¡Qué diferente me pareció el regreso a palacio! Completamente sola, con la cabeza gacha, mirando al suelo para no encontrarme con nadie que se preguntara qué hacía una monja con el hábito de clausura por la calle, e intentando no arrastrar los pies, como había hecho los últimos cuatro años.
Cuando llegué a las puertas del palacio ducal, dos guardias me barraron mi paso y uno de ellos me dijo con total descortesía:
—¿Adónde vais, hermanita? ¿Creéis que ese hábito os permite entrar en palacio?
Le miré sin decir nada. No abrí la boca y permanecí con la cabeza gacha, hasta que el otro soldado espetó:
—¡Hermana! ¡Os hemos hecho una pregunta! ¿Acaso creéis que el duque os va a recibir sin tener audiencia?
Levanté la cabeza recordando la soberbia de los nobles, aquella que creí dejar atrás el día que perdí mi nombre y las pocas posesiones que llevé al convento. Le miré fijamente para decirle:
—Soldado, el duque me espera desde hace tiempo. En vez de quedarte ahí plantado soltando estupideces en la puerta podrías anunciarme a tu ama, la señora Battista. Dile que Costanza de Fondasini se encuentra en la puerta esperando que unos soldados le abran paso a lo que una vez fue su hogar.
Casi no pude controlar la risa al ver sus caras palideciendo de golpe. Si bien no me habían reconocido, habían recordado el nombre de la antigua duquesa, y eso bastó para que avisasen al camarlengo, y que este me acompañara al salón de las visitas, donde esperé a que avisasen a la duquesa.
La decoración no había cambiado desde mi partida: las pinturas, los magníficos frisos, los cortinajes de terciopelo y seda. En cuatro años nada había cambiado en aquel lugar, ni siquiera la disposición de los candelabros o los tapices de las paredes.
Sabía que a pesar de haber tomado una ducha de agua fría aquella misma mañana y de llevar el hábito limpio, mi aspecto distaba de ser el de una gran dama, ya que el sayo estaba raído por el tiempo y las sandalias de madera estaban medio rajadas.
Habían pasado cuatro años de mi vida, cuatro años en los que mi aspecto dejó de importarme, durante los cuales me olvidé de cuidar mi piel o de apartarla de los rayos del sol, y por supuesto, en los que no tuve acceso a recetas de belleza, ni a cremas, ni a perfumes, aunque tampoco hubiera dispuesto de tiempo para cuidar mi aspecto.
Me pasé la mano por la nuca, el pelo seguía cortado en redondo, hacía tan sólo dos meses que sor Angustias me lo había repasado. Tuve muchas ganas de ver mi aspecto, pero me dio miedo y desistí cuando Roberta entró en la sala.
Aquella criada, que jamás había sido de mi agrado a causa de su tosquedad, ni siquiera me reconoció, pero aun así me ofreció una tisana de hierbas acompañada de unos bocaditos dulces. Al principio los rechacé, pero al dejarlos sobre la mesa de mármol y salir de la habitación, no pude menos que coger uno de aquellos bocados para oler su aroma a vainilla y limón. Iba a dejarlo de nuevo sobre la bandeja de plata, pero en aquel momento pensé que ya no había ningún voto de pobreza u obediencia que me impidiera comer aquel bollito y le hinqué el diente saboreando su dulzura, que embriagó mi paladar por completo.
Si no me hubiera encontrado en Castelforca, bien podría haber dicho que aquel dulce estaba preparado por la mismísima Ruth, pues la delicadeza de su textura y la suavidad de su sabor eran de lo más agradable.
—¿Os gusta su sabor? —dijo de pronto una voz que me sorprendió desde la puerta.
Una pequeña que no tendría más de ocho años me miraba con sus ojos rasgados y una piel blanca, casi inmaculada. Su rostro era redondeado y su nariz algo aguileña, aunque la expresión era dulce e infantil.
—Son unos dulces muy buenos. Deberíamos felicitar a la cocinera —contesté sonriendo.
—¿Sois pobre?
—¿Por qué lo pensáis?
—Vais casi descalza y vuestra vestimenta es algo