4.

Liverpool, Londres, París

Segundos más tarde tuvo lugar una extraordinaria escena en la cubierta del SS Bothnia.

Justo en el preciso instante en que el oficial de aduanas se levantó, apareció Liselotte La Grange: una diminuta figura envuelta en un abrigo de piel que se apoyaba en Richard Marais y en Eddie Garstrang.

—He venido a despedirme del señor Wilde —empezó imperiosamente, soltando a sus acompañantes y abriéndose paso hacia el interior del grupo que rodeaba el baúl abierto de Oscar—. Quiero decirle algo importante —continuó. Luego, cuando sus ojos cayeron repentinamente sobre el plano baúl rebosante de tierra y vio a su pobre caniche semienterrado en la tierra, sin pausa alguna sus palabras se transformaron en un largo y lacerante grito. Al tiempo que chillaba, cerró los ojos y volvió la cabeza, no bajándola hacia el perro, sino alzándola hacia el cielo. Por fin, tras lo que a Oscar se le antojó un eterno alarido, hizo una pausa para recobrar el aliento, abrió los ojos y miró a su alrededor presa de la desesperación—. ¿Es mi María Antonieta? —jadeó—. ¿Es eso posible?

—Lo es, Maman —dijo La Grange, tendiéndole con suavidad la mano. El viejo actor se adelantó y tomó a su anciana madre entre sus brazos—. Vamos, Maman —susurró—. Cuidaré de usted. —Dio media vuelta y la condujo, sollozante, a lo largo de la cubierta en dirección a los camarotes. Richard Marais y Eddie Garstrang les siguieron como mudos asistentes a un funeral.

—Está histérica —apuntó el oficial de aduanas.

—Es actriz —dijo Carlos Branco con un hilo de voz—. En su tiempo fue una de las mejores.

Gabrielle de la Tourbillon contemplaba el cuerpo rígido del desventurado caniche que yacía grotescamente en la pequeña caja que hacía las veces de tumba.

—Tengo frío —declaró.

—Vamos —dijo Branco—. Le traeré un brandi —se ofreció, rodeándola con el brazo.

—¿Quién puede haber hecho una cosa así? —preguntó ella sin dejar de temblar.

—¿Y por qué? —añadió Oscar, mirando al perro muerto y buscando su pitillera en el bolsillo del abrigo.

—Ésas son sin duda las preguntas —intervino enérgicamente el oficial de aduanas—. Si no le importa acompañarme, señor Wilde, dejaremos que este caballero cuide de la joven dama mientras investigamos lo ocurrido. Por aquí, señor. Los muchachos se encargarán de traer su baúl… y su desafortunada carga.

Esa fría mañana de enero del memorable comienzo de 1883, Oscar Wilde estuvo poco más de cinco horas encerrado en el camarote del primer oficial a bordo del SS Bothnia con un perro muerto por única compañía. Durante la mayor parte del tiempo estuvo solo y desatendido, con la mirada fija en el imperturbable animal, bebiendo el café amargo del barco y fumando sus cigarrillos turcos. Intermitentemente, era interrogado: primero por el oficial de aduanas, luego por dos representantes no demasiado alegres (y, a juicio de Oscar, no demasiado brillantes) de la policía portuaria de Liverpool, y por último, y de un modo más informal, por el capitán del barco.

Ante cada uno de sus interrogadores Oscar expresó su más sincero pesar: aunque le habría gustado ser de más ayuda, no pudo serlo. Aunque por supuesto estaba horrorizado por lo acontecido, afirmó no tener la menor idea —ninguna en absoluto— de quién podía ser el responsable de semejante atrocidad ni de cuál podía haber sido la causa. Sí, el baúl que contenía el cadáver del perro era sin duda el suyo. Sentía además por él un cariño especial, pues había sido el regalo de su madre por su vigésimo quinto cumpleaños. Lo había utilizado para almacenar la modesta biblioteca que había sido su compañera durante toda su gira norteamericana. Y, aunque en el curso de sus viajes había abierto el baúl, la mayoría de los días, nunca había llegado a vaciarlo del todo. Recordó que la noche anterior, antes de asistir a la fiesta de cumpleaños celebrada en honor de la señora La Grange, había supervisado personalmente el embalaje de todas sus maletas y del resto de su equipaje. Había conservado una pequeña bolsa de viaje con lo imprescindible para pasar la noche en el camarote, pero el resto del equipaje —incluido el baúl en el que viajaban los libros— se había guardado en la consigna del barco antes de que Oscar desembarcara en Liverpool a la mañana siguiente. Dio por hecho que cualquiera podía haber tenido acceso a él durante la noche.

