2.

Eddie Garstrang y Edmond la Grange

Eddie Garstrang tenía treinta y siete años, diez más que Oscar. Era varios centímetros más bajo que él, más delgado y enjuto y tenía una cabeza pequeña, el pelo rubio ceniza, unos ojos de color azul celeste y una irresistible y franca sonrisa. Jugador profesional, era además tirador profesional, y estaba dotado de una habilidad y de un arrojo excepcionales con las armas. Al menos, eso era lo que él afirmaba, y Oscar no tenía motivos para dudar de su palabra. Garstrang fanfarroneaba de que el gran P. T. Barnum le había visto en acción una vez y le había ofrecido un papel protagonista en su circo. Eddie Garstrang había decidido no trabajar para el señor Barnum. Según decía, estaba decidido a ser su «propio señor». Sin duda alguna, había declinado cortésmente la oferta del señor Barnum. Era un hombre de voz suave, además de convencido creyente en lo que él calificaba de «cortesía del viejo mundo». Garstrang no era como los demás hombres de Colorado. No masticaba tabaco ni bebía whisky. No llevaba camisas rojas ni pantalones de pana. Vestía trajes de lana hechos a medida de sobrios cuadros y siempre lucía una aguileña de color lavanda y blanco en el ojal de la chaqueta. Oscar lo encontraba fascinante.

La mañana siguiente al incidente que tuvo lugar en el casino, los dos hombres se encontraron para desayunar. No fue, sin embargo, un encuentro fijado de antemano. Alrededor de las diez, Oscar, todavía sin afeitar y aturdido tras los acontecimientos de la noche anterior, se dirigió al comedor del hotel en busca de un café y encontró allí a Garstrang sentado a su mesa.

—Buenos días, señor Wilde —saludó Garstrang, levantándose ágilmente y tendiéndole la mano.

—Buenos días tenga usted, señor —respondió roncamente Oscar—. Debo darle las gracias. Le reconozco. Es usted el hombre que me rescató anoche, ¿me equivoco?

—Tengo ese honor, así es —dijo Garstrang. Acto seguido inclinó la cabeza hacia el escritor con una sonrisa en los labios.

Oscar tomó asiento a la mesa.

—¿Hay café? —preguntó, frotándose febrilmente los ojos con los puños.

—Hay café, sí —respondió Garstrang, sirviéndole una taza—. Y está caliente.

—Espero que además esté cargado —apuntó Oscar, levantando su taza y tomando un sorbo. Alzó entonces los ojos hacia Garstrang, que seguía de pie y sonreía al desconocido—. Estoy en deuda con usted, señor. Lo sé. ¿Qué le debo?

—Nada, señor Wilde.

—Algo debe de querer. ¿Cuánto? —Se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó una cartera de piel de serpiente de color verde. Era una de sus pertenencias favoritas, el regalo que le había hecho su madre por su vigésimo primer cumpleaños. Examinó la quemadura bien visible en uno de los bordes de la cartera. La bala de Garstrang apenas había logrado mellar superficialmente la piel de serpiente.

—El placer de su compañía durante el desayuno es todo cuanto pido —dijo Garstrang.

—El whisky fue mi única cena —apuntó Oscar, volviendo a guardarse la cartera en el bolsillo—, y el café será mi desayuno. Aun así, me alegrará compartirlo con usted. —Sonrió y asintió con la cabeza en dirección al hombre mayor que él—. Siéntese, se lo ruego. Y recuérdeme su nombre. Me temo que el recuerdo que conservo de la aventura que tuvo lugar anoche es más bien borroso.

—Garstrang… Edward Garstrang. No llevo encima ninguna tarjeta.

—Pero sí lleva usted una pistola —señaló Oscar con una nueva sonrisa—. De eso sí me acuerdo. —Tomó un nuevo sorbo de café y recorrió con los ojos el comedor desierto. Luego se inclinó sobre la mesa hacia Garstrang y añadió con cierto aire conspirador—: ¿Hubo anoche algún herido?

—No, soy un buen tirador… y mi radio de acción estaba claramente limitado.

—¿Por qué acudió en mi rescate, si me permite la pregunta?

