Norteamérica
El 24 de diciembre de 1881, Oscar Wilde zarpó con destino a los Estados Unidos de Norteamérica. Fue en busca de aventura y oro. En cuestión de semanas, había encontrado una buena porción de ambas cosas.
Oscar acababa de cumplir veintisiete años y, en Inglaterra, se atribuía su fama a que era un hombre famoso por ser famoso. Era sin duda una celebridad en la tradición de lord Byron y de Beau Brummel, aunque más de Brummel que de Byron, con más estilo que sustancia.
«Es indudable que soy “alguien” —declaraba él en la época—. Pero ¿qué he hecho para merecerlo? Simplemente que han “reparado” en mí. Supongo que eso ya es algo. Y, además, he publicado un libro de poemas. Eso no es mucho, la verdad».
Durante sus años de juventud, primero en el Trinity College de Dublín y después en el Magdalen College de Oxford, Oscar había obtenido todos y cada uno de los honores académicos que había tenido a su alcance. Como colofón a su periplo universitario, consiguió menciones de honor en dos asignaturas distintas en Oxford y recibió el codiciado Newdigate Prize, el principal premio universitario de poesía. Pero ¿cuál era su auténtica ambición en la vida?
«Sólo Dios lo sabe —decía cuando se le preguntaba—. De todos modos, jamás llegaré a ser catedrático de Oxford. Seré poeta, escritor o dramaturgo. De algún modo u otro, alcanzaré la fama, y si no lo logro, seré al menos notorio. O quizá lleve una vida abocada al placer durante un tiempo y después —¿quién sabe?— descansaré y no haré nada. ¿Cuál es, según Platón, el fin más alto al que puede aspirar el hombre aquí abajo? “Sentarse y contemplar el bien”. Quizá sea ése también mi final».
Cuando Oscar dejó Oxford, apoyado en su decisión por un modesto legado de su padre, desembarcó en Londres, capital del Imperio británico, y dejó su impronta en la metrópoli a partir de sus estrambóticas opiniones y de su escandalosa apariencia.
«Tan sólo los superficiales no juzgan», declaraba. Siempre había mostrado predilección por los disfraces. Durante su último semestre en Oxford había aparecido en un baile disfrazado como el príncipe Rupert del Rin. En el curso de su primera temporada en Londres, a menudo se dejaba ver con una chaqueta de esmoquin de terciopelo de color verde botella con terminaciones de lazo y con una camisa de color crema con cuello festoneado y una corbata de color naranja a todas luces excesiva, calzones de tafetán hasta las rodillas, medias de seda negras y zapatos de hebilla de plata. Se convirtió en un campeón de la belleza y en un autoproclamado profesor de estética. «La belleza es el símbolo de los símbolos —declaró en una ocasión—. La belleza lo revela todo porque no expresa nada. Cuando se nos muestra, nos muestra el mundo de vivos colores en su totalidad».
El joven Oscar Wilde estaba firmemente decidido a no pasar desapercibido.
Y lo consiguió. Poco después de su llegada a Londres, las publicaciones satíricas del momento empezaron a publicar parodias y sátiras a sus expensas. Le satirizaron en episodios de music-hall, en sainetes y, más adelante —y alcanzando con ello una repercusión sin duda mayor—, en abril de 1881, en la exitosa producción de Richard D’Oyly Carte de Paciencia, la opereta cómica firmada por W. S. Gilbert y Arthur Sullivan. Oscar asistió al estreno y se mostró agradablemente divertido. Valoró la obra por lo que era: no un ataque personal contra él, sino una sátira complacientemente armoniosa sobre la absurda naturaleza del movimiento estético.
El éxito de Paciencia cambió la vida de Oscar. El 30 de septiembre de 1881 recibió un telegrama del coronel F. W. Morse, el gerente de Richard D’Oyly Carte en Nueva York, en el que le invitaba a participar en una gira de conferencias que debía coincidir con la producción norteamericana de la opereta. Oscar no lo dudó. El 1 de octubre de 1881 envió un telegrama con su aceptación al coronel Morse. El joven poeta necesitaba dinero y estaba entusiasmado con la perspectiva de cruzar el océano y descubrir un nuevo continente.
«Ya hablo inglés, alemán, francés e italiano —explicó a su madre—. Ahora tendré la oportunidad de aprender el norteamericano. Será sin duda un reto, lo sé, pero debo intentar hacerle frente».
