Decadencia
Esa primavera, Oscar y yo pasamos a menudo los días y las noches en la órbita de la Compagnie La Grange. Él estaba deslumbrado por el actor protagonista, y yo, totalmente hechizado por los encantos de la amante del viejo actor. Durante los ensayos de Hamlet, Oscar y La Grange se sentaban juntos en el escenario a una pequeña mesa colocada delante de las candilejas. Cuando no se requería su presencia en escena, La Grange (que encarnaba a Claudio) dirigía la actuación desde la mesa, consultando constantemente con Oscar.
«Aunque es nuestra traducción, Shakespeare es su poeta, Oscar. Debe usted indicarnos dónde nos equivocamos».
Oscar se sentía halagado por la atención de La Grange, aunque también avergonzado por ella. Le preocupaba sobremanera la posibilidad de irritar a los demás actores. Todos eran grandes profesionales y sabían bien lo que se llevaban entre manos. Bernard La Grange, aunque sólo tenía veinte años, iba sin duda a ofrecer una actuación de elegancia e inteligencia extraordinarias. Ya en la primera lectura, Oscar se dio cuenta de que el Hamlet encamado por Bernard estaba llamado a convertirse en una de las grandes representaciones del momento. Decidió por tanto que, salvo en cuestiones que concernieran directamente al texto y a la traducción, limitaría en lo posible sus intervenciones. Agradeció poder ocupar un asiento en primera fila a medida que la producción avanzaba y decidió no extralimitarse en sus funciones.
Al término de los ensayos —que normalmente duraban desde las once de la mañana hasta las seis de la tarde—, Oscar y La Grange se retiraban juntos al camerino de éste, una espaciosa cabine del tamaño de una caravana y construida para ese propósito en el ala inmediatamente adyacente al escenario. Según Oscar, el interior del camerino tenía el aspecto del camarín de una meretriz. «Un derroche de espejos y de cortinajes de terciopelo, acanaladas velas y gastadas tumbonas».
Las noches en que La Grange actuaba, Oscar le hacía compañía mientras se maquillaba y se vestía para la función de la noche, fascinado ante la transformación que veía operarse en él. No tardó en apreciar que La Grange siempre parecía más joven cuando ejercía de actor que cuando era él mismo. En las escasas noches en que La Grange no actuaba —por ejemplo, en las que Gabrielle de la Tourbillon encarnaba a Fedra—, Oscar y él seguían encerrándose en el camerino, donde compartían una botella (o dos) de vino blanco y fumaban unos cuantos Cabañas Havana, los favoritos del actor.
Cuando La Grange se vestía para salir a escena, Traquair, su camarero personal, le atendía como era de rigor. A Oscar le alegró comprobar que, aunque tímido, Traquair parecía encontrarse cómodo con su nuevo señor. Cuando La Grange y Oscar simplemente bebían y fumaban juntos, Traquair se retiraba a sus aposentos: un diminuto anexo independiente contiguo al camerino: «el dormitorio del asistente de vestuario», un cubículo sin ventanas no mucho mayor que el estrecho diván y que la jofaina que contenía.
Oscar disfrutaba sobremanera de sus conversaciones con el director de la compañía. En general, se limitaba simplemente a escuchar mientras que era La Grange quien hablaba. El gran actor hablaba de las grandes dinastías de actores de Francia —los Baptiste, los Deburau, los Thénard—. Contaba historias de los trabajos y triunfos de su propia familia, remontándose a los tiempos en que el fundador de la dinastía, Charles Varlet de La Grange, había sido no sólo alumno de Molière, sino también su amigo y primer biógrafo. Para deleite de Oscar, La Grange volvió a representar la emotiva descripción que su antecesor había hecho de la muerte de Molière. A Oscar se le llenaron los ojos de lágrimas.
«Es usted un joven tierno y bobo —dijo La Grange, alzando hacia él su copa—. Cuando yo era niño, mi padre me llevó a ver el Otelo de Macready. Macready dio su última representación aquí, en París. Allí sí que hubiera llorado usted… y con razón. ¡Cuánto pesar había en esa obra, Oscar! ¡Cuánto pesar!».