—Es usted un visitante, y desde luego un visitante harto distinguido. No suelen pasar por Leadville muchos poetas que vistan calzones de terciopelo. Anoche se estaban aprovechando de usted en el casino, señor Wilde, y eso no está bien. —Garstrang guardó unos instantes de silencio y esbozó su irresistible sonrisa, dejando a la vista una pared de diminutos dientes blancos muy juntos. Luego sirvió más café en la taza de Oscar y añadió con suavidad—: Ni que decir tiene que, a mi manera, me estaba aprovechando de usted.

Oscar frunció el ceño al oír semejante declaración.

—¿Es eso cierto, señor Garstrang? ¿Cómo?

—Con mi pequeña pistola acudí al rescate del gran Oscar Wilde. Lo acontecido se convertirá en un párrafo del periódico que ha de serme de gran utilidad. La publicidad me irá bien. Necesito llamar la atención sobre mi persona. Me gusta que se hable de mí.

—¿Por motivos empresariales o por una simple cuestión de autoestima? —preguntó Oscar, reclinándose en la silla y abriendo su pitillera de plata. El café caliente había empezado a reanimarle.

—Por ambas cosas —fue la respuesta de Garstrang, que en ese momento encendía una cerilla y se inclinaba hacia delante para dar fuego a Oscar—. ¿Lo entiende usted? Lo cierto es que si hay alguien capaz de entenderlo, ése debería ser usted.

—Lo entiendo perfectamente, señor Garstrang. Un hombre del que se habla mucho resulta siempre atractivo, sea cual sea la verdad de las habladurías que circulen sobre él. Impera la sensación de que, a fin de cuentas, algo debe de tener. —Aspiró lentamente el humo del cigarrillo y clavó la mirada en los ojos azules de Garstrang. A pesar de que Oscar era más joven, ambos estaban sentados mirándose a los ojos como dos iguales—. ¿Qué le trae a Leadville, señor Garstrang? —preguntó por fin.

El hombre se rió.

—Nací en Leadville.

—Nadie diría que es usted originario de esta tierra.

—Me complace oírlo. He recorrido mucho mundo.

—¿Ha viajado usted a Europa?

—A Nueva Orleans. Trabajo en los vapores que recorren el Misisipi y el Ohio. Los barcos más grandes tienen todos casino y es allí donde me gano la vida. Soy jugador profesional, señor Wilde. Juego a las cartas.

—¿Y es eso excitante? —preguntó Oscar—. Supongo que debe de serlo.

—No busco excitación en el juego. Juego por dinero. Soy jugador porque, cuando era niño, me di cuenta de que no tenía el físico adecuado para ser vaquero ni tampoco minero, y tampoco deseaba ser un comercial de ventas como lo había sido mi padre. Mi padre era como la mayoría de los hombres…, poca cosa. Vivió, murió… sin dejar el menor rastro en el mundo de su paso por él: de hecho, bien podría no haber nacido. Yo tenía quince años cuando murió. ¿Y qué me dejó en herencia? Una gran facilidad para la aritmética mental y un viejo Colt, eso es todo. Nunca he sabido por qué tenía el revólver. Nunca lo utilizó. Cuando murió, me quedé con el Colt, con unos cuantos muebles, una habitación alquilada y una muda de ropa. Fue entonces cuando decidí hacer fortuna, cuando decidí que me haría rico. Y famoso. O, si no famoso, al menos notorio. —Volvió a llenar de café la taza de Oscar y ocupó una vez más su silla, cruzándose de brazos—. ¿Entiende usted lo que digo, señor Wilde?

—Yo no podría haberlo expresado mejor —respondió Oscar—. Todo hombre ambicioso debe luchar contra el siglo en que le ha tocado vivir con las armas que dicho siglo le ofrece. La fama y la fortuna son lo que nuestro siglo venera. A fin de triunfar en él debemos conseguir celebridad y oro. Lo demás no sirve.

Se hizo el silencio en la mesa. Garstrang lo rompió, cambiando de tema y comentando lo mucho que había disfrutado de la conferencia de Oscar. Le había oído ya antes en Denver a principios de la semana. Hablaron de esto y de aquello: de la poesía de Oscar, de la autobiografía de Cellini, de la destreza de Garstrang en el póquer y de la facilidad con la que manejaba la pistola. Por fin, un nuevo silencio se instaló entre ambos. Oscar apagó su segundo cigarrillo y contempló con suma cautela a su compañero de mesa. Decidió que era el aspecto lechoso de los ojos azules de Garstrang lo que le daba ese aspecto tan débil. Y el hecho de que su rostro delgado fuera suave, pálido y lampiño. Se le ocurrió que Edward Garstrang y él eran ese día probablemente los únicos dos hombres en todo el estado de Colorado que no llevaban patillas, bigote o barba.