Escribió a James Russell Lowell, el embajador de los Estados Unidos en Londres, y, aprovechó la mínima relación que les unía —eran apenas unos simples conocidos— para pedirle algunas cartas de presentación. El venerable Lowell, que en ese entonces había cumplido ya los sesenta años, respondió que «los hombres inteligentes y cabales precisaban de presentación tanto como un día soleado». Aun así, Oscar le caía bien, le encontraba divertido y, siendo también él poeta, admiraba los versos del joven, de modo que le ayudó encantado.
Además de las cartas de presentación, Oscar se equipó con un nuevo guardarropa que incluía una cálida gorra polaca y un abrigo verde con cierres acordonados y maravillosamente forrado de piel. Lowell le había advertido de lo duros que eran los inviernos en Nueva York. Y, como el coronel Morse le había adelantado que sus conferencias tendrían lugar ante «públicos muy numerosos en inmensos auditorios», durante las semanas previas a la partida, Oscar contrató los servicios de un caro experto en oratoria para que le diera lecciones de locución.
«Quiero un estilo natural —dijo a su instructor—, con un toque de afectación». Oscar Wilde se preparó cuidadosamente para su aventura por tierras norteamericanas. Esperaba que el periplo por el nuevo continente supusiera su «despegue» definitivo.
Oscar zarpó de Liverpool la tarde del día de Nochebuena de 1881 a bordo del SS Arizona. No las tenía todas consigo. En aquel entonces el Arizona era el vapor más veloz de cuantos hacían la ruta del Atlántico y poseedor además de la famosa Banda Azul, y lo cierto es que el joven esteta no era muy amigo de la velocidad. El Arizona había además sobrevivido recientemente —aunque por muy poco— a una colisión contra un iceberg en pleno océano.
La travesía transcurrió al fin sin novedad y libre de peligros. Fue la llegada lo que se convirtió en algo más parecido a una aventura. El Arizona atracó en el puerto de Nueva York la tarde del día 2 de enero de 1882. Debido a que era ya demasiado tarde para los trámites de aduanas, Oscar y sus compañeros de travesía se vieron obligados a pernoctar una noche más en el barco. Sin embargo, los caballeros de la prensa neoyorquina esperaban impacientes poder disfrutar de una primera impresión del tan pregonado señor Wilde y no estaban dispuestos a aguardar hasta la mañana siguiente. Fletaron una lancha, salieron a alta mar y, según palabras del propio Oscar: «Con las plumas todavía en salmuera, me pidieron que me pavoneara delante de ellos como un preciado gallo en una feria agrícola».
Los periodistas quedaron ligeramente desconcertados ante lo que encontraron a bordo. Oscar no era el delicado y exótico ejemplar que habían estado esperando. Según palabras del periodista del New York Tribune:
Lo que resulta más llamativo del aspecto del poeta es su altura, que debe de superar en varios centímetros el metro ochenta, y lo siguiente que llama la atención es su pelo: de un color marrón oscuro, prácticamente le cubre los hombros. Cuando se ríe, separa ostensiblemente los labios, mostrando una reluciente fila superior de dientes, que resultan además superlativamente blancos. La piel, en vez de esa sombra rosada tan común entre los hombres ingleses, está tan absolutamente desprovista de color que lo más que puede decirse de ella es que parece masilla. Tiene los ojos azules, o quizá de un gris claro, y en lugar de resultar «soñadores», como muchos de sus admiradores los habían imaginado, son brillantes y raudos…, en absoluto propios de quien es dado a la cavilación perpetua sobre lo inefablemente hermoso y veraz. En vez de unas manos pequeñas y delicadas, diseñadas tan sólo para acariciar el lirio, sus dedos son largos y cuando los dobla forman un puño que podría propinar sin duda un duro golpe, siempre que su dueño se vea en la tesitura de rebajarse a semejante suerte de argumento.
Aunque Oscar no se enfrentó a sus interlocutores a puñetazos, por norma general tampoco logró granjearse su cariño.
«Intenté mostrarme divertido —confesaría más adelante—, y provoqué confusión allí donde pretendía provocar sonrisas. Tomaron por muestras de desprecio mis esfuerzos por regalarles algunas payasadas». Le preguntaron si había disfrutado de la travesía por el Atlántico. Él respondió: «El mar se me antoja manso. El rugiente océano no ruge. Y no es tan mayestático como lo había imaginado». Sus comentarios aparecieron citados bajo el titular: «El señor Wilde decepcionado con el Atlántico». Dio una impresión de arrogancia.
