5.

¿Cuál es su nombre?

Conocí a Oscar Wilde en París a principios de la primavera de 1883. En aquel entonces yo era un insensible joven de veintiún años, rubio, pálido, lleno de sueños y tremendamente tímido. Él tenía veintiocho años y, a mis ojos, era un auténtico experto sobre todo aquello que caía bajo su estudio.

Nos conocimos por pura casualidad un viernes por la mañana de principios de febrero alrededor de las once en el remodelado vestíbulo del Théâtre La Grange, edificio sito en el elegante extremo del bulevar del Temple. Yo estaba junto a la taquilla. Acababa de comprar una entrada para la función de esa misma tarde de El Cid. Oscar entró al vestíbulo desde la parte posterior de la sala. Había estado presenciando un ensayo de Hamlet. Llevaba un traje rojo y un clavel blanco en el ojal. Se detuvo durante un instante a encender un cigarrillo y nuestras miradas se cruzaron. Sonreí, incómodo, al tiempo que sentía arder mis mejillas. Le reconocí al instante. Había visto a menudo su fotografía y tenía un ejemplar de sus Poemas.

—Me lleva usted ventaja, señor —dijo, acercándose a mí al tiempo que me tendía la mano—. ¿Dónde nos hemos visto antes? —Hablaba en francés—. ¿Quizás en el Parnaso en otra vida, o la semana pasada delante de la panadería de la calle de Turbigo? Refrésqueme la memoria, se lo ruego.

—No nos habíamos visto antes —mascullé en inglés mientras él me estrechaba la mano.

—¿Cuál es su nombre? —preguntó.

Vacilé. Alcé hacia él los ojos. Era mucho más alto que yo.

—Sherard, señor —dije—. Robert Harborough Sherard.

Me soltó la mano y ladeó ligeramente su magnífica y prominente cabeza antes de estudiar mi aspecto. A continuación echó una mirada al maltrecho portafolio que yo sostenía pegado a mi pecho. Entrecerró los ojos y se mordió durante un instante el labio inferior.

—No le creo, señor —dijo, sonriéndome—. Ése no es su nombre. Qué intrigante que haya decidido dar comienzo a nuestra amistad con una mentira. Porque creo que seremos amigos, ¿no le parece? ¿Cuál es su nombre?

—Robert Harborough Sherard —repetí con el rostro teñido de escarlata a causa de la vergüenza.

—Ése no es su nombre… o, si lo es, es tan sólo una parte. ¿Cuál es su nombre verdadero, Robert?

—Robert Sherard es ahora mi nombre verdadero —repliqué—. Hasta hace un mes, mi nombre era Robert Kennedy.

—Ah —dijo Oscar, exhalando un largo penacho de humo gris azulado al aire y siguiendo su progreso con los ojos.

—Tuve una discusión con mi padre —tartamudeé—, una pelea por dinero y debo confesar que a eso obedece mi cambio de nombre.

Oscar me miró desde las alturas y me desarmó con su sonrisa.

—Una mentira y una confesión apenas instantes después de nuestro encuentro… Vamos a ser amigos, Robert, estoy seguro. ¿Dispone de media hora? ¿Le apetece que tomemos un café… o quizás un vaso de absenta? La absenta acelera los latidos del corazón.

Sin esperar mi respuesta, echó a andar delante de mí, saliendo del vestíbulo del teatro al bulevar del Temple. Al pasar por delante de un cartel que anunciaba a la Compañía La Grange, se detuvo y pasó el dedo por el nombre de Gabrielle de la Tourbillon.

—Éste tampoco es su nombre verdadero. Hoy en día todo el mundo finge ser quien no es. —Siguió caminando a paso rápido, dando por hecho que yo le seguiría. Cruzó la calle, serpenteando entre los carros que avanzaban lenta y pesadamente, arrojando la colilla del cigarrillo a la alcantarilla y dando una palmada como quien anticipa un placer especial. Me llevó por una estrecha callejuela hasta un callejón adoquinado.

