Algo podrido
Oscar despertó antes que yo y lo hizo fresco como una rosa.
Por mi parte, en cuanto abrí los ojos, noté la visión borrosa, y cuando levanté la cabeza de la mesa, una aguda punzada me recorrió el cráneo. Tardé un instante en darme cuenta de que mi amigo no seguía sentado delante de mí. Le oí antes de poder verle. Su voz sonó clara y vibrante: podía perfectamente haber estado dando una conferencia.
—El dios de este siglo es el dinero. El arte, la naturaleza, la belleza y la inteligencia han dejado de tener valor para nosotros. El dinero es el objeto de nuestra adoración, la deidad ante la que estamos dispuestos a sacrificarlo todo: todo lo que somos, todo lo que podemos llegar a ser.
Recorrí con los ojos el café tenuemente iluminado. Las velas estaban encendidas sobre las mesas. En la mesa contigua vi sentados a dos viejos soldados que fumaban en pipa y jugaban al dominó. Inmediatamente detrás de ellos, de pie junto a la barra, estaba Oscar: el emperador Nerón con un traje de sargo azul y una amaryllis en el ojal. En una mano sostenía un cigarrillo encendido, y en la otra, una copa de vino blanco. A su izquierda estaba Richard Marais, el gerente de La Grange: calvo, anodino y sordo. A su derecha vi a Eddie Garstrang, el jugador de Colorado de ojos azules y diminutos dientes. Sonreía. El escritor estaba sembrado, y el norteamericano, divertido.
Oscar me vio moverme.
—¡Despierta, Robert! Son las cinco, la hora en que los franceses se encuentran con sus amantes y los ingleses toman el té. El gran La Grange ha cumplido su palabra: al parecer nos esperan unas magdalenas en su camerino. El señor Marais y el señor Garstrang han venido a buscarnos, aunque no me preguntes cómo han sabido dónde encontrarnos.
—Estoy sordo, no ciego, señor Wilde —murmuró Marais, examinando su reloj de bolsillo—. Les he visto venir a este establecimiento a menudo.
—Y también puede usted ver lo que digo, ¿verdad? —preguntó Oscar, mirando al feo hombrecillo sin ocultar su asombro.
—Así es —respondió el hombre—. Articula usted bien. Tiene los labios carnosos y una boca móvil.
—Y usted posee una gran dicción y un vocabulario que contrarrestan su discapacidad —fue la respuesta de Oscar.
—Lo sé —dijo Marais—. Llevo más de veinte años al lado de Edmond La Grange. He aprendido a hablar observando a un maestro.
En ese momento me levanté y me uní al grupo junto a la barra.
—Estábamos hablando de dinero, Robert: la seducción del lucro, el glamur del oro…, el precio de Hamlet, para ser exactos. Aunque mi reunión con el señor La Grange tenía por objeto discutir la cuestión de mi remuneración (el traductor debe ser recompensado por sus servicios y esas cosas), pero al parecer el gran La Grange prefiere que no se le moleste con consideraciones financieras. —Miró por turnos a cada uno de los dos hombrecillos que estaban de pie a su lado y sonrió—. Deberé tratar la cuestión de mi cobro con sus hommes d’affaires.
—Edmond La Grange es actor, no contable —intervino Eddie Garstrang.
—Un artista, no un contable —confirmó Richard Marais.
—Pero, según me ha dicho la señora Bernhardt —dijo Oscar con una sonrisa ladina—, no hay nadie en el mundo del teatro a quien le importe más el dinero que al señor La Grange…, con la más que probable excepción de ella misma.
Garstrang se rió. Richard Marais miró con firmeza a Oscar y replicó:
—Es la reputación que cultiva. Siempre le pagan… sin retraso, la cifra acordada y en metálico. Insiste en que así se haga. Aun así, sus propios pagos son un detalle que deja en manos de otros. —Marais se secó dos diminutas burbujas de saliva de las comisuras de los labios—. No tema, señor Wilde. Recibirá usted los honorarios que le corresponden. Podemos terminar de cerrar la cuestión en mi despacho cuando usted lo desee. —Volvió a mirar su reloj de bolsillo—. Deben de estar a punto de levantar el telón. Será mejor que nos pongamos en camino.
Seguimos a Marais y a Garstrang fuera del café y por el callejón adoquinado hacia la callejuela que desembocaba en el bulevar. Marais iba delante. Tenía las piernas cortas y una diminuta zancada, pero avanzaba con rapidez, con la cabeza calva inclinada hacia delante como un trasgo en pleno ascenso a una colina contra el viento.