Y no hizo sino empeorar esa primera impresión la mañana siguiente a la rueda de prensa celebrada en la cubierta del barco. Al desembarcar del SS Arizona y pasar por la aduana, respondió a la más que predecible pregunta del funcionario de aduanas: «¿Algo que declarar, señor Wilde?», con una respuesta de antemano preparada: «No tengo nada que declarar salvo mi genio».
A algunos la respuesta les pareció de lo más divertida. Otros consideraron que el joven Wilde estaba labrándose su propia desgracia. Y, hasta cierto punto, así era. Sus primeras conferencias no fueron exactamente un éxito. Dijo demasiado, lo hizo demasiado deprisa, y hablando en voz demasiado baja. No consiguió captar la atención del numeroso público, que quedó a todas luces decepcionado. Los críticos fueron crueles con él.
En público, Oscar se mostraba audaz. En privado, reconocía que tenía trabajo por delante. Simplificó su charla, mejoró la presentación, moderó el lenguaje y añadió algunas bromas para que todos pudieran comprenderlas. Logró transformar un desastre potencial en un triunfo incuestionable. Por fin, durante el transcurso de 1882, Oscar dio un total de más de doscientas charlas en ciento sesenta ciudades y pueblos de Norteamérica, desde Nueva Orleans a Nueva Escocia, desde el norte de Massachusetts al sur de California.
«Ah, sí —diría años más tarde—, también yo fui adorado en un tiempo. En los Estados Unidos me vi obligado a contratar a dos secretarios para que atendieran a la correspondencia: uno era responsable de las peticiones de fotografías, y el otro, de los mechones de mi pelo. En el plazo de seis meses, el primero había muerto víctima de los calambres que aquejan al escritor y el otro se quedó totalmente calvo».
De hecho, Oscar tuvo dos compañeros durante sus viajes, aunque ninguno de ellos fue su secretario. El coronel Morse le proporcionó a un «hombre de negocios», un empleado de la oficina neoyorquina de D’Oyly Carte llamado Aaron Budd, y un asistente personal, un joven negro llamado W. M. Traquair.
«Nunca sentí el menor aprecio hacia el señor Budd —dijo Oscar—. Se ocupaba de nuestros billetes de tren y llevaba la contabilidad de los ingresos. Era eficiente, aunque no interesante. Raras veces hablaba, nunca sonreía y la palidez de su piel era cuanto menos desconcertante. Creo que era además abstemio y vegetariano. En cambio, le tenía mucho aprecio a Washington Traquair. Su padre había sido esclavo. Traquair no era sólo mi sirviente, sino también mi amigo. No era muy hablador y no sabía leer ni escribir, pero tenía una sonrisa maravillosa y se reía de mis chistes. Es imposible no querer a un hombre que se ríe con tus chistes».
En el curso de su gira, Oscar ganó mucho dinero y, según sus propias palabras: «Un variado surtido de nuevos conocidos». En Nueva York conoció a la célebre novelista Louise May Alcott, que ya había cumplido los cuarenta años y estaba en la cumbre de su fama.
«Era una mujer menuda, pero profundamente apasionada —recordaría—. Me contó el argumento de una historia que en ese momento estaba revisando. Se titulaba Una larga y fatal persecución del amor. Mientras me contaba la historia, tomó mi mano en las suyas y se le llenaron los ojos de lágrimas. Le pregunté por qué no se había casado.
»—Oh, señor Wilde —respondió—. Si se lo digo, ¿me guardará el secreto? Es porque me he enamorado de muchas jóvenes, pero jamás ni un ápice de ningún hombre».
Fue también en Nueva York donde conoció al gran showman Phineas Taylor Barnum. Oscar estaba dando una conferencia en el teatro Wallack’s de Broadway y Barnum apareció en compañía de un grupo de amigos «para ver cuál era la causa de tanto revuelo». A pesar de que no hay testimonio escrito que dé fe de lo que Barnum opinó sobre la disquisición que Oscar hizo acerca de «El arte y el Renacimiento inglés», al escritor el encuentro de ambos le pareció un éxito.
«Cuando hablé con el señor Barnum de Georgione, de Mazzini y de Fra Angélico, dio por hecho que se trataba de un trío de acróbatas italianos. El señor Barnum carecía por completo de cultura, aunque no así de estilo. Asistió a mi charla y yo fui a verle a su circo. Tras el espectáculo, y respondiendo a mi insistencia, me presentó a su principal atracción: Jumbo, un elefante africano.