—¿Su madre vive todavía? —preguntó Oscar.

—No —fue la respuesta de Garstrang—. No llegué a conocerla. De hecho, sí la conocí, aunque no me acuerdo de ella. Murió cuando yo era todavía muy pequeño.

—¿Tiene usted hermanos? ¿Hermanas? ¿Tíos? ¿Tías?

—No tengo familia, señor Wilde. Viajo solo. Me gusta hacerlo así. Soy un alma solitaria, libre de cualquier obligación moral.

—Algo me dice que usted y yo tenemos mucho en común —dijo Oscar en son de broma al tiempo que retiraba la silla de la mesa y se levantaba—. Somos un par de intrusos que se dedican a observar sus propias vidas al mismo tiempo que las viven, señor Garstrang. —Tendió la mano a su nuevo amigo—. Tengo la impresión de que al convertirnos en espectadores de nuestras propias vidas pretendemos simplemente escapar del sufrimiento que éstas provocan en nosotros.

Oscar se había puesto en pie porque, por encima del hombro de Garstrang, y por la puerta abierta del comedor, había visto la silueta de Washington Traquair, su asistente, que rondaba ansioso al otro lado de la puerta de cristal que conectaba el vestíbulo de la entrada principal con el hotel propiamente dicho. Debido al color de su piel, Traquair tan sólo tenía permitido el acceso al vestíbulo exterior del edificio.

—Mi hombre me espera —explicó Oscar—. Kansas me llama.

—Gracias por su compañía —dijo Eddie Garstrang, levantándose a su vez y estrechándole afectuosamente la mano.

—Gracias por la suya —respondió Oscar—, tanto por la de esta mañana como por la de anoche. Esta mañana me ha entretenido usted. Anoche, me salvó la vida.

—Le salvé la cartera, eso es todo —replicó Garstrang, riéndose—. Y quizá también la dignidad.

—Mi cartera y mi dignidad…, eso es mucho. Se lo agradezco. No le olvidaré, señor Garstrang.

Oscar continuó con su gira. Viajó desde Colorado a Kansas, y de ahí a Iowa y Ohio, para subir a continuación por la costa Este hasta Canadá y bajar después hasta Memphis y Nueva Orleans, cruzar hasta Texas y volver a subir a Nueva Inglaterra y a Canadá. Hubo más encuentros memorables durante el viaje. En Salt Lake City (Utah), le presentaron al presidente de la Iglesia Mormona de Jesucristo de los Santos del Ultimo Día y conoció a cinco de las siete esposas de ese distinguido caballero y a uno de sus treinta y cuatro nietos. Oscar reparó en que la ópera de Salt Lake City era del tamaño de Covent Garden y que «da cabida fácilmente a al menos catorce familias mormonas». En Atlanta (Georgia), a punto estuvo de llegar a las manos con el camarero del vagón Pullman cuando éste le comunicó que, aunque Traquair, su sirviente, estaba efectivamente en posesión de un billete válido de coche cama, por ser un hombre negro no podía utilizarlo, pues iba en contra de las normas de la compañía del ferrocarril.

En Lincoln (Nebraska), Oscar pisó por primera vez la cárcel. Le llevaron a visitar la penitenciaría de Lincoln y le presentaron a un buen número de sus internos.

«Tenían todos ellos una apariencia mezquina, lo cual a decir verdad me consoló, pues odiaría ver a un criminal con un rostro noble», dijo. Le mostraron la celda de un convicto que debía enfrentarse a la horca en cuestión de semanas. «¿Sabe usted leer, hombre de Dios?», le preguntó. «Sí, señor», replicó el convicto, mostrando a Oscar un ejemplar de El heredero de Redclyffe, la novela sentimental de Charlotte M. Yonge.

Al salir de la celda, Oscar murmuró, dirigiéndose al alcaide de la prisión: «Aunque los ojos del condenado me han encogido el corazón, si lee El heredero de Redclyffe quizá lo mejor sea dejar que se cumpla la ley».