—¿Es la señora La Grange una anciana muy querida? —preguntó el capitán del barco durante el interrogatorio al que sometió a Oscar. El modo en que el capitán hizo la pregunta, con una ceja arqueada y un destello de agudeza en la mirada, sugería que a su juicio probablemente no lo fuera.

—Es muy respetada —respondió Oscar con mucho tacto.

—¿Y el perro? ¿Era un animal muy querido? —preguntó el capitán.

—Por su dueña —respondió— y por el señor Marais, el gerente de la compañía…

—Pero ¿en general? —le interrumpió el capitán.

—Quizá no «en general» —dijo Oscar—. La pobre perra estaba sin duda discapacitada por lo absurdo de su nombre y por el modo en que su dueña la malcriaba. —Lanzó una fugaz mirada en dirección al caniche muerto.

—¿Podría haber sido el animal víctima de alguien que abrigara rencor hacia la señora La Grange? —sugirió el capitán—. ¿O de alguien que deteste a los perros?

—Ambas son posibilidades harto plausibles, supongo —respondió Oscar, encendiendo otro de sus cigarrillos turcos y volviendo a mirar el cuerpo tumbado boca arriba de la desafortunada María Antonieta.

—¿Acaso no ha dicho usted en una ocasión que estaría dispuesto a estrangularla con sus propias manos, señor Wilde?

Oscar se volvió abruptamente hacia el capitán, sin disimular su perplejidad.

—No me lo parece.

—Creo que sí lo ha hecho, señor Wilde.

—No recuerdo haber dicho nada semejante.

—Pues yo le he oído, señor Wilde…, anoche. En la fiesta. La perra se deslizó entre sus pies, molestando como era habitual en ella. Le oí decir que con gusto la estrangularía. Se lo dijo a la señorita de la Tourbillon. Le oí hacerlo. Un capitán tiene oídos.

—¿Eso dije? —preguntó Oscar, visiblemente turbado—. Si lo hice, no hablaba en serio. Era simplemente una expresión… expresión de irritación, no de intenciones. —Apagó el cigarrillo—. En cualquier caso, la perra no ha sido estrangulada.

—¿Ah, no?

Se hizo un silencio entre los dos. Oscar abrió su pitillera. Estaba vacía. Se llevó la taza de café a los labios. Estaba frío.

El capitán clavó en él una firme mirada.

—Éste es mi barco, señor Wilde. Lo que ocurre a bordo del SS Bothnia es responsabilidad mía. Debo aclarar este suceso cuanto antes a fin de que podamos seguir rumbo a Le Havre. Por mi bien, tanto como por el suyo, dígame todo lo que sabe.

—¡Pero si no sé nada! —exclamó Oscar.

—Y aun así dice usted que la perra no ha sido estrangulada, señor Wilde. ¿Cómo lo sabe?

—Los poetas tenemos ojos en la cara, capitán. No hay más que ver al pobre animal. Mire el golpe que tiene en la cabeza, sobre los ojos. Cualquiera, por poco observador que sea, se daría cuenta de que le han golpeado en la cabeza, derribándola de un solo golpe para después enterrarla con vida y dejarla morir asfixiada en este baúl lleno de tierra. Es obvio, ¿no le parece?

El capitán se acercó al baúl lleno de tierra y lo estudió con los ojos al tiempo que se rascaba la descuidada barba.

—Veo el golpe —dijo, metiéndose la mano en el bolsillo y sacando su propia pitillera. La abrió y ofreció un cigarrillo a Wilde—. Es un Lucky Strike. Le gustará. Es nuevo. Y fuerte. Tabaco tostado, no secado al sol.