—¡No tan deprisa, Marais! —le gritó Oscar.
El hombrecillo aceleró el paso.
—No le oye, Oscar —dijo Eddie Garstrang—. Es sordo.
Cuando giramos la esquina del callejón y salimos a la callejuela, pasamos junto a dos grandes lecheras vacías colocadas en el borde de la acera. Eran del tamaño de dos niños. Oscar se detuvo, arrojó el cigarrillo a la alcantarilla y de pronto, dando muestras de una fuerza considerable, volcó sobre la calle las dos lecheras, que repicaron con fuerza cuando les propinó empellones y siguieron repicando al rodar sobre los adoquines. Aun así, Richard Marais no aflojó el paso.
—Es sordo, Oscar. No oye nada.
Antes de que la callejuela desembocara en el bulevar del Temple, había otro callejón, no más ancho que un carro de mano, que llevaba a la entrada de artistas del teatro. Allí, en la esquina, Marais se detuvo y se volvió de espaldas para vernos subir la calle hacia él. Nos esperó, mirando impaciente su reloj de bolsillo una vez más. Cuando nos acercábamos, murmuró a Oscar:
—He oído el estruendo de las lecheras contra los adoquines, señor Wilde, pero he optado por no seguirle el juego deteniéndome y volviéndome a mirar.
—Me siento avergonzado —dijo el escritor. Estaba sonrojado—. Le ruego que me disculpe.
Llegamos a la entrada de actores justo cuando un pequeño grupo de actrices emergía entre risas del teatro. Eran cinco, cada una de ellas tan hermosa como un cuadro visto desde el otro lado de las candilejas. Todas salvo una tenían a mi entender un aspecto ligeramente ordinario y estridente a la inclemente luz del día. Sus rostros, cubiertos de maquillaje y de pintura, carecían por completo de delicadeza. La excepción, naturalmente, era Gabrielle de la Tourbillon, la más alta del grupo, la más elegante, la más hermosa, la más refinada y, sí, también probablemente la mayor de todas. En cuanto la vi sonreír se me aceleró el corazón.
Las mujeres se reían mientras se abrían paso por la estrecha puerta hacia la calle.
—¡Un conde italiano nos va a llevar a dar un paseo en su barouche! —chilló una.
—Es una calèche, no una barouche —chilló otra—. ¡Y es inmensamente rico!
Cuando pasaron por nuestro lado, Gabrielle me tendió la mano y me tocó con ella la mejilla. Luego hizo lo propio con la de Oscar y también con la de Garstrang.
—¡Soy su chaperona! —explicó, riéndose al tiempo que las jovencitas tiraban de ella hacia la calle. En cuanto echaron a correr por la callejuela, Gabrielle se volvió, jadeante, y le gritó a Richard Marais—: No se preocupe. Estaremos de regreso a tiempo para la función de esta noche… ¡por muy rico que sea!
En el interior del teatro, la zona de bastidores era un enjambre de luz. Entre bastidores, el gas de las bujías y de los candelabros ardía a máxima potencia y los quemadores de aceite colocados en las cuatro esquinas del escenario dotaban al espacio de iluminación adicional. Mientras los actores y las actrices, vestidos apresuradamente de calle, se dirigían desorientados y a paso rápido hacia la puerta lateral del teatro, los carpinteros y atrezistas —muchachos y hombres vestidos con monos azules— trabajaban en el escenario: levantando, moviendo, colocando y clavando. Richard Marais nos condujo entre el gentío.
—Esto es como los Vauxhall Gardens la noche de carnaval —dijo Oscar.
—No —replicó Marais—. Es el típico gallinero del La Grange los días de matinée. Tenemos que desmantelar Le Cid y disponerlo todo para L’avare en menos de una hora.
—¿A qué hora es la función de la noche? —pregunté.
—A las ocho, pero el señor exige silencio en el escenario entre las seis y las siete… para su siesta.
El señor nos esperaba en la puerta de su camerino. Aunque recorría el escenario con los ojos, le vimos antes de que reparara en nosotros. Estaba de pie envuelto en su batín, descalzo, con las piernas separadas, una toalla sobre el hombro a modo de toga, una mano cerrada plantada en la cintura y la otra en alto sosteniendo un reloj que colgaba de una cadena dorada.
Nos vio emerger de la melé.
—¡Ah, Oscar! —gritó—. Antes me he olvidado de usted y ahora creía que era usted quien se había olvidado de mí. —Se rió mientras nos acercábamos—. Venga. Bienvenido. Traiga a su amigo.