La gira concluyó en la ciudad de Nueva York a mediados de octubre de 1882. En términos generales había sido todo un éxito. Oscar había ganado una cuantiosa suma de dinero (unos cinco mil dólares, después de gastos) y había además dado alas a su nombre a ambos lados de Atlántico. Su madre le escribía desde Londres: «Eres la comidilla de la ciudad. Los cocheros me preguntan si soy pariente tuya. ¡El lechero me ha traído tu fotografía! De hecho, cualquiera diría que eres lo único que se celebra en Londres. Creo que entusiastas muchedumbres te asediarán a tu regreso y que deberás buscar refugio en la seguridad de los coches».

Oscar decidió entonces no apresurar su regreso. Disfrutaba siendo agasajado en Nueva York.

«Si mi presencia se anuncia con antelación —informaba a lady Wilde sin ocultar su satisfacción—, encuentro las calles bloqueadas por multitud de admiradores al tiempo que los policías esperan mi llegada para abrirme paso. Entiendo ahora por qué el príncipe de Gales siempre está de tan buen humor: ser un petit roi es una auténtica delicia».

Sin embargo, Oscar alargó su estancia en Norteamérica por otra razón. Aunque indudablemente encantado con su recién adquirida celebridad, estaba también haciendo planes para el futuro. Tenía ideas para dos obras de teatro que deseaba escribir —dramas de época que esperaba ver representados en Nueva York el año siguiente— y fue el beneficiario de un inusual encargo literario procedente de una fuente cuando menos inesperada. Edmond La Grange, el actor y director francés, estaba preparando una nueva producción de Hamlet y sugirió a Oscar que quizá le gustaría ayudarle con la traducción.

Edmond La Grange era uno de los héroes de infancia de Oscar. Le había visto en escena en Londres y en Dublín en varios de sus papeles de mayor encumbre. También le había visto en París, en el Théâtre La Grange del bulevar del Temple, en El rey Lear. Había llegado incluso a hablarle en una ocasión, aunque muy brevemente, en el paseo marítimo de Dieppe, en agosto de 1879. Oscar se había atrevido a presentarse porque conocía a la actriz Sarah Bernhardt —¡Oscar veneraba a Sarah Bernhardt!— y Bernhardt y La Grange habían aparecido recientemente en el Anfitrión de Molière. Ya en Nueva York, en otoño de 1882, por fin logró conocer al gran hombre. Fue entonces cuando Oscar Wilde, de veintiocho años de edad, y Edmond La Grange, de sesenta, se hicieron amigos.

La Grange hacía en Norteamérica lo mismo que Sarah Bernhardt había hecho antes que él: tomar el continente por asalto. Huelga decir que había diferencias entre los dos grandes actores: el asalto de Sarah fue sin duda mucho más espectacular que el de La Grange. Si bien éste era un actor notable, Sarah era sencillamente divina. Y además era mujer. Cuando la diva recorrió Norteamérica de gira en 1880, su equipaje personal constaba de cuarenta baúles de vestuario para salir a escena y de setenta destinados a su uso personal: vestidos, abrigos, pieles, fragancias y sus doscientos cincuenta pares de zapatos. La Grange viajaba con tres maletas y una caja de maquillaje. El servicio de Sarah Bernhardt incluía a dos criadas, dos cocineras, un camarero, su propio maître d’hôtel y una bonne p’tite dame que hacía las veces de acompañante y de secretaria. La Grange iba acompañado de un anciano asistente de vestuario y de Maman —su madre—, que en aquel entonces tenía ochenta y dos años.

El repertorio de Edmond La Grange era menos extenso que el de Sarah Bernhardt. Llevó cinco producciones a Norteamérica, y ella, ocho. Y su celebridad, su «estatus de estrella», como lo llamamos hoy, no eclipsaba al de la gran dama. Sin embargo, en cuanto a actores y maestros de su profesión, pertenecían a la misma liga y, según la crítica, la compañía que acompañaba a Grange, aunque de menor envergadura, era superior a la de ella, y con sus obras de Molière, Racine y Corneille en el teatro Wallack’s de Nueva York, la recaudación conseguida por él nada tenía que envidiar a la de Sarah Bernhardt. Como ella, La Grange cobraba en metálico.

Quizá resultara sorprendente que los caminos de Oscar y de La Grange no se hubieran cruzado antes. La temporada de cuatro semanas de La Grange en Broadway fue la culminación de una gira de cuatro meses por el continente y el gran actor francés y el joven esteta irlandés aparecían bajo los auspicios de Richard D’Oyly Carte. Fue en efecto el coronel Morse, el hombre de Carte, quien hizo las presentaciones.