Sobre todo hablaban de teatro. Como me explicó Oscar: «Eso es lo que hace la mayoría de la gente del teatro». Pero también hablaban de literatura y de filosofía y les entusiasmó descubrir un amor compartido por el mundo perdido de la Antigua Grecia. Mientras disfrutaban del Sancerre y los puros, con lágrimas de júbilo en los ojos, hablaban de Sócrates y de la virtud, de Platón y del amor, de Aristóteles y del alma, y de Epicuro y de los elementos. Edmond La Grange afirmaba vivir su vida según los dictados de Epicuro.
«Creo que así lo hace —dijo Oscar—. Epicuro buscaba la vida tranquila, caracterizada por la aponía, la ausencia de dolor y de temor. No temía a la muerte porque la muerte no es sino la nada misma. No temía a los dioses porque éstos ni nos premian ni nos castigan. Creía en la autosuficiencia y en rodearse de sus amigos. De ahí que La Grange —uno de los grandes hombres de nuestros días— viva su vida exclusivamente dentro de un teatro y juegue a las cartas todas las noches con sus amigotes».
Cuando Oscar se encerraba con La Grange, yo hacía lo imposible por pasar tiempo a solas con Gabrielle de la Tourbillon. Me había quedado prendado de ella desde el instante mismo en que nos habían presentado. Nos habíamos conocido en el mismo lugar en que lo habíamos hecho Oscar y yo: en el vestíbulo del Théâtre La Grange. Oscar me la había presentado diciendo:
—Éste es mi amigo Robert Sherard. Tienen ustedes algo en común. También él utiliza un alias.
Ella se rió.
—Es demasiado joven para utilizar un alias —replicó, tendiendo la mano para estrechar la mía.
—No es tan joven como parece —remarcó Oscar, ladino—. ¡Ya casi tiene terminada una novela de tres volúmenes!
Gabrielle tomó mi mano en la suya.
—Está muy fría —observó, acercándosela a su cálida mejilla—. Tremendamente fría —añadió—. Tendremos que hacerle entrar en calor. —Juntó entonces mis manos y las cubrió con las suyas.
Durante los ensayos, mientras Oscar y La Grange se sentaban juntos en la parte delantera del escenario, yo me instalaba con Gabrielle en el anfiteatro, en un extremo de la quinta o de la sexta fila de sillas de la orquesta. Cuando se requería su presencia en alguna escena, ella se deslizaba de su asiento y cruzaba deprisa y en silencio la «puerta de acceso» al escenario. Me aceptó de inmediato como su compañero constante y devoto, como si mi compañía fuera lo más natural del mundo. No tardé en acostumbrarme a hacerle recados: le llevaba un vaso de agua, iba a buscar la copia del libreto que ella había dejado olvidada en su camerino, corría a la pastelería de la calle de Béranger a comprarle un cucurucho con sus bombones favoritos. Me limitaba a cumplir sus deseos y lo único que pedía a cambio era poder mirarla. A mis ojos, Gabrielle era como una diosa: alta, delgada, poseedora de un cuello largo y delicado y de un perfecto perfil. Tenía el cabello negro y sedoso, los ojos de color azul cobalto, y entre sus ojos y sus prominente pómulos se adivinaba la leve sombra de las patas de gallo…, esas líneas de vida que yo deseaba besar por encima de todo.
Siempre que, en la semipenumbra del anfiteatro, ella se volvía hacia mí y me sorprendía mirándola, me tomaba la mano y susurraba:
—Robert, no soy una pieza de museo. Soy su amiga. —Tomaba mi mano derecha entre las suyas y despacio, con extrema suavidad, acariciaba cada uno de mis dedos con los suyos. A veces, con mi mano sobre su regazo, tomaba mis dedos y, uniéndolos, presionaba con ellos su feminidad.
Cuando se lo conté, Oscar estalló en carcajadas.
—¿Es eso mentira? —balbuceó entre risas—. Una hermosa mentira… ¡por fin!
—No, es verdad —protesté, sonrojándome furiosamente y pasándome las manos por el pelo, muy avergonzado—. Es verdad. ¿No me crees?
Vio que mi malestar era sincero.
—Te creo, Robert —se apresuró a declarar. Luego me sonrió—. Debo entonces darte mi más sincera enhorabuena. Gabrielle de la Tourbillon es una mujer muy atractiva.