»—Tengo que conocerle —le dije al señor Barnum—. Su nombre será recordado mucho después de que los nuestros hayan caído en el olvido.
»—Eso espero, señor Wilde —respondió Barnum—. Me costó diez mil dólares».
Oscar regresó del año que pasó de gira dando conferencias por Norteamérica con un sinnúmero de buenas historias. Probablemente su conjunto de anécdotas preferido hiciera referencia al período que pasó en Leadville, Colorado, en las cumbres de las Rocosas. Allí se dirigió a un público de simples trabajadores, en su mayoría obreros y mineros. Puesto que los mineros trabajaban en las minas de plata, Oscar decidió leerles extractos de la autobiografía de Benvenuto Cellini, el gran escultor de la plata del Renacimiento.
«Mi público me recriminó por no haber llevado a Cellini conmigo. Les expliqué que Cellini llevaba tiempo muerto y la información provocó la consecuente pregunta: “¿Quién le disparó?”».
Cuando, más tarde, preguntaron a Oscar si los mineros le habían parecido «un tanto toscos y despiertos». Su respuesta fue:
«Despiertos, sí. Toscos, en absoluto. No hay lugar para la tosquedad en las Rocosas. El revólver es su libro de etiqueta, y eso enseña lecciones que no se olvidan con facilidad».
El alcalde de Leadville, un tal H. A. W. Tabor, apodado «El Rey de la Plata», invitó a Oscar a visitar la mina Matchless y abrió en su honor un nuevo filón llamado Oscar. Oscar se mostró encantado con la deferencia y, vestido con las galas propias de un esteta, descendió ceremoniosamente hasta las entrañas de la mina en el interior de un cubo inmenso. En cuanto el nuevo filón quedó inaugurado, empleando para ello una barrena de plata especial, los mineros le invitaron a comer con ellos en las profundidades de la mina.
«El primer plato fue whisky; el segundo, whisky, y el tercero, whisky. Poco es lo que puedo recordar del postre».
Esa noche, el alcalde Tabor le ofreció una nueva diversión en el casino de Leadville. Según palabras del propio Oscar:
«La bebida, y no el juego, parecía ser la verdadera fuente de ingresos del local. El casino estaba abarrotado de mineros y de sus amigas. Todos los hombres vestían camisas rojas, pantalones de pana y botas altas. Las mujeres, por su parte, lucían vestidos de noche de colores chillones tan escotados que prácticamente dejaban a la vista sus pechos. El suelo estaba cubierto de serrín y en las paredes colgaban inmensos espejos con marcos dorados. En un rincón del salón principal había un pianista sentado en un piano de pared sobre el que se leía una nota que decía así: “No disparen al pianista. Hace lo que puede”».
Durante su segunda (y última) noche en Leadville, Oscar regresó al casino. Esta vez fue solo. El alcalde Tabor tenía que atender unos asuntos en Denver. Aaron Budd, el gerente de Oscar, no era un hombre aficionado a la bebida, y Traquair, el criado, tenía prohibida la entrada debido al color de su piel. Oscar empezó la noche junto al piano, rodeado de jóvenes con camisas rojas y de muchachas de rebosantes pechos. Les hizo reír y ellos provocaron en él la sonrisa. Cuatro horas y media más tarde, sin haber comido nada y habiendo bebido en demasía, se encontró en un rincón distinto y más oscuro del salón, sentado a solas con dos hombres que vestían sendas camisas de cuadros y con una joven que se inclinaba hacia él desde el otro lado de la mesa al tiempo que se secaba los senos juguetonamente con un pequeño pañuelo de encaje. Mientras uno de los hombres no dejaba de servirle bebida y el otro le quitaba la cartera del bolsillo del abrigo, sonaron dos disparos de pistola en la habitación. Uno de los disparos arrancó el vaso de whisky de la mano de Oscar. El otro hizo saltar su cartera por los aires.
Al instante, en cuanto tuvieron lugar los disparos, el trío de compañeros de bebida de Oscar huyó del lugar y él, desconcertado aunque ileso, se arrojó despacio al suelo. El autor de los disparos cruzó la sala, ayudó a Oscar a levantarse, le acompañó fuera del casino y desde allí, por la calle desierta, hasta su hotel. El nombre de ese hombre era Eddie Garstrang.