Se guardó el reloj en el bolsillo y abrazó afectuosamente a Oscar antes de saludarme con unas palmadas en la espalda. Su rostro arrugado y curtido era todo sonrisas. Su actitud y ánimo eran muy distintos de los que habíamos observado en él durante nuestro último encuentro. Cierto: parecía visiblemente más relajado, aunque a la vez se le notaba más magnífico de lo que yo le había visto hasta el momento. Aunque no era un hombre alto, poseía cierta grandeur y una cabeza innegablemente espectacular a la que Oscar había bautizado como «la cabeza de Agamenón». A la luz de la resplandeciente lámpara de aceite, su piel refulgía y le brillaban los ojos. Rebosaba vitalidad. Debió de leerme el pensamiento porque, cuando se hizo a un lado para permitirnos la entrada a su camerino, me murmuró:
—C’est mon métier. Es lo que hago. Y lo que soy.
Marais y Garstrang se reunieron allí con nosotros. La madre de La Grange estaba ya en el camerino, en el rincón más alejado, junto a la puerta del dormitorio del asistente de vestuario y delante de un anticuado aparador de roble, preparando con mimo un samovar y una bandeja cargada con platos y tazas de porcelana de color marfil. Su nuevo caniche meneaba la cola a sus pies. El desafortunado hedor a perro impregnaba el aire de la habitación. Cuando La Grange nos señaló las sillas y la tumbona, la anciana señora se volvió y ofreció un gran terrón de azúcar a su mascota. El perro ladró enfebrecidamente y de un salto arrebató el terrón de los huesudos dedos de su dueña. Vi cómo Oscar abría los ojos en una clara muestra de desagrado. Luego sacó un pañuelo amarillo del bolsillo y se lo llevó a la nariz.
—Maman está preparando el té —dijo La Grange, tomando asiento en el taburete giratorio que tenía delante del tocador y sonriéndonos de oreja a oreja en el espejo—. Traquair ha salido a buscar magdalenas. De hecho, hace siglos que se marchó. He tenido que desvestirme solo, ¡que Dios nos asista! Espero que no se haya perdido.
—¿Cómo es Traquair? —preguntó Oscar, volviendo a guardarse el pañuelo en el bolsillo y sacando sus cigarrillos.
—Concienzudo. Un buen asistente de vestuario, además de eso que ustedes los ingleses llaman «un buen compañero».
—Soy irlandés —murmuró Oscar, encendiendo una cerilla.
—Maese Traquair tiene buena mano planchando camisas —prosiguió La Grange sin pausa alguna—, aunque ríe poco. Demasiado taciturno para mi gusto. No veo en ese hombre demasiada tendencia a «dar», no sé si me explico.
—¿Qué tal progresa con el francés? —preguntó Oscar, aspirando el humo de su cigarrillo.
—No lo sé —respondió La Grange, quitándose la toalla que llevaba al cuello—. Apenas habla.
—He prometido enseñarle —dijo Oscar—. Y he faltado a mi promesa.
—Espero que sepa cuál es la traducción al francés de «magdalena» —masculló Liselotte La Grange desde el lugar que ocupaba delante del aparador.
—Le he escrito el pedido, Maman…, y en mayúsculas. Sirva el té, si es usted tan amable. —Giró sobre el taburete hasta quedarse frente a nosotros—. Pueden tomarlo con limón, à la russe, o con leche, à l’anglaise.
Eddie Garstrang se levantó para ayudar a Maman a servir el té. Vi a Oscar repantigado en la tumbona, sosteniendo lánguidamente el cigarrillo entre los dedos y observando al gran La Grange como sí se tratara de la última adquisición del Museo del Louvre.
Sonreí a nuestro anfitrión.
—Dígame, señor —empecé—: ¿Qué tal ha estado la función de la tarde?
La Grange me regaló una sonrisa radiante. Se inclinó hacia delante en el taburete y se estampó sonoramente el dorso de los dedos contra la palma de la mano.
—¡Ésa es exactamente la suerte de pregunta que me gustaría oír de labios de mi asistente de vestuario! Gracias por preguntar, muchacho. —Se inclinó entonces hacia mí y me dio una ligera palmada en la rodilla. Luego me invitó a acercarme con un dedo torcido—. Ya que lo pregunta —suspiró conspiradoramente—, se lo diré. —Guardó silencio y esperó hasta que nuestras cabezas casi se tocaron. Entonces confesó—: Mon ami, ¡ha sido un auténtico triunfo!