—Pero ¿qué significa eso? —pregunté—. ¿Qué significa?
—Significa que es actriz. Eso es lo que hacen las actrices. Me temo que no tardarás en descubrir que significa muy poca cosa.
—¿«Lo que hacen las actrices»? —repetí, sin entender.
—Siguiendo una antigua costumbre, durante el curso de una producción teatral, la actriz protagonista mantiene un idilio con el actor protagonista. Es casi inevitable. Prácticamente compulsivo. Sin embargo, en el caso que nos ocupa, existe cierta dificultad. La señorita de la Tourbillon ya es la amante del actor protagonista de más edad, al tiempo que el joven protagonista masculino es el hijo de su amante. —Me dedicó una sonrisa amable y me ofreció un cigarrillo—. En algún lugar tiene que poner su atención.
—Entonces, ¿no me ama? ¿Ni siquiera un poco?
—Está flirteando contigo, Robert.
—Yo sí la amo —dije. Hablé apasionadamente y en verdad así lo sentía.
Oscar encendió una cerilla y la acercó a mi cigarrillo.
—Ten cuidado, Robert. Tienes veintiún años. Ella, treinta. Ten mucho cuidado. Eres tan sólo una inocente polilla y su llama es demasiado luminosa.
Oí la advertencia de Oscar, pero no le hice caso. Mis momentos con Gabrielle de la Tourbillon, sentados en las sillas de la orquesta sumidas en la semioscuridad del Théâtre La Grange, resultaban simplemente demasiado embriagadores. También eran frustrantes, es cierto. Aunque había muchas cosas que yo quería decirle y eran muchas las preguntas que habría deseado hacerle, nunca encontraba la ocasión para ello. Cuando estábamos en las sillas del anfiteatro, ella concentraba su atención en el escenario y en los ensayos. Y si estábamos en algún otro lugar del teatro —en la calle que estaba delante o en alguno de los cafés de los aledaños—, siempre había allí más gente. Nunca estábamos solos. Gabrielle no tenía un espacio privado. Compartía camerino con otra actriz, una joven llamada Lisette que le hacía además las veces de suplente y que la ayudaba a vestirse. Compartía cama con Edmond La Grange. Vivían juntos en un apartamento situado justo encima del teatro. Era un apartamento inmenso construido en el tejado del edificio, dividido en una serie de suites independientes de distintos tamaños —Liselotte La Grange (Maman), Bernard y Agnès La Grange y Richard Marais, el gerente, además de Eddie Garstrang, como secretario de La Grange, tenían habitaciones en él— y, al parecer, desde sus altas y enormes ventanas se dominaba todo París hasta la Butte de Montmartre al norte y las orillas del Sena al sur. El apartamento era territorio de La Grange: jamás me invitaron a visitarlo.
A Oscar le invitaron a subir en raras ocasiones.
—Después de Racine —explicaba La Grange—, ya no deseamos conversaciones brillantes, sino una botella de Perrier-Jouët y una silenciosa mano de euchre. —Cuando jugaba a las cartas, el gran actor requería a Eddie Garstrang para que completara el cuarteto y a Gabrielle de la Tourbillon para que sirviera el vino y limpiara los ceniceros.
Huelga decir que Garstrang había terminado por convertirse en el hombre de confianza de La Grange. Por lo que Oscar podía ver, parecía haberse habituado de inmediato a los modos del gran actor francés y a su inusual séquito. El hecho de que Maman hubiera aceptado a Garstrang ayudaba considerablemente. Aunque sería exagerado decir que le había tomado afecto, lo cierto es que era indudable que no se oponía a su presencia. Cuando otros asuntos ocupaban a Richard Marais, Liselotte La Grange llegaba incluso a permitir que Eddie Garstrang sacara a su nueva caniche a dar uno de sus múltiples paseos diarios.