Oscar aceptó el cigarrillo que el capitán le ofrecía.

—Gracias, capitán.

—Dígame, señor Wilde —prosiguió el hombre, encendiendo el cigarrillo de Oscar al hablar—. ¿Por qué cree usted que han ocultado el cuerpo de este pobre animal en su baúl?

—No tengo la menor idea —respondió el escritor, levantando la cabeza y aspirando agradecido el humo del cigarrillo—. Sinceramente.

—Hay gente que no le tiene simpatía, señor Wilde.

—Tengo a mis detractores, es cierto —corroboró Oscar, mirando al capitán a los ojos.

—Tiene usted enemigos.

Oscar se rió.

—No preste atención a los periódicos, capitán. Están escritos por los salaces para que los lean los ignorantes.

—¿Sabe lo que dijo el señor Henry James sobre usted… sentado a mi mesa, a bordo de este mismo barco, hace apenas un mes?

—Confío en que dijera que es amigo mío. Es un autor hacia el que siento una gran admiración.

—Le tildó de «fatuo estúpido», señor Wilde, de «escritor de cuarta» y de «bestia desaseada».

El rostro pálido de Oscar se encendió.

—Me sorprende usted —dijo. A continuación se volvió a mirar una vez más al perro muerto al tiempo que aspiraba profundamente el humo del cigarrillo—. Aun así, dudo mucho que haya sido un agente del señor James quien, buscando mi humillación, haya golpeado a la caniche de la señora La Grange y haya enterrado el cuerpo de la pobre criatura en el baúl donde viajan mis libros. Sin duda es posible, capitán…, aunque poco probable, ¿no le parece?

Mientras el capitán del barco seguía interrogando a Oscar, el oficial de aduanas y los dos policías de Liverpool se movían implacables por el SS Bothnia interrogando por separado a los miembros de la Compagnie La Grange y a otros miembros de la tripulación del barco. A las dos de la tarde —dos horas después de la hora en que el barco tendría que haber zarpado desde Liverpool rumbo a Le Havre— regresaron al camarote del primer oficial.

—Hemos encontrado sus libros, señor Wilde —anunció el encargado de aduanas.

—Me alivia saberlo —respondió Oscar, que en ese momento fumaba el último Lucky Strike del capitán—. ¿Dónde, si me permite la pregunta?

—Detrás de unas palmeras del alcázar, junto a la consigna. Al parecer, su baúl no estuvo guardado durante la noche. Según el camarero que lo recogió de su camarote, lo dejaron apartado en el alcázar junto con otros baúles y demás equipaje. Cualquiera pudo haber cogido el baúl, vaciarlo y llenarlo de tierra. La tierra procede precisamente de la que llenaba las macetas donde estaban plantadas las palmeras.

—¿Han encontrado al culpable? —preguntó Oscar.

—No —respondió el oficial de aduanas.

—No —repitieron los agentes de policía del muelle—. No.

—Vieron a la perra por última vez de madrugada. Estaba dócilmente tumbada delante del camarote de su dueña. El señor Richard Marais es testigo. Dice que la perra dormía y roncaba. Está dispuesto a jurarlo. Aparte de eso, nadie ha visto ni ha oído nada.

—Nadie sabe nada —corroboró uno de los agentes.

—Nada —repitió el otro.

—¿Y ahora? —preguntó Oscar—. ¿Qué ocurrirá ahora?

—¿Continuamos rumbo a Le Havre? —sugirió el capitán del barco, dedicando una mirada inquisidora a los representantes de Aduanas de Su Majestad y a la policía local de los muelles de Liverpool.

—Así es —respondió uno de los agentes—. Matar a un perro en alta mar no es un delito criminal.

—Aunque importar carne de perro muerto sin permiso sí lo es —dijo el oficial de aduanas, guiñando un ojo a Oscar. Se volvió entonces hacia el capitán del barco—. ¿Puedo sugerir que se entierre al perro en el mar, capitán? Así lo ha solicitado la anciana señora La Grange. —Miró a Oscar y asintió con la cabeza hacia la caniche muerta que seguía boca arriba en el baúl—. Puede usted recuperar su baúl, señor Wilde.