Desde el samovar, y sin volverse hacia la habitación, Maman comentó:
—La familia La Grange siempre se ha portado bien con Pierre Corneille.
—Y Pierre Corneille ha sido siempre bueno con nosotros —comentó La Grange, incorporándose sobre el taburete—. ¡Esta tarde teníamos la sala llena! Todo vendido: para Le Cid, un sábado por la tarde… ¡de febrero!
—Bravo, monsieur —intervino Richard Marais, asintiendo con la cabeza y revolviendo el azúcar de su té à la russe.
—Y esta noche volveremos a llenar. Mil localidades…, ¡y todas vendidas!
—Esta noche le toca el turno a El avaro, ¿verdad? —pregunté.
—Sí —respondió, inclinándose hacia delante para volver a darme una ligera palmada en la rodilla—. Ahí es donde al parecer aventajamos a la gran Sarah Bernhardt. Nosotros también tocamos la comedia. —La Princesa de Lamballe gruñó y se tumbó en el suelo junto al aparador—. La divina Sarah parece estar espléndida sólo cuando asesina o cuando muere. Pues bien, nadie quiere ver tragedias ocho veces a la semana. De vez en cuando también necesitamos reímos un poco.
—Molière murió en esa tumbona —dijo Maman, volviéndose a mirar a Oscar.
Éste llenó el aire del camerino con el humo de su cigarrillo. La Princesa de Lamballe gimoteó y rascó la tarima del suelo junto al borde de la puerta del asistente de vestuario de La Grange.
—¿Sabe una cosa, Oscar? —continuó La Grange—, en Norteamérica mi espectáculo llegó a funcionar tan bien como el de Sarah. En algunos teatros, incluso mejor. Ella goza de mayor fama…
—Pero tú tienes tu apellido —le interrumpió su madre—. Cuentas con dos siglos de tradición de los La Grange a tus espaldas.
—Ah, sí —suspiró Edmond—. La tradición de los La Grange…
—Y tú eres francés y ella judía.
—Es una gran actriz, Maman.
—La más grande —dijo Oscar con contundencia. Dejó la taza en el suelo y buscó sus cigarrillos en el bolsillo. Luego clavó la mirada en los ojos de La Grange. Era más de treinta años menor que el gran actor y aun así le trataba como a un igual—. Usted ha trabajado con Sarah, ¿no es así? Y le gusta Sarah, ¿me equivoco?
La Grange sonrió y aceptó uno de los cigarrillos que Oscar le ofrecía.
—No haga caso a Maman. Desprecia a Sarah porque es judía. Se niega asimismo a hablar con Traquair porque es negro. Durante cuarenta años ha odiado compartir escenario con Carlos Branco porque es portugués. —De pronto, el gran La Grange extendió los brazos, echó atrás la cabeza y estalló en carcajadas—. Es usted realmente absurda, Maman —exclamó. Luego miró a Oscar—. ¿Que si me gusta Sarah? No, me irrita. Todas esas bobadas sobre su marido, sus amantes y su grotesco parque zoológico…, menuda estupidez. ¿Que si la amo? ¿Cómo podría no amarla? Como artista, no tiene igual. En el escenario es única.
—Con el tiempo, Agnès La Grange será como ella —graznó Maman desde la posición que ocupaba junto al samovar.
La Grange ignoró la intervención de la anciana señora y siguió sonriendo a Oscar antes de girar de nuevo suavemente sobre el taburete y abrir un pequeño cajón lateral del tocador.
—Sarah me dio esto —dijo. Despacio, sacó del cajón un arma de fuego de grandes proporciones. Vi sobresaltarse a Oscar—. Es un Colt —explicó La Grange, mirando el arma con admiración—. Un revólver, para ser más exactos. —Hizo girar el arma velozmente alrededor de su índice y se rió. Luego levantó el percutor con el pulgar—. Y está cargado.
—Tenga cuidado —le advirtió con suavidad Eddie Garstrang.
La Grange sostuvo el revólver con la mano derecha y apoyó el largo cañón gris sobre su muñeca izquierda. Apuntó con el arma a Garstrang. El humo de su cigarrillo se elevó desde sus dedos, cubriendo el cañón.
—Su nombre es «El Pacificador». A Sarah se lo regaló su representante norteamericano, el señor Jarrett («el terrible señor Jarrett», como ella le llama), y, antes de dar comienzo a mi gira americana, me lo dio. Creyó que podría necesitarlo.
—He oído hablar del señor Jarrett —dijo Oscar.