La integración de Garstrang en el seno de la Compagnie La Grange también se vio facilitada por el hecho de que hablara francés, aunque el suyo no fuera el francés clásico, sino un francés tosco y típico de Luisiana, aprendido en los casinos de Nueva Orleans y en las mesas de juego a bordo de los barcos fluviales que recorrían el Misisipi. Aun así, era más que suficiente. Washington Traquair no disfrutaba de semejante ventaja. Cuando estaba ocupado —lavando la ropa de La Grange, remendando los calcetines del gran hombre, planchando sus camisas, preparando su vestuario para la función de esa noche, ayudando al actor a ponerse o a quitarse las elaboradas vestimentas—, se mostraba relativamente satisfecho. Pero cuando no tenía nada que hacer, se sentía solo. No hablaba francés. No tenía amigos en París. Era un hombre negro en una ciudad de blancos. Pasaba su tiempo —casi todo su tiempo— oculto en sus diminutas dependencias, en la habitación sin ventanas (en realidad, era poco más que un vestíbulo) contigua al camerino de La Grange. Cuando se atrevía a salir a las calles que rodeaban el teatro, le observaban, en el mejor de los casos, como a una curiosidad, como un objeto de diversión; y, en el peor de ellos, como a un extraño: un objeto de burla.
Un día, no mucho después de su llegada a París, Oscar encontró a Traquair en su cuartucho. Sollozaba, tumbado en la cama. El joven añoraba su tierra. Así de sencillo. Oscar habló con él y le hizo reír. (Conversar con él podía curar un dolor de muelas). Logró —al menos, por el momento— alegrar a Traquair. Engatusado por él (había prometido enseñarle francés), el camarero negro concedió darse «seis meses». Si, al final del verano, seguía sintiendo que no se adaptaba, Oscar se comprometió a encontrar el dinero necesario para pagarle el pasaje de regreso a Norteamérica.
Durante ese mes de febrero, cuando no estábamos con Edmond La Grange y su compacto círculo, nuestra vida social giraba en torno a la residencia de otra luminaria teatral de la ciudad de París: Sarah Bernhardt. Sarah era extraordinaria. «La octava maravilla del mundo», la llamaba Oscar. «La personalidad más poderosa que Francia ha tenido desde Juana de Arco». En 1883, la actriz tenía treinta y ocho años y estaba en la cumbre de su fama y de su fortuna. Aunque su aspecto no era especialmente extraordinario —delgada hasta rozar lo esquelético, con unas mejillas pálidas y hundidas y una rebelde mata de cabello de color jengibre—, su presencia lo era todo.
«Una fuerza de la naturaleza —decía Oscar—. Irresistible como la marea creciente, fascinante como un arco iris, misteriosa como la luna». Se sentía intrigado por Edmond La Grange, seducido por él y halagado ante la posibilidad de trabajar con él en su producción de Hamlet. Edmond La Grange era un gran actor y un compañero encomiable. «Aunque ¿qué es, a fin de cuentas? —decía—. No es más que un hombre. Sarah, por el contrario, es otra cosa: ¡Sarah es divina!».
La actriz tenía además un inmenso abanico de intereses que iban más allá del escenario y de la mesa de juego. Se mostraba tan apasionada por la escultura y por la pintura, por el tiro, por los viajes en globo, la pesca y la caza del caimán como por la actuación. Todo lo que hacía lo hacía a una escala magnífica. Liselotte La Grange tenía una caniche llamada Princesa de Lamballe. Sarah Bernhardt tenía un grifón enano llamado Hamlet (y un ocelote, un puma y, durante un tiempo, un león adulto en la casa que poseía en la esquina de la calle Fortuny y la avenida de Villiers). Adoraba los animales salvajes. Según le dijo a Oscar, había consultado con un cirujano si podía coserle la cola de un tigre vivo a la base de la columna para poder agitarla a un lado y a otro cuando se enfadaba.
El aspecto del carácter de la Bernhardt que más atraía a Oscar era su capacidad para contar «mentiras hermosas». Hablaba siempre dando muestras de una sinceridad tal que, en cierto modo, deseábamos creer cualquier cosa que nos contara. Cuando la conocí —fui a almorzar a su casa en calidad de invitado de Oscar al término de la segunda semana de los ensayos de Hamlet—, me dijo que el sah de Persia acababa de abandonar París y que Su Majestad había quedado tan impresionado con las bailarinas de la Ópera de París, que con la ayuda de Sarah había comprado hermosos tutús para cada una de las mujeres que vivían en su harén. ¿Era eso posible? ¿Podía ser verdad? Cuando Sarah me dijo que dormía todas las noches en el interior de su ataúd forrado de satén, le respondí que no la creía. Al instante, me tomó de la mano y, corriendo con los pies descalzos, me llevó por la casa hasta su habitación.
