejerciendo de asistente de vestuario a su servicio. Me llamaba «mon petit». En cuanto los demás salieron del camerino, el gran actor se levantó del taburete y se plantó delante de mí con los brazos extendidos y las piernas separadas. La ira de la que era presa hacía apenas unos instantes había desaparecido.
—Puede desvestirme, mon petit —anunció, hablando de mi labor como si de un privilegio se tratara. Hice lo que me pidió. Pareció divertirle mi torpeza cuando intenté desabrocharle los botones—. Frédéric Lemaître tenía contratado como asistente de vestuario a un pirata —me dijo, mientras le desabrochaba los calzones—. El pobre desgraciado sólo tenía tres dedos en una mano y un garfio en la otra. ¿Alguna vez ha visto a Lemaître en escena? ¡Siempre estaba perfecto! —Cuando por fin se quitó los calzones, se quedó desnudo delante del espejo de cuerpo entero y admiró su estampa. Tenía la tripa caída y fláccida. Se la palmeó con orgullo. Luego se puso de perfil al espejo y admiró por encima del hombro sus nalgas grises y salpicadas de lunares. Se puso la mano izquierda sobre la cintura y con la derecha se acarició complacientemente sus partes íntimas. Me apuntó entonces con su miembro—. Hemos cumplido como unos campeones —dijo, riéndose entre dientes y guiñándome un ojo—. ¿Tiene novia, jovencito? —preguntó.
«Sí, su amante, señor», bien podría haberle contestado, pero no lo hice. No dije nada. Intuí que cuando Edmond La Grange hacía una pregunta, no necesariamente esperaba una respuesta.
El actor me sonrió y dijo:
—Es usted joven. No hay prisa. Tiene muchos años por delante. —Volvió a abrir los brazos—. Mi batín, mon petit. —Le ayudé a ponérselo y, siguiendo sus instrucciones, encontré al fondo del cajón en el que guardaba el Colt y los cepillos de plata su antifaz de terciopelo. Se instaló entonces en la chaise longue, se colocó el antifaz, se tumbó y se cruzó de brazos—. Parezco un rey muerto sobre un catafalco, ¿no cree? Carlos el Pálido o Luis el Gordo…, ¿qué me dice?
No dije nada.
—Aprende deprisa, mon petit —murmuró—. Creo que me quedaré con usted. Despiérteme a las siete.
Me senté en su taburete y seguí observándole hasta que se durmió. Roncaba y, mientras lo hacía, me moví por la estancia haciendo el menor ruido posible, limpiando la basura del tocador, recogiendo las tazas del té, doblando la ropa que La Grange se había quitado y poniendo un poco de orden. En más de una ocasión me detuve delante de la puerta de la habitación de Traquair, asomándome a mirar la oscuridad que reinaba dentro. Hasta entonces no había estado en presencia de un cadáver y me sorprendía que la experiencia me resultara tan poco inquietante.
A las siete, el pequeño carillón que el actor tenía encima del tocador dio la hora y, en ese momento, y sin intervención alguna por mi parte, Edmond La Grange se incorporó bruscamente sobre la tumbona.
—Me voilà! Despierto como uno de los cadáveres que el doctor Ferrand tiene en la morgue. —Se levantó y arrojó sin esfuerzo aparente el antifaz sobre el tocador—. Ferrand es un buen hombre —dijo, sonriéndome—. Un mal jugador de cartas, pero un buen hombre. —Se quitó el batín y una vez más volvió a quedarse desnudo delante de mí—. Y ahora —anunció—, Harpagón, L’avare. Digan lo que digan, mon petit, la comedia es infinitamente más compleja que la tragedia.
En esa primera ocasión, vestir a Edmond La Grange resultó una tarea sorprendentemente sencilla. Traquair había dejado todo lo necesario en el armario del rincón, lavado, planchado y ordenado según el orden que debían seguir las prendas al vestir al actor. Mientras yo le ayudaba a ponerse la ropa, La Grange hablaba sin cesar. Durante treinta minutos, mientras se ajustaba las medias y los pantalones de tartán y tironeaba puños y cuellos, habló de Frédéric Lemaître y de Edmond Got, de Mounet-Sully, de Taima y de Réjane. También habló de los La Grange: habló sin parar del magnífico legado La Grange.
—Es muy sencillo: o puedes con ello o no puedes, mon petit. Es algo que no se enseña. Lo llevamos en la sangre. Ni que decir tiene que es usted aún demasiado joven para haber visto a la incomparable Rachel. Su amigo Wilde adora a la Bernhardt… y con razón. Rachel era judía como Sarah, aunque más grande que ella, porque la comedia se le daba tan bien como la tragedia. Carecía por completo de cultura. No sabía leer ni escribir y tampoco sabía lo que decía, aunque ¡qué maravilla el modo en que lo hacía! Eso se lleva en la sangre.