Oscar dedicó una última mirada al baúl y a su espantoso contenido.

—Es usted muy amable, pero creo que mi baúl debería utilizarse como féretro de María Antonieta, ¿no cree?

—Si usted lo dice —respondió el oficial de aduanas con una sonrisa—. Hemos metido sus libros en un saco. Había un total de cuarenta. Están a buen recaudo. Los hemos bajado con el resto del equipaje. Puede usted irse, señor Wilde. Permita que le exprese mis disculpas por haberle retenido.

—No se preocupe —dijo Oscar, levantándose—. Usted tiene que hacer su trabajo, me hago cargo. —Estrechó la mano del oficial de aduanas, asintió brevemente con la cabeza a los dos policías y salió tras el capitán del camarote del primer oficial a la cubierta principal. Aunque el aire era frío, brillaba un sol invernal.

—Adiós, señor Wilde —dijo el capitán—. Lamento este incidente con el perro. Un asunto francamente desagradable. Supongo que ha sido una broma pesada de alguien.

—Sin duda —respondió Oscar.

—Y discúlpeme si he dicho alguna inconveniencia. Ha sido un auténtico privilegio tenerle a bordo. Estoy seguro de que tiene usted muchos más amigos que enemigos.

—He sido bendecido con un exceso de todo —dijo Oscar claramente complacido al tiempo que estrechaba la mano del capitán—. Gracias por los cigarrillos —añadió—. Los buscaré. Ha dicho que era tabaco tostado y no secado al sol, ¿verdad?

Oscar bajó del barco, arrebujándose en un abrigo de piel. Al llegar al pie de la pasarela, un mozo le esperaba con un carrito lleno hasta los topes con su equipaje. Oscar dio al muchacho un chelín y se volvió a mirar al Bothnia por última vez. Aunque el capitán había desaparecido, a unos metros a la izquierda de donde había estado, sobre la misma cubierta principal y semioculto tras uno de los botes salvavidas, reconoció a una figura que le resultó familiar. Era el joven negro, Traquair. Estaba apoyado en la barandilla del barco, a la espera de despedirse de él con la mano.

Oscar viajó desde Liverpool a Londres en tren y durante las semanas siguientes se sumergió en un frenético torbellino de actividad. Durante el día se reunía con su familia y amigos: su madre, su hermano, su sastre («el auténtico amigo de todo caballero es sin duda su sastre»), el actor Henry Irving (para hablar de Hamlet), el pintor James Whistler (para hablar de arte), su viejo amigo de Oxford, George W. Palmer, heredero de las galletas Huntley & Palmer (para hablar de la vida y del dinero). De noche, con un nuevo atuendo, Oscar visitaba los lugares que había frecuentado antes de su gira: sus clubes, bares, restaurantes, teatros, auditorios y music-halls favoritos. Había pasado fuera un año y estaba encantado con la vuelta. Su madre le recibió como al hijo pródigo y algunos de sus amigos fingieron no haberse dado cuenta de que se había ausentado.

Oscar tenía la impresión de que Londres no había cambiado. Aunque le resultó tranquilizador volver a encontrar los viejos olores y vistas como los había dejado a su partida, fue presa también de una ligera punzada de decepción.

—¿Ha habido alguna novedad desde que me fui? —preguntó a George Palmer.

—Un poeta desilusionado ha intentado terminar con la vida de nuestra soberana —respondió Palmer.

—Ah, sí —dijo Oscar—. Roderick Maclean. Lo leí en la prensa. Me gustaría conocerle. Por supuesto, doy gracias a Dios de que Su Majestad haya sobrevivido. Aun así, siento cierta compasión por cualquier poeta que fracase en su intento.

A pesar de que se alegraba de estar de regreso, también había en ello cierta dosis de anticlímax. Oscar visitó a James Russell Lowell, el embajador norteamericano, para darle las gracias por las cartas de presentación que le había facilitado y para informarle de su aventura por tierras norteamericanas. Lowell vio enseguida que estaba ávido de más.