«¡Mire! —gritó, triunfal, mostrándome el ataúd abierto de palisandro con su camisón tirado a un lado—. Aquí es donde duermo todas las noches…, cómoda y sola».
Lo cierto es que eran raras las noches que Sarah dormía sola. Tenía muchos amantes. Se comentaba que había seducido a todas las cabezas coronadas de Europa, incluido Su Santidad el Papa.
«¡Soy la mujer de la que más mentiras se cuentan en el mundo entero!», gimoteaba, poniendo los ojos en blanco. Cuando la conocí, estaba casada con un griego tan guapo como haragán, once años menor que ella: un mujeriego, manirroto y morfinómano de nombre Jacques Damala. Su especialidad era sacar su jeringa hipodérmica en la mesa durante la cena e inyectarse el narcótico en la pierna del pantalón a plena vista de su esposa y de sus invitados. Ése era el París de 1883, en la cumbre de «la décadence». Yo mismo me fumaba de vez en cuando una pipa de opio.
El de Edmond La Grange era un círculo reducido. Se pasaba el tiempo en su teatro, en compañía de su familia y de un puñado de amigotes. Sarah Bernhardt, por el contrario, se dedicaba a recibir y entretener al mundo. Tenía empleados a ocho criados y las puertas de su casa estaban siempre abiertas. Cuando Oscar y yo íbamos a visitarla, siempre había allí otros invitados. En ese primer almuerzo que tuvo lugar en febrero de 1883, yo estaba sentado entre Jacques-Émile Blanche, un joven pintor que todavía no se había hecho un nombre entre los grandes, y Maurice Rollinat, notable poeta y músico y uno de los descubrimientos más celebrados de Sarah. De inmediato sentí simpatía hacia Jacques-Émile Blanche: éramos contemporáneos exactos y había en él una amplitud de miras —una frescura y una libertad de espíritu— que me resultaban maravillosamente atractivas. Oscar se sintió a su vez atraído por Maurice Rollinat. Enseguida descubrieron que compartían la misma pasión por la obra de Charles Baudelaire. La poesía del propio Rollinat tenía como temas centrales la muerte, el asesinato, el suicidio, el entierro en vida, lo diabólico, la enfermedad y la putrefacción.
«Con Maurice Rollinat no hay posibilidad de muchas risas —decía Oscar—, pero para quien esté de humor para ponderar sobre la miseria, la degradación y la desesperación humanas, el cetrino Maurice es el hombre indicado».
La tarde que siguió a ese primer almuerzo chez madame Bernhardt, Oscar convenció a Rollinat para que nos organizara una visita guiada por lo que él llamó «los rincones más oscuros de la Ciudad de la Luz»: los tugurios de los criminales de peor ralea y de los más pobres descastados de la ciudad.
«Levante el velo, Maurice —dijo Oscar—. Muéstrenos lo mejorcito del infierno parisino».
Resultó ser una tarde triste, aunque inolvidable, soportable gracias a los vasos de absenta que consumimos en cada uno de los mugrientos bares que visitamos durante el camino. La expedición culminó en la infame taberna del Château-Rouge de Montmartre.
—El tour casi ha terminado —anunció Rollinat, en el oscuro umbral de la posada—. Les he traído aquí para mostrarles la Salle des Morts.
—¿La Sala de los Muertos? He oído hablar de ella —dijo Oscar.
Con una curiosa sonrisa jugueteando en sus labios finos y grises, Rollinat explicó:
—En Londres tienen ustedes la famosa exposición de Madame Tussaud. En París tenemos las obras de cera del museo Grévin. Pero aquí, en el Château-Rouge, encontramos una atracción turística de orden distinto. La Salle des Morts es una cámara de horrores vivos donde los desesperados y los más necesitados (los sin techo, los lisiados y los cojos, las prostitutas y los drogadictos, los mendigos y los vagabundos) se amontonan, agazapados, acurrucados y tumbados juntos en la semioscuridad, para dejarse ver por media perra por los visitantes que buscan lo macabro.
