Curiosidad
Era sábado por la mañana —el día siguiente a nuestra visita a la Salle des Morts— y Oscar había decidido que debíamos ir a ver a Sarah Bernhardt para desayunar con ella. Eran poco más de las once y encontramos a la gran actriz sentada a una pequeña mesa de bambú en el naranjal ornamental situado en la parte posterior de su casa y envuelta en un peignoir oriental de color verde y oro, el pelo alborotado y recogido sobre la coronilla, el rostro cubierto por una masa de polvos blancos (como si se hubiera sumergido en un saco de harina).
Cuando el criado nos llevó a su presencia, la señora Bernhardt estaba inclinada sobre la mesa dando de comer un grano de uva a una gran tortuga instalada en una bandeja de plata delante de ella.
—Estoy dando a Methuselah su desayuno. No se preocupen por nosotras, señores. Sírvanse ustedes mismos una taza de café.
Hamlet, el grifón belga de la actriz, gimoteó a sus pies. Osric, la cacatúa, chilló en las alturas. Los canarios enjaulados (Rosencrantz y Guildenstern) piaron excitados. Aparte de los animales, Sarah estaba sola. Su marido había salido: probablemente estaba extasiado en brazos de su querida. El amante de la actriz estaba en otra parte: desembarazándose de los brazos de otra mujer. Maurice, su hijo de dieciocho años («un petit accident d’amour») dormía profundamente en el piso de arriba. Sarah se levantó, cogió la tortuga de la bandeja con las dos manos y, llevándola en alto como si de la cabeza de Juan Bautista se tratara, me indicó con un movimiento de cabeza que le abriera la puerta del jardín. Todavía no había memorizado mi nombre (de hecho, no estoy seguro de que llegara a hacerlo nunca). Sosteniéndola en el aire, llevó al reptil al jardín y lo depositó con sumo cuidado en la tierra bajo los arbustos. Regresó después al naranjal, acariciándome la cabeza al pasar y dirigiéndose directamente hacia Oscar para besarle en los labios con suavidad.
—Estoy encantada de que hayan vuelto tan pronto —dijo—. Ayer olvidé preguntarle una cosa. Mis nuevos biombos japoneses, Oscar…, ¿cómo cree que debo colocarlos? ¿Cómo? ¿Cómo? ¿Cómo? —Tendió dramáticamente los brazos hacia un par de biombos pintados que estaban tristemente aparcados en el rincón de la estancia.
Él miró hacia los biombos y caviló su respuesta durante un instante. Luego, tras sonreír y encender su cigarrillo, se volvió a mirar a Sarah y dijo:
—¿Por qué desea ordenarlos? ¿Por qué no permitir simplemente que ocurran?
—¡Ah, Oscar! —exclamó Sarah, estallando en un torrente de felices carcajadas y dando una palmada de puro júbilo antes de volver a sentarse—. ¿Oyes eso, Hamlet? ¿Por qué no permitir que ocurran? Es usted tremendamente brillante, Oscar. ¡Y eso a pesar de haber estado despierto gran parte de la noche! Venga, tómese el café, traiga con usted a su amigo, siéntense conmigo y cuéntenmelo todo. ¿Cómo estaba Montmartre? ¿Vieron ustedes la parte oscura de la Ciudad de la Luz? ¿Les enseñó Rollinat todo? ¿Visitaron la Salle des Morts?
Cogimos nuestras tazas de café del aparador —además de pan negro alemán, un queso duro holandés y unas lonchas de salami italiano— y nos sentamos cada uno a un lado de Sarah Bernhardt a su mesa de desayuno de bambú. Ella unió los dedos como si rezara y se los apoyó con suavidad contra la punta de la barbilla.
—Cuéntemelo todo —insistió, abriendo aún más los ojos—. Cuénteme lo que vieron. Desconciérteme y sorpréndame.
—Lo que me asombró y me sorprendió —empezó Oscar, pelando un plátano a su amiga y dándole después la fruta— fue ver a Bernard La Grange, envuelto en harapos y de rodillas, pálido y contraído y rodeado de un mar de maleantes y de vagabundos en la Sala de los Muertos.
—¿A Bernard La Grange? ¿El Wunderkind? ¿Está usted seguro de que era él? —preguntó Sarah, aceptando la fruta y partiéndola para darme un trozo.
—Del todo. Creo que él también me reconoció. Vi el temor en sus ojos hundidos. Tiritaba y le temblaban las manos, que se aferraban como garras al aire de la habitación. Fue una visión digna de lástima, Sarah. ¿Por qué estaría allí Bernard? ¿Por qué?