«El destino adora a los valientes, señor Wilde», dijo. A Oscar le conmovió el aforismo del embajador. Lo anotó en su diario y lo adoptó como propio.

Estimulado por Lowell, decidió buscar nuevas fuentes de excitación.

«El Oscar del primer período ha muerto —declaraba a todo aquel que se detenía a escucharle—. Estoy preparado para seguir adelante y veo que no puede decirse lo mismo de Londres». Las calles conocidas de la gran metrópolis estaban cubiertas de un manto de nieve; las bujías de gas brillaban sobre las aceras, los perros correteaban entre las ruedas de los carros, de los carruajes y de los landós, y una densa niebla espesaba el aire. «En cierto modo, es pintoresco —dijo a su madre—, aunque es una escena descrita en su día por Charles Dickens, y el señor Dickens murió en 1870».

Oscar estaba satisfecho con su breve regreso a Londres, aunque agradecía también que el éxito de su gira norteamericana le permitiera viajar a París en primavera. Tenía trabajo que hacer y París era sin duda el lugar ideal donde llevarlo a cabo.

«El destino ama a los valientes —repetía—. En Londres estoy totalmente estancado; en París, puedo nadar contra corriente». Además de trabajar con la Compañía La Grange en su nueva producción de Hamlet, estaba decidido a escribir una obra propia. «Se titulará La duquesa de Padua —dijo a George Palmer—. El tema de la obra será la omnipresencia de la pasión pecaminosa… y su excusabilidad. Siendo cuáquero, George, debería resultarte un tema muy familiar».

En Londres, a principios de la tercera semana de enero de 1883, Oscar recibió en el mismo correo dos cartas procedentes de París que llegaron a la dirección de su madre en Oakley Street. La primera era una nota de Eddie Garstrang escrita en inglés.

Théâtre La Grange, Bulevar du Temple.

París,

13 de enero de 1883.

Querido señor Wilde:

Realmente me fue imposible hablar con usted en el barco.

Mi compromiso con el señor La Grange era reciente. Me sentía inhibido. Le ruego que acepte mis disculpas por lo que debe de haber parecido una descortesía de mi parte. Confío en que cuando, en el curso de este mes, venga usted a París podremos retomar la cómoda relación de la que disfrutamos durante el desayuno en Leadville, Colorado.

Quedo a la espera.

Sinceramente,

E. GARSTRANG

La segunda era una carta mucho más larga. Estaba escrita en francés, con tinta de color turquesa y en un papel impregnado de esencia de lavanda:

Oscar, mon cher.

Es su amiga, Gabrielle de la Tourbillon quien le escribe. Naturalmente, ése no es mi nombre auténtico, aunque usted lo sabe ya. ¿Lo adivinó quizá cuando dedicó esos extravagantes cumplidos a mi nombre? Soy actriz y debo tener un nombre adecuado a mi profesión. En cuanto a mi nombre verdadero, jamás lo sabrá. Toda dama tiene derecho a sus secretos… ¿Cuáles son los suyos, Oscar? ¿Quizá nunca llegue a conocerlos? ¿Me permitirá llegar a ver lo que alberga su secreto corazón?

¿Y cómo está, Oscar, cher ami? ¿Dónde está? ¿Qué hace? ¿Y con quién? ¿Tengo acaso motivos para sentirme celosa? (¿O no cree usted en los celos? Alberga usted creencias ciertamente peculiares, Oscar…, de eso no me cabe duda).