—¿Es preciso que veamos esto? —pregunté.
—Creo que sí —respondió Oscar, mirándome—. Al menos, yo. Quiero comer toda la fruta del jardín del mundo. Debo, pues, probar el fruto amargo así como el dulce.
—No hay prisa —dijo Rollinat, sujetando abierta la puerta de la taberna—. Tenemos tiempo para una copa antes de entrar. Aquellos a los que hemos venido a ver no escaparán.
Pasamos un rato en el bar abarrotado y lleno de humo situado en la planta baja del Château-Rouge, tomando absenta, hablando con ladrones y con las más tristes hijas del disfrute, escuchando las obscenas canciones de una aterradora y vieja bruja sin nariz, y viendo a un grupo de mendigos profesionales desplegar los trucos que empleaban para fingirse enfermos. Cuando el reloj dio la medianoche, el dueño del establecimiento asintió con la cabeza hacia Rollinat y nos invitó a seguirle. Avanzamos hasta una estrecha escalera de madera situada en la parte trasera del bar y seguimos al dueño, un hombre corpulento y de pesados movimientos, cuando éste empezó, despacio y con dificultosa respiración, a subir la escalera.
—Ésta es nuestra pièce de résistance —farfulló el hombre—. Es además un buen negocio. La gente paga por verla y los pobres desgraciados que viven aquí también pagan. Media perra por noche. No es más que una habitación en la buhardilla, pero es un lugar seguro, y el refugio y la compañía están asegurados.
La sala era tan amplia y profunda como el bar que ocupaba la planta baja, aunque estaba totalmente desprovista de muebles, tenía el techo bajo y carecía por completo de ventanas. Para llegar hasta allí tuvimos que subir por una segunda escalera, más estrecha y empinada que la anterior, que emergía por el suelo en el mismo centro de la habitación. El dueño iba delante, seguido de Rollinat. Yo iba detrás y Oscar cerraba el grupo.
—Et voilà! —declaró Rollinat casi sin aliento. El casero levantó la vela en el aire y despacio giró en círculo con ella para iluminar todos los rincones de la estancia.
Nos llevó un instante adaptarnos a la semioscuridad, y más de un simple instante adaptarnos al hedor reinante y asimilar el horror de lo que teníamos ante nuestros ojos. Era un espectáculo destinado a horrorizar la visión y desgarrar el alma. Tumbados en todas las posturas imaginables de dolor e incomodidad, la mayoría bajo los efectos de la bebida y muchos mostrando horribles llagas, miembros amputados o el estigma de la enfermedad, todos cubiertos de harapos inmundos y malolientes, los durmientes de la Sala de los Muertos, con sus rostros pálidos, inmóviles y ciegos, parecían sin duda cadáveres. Oscar me leyó el pensamiento.
—Pero los muertos y enterrados descansan en paz porque están en el cielo —murmuró—. Estos pobres desgraciados son los muertos vivientes. Esto es el infierno en la tierra.
Mientras escribo esto, siete años después, sigo viendo el rostro de Oscar Wilde como lo vi esa noche. Puedo ver aún su gran cabeza neroniana emergiendo del suelo: sus pies se resistían a llevarle hasta lo alto de la escalera y más aún a adentrarle en la pestilente habitación. A la luz parpadeante de la vela del casero, había en los rasgos de su rostro el horror de quien mira a la Medusa: quizás una sombra de pena en los labios, aunque la expresión general era de horror…, el más puro horror.
Oscar no dijo nada hasta que salimos a la calle. Una vez allí, envueltos en el aire frío de la medianoche, se quedó muy quieto durante un instante con los ojos cerrados. Inspiró hondo y se volvió hacia mí en la oscuridad.
—¿No le has visto? —susurró, abriendo los ojos—. ¿No le has reconocido?
—¿A quién? —pregunté, desconcertado.
—Ahí arriba, en la Sala de los Muertos. ¿No le has visto?
—Pero ¿a quién? —repetí.
—A Bernard La Grange. Estoy seguro de que era él. ¿Por qué estaba allí, Robert? ¿Por qué?