—¿Y ha oído también su célebre frase? —La Grange entrecerró los ojos y formuló la frase en inglés, aderezándola con un exagerado acento norteamericano—: «He sobrevivido con la ayuda de dos armas: la honradez y mi revólver». —Luego se echó a reír.
—Creo que mató a un hombre —dijo Oscar.
—Sí —respondió La Grange, bajando las manos y acunando el revólver sobre su regazo—. Por una cuestión de negocios…, en defensa de una de sus clientes, la cantante Jenny Lind. También era su representante.
—«El Ruiseñor Sueco» —masculló Maman sin ocultar su desprecio—. Se casó con un judío.
—¿Me permite el revólver? —pregunté.
La Grange soltó con cuidado el percutor y me entregó el arma. Pesaba más de lo que yo había calculado y era áspero al tacto. Lo hice girar en las manos antes de levantarlo y apuntar con él al techo. Puse el dedo en el gatillo y, al hacerlo, desde el rincón de la habitación llegó de pronto un grito espeluznante. Era Liselotte La Grange que, inclinada hacia delante, se agarraba con una mano al aparador y con la otra gesticulaba frenéticamente hacia el suelo.
—¿Qué ocurre? —preguntó La Grange, volviéndose a mirarla.
La anciana no respondió. Simplemente se limitó a gritar aún más fuerte y a señalar al caniche que seguía a sus pies. La criatura estaba tumbada, inmóvil.
—¿Ha muerto el perro? —inquirió Oscar, mirando horrorizado al animal tumbado en el suelo—. ¿Otro perro muerto?
La Grange, Richard Marais y Eddie Garstrang se levantaron a la vez y se dirigieron hacia el rincón de la habitación. El actor tomó a su histérica madre entre sus brazos y la estrechó con fuerza.
—Shhh, Maman. Cálmese —le ordenó.
Marais y Garstrang se agacharon a asistir al perro.
—Respira —anunció Marais, apoyando la cabeza contra el flanco del animal—. Tiene pulso. Está viva.
Maman había dejado de chillar y de lamentarse. Simplemente sollozaba y jadeaba mientras golpeaba la espalda de su hijo con sus pequeños y enojados puños cerrados. A pesar de que no experimentaba hacia ella el menor afecto, pude sentir el dolor que la embargaba.
—La pobre bestia no puede moverse —siseó Marais—. Está muy débil. Debe de haber sufrido un ataque al corazón… o quizás un infarto.
—¡No!
—¡No!
Oscar y Eddie Garstrang hablaron a la vez. Oscar estaba de pie y se había inclinado sobre el perro. Garstrang, por su parte, estaba de rodillas, con la cabeza agachada muy cerca del suelo. Olisqueaba a lo largo del borde de la puerta que comunicaba con el dormitorio del asistente de vestuario.
—Es gas —murmuró—. Un escape de gas. Apartad al perro. —Valiéndose de las dos manos, retiró al animal de la puerta y empujó su cuerpo hacia Richard Marais. El perro permaneció inerte. No profirió sonido alguno. Tenía los ojos abiertos y miraba patéticamente al gerente de la compañía. El hombre calvo y sordo bajó la mirada hacia el animal y, no sin cierto esfuerzo, lo tomó en brazos.
—Hay un escape de gas por debajo de la puerta —dijo Garstrang, levantándose de un brinco e intentando forzar la manilla de la puerta, al tiempo que la hacía girar a uno y otro lado. La puerta no cedió—. Está cerrada —exclamó—. ¿Hay llave de esta puerta?
Maman se echó a llorar desconsoladamente.
—No lo sé —gritó La Grange—. Tiene que haberla.
Eddie Garstrang se volvió a mirarme.
—Deme el arma —ordenó. Profirió la orden con un tono autoritario que no dio lugar a discusiones. Yo le ofrecí el revólver y, con un solo movimiento, él me lo arrebató de la mano, se volvió hacia la puerta y disparó a la cerradura. Al instante, la puerta del cubículo donde vivía el asistente de vestuario se abrió de par en par y, acto seguido, fuimos testigos del horror que aguardaba en su interior.
Tumbado en el diván, apoyado sobre un cojín de modo que la cabeza le quedaba exactamente debajo del chorro de gas de la bujía apagada colocada justo a media altura de la pared del dormitorio, estaba Washington Traquair.
—¡Está muerto! —susurró Oscar—. Lo sé.
Cuando habló, el brazo izquierdo del criado negro salió despedido al aire y cayó sobre su rostro.