A las siete y media llamaron bruscamente a la puerta. Era el regidor que había acudido a avisar al señor que el escenario estaba a punto y que la sala había abierto sus puertas.
—Viens, mon petit —ordenó La Grange. Encogió un dedo y me conminó a que le siguiera. Juntos salimos del camerino, pasando por bambalinas, hacia el escenario, todavía sumido en la semioscuridad. Como un guardián que inspeccionara las almenas a la luz de la luna, el gran actor-director desfiló con paso firme hasta las cuatro esquinas de su castillo: la esquina interior izquierda, la exterior izquierda, la exterior derecha y por fin la interior derecha. En cada una de ellas se besó levemente las yemas de los dedos y tocó a continuación un trozo de escenario. A nuestro paso, los operarios y los actores que esperaban a que diera comienzo la función guardaban silencio y le saludaban con una inclinación de cabeza.
En cuanto el ritual tocó a su fin, regresamos en silencio a su camerino. Edmond La Grange volvió a sentarse en el taburete de cara al espejo, estudió atentamente su imagen reflejada en él, cogió un bastoncillo impregnado en maquillaje e intensificó la línea de color azul oscuro con la que había delineado sus ojos.
—Los ojos lo son todo —dijo—. El público tiene que poder vernos los ojos desde todos los rincones del teatro. Si no es así, no nos conocerán y perderán el interés.
A las ocho, el regidor volvió a llamar a la puerta del camerino.
—Sígame —dijo La Grange—. Durante la función, me cambio en bambalinas…, en el extremo más alejado. Tendré allí una mesa, una silla y un espejo. Y una vela para poder ver. ¿Lo lleva todo?
Traquair había preparado la cesta con los cambios de vestuario. La cargué en brazos: camisón, gorro de dormir y zapatillas, pantalones y gabardina, solideo, guantes y chanclos; todo ello en el debido orden.
—Eh bien —dijo La Grange, abrazándose los hombros e inspirando hondo al tiempo que salíamos del camerino hacia bambalinas—. Disfrute de la función, mon petit. Y no pierda de vista mis ojos. Son mis ojos los que dirán al público cuándo debe reírse.
Así lo hice. Sus ojos eran, en efecto, extraordinarios. Grandes, protuberantes y luminosos, no dejaban de moverse de un lado a otro: jamás se detenían. Edmond jamás se detenía. Durante más de dos horas, y sin pausa alguna, corrió y trotó, correteó, se pavoneó, caminó a grandes pasos y deambuló por el escenario. Incluso cuando se quedaba quieto, rebosaba energía.
—Je brûle, n’est-ce-pas? —se rió entre dientes cuando, para el primero de sus cambios de vestuario, se reunió conmigo en bambalinas.
Cuando la función tocó a su fin —y el telón cayó por decimoquinta y última vez—, se volvió despacio sobre el escenario con los ojos todavía abiertos como platos y gritó al resto de actores y a la compañía:
—Merci, messieurs dames! Bravo!
A modo de respuesta, los actores levantaron las manos hacia delante y por encima de sus cabezas y aplaudieron a su líder. Yo me quedé entre bastidores, también aplaudiendo.
Edmond La Grange vino directamente hacia mí, me rodeó el hombro con el brazo y me estrechó con fuerza contra él. Fue sin duda un abrazo feroz, casi violento.
—Monsieur Molière conoce bien su oficio, n’est-ce-pas?
—Y usted el suyo, señor —respondí, librándome de su abrazo y dándole la toalla que había encontrado al fondo de la cesta. Cogí entonces la vela de encima de la mesa y le conduje, cruzando el escenario, a su camerino.
La Grange se acercó la vela al rostro. Su piel brilló, cubierta de sudor.
—Así es como un asistente de vestuario debe dirigirse a su señor —dijo con suavidad—. Gracias, mon petit. Muchas gracias.
Regresó apresuradamente a su camerino y empezó a quitarse el disfraz mientras pasaba por la puerta.
—Creo que se tercian un par de copas de champán —declaró—. Puede beber conmigo. Hay una caja ahí… debajo del diván.
—¿Dónde? —pregunté, dejando la cesta encima de la tumbona.
—En la habitación del asistente de vestuario —dijo—. En su habitación. Debajo del diván.
La puerta de la habitación del asistente seguía entornada.
—¡Vamos, entre! —ordenó el viejo actor, riéndose—. Está muerto. No le morderá.
Despacio, empujé con suavidad la puerta de Traquair. Al instante percibí un ligero aroma de lirio de los valles en el aire. Era la fragancia favorita de Oscar. De pronto, eché profundamente de menos su compañía.
—¿Y bien? —inquirió La Grange desde la otra habitación.
Sostuve en alto la vela encendida y recorrí con los ojos el diminuto dominio de Traquair.
—Ha desaparecido —respondí—. Aquí no hay nadie.
—Me alegro —dijo La Grange—. Traiga el champán.