—Ya hemos llegado —anunció, abriendo de un empujón la puerta de una pequeña y mugrienta taberna—. Aquí nos cuidarán bien. —Tomamos asiento, uno delante del otro, a una mesa diminuta situada junto a la barra—. Encantado de conocerle, Robert. El café es valón, la absenta es suiza, yo soy irlandés y usted es… ¿qué? Inglés, supongo.

—Inglés, sí, aunque me crié en Italia y en Alemania… y en Guernesey. Mi padre es un párroco anglicano.

—Guernesey —dijo Oscar con una amplia sonrisa en los labios. La idea parecía divertirle enormemente—. De donde vienen las vacas.

—Mis padres compartieron casa en Guernesey con Victor Hugo —comenté.

—¡Por todos los santos! —exclamó Oscar—. Cuénteme la historia de su vida, Robert…, y yo intentaré identificar las mentiras.

—Lo de Victor Hugo es del todo cierto —insistí—. No voy a mentirle.

—Lamento oírlo —dijo al tiempo que el camarero colocaba dos vasos vacíos, una jarra de agua y una botella de absenta en la mesa—. A menudo las mentiras son mucho más divertidas que la verdad.

—Precisamente es a Victor Hugo a quien le debo haberme convertido en escritor —proseguí muy serio—. Y supongo que también a mi bisabuelo.

—¿Su bisabuelo? —repitió, sirviendo un par de centímetros de líquido verde en mi vaso.

Vacilé.

—William Wordsworth. —Sonrió.

—¿William Wordsworth, el poeta laureado? ¿Es eso cierto? —Cogió un pequeño terrón de azúcar de un cuenco que había encima de la mesa y lo sostuvo ligeramente entre el pulgar y el índice.

—Sí. Mi madre es la nieta de Wordsworth.

—¿Ah, sí? —Levantó la jarra de agua y despacio, con mucho cuidado, vertió unas gotas de agua sobre el terrón de azúcar que fueron a caer en mi vaso.

—Sí.

—Lamento oírlo, Robert. —Dejó la jarra y el terrón sobre la mesa y se inclinó sobre la mesa—. Lamento que no haya seguido como empezó… con sus mentiras —dijo mirándome seriamente a los ojos.

—¿Ah, sí? —pregunté, ansioso. Estaba confundido.

—Sí, Robert. Son muchos los jóvenes que empiezan en la vida dotados de un don natural para la exageración que, alimentado por un entorno agradable y comprensivo, o simplemente imitando a los mejores modelos, pueden convertirse en algo en verdad grande y maravilloso. Sin embargo, por norma general, suelen terminar en nada. O bien caen en los descuidados hábitos de la veracidad, como parece haberle ocurrido a usted, o tienden a frecuentar la compañía de los ancianos y de los bien informados. Ambas cosas son igualmente fatales para su imaginación, como sin duda lo serían para la imaginación de cualquiera, y poco tardan en manifestar un apetito mórbido y enfermizo por decir la verdad, empiezan a verificar todas las afirmaciones que se hacen en su presencia, no vacilan a la hora de contradecir a los más jóvenes y a menudo terminan escribiendo novelas tan fieles a la realidad que nadie puede bajo ningún concepto creer en su probabilidad. No estará usted escribiendo una novela, ¿verdad?

—Sí.

—Dios mío —suspiró—. ¿Una novela de tres tomos?

—Sí.

Cogió la botella de absenta y se sirvió generosamente.

—Terrible noticia, Robert. ¿La tiene ya muy avanzada?

—Está casi terminada —dije.

Oscar negó apesadumbrado con la cabeza y clavó en su vaso una mirada desapacible.

—También escribo poesía —añadí.

Se iluminó ligeramente.

—¿Al modo de Wordsworth?

—Espero que sea original —respondí, algo envarado.

—¿Nada de narcisos? —preguntó.

—No soy partidario del plagio —fue mi respuesta.

—No desprecie usted el plagio, Robert —dijo—. Ha leído mis poemas… y yo plagio. Y lo hago sin la menor vergüenza. El plagio es el privilegio de todo hombre agradecido. —Volvió a sonreírme e hizo entrechocar su vaso contra el mío—. En un poeta, el plagio es excusable, y la mentira, del todo esencial. La mentira (y me refiero con ello a contar cosas hermosas y falsas) es la auténtica misión del arte.