—Por curiosidad —se limitó a responder ella.
Oscar negó con la cabeza y encendió su cigarrillo.
—Por curiosidad —repitió ella, mordiendo el plátano—. Por eso estaba allí. —Se tragó la fruta y acarició la frente de Oscar en un gesto que quiso ser tranquilizador—. Cálmese, amigo mío.
—Estoy desconcertado, eso es todo —reconoció él—. Durante el día, Bernard ensaya Hamlet. De noche duerme en la Sala de los Muertos. ¿Por qué?
—¿Por qué estaba usted allí? —preguntó Sarah, tomando el cigarrillo de entre los dedos de Oscar y aspirando ligeramente el humo—. ¿Por curiosidad?
—Fui a observar el horror —protestó él.
—Y él fue a experimentarlo —replicó Bernhardt, levantándose—. Es actor, Oscar. Usted, escritor. Los escritores describen. Los actores encaman. Ustedes hablan alegremente de su deseo de probar todos los frutos de los jardines del mundo: los dulces y también los amargos. Pues bien, Bernard La Grange no se limita a hablar de ello, sino que lo lleva a cabo.
—Estaba tiritando, Sarah.
—Es un joven actor de gran talento. Todo el mundo lo dice. Estaba viviendo su papel, encarnándolo hasta sus últimas consecuencias. Es, sin duda, hijo de su padre.
—Le temblaban las manos descontroladamente.
—Quizás había estado consumiendo cocaína —respondió ella sin darle mayor importancia—. Son muchos los jóvenes que lo hacen. —Devolvió a Oscar su cigarrillo y le pasó los dedos por los rizos cortados al ras en un gesto juguetón—. ¿Y qué tal progresa su Hamlet?
—Creo que será algo extraordinario —dijo Oscar.
—Ahí lo tiene —ronroneó la diva, besando a mi amigo en la frente.
—Visto lo visto, tengo la impresión de que va a ser una producción extraordinaria —prosiguió él entusiasmado—. Edmond La Grange será un Claudio incomparable.
—Por supuesto. Es un gran actor.
—¿Debería contarle a La Grange lo de Bernard? ¿Debería contarle lo que he visto?
—No sea absurdo, Oscar. —Sarah Bernhardt le golpeó reprobadoramente en la nariz con su índice largo y fino—. Lo que el hijo haga en su tiempo libre no es asunto del padre. Además, si eso no afecta a la actuación de su hijo, a Edmond La Grange le traerá sin cuidado.
—¿De verdad lo cree usted? —preguntó Oscar—. La Salle des Morts es un agujero infernal y pestilente, Sarah. No puede ser bueno para la salud del muchacho.
—Pero quizás enriquezca su actuación, dependiendo de su comprensión del taciturno Dane, ¿no le parece? Eso es lo único que le importa a Edmond La Grange. Mientras su hijo ofrezca una encarnación de Hamlet merecedora de su gran apellido, lo demás carece por completo de importancia. Créame, conozco bien a ese hombre. Hace veinte años que le conozco. Es un tipo sin escrúpulos.
—Pues a mí me parece un hombre realmente agradable —dijo Oscar.
—Naturalmente que se lo parece. No es usted ni su hijo ni su amante, sino parte de su público. Él actúa, usted aplaude. No creo que Edmond La Grange sea capaz de albergar sentimientos verdaderos hacia nadie, salvo hacia él mismo… y su público. Sé que adora a su hija, esa pobre y frágil muchacha. Alberga sentimientos hacia ella, no hay más que verlo en sus ojos, pero sin duda el amor de su vida es su público. —Guardó silencio y pareció reflexionar durante un instante—. Quizás eso explique que sea tan buen actor. Lo da todo por su arte.
Oscar se rió entre dientes.
—Es generoso con su pobre y anciana madre.
—Respeta su linaje, de eso no me cabe duda —respondió Sarah muy seria.
—La señora La Grange no es una dama fácil —intervine. Había estado a la espera de poder contribuir a la conversación.
—¡Es una mujer imposible! —chilló Sarah, levantando las manos en un teatral gesto de desesperación—. Mi querido Hamlet y su desgraciada María Antonieta nunca se han llevado bien.
—Su «desgraciada María Antonieta» ha muerto —dijo Oscar.
—¡No! —gritó Sarah, de pronto conmovida. Las lágrimas le velaron los ojos. (El de la Bernhardt era un temperamento a todas luces mercurial)—. No debería haber hablado así del pobre perro. ¿Cuándo ha ocurrido? No era muy mayor.