¿Qué noticias tiene? Todas las novedades del bulevar del Temple son buenas. El Théâtre La Grange ha vuelto a abrir sus puertas, remodelado, y tiene un aspecto maravilloso. Además, el negocio va bien… ¡Al parecer París nos ha echado de menos! Estamos reponiendo los viejos favoritos hasta añadir Hamlet al repertorio. Estoy convencida de que Bernard y Agnès estarán extraordinarios como Hamlet y Ofelia, aunque quizá no sea de extrañar teniendo en cuenta su linaje. Fuera del escenario, son un par de salvajes…, ¡imposibles a veces!, pero en el escenario su disciplina y magnetismo le dejarán sin aliento. Cuando les conozca, le gustarán. Le gustan las cosas salvajes, ¿verdad, Oscar? Y ambos son muy bellos. Su madre era india… o medio india (¿se lo había dicho ya?). La familia de su madre era oriunda de Pondicherry, la colonia francesa en la India. ¡Intente encontrarla en el mapa! ¡Es la única parte de la India que no pertenece a su reina Victoria! Alys Lenoir era descendiente del primer gobernador francés de Pondicherry. Su madre fue una famosa bailarina india, Asha Aditi. No, yo tampoco había oído hablar de ella, pero Maman dice que era la «mejor bailarina de la India» ¡y sin duda merecedora de formar parte del linaje de la familia La Grange!

Le aliviará saber que Maman se ha recuperado completamente de la trágica pérdida de la pobre María Antonieta. La arrojamos al mar en su baúl (¡a María Antonieta, no a Maman!). El capitán del barco ofició una breve ceremonia en la cubierta principal cuando estábamos en mitad del Canal y luego Edmond, Richard Marais y él arrojaron su baúl por la borda. Maman sollozaba y gimoteaba mientras los demás nos esforzábamos por controlar la risa. Afortunadamente, soplaba un fuerte viento y todos parecíamos tener los ojos llenos de lágrimas.

El día después de nuestro regreso a París, Edmond encontró una nueva caniche para Maman. La ha llamado Princesa de Lamballe en honor de la mejor amiga y confidente de la reina María Antonieta. Personalmente, se me antoja un nombre de curiosa elección, especialmente teniendo en cuenta el destino que corrió la princesa de Lamballe original. Si mal no recuerdo, en el momento culminante de la Revolución, la desgraciada dama fue entregada al populacho, violada, golpeada y acuchillada hasta la muerte. Le cortaron la cabeza, los brazos, las piernas —creo que hasta los pechos— para después mostrarlos clavados en estacas. En cualquier caso, Maman está contenta y, por consiguiente, él también lo está. La gente dice que Alys Lenoir fue el amor de la vida de Edmond. Quizá fuera cierto. No lo sé. Nunca habla de ella. Por lo que yo sé, Edmond vive por y para Maman…, ¡para ella y para el gran linaje de los La Grange!

Naturalmente, también me quiere a mí… a su manera. Sé que usted no me cree, Oscar, pero yo también le quiero, y le estoy agradecida. Edmond es mi protector. No sé cómo funcionan las cosas en Inglaterra, pero en Francia toda actriz protagonista tiene que tener un protector, un gentil caballero que la alimente, que la vista, que le pague el alquiler. ¡En Francia, las actrices deben pagarse su vestuario! Y eso es algo que no pueden hacer sin la figura de un protector. Hasta que Edmond me tomó bajo su ala, yo hacía lo que hacen otras chicas: subir todas las noches al escenario y estudiar desde allí los palcos. Cuando captaba la atención de algún caballero, él me hacía una señal… doblando el programa sobre el borde del palco y alzando los dedos para indicar el número de monedas de cinco francos que estaba dispuesto a ofrecer por esa noche. Edmond me ha librado de todo eso. Es un buen hombre… y un gran actor.

Y le quiere. Y le echa de menos. Lo único que desea de la vida son los aplausos… y las cartas… y la conversación. ¡Desea su conversación, Oscar! Y también su compañía. Todos la deseamos. Traquair, especialmente, pide que le dé recuerdos suyos. Trabaja duro en calidad de ayudante de vestuario de Edmond, pero se siente solo. Estoy intentando enseñarle francés. ¡Tengo que irme! Acaba de sonar la campana. ¡Debo cubrir mis pechos insuficientes y ponerme el vestido de Chimène! Esta noche toca Corneille…, no nos esperan muchas risas. Deseamos reír, Oscar, por eso le necesitamos. Venga a París, cher Oscar. Venga en cuanto le sea posible.

Oscar hizo lo que se le pedía. Viajó desde Londres a Le Havre en barco primero y después en tren a París el martes, 30 de enero de 1883.