Ese viernes por la mañana de febrero de 1883, en un deslustrado café situado a pocos metros del bulevar del Temple, mientras el hada verde que moraba en el interior de la botella de absenta empezaba a urdir su hechizo, Oscar Wilde me deslumbró con paradojas y me convirtió en su amigo de por vida. Me sedujo como lo hacen los auténticos seductores: hizo que me sintiera como si fuera la única persona que importara para él. Yo no estaba acostumbrado a semejantes muestras de atención. Él me pidió que le contara mi historia y así lo hice. No llevó mucho tiempo.

Yo estaba solo en París, instalado en una pensión de la calle de Beauce, ganándome la vida con algunas traducciones. Aunque lingüista, mi carrera universitaria había terminado en nada. Había dejado Oxford primero porque mi padre había reducido mi asignación, y la Universidad de Bonn después, cuando él había decidido eliminarla por completo. Mi padre no veía con buenos ojos mis tendencias republicanas ni mi modo de vida bohemio. Despreciaba mi ambición. Yo albergaba la esperanza de dedicarme de lleno a la escritura. Ya había saboreado algún pequeño éxito como periodista a tiempo parcial. Había conseguido entrevistas con tres de las grandes figuras literarias del momento —Émile Zola, Guy de Maupassant y Alphonse Daudet— y había publicado artículos sobre mi encuentro con ellos. En París cultivaba la compañía de hombres de éxito y había descubierto que, cuando coincidía con ellos, me aceptaban, y no (de eso soy consciente ahora) porque fuera un hombre notable ni guapo (¡nadie ha opinado jamás que lo sea!), sino simplemente porque era joven. Como solía decir Oscar: «La juventud es una carta de presentación que te dará acceso a todas partes. Utilízala mientras puedas».

Cuando nos preparábamos ya para salir de la pequeña taberna, no sin antes haber dado buena cuenta de la botella de absenta (habíamos sobrepasado con creces la hora del almuerzo), dije a mi nuevo amigo:

—Oscar —insistía en que le llamara así—, cuando nos hemos conocido esta mañana, ¿cómo has sabido que Sherard no era mi nombre?

—Porque cuando te he preguntado por tu nombre te he visto vacilar, Robert. Ningún hombre alberga la menor duda sobre su nombre. Después, cuando me has dado tu respuesta, me has mirado a los ojos. Ha sido una mirada desafiante que decía: «He aquí mi nombre. O lo tomas o lo dejas». Y, naturalmente, me he fijado en el maltrecho portafolio que llevabas agarrado y pegado al pecho con las iniciales RHSK pulcramente impresas bajo la cerradura. Has dicho llamarte «Robert Harborough Sherard». Sabía que la ka tenía que significar algo.

Me reí. Para entonces ya estaba ostensiblemente bebido.

—¿Así que Oscar Wilde no es sólo poeta, sino que también es detective?

—Correcto —respondió, vaciando su vaso y riéndose conmigo—. Y ¿por qué no? He venido a París. Admiro la obra de la última etapa del señor Edgard Allan Poe. ¡Dejemos que su caballero detective, el señor Dupin, sea mi modelo! —Se levantó, tambaleándose ligeramente, y me miró mientras yo tendía la mano hacia un lado de mi silla para coger mi portafolio antes de mirarle y devolverle la sonrisa.

—Ahora que lo pienso, Oscar: ¿por qué has venido a París? ¿Qué estás haciendo aquí?

—He venido a escribir una obra…, una obra propia. Y también he venido a ayudar al gran Edmond La Grange con la producción de la obra de otro hombre: el Hamlet del gran maestro Shakespeare. —Guardó un instante de silencio y me tocó ligeramente el hombro—. Y también he venido porque el destino premia a los valientes y estoy investigando un asesinato.

—¿Un asesinato? —repetí perplejo, alzando la mirada hacia él.