Sarah tomó en brazos a su perrito y lo acunó mientras Oscar contaba la historia de lo que había ocurrido a bordo del SS Bothnia. La actriz estaba visiblemente conmovida por la historia.
—¿Quién puede haber cometido un acto tan espantoso? —preguntó cuando Oscar terminó su narración de los hechos—. ¿Quién puede haber sido tan cruel?
—No lo sé —respondió él—. No tengo la menor idea. He hecho algunas preguntas y he interrogado a cada uno de los miembros de la Compagnie La Grange que estaban a bordo en ese momento, pero ninguno de ellos parece interesado ni preocupado por el tema. De hecho, a ninguno de ellos le importa lo ocurrido.
—¿Y le sorprende acaso? A fin de cuentas, son actores.
—Pero usted también es actriz —dije—, y adora a los animales.
—Hay una diferencia —respondió ella al tiempo que besaba a su grifón en el hocico y volvía a dejarlo con suavidad en el suelo—. Ellos son franceses y yo no. Yo soy judía.
De pronto, tras un nuevo y aparente cambio de humor, la Bernhardt se volvió hacia mí y, con una sonrisa en los labios, preguntó:
—¿Le gustaría conocer a Victor Hugo, joven? Es un hombre ya mayor y del todo inofensivo. —Y, sin esperar mi respuesta, me tomó de la mano y me arrancó de la silla.
—De hecho, le conozco —repuse, un poco confundido—. Le conocí en Guernesey, cuando era niño.
—¿Intentó morderle? —preguntó ella, echándose a reír—. Probablemente. Aunque ya apenas le quedan dientes y no le desea ningún mal a nadie. Le tengo encadenado en la bodega. Venga, le llevaremos un poco de salami.
Me levanté, divertido, mientras la más grande actriz de toda Francia intentaba hacerme cruzar en su compañía el naranjal con una gran porción de salami en su diminuta mano.
Oscar se carcajeó y golpeó la mesa de bambú con tanta fuerza que las cucharillas tintinearon en sus platos.
—Victor Hugo es el león africano de Sarah, Robert. Una vieja y sarnosa criatura que apesta lo indecible. Yo en tu lugar no desearía conocerlo, créeme, sobre todo si conoces ya al auténtico Hugo. —Se levantó y me rescató de brazos de la divina Sarah, quitándole el salami y volviéndolo a poner en el aparador. Luego estrechó a la diminuta actriz entre sus brazos—. Tenemos que irnos, amiga mía. Volveremos a vernos pronto.
—Espero ansiosa poder disfrutar del Hamlet de La Grange —respondió ella—. Asistiré al estreno. Supongo que todo París estará presente. ¿Reconoceré algún toque de Wilde en la producción? Espero que sí. No sé si sabe que colecciono Hamlets. He visto a todos los grandes. Algún día, yo misma seré Hamlet en un escenario.
Oscar se rió.
—¿Y ese día irá a verla todo París? —preguntó.
—El mundo enteró vendrá a verme, Oscar —respondió Sarah, envolviéndose en su peignoir—. ¿Y sabe por qué?
—No, Sarah. Dígame. ¿Por qué?
—Por curiosidad.
En fiacre, desde la residencia que Sarah Bernhardt tenía en el XVII arrondissement, llegamos al Théâtre La Grange, situado en el troisième, en menos de media hora. El teatro era un edificio imposible dotado de una exquisita fachada neoclásica. Era el más antiguo de los siete teatros que en su día se habían levantado en el bulevar del Temple. La calle se conocía como el «bulevar del crimen», no porque fuera especialmente frecuentada por las clases criminales, sino porque el asesinato y el melodrama habían sido el común denominador de todos los teatros construidos en la avenida. A principios de la década de 1860, cuando el barón Haussman había recibido el encargo de rediseñar la ciudad de París, derribando barriadas enteras y abriendo grandes arterias en el corazón de la ciudad, Edmond La Grange había aprovechado el momento para adquirir el mayor de los teatros del bulevar y reformarlo. La Grange había dado su nombre al establecimiento y había cambiado su signo, transformando la desastrada sala teatral especializada en espectáculos baratos en el principal teatro comercial de París, dotado de un repertorio clásico, el único rival de peso de la Comédie-Française.
El Théâtre La Grange era su hogar… y también su vida. El poco tiempo libre que se concedía lo pasaba en su apartamento. El resto de la existencia en activo de Edmond La Grange transcurría o bien en el escenario mismo —ensayando o actuando—, o detrás o bajo el escenario, supervisando la construcción de decorados y la creación del vestuario en el ala inmediatamente adyacente al escenario, situada a la derecha del arco del proscenio. Cuando su camerino estaba abierto, desde el espejo situado sobre la mesa del pequeño habitáculo el gran actor-director disfrutaba de una clara panorámica del centro del escenario.