«Edmond La Grange habla un inglés condenadamente correcto, aunque se niega condenadamente a utilizarlo —se quejó Morse a Oscar al tiempo que mordisqueaba el pequeño cigarro que llevaba permanente colgando de la comisura de la boca—. La Grange afirma que el francés es la lengua oficial de la diplomacia y por tanto la única que debe utilizarse en el seno de las relaciones internacionales. Siempre que ceno con él después del espectáculo, parlotea a toda velocidad y no entiendo una sola palabra de lo que dice. Usted habla francés, Wilde. Puede cenar con él. Y hablar con él. Él le entenderá. Quién sabe: quizás hasta logre usted comprenderle».

Edmond La Grange y Oscar Wilde se entendían estupendamente. Se llevaron a la perfección desde un buen principio. Oscar hablaba un francés fluido y sin tacha y estaba empapado de la cultura y de la herencia de la Belle France. Se sentía honrado ante la oportunidad de cenar con su héroe y más que feliz de hablar con él. Más feliz le hacía todavía arrellanarse en la silla con los ojos como platos de pura admiración a escuchar las palabras del gran hombre. Adoraba el timbre rico y grave de la voz de La Grange; disfrutaba con los giros sintácticos grandilocuentes y algo arcaicos que utilizaba el actor y veneraba las mil y una historias del teatro con que le deleitaba La Grange: «Naturalmente, están plagadas de viles mentiras, pero contienen una verdad aún más elevada». Aunque en esa época La Grange estaba a punto de cumplir sesenta y un años, rebosaba energía. Si bien no era demasiado alto, su porte era impecable, como innegable su presencia. No era particularmente delgado, aunque sí tenía los miembros laxos y se movía con la elegancia de un bailarín. Tenía además un pelo abundante y blanco que llevaba peinado hacia atrás sobre una frente alta y colmada de arrugas. El suyo era un rostro curtido por el tiempo, aunque no desprovisto de un delicado perfil: fuertes pómulos, nariz romana y unos inmensos y burlones ojos marrones. La Grange era un actor hasta la médula, tan dramático en sus modales dentro del escenario como fuera de él, un jugador, un amante del riesgo, enamorado del teatro, enamorado de la vida.

La Grange y su compañía habían planeado regresar a Europa a bordo del SS Bothnia el 27 de diciembre de 1882. La Grange propuso a Oscar que regresara a Europa en el mismo barco: un viaje en un vapor hasta Le Havre, vía Liverpool. Durante el viaje podrían trabajar juntos en la traducción de Hamlet. Y Oscar, al enterarse de que desafortunadamente, durante su periplo americano, el viejo ayudante de vestuario de La Grange —un fiel criado que llevaba más de treinta y cinco años en la compañía— había muerto, propuso al actor que contratara al joven camarero negro, Traquair, como su nuevo ayudante de vestuario.

—Respondo por él en todos los aspectos. Ha sido el único responsable de tener a punto mis camisas desde Peoria a Pawtucket. Conoce el oficio y puede usted confiarle su vida. Tiene un rostro de azabache y un corazón de oro.

—¿Habla francés? —preguntó La Grange.

—Habla el lenguaje de la devoción —respondió Oscar.

El día de la partida —el miércoles, 27 de diciembre de 1882— Oscar fue uno de los últimos pasajeros en subir al barco.

«Despedirnos de un continente no es algo que pueda hacerse apresuradamente», explicó. Además, en el muelle había admiradores —y la prensa— a los que atender. Cuando, por fin, coincidiendo con la caída del crepúsculo, Oscar subió a bordo, encontró a La Grange y a su séquito cómodamente instalados en el magnífico salón del Bothnia, tomando champán. Para sorpresa de Oscar, había habido una adición al grupo. De pie inmediatamente detrás de La Grange, apoyado sobre su hombro y susurrándole algo al oído, estaba el amigo de ojos azules que Oscar había conocido en Leadville, Colorado: Eddie Garstrang, el jugador profesional.

Garstrang se incorporó y saludó a Oscar con una formal inclinación de cabeza.

—¿Qué demonios está usted haciendo aquí? —preguntó el poeta, perplejo.

Edmond La Grange le miró y sonrió.

—El señor Garstrang es mi nuevo secretario personal, Oscar. Me lo he ganado a las cartas.