—Sí —respondió, asintiendo con la cabeza al tiempo que entrecerraba los ojos—. El asesinato de un perro, una desafortunada criatura llamada María Antonieta.

A partir de esa mañana, Oscar y yo fuimos amigos. Durante nuestro siguiente encuentro —esa misma noche cenamos ostras con champán en su hotel del paseo Voltaire— me contó sus aventuras en Norteamérica y el drama que había tenido lugar cuando el SS Bothnia había atracado en Liverpool.

—El perro estaba muerto —dijo—, aunque a nadie le importó. Curioso.

También me dijo que nuestro encuentro había coincidido con un cambio radical en su vida. Acababa de adentrarse en una nueva era en un nuevo país, por lo que, naturalmente, necesitaba renovar su armario.

—Ahora quien nos ocupa es el Oscar Wilde del segundo período, Robert —explicó—. Permíteme que te asegure que nada tiene en común con el caballero que se paseaba por Picadilly con el pelo largo y un girasol en la mano. —Fuimos juntos a comprar ropa. Le ayudé a vestirse siguiendo las pautas marcadas por la sofisticada moda francesa del momento: una chistera de seda y un gabán cruzado de exquisito corte (de color gris paloma y oscuros botones azules). Le acompañé, a él y a su peluquero, al Museo del Louvre, donde Oscar nos mostró un busto del emperador Nerón y declaró que ése era exactamente el look que a partir de ese instante requería para sus rizos: «Romanos e imperiales».

A partir de entonces cenábamos juntos a diario. Siempre comíamos bien (Oscar era el más generoso de los anfitriones) y, a menudo, bebíamos en demasía. Yo le divertía sugiriéndole que el vino blanco ostentaba un nombre equivocado y que en realidad debería haber sido llamado amarillo. Oscar hizo suya la idea y me recompensó diciendo que el amarillo claro de mi pelo también ostentaba un nombre erróneo: era, en realidad, del color de la miel.

Mientras comíamos y bebíamos, mientras paseábamos juntos por las orillas del Sena fumando nuestros cigarrillos tras una buena comida, hablábamos de la vida y del amor… y de las mujeres. Oscar me hablaba de las mujeres de su vida: de Florrie, de Lillie, de Violet y de Charlotte, jóvenes a las que había amado y a las que había perdido. También me habló de Constance, la muchacha de Dublín con la que, según creía, se casaría algún día.

—Tiene la belleza, el ánimo y el nombre que merece una esposa. Y, Robert, lee a Dante en italiano… ¡y lo entiende!

Yo le dije que nunca había estado enamorado.

Oscar me llevó al Théâtre La Grange y me presentó a los miembros de la compañía. Con permiso de Richard Marais, el omnipresente homme d’affaires de la troupe, me permitieron presenciar los ensayos de Hamlet en calidad de silente observador. Oscar me presentó con absoluta formalidad a Edmond La Grange y a sus hijos, los gemelos, las jóvenes estrellas de la producción: Bernard y Agnès La Grange. Eran una pareja cuando menos llamativa, morenos ambos y realmente bellos, con la piel como lustrosas aceitunas. Según palabras de Oscar, eran «criaturas extrañas y salvajes a las que prácticamente era imposible conocer». El muchacho, Bernard, le resultaba «malcriado y probablemente un caso perdido», aunque creía que Agnès «podía ser domesticada».

—Aunque poseedora de una delicada belleza y de una inteligencia feroz, es una joven frágil y turbada. Pretende encontrar el amor de un buen hombre. ¿Por qué no te enamoras de Agnès, Robert? Tienes veintiún años, eres un escritor con futuro y tienes el pelo de color miel. Ella tiene veinte años, es una princesa india, tiene mucho talento y no está comprometida. Aunque siente devoción por su padre, y él por ella, por lo que he podido ver, no tiene ningún pretendiente serio. Enamórate de Agnès La Grange, Robert. Vive peligrosamente. Vamos.

No seguí los consejos de Oscar. En vez de eso, cometí una estupidez que resultó mucho más peligrosa. No me enamoré de Agnès La Grange, sino de la amante de su padre. Me enamoré de Gabrielle de la Tourbillon.