El resto de los camerinos del teatro se encontraban no a la altura del escenario, sino en cuatro plantas distintas, y se accedía a ellos por una única escalera de piedra estrecha situada en la parte trasera del edificio. El camerino de La Grange, mayor que los demás, era el corazón de su imperio. Allí planeaba sus producciones, memorizaba sus textos, y un día tras otro, seis días a la semana, se maquillaba y se vestía, a fin de dejar de ser quien era y convertirse en quien deseara ser. Y era también allí donde, los días en que había matinées, entre la función de la tarde y la de la noche, repantigado en su tumbona (la misma en la que, según se decía, el mismísimo Moliere había expirado), dormitaba recordando triunfos pasados y soñando con futuras glorias.
El camerino era además la habitación desde la que Edmond La Grange dirigía su negocio; donde (¡albergando grandes esperanzas!) contrataba a nuevos actores y (¡con un enorme pesar!) despedía a aquellos que no respondían a sus exigentes expectativas; era la habitación en la que Oscar y él pasaban largas horas sentados debatiendo sobre su traducción de Hamlet; era la habitación en la que Richard Marais y él se sentaban todas las noches a la luz de las bujías, revisando y volviendo a revisar los ingresos de taquilla. Era una habitación que yo aún no había visitado y en la que Oscar se sentía prácticamente como en casa.
—Es el sanctasanctórum —dijo mi amigo, cruzando delante de mí el escenario a oscuras hacia el rincón donde estaba situado el camerino—. Pisa con suavidad y baja la voz. Sagrados son sus misterios.
—¿Nos esperan? —pregunté, bajando la voz—. ¿Acaso no hay hoy matinée?
—La hay, en efecto, y sí, nos esperan —respondió Oscar alegremente. Acto seguido, y de improviso, se mandó callar a sí mismo—. ¡Shhh! —Levantó entonces la mano para detenerme en seco—. ¡Silencio! —siseó.
Habíamos llegado a la puerta del camerino y nos quedamos quietos donde estábamos. Contuve el aliento. Oscar se volvió muy despacio a mirarme y acercó la oreja a la puerta. Desde el interior de la habitación oímos los sollozos de una mujer. Luego habló un hombre y su voz sonó elevada y enojada, aunque no logramos entender lo que decía. Habló entonces un segundo hombre, éste mayor que el primero. También su voz llegaba teñida con la fuerza de la ira. Los sollozos de la mujer ganaron en intensidad y también en premura hasta que por fin estallaron como una ola sobre la orilla, fundiéndose en un mar de lágrimas. ¿Eran acaso lágrimas de angustia o de risa? Oscar entrecerró los ojos e inclinó aún más el cuerpo contra la puerta. A punto estuve de hablar. Tuve la sensación de que no debíamos estar allí. Él se llevó un dedo a los labios para hacerme callar. En el interior de la habitación las voces de los dos hombres volvieron a elevarse, esta vez más afiladas y enojadas. De pronto, una tercera voz se unió a la refriega, ésta más grave que las anteriores y también más calmada. La reconocí gracias a su ligero acento portugués. Era la voz de Carlos Branco.
—Mais enfin! —exclamaba—. Mais enfin!
De pronto, Oscar me apartó de la puerta del camerino, que en ese preciso instante se abrió de par en par. En el umbral, con su batín y descalzo, apareció Edmond La Grange. Durante una fracción de segundo —no más— vi un velo de salvaje confusión en los ojos del actor. Le temblaban los dedos, que apoyaba sobre sus sienes y con los que mesó rápidamente su densa mata de pelo blanco. Luego reconoció a Oscar en la semioscuridad de bambalinas y se rió.
—¡Oscar! ¿Qué está haciendo aquí?
—Teníamos un rendezvous —respondió el escritor con una sonrisa.
La Grange se dio una palmada en la frente.
—Lo había olvidado. Discúlpeme. —Volvió a darse una segunda palmada y puso los ojos en blanco antes de negar con la cabeza, presa de una fingida desesperación. De pie tras él, muy juntos, estaban Carlos Branco, Bernard La Grange y Agnès La Grange. Desde el interior del camerino, los tres nos miraban fijamente. Sonreían—. Estábamos hablando de la obra, Oscar —prosiguió La Grange—. Hemos estado experimentando. —Lanzó una mirada a Carlos Branco—. A nuestro viejo Polonio se le han ocurrido algunas ideas harto novedosas y hemos estado poniéndolas en práctica.
—Debo cambiarme para la matinée —dijo genialmente Branco.
—No hay prisa —respondió La Grange, levantando la mano para impedir que su amigo se marchara—. Terminemos primero nuestra discusión…, si Oscar nos disculpa, claro está.
—Por supuesto —dijo el escritor con una inclinación de cabeza al tiempo que se retiraba—, a menos que pueda ser de alguna ayuda.
La Grange agitó la mano desechando al instante esa posibilidad.
—No son más que detalles técnicos —dijo—. Quién va allí, qué ocurre a continuación…, esa suerte de cosas. Material de interés para el artesano, no para el poeta. ¿Podemos vernos después de la matinée? ¿Qué le parece si tomamos un té inglés? Le pediré a Traquair que tueste unas magdalenas.
—Por supuesto —repitió Oscar.
Miré a mi amigo y vi que no apartaba los ojos de Bernard La Grange. El joven actor le miraba fijamente con la cabeza inclinada hacia atrás y algo ladeada. No había la menor sombra de agotamiento en su rostro ni ningún signo aparente de los efectos secundarios de su noche en la Salle des Morts.
—À tout à l’heure —dijo Edmond La Grange, cerrando la puerta de su camerino.
—À tout à l’heure —respondió Oscar.
Pasamos el resto de la tarde del sábado disfrutando de una botella de absenta en el pequeño bar del callejón adoquinado que comunicaba con el bulevar del Temple.
—¿Has leído Los crímenes de la calle Morgue de Edgar Allan Poe? —preguntó Oscar.
—Sí —respondí.
—¿Recuerdas la famosa máxima del gran Auguste Dupin?
Me reí.
—¿Cuál de todas?
—Por lo que a mí respecta, hay sólo una, Robert: «Es posible ser profundo en exceso». —Alzó el vaso hacia mí a modo de brindis y volvió a dejarlo con cuidado sobre la mesa antes de contemplar su contenido verde amarillento con el ceño fruncido—. Dupin está en lo cierto, ¿no crees? —Pasó el dedo por el borde del vaso—. Y yo soy un idiota, intentando cavar hondo en terreno poco profundo, buscando agujas donde no hay pajares y viendo ballenas y focas en nubes informes. Sin duda, «Es posible ser profundo en exceso».
Volví a reírme.
—Y también es posible estar un poco bebido.
—Aun así —prosiguió, ignorándome por completo—, no tiene sentido. Hemos oído discutir a tres hombres. Y también hemos oído sollozar a una mujer. Pero cuando se ha abierto la puerta, ¡todo eran sonrisas!
—La Grange tenía una mirada de alarma en los ojos —dije—. Al menos, durante un instante.
—¿Ah, sí? ¿Era alarma o sorpresa? Quizá simplemente le haya sorprendido encontrarnos allí.
—Y había restos de lágrimas en los ojos de Agnès.
—Pero sonreía, y la suya era una sonrisa tierna, natural y en absoluto forzada. Tenía la mano en el hombro de su padre. No parecía afligida, ¿no crees?
—Es cierto —reconocí, vaciando mi vaso—. No, no lo parecía. De hecho, ninguno de ellos lo parecía.
—Aun así, instantes antes, les hemos oído alzar la voz. Y también hemos oído los sollozos de Agnès. Hemos oído también gritar «Mais en fin!» a Carlos Branco…, y entonces se ha abierto la puerta…
—Y allí estaban, sonriéndonos.
—Quizá sabían de nuestra presencia —dijo Oscar, incorporándose de repente y apartando el vaso con la mano—. Quizá fuera simplemente una charada en nuestro honor.
—Pero ¿por qué? ¿No te parece más probable que lo que nos ha dicho La Grange sea verdad? ¿Que sólo estuvieran hablando de la obra y discutiendo sobre algún punto, como suele ser común entre los actores?
—Hacer jirones una pasión, convertirla en harapos… sin duda —murmuró Oscar, rindiéndose y alcanzando de nuevo su vaso—. Tienes razón, Robert. No hay duda de que se puede ser profundo en exceso.
El vaso de mi amigo estaba vacío. Pareció vacilar durante un breve instante antes de cogerlo con las dos manos y dejarlo en el suelo con cuidado. Luego se cruzó de brazos y apoyó suavemente en ellos la cabeza, cerrando los ojos.
—Nuestro almuerzo líquido bien merece una cabezada, Robert. Estamos hechos de lo que alimenta los sueños y tomaremos magdalenas durante el té… Buenas noches, mi dulce príncipe…, el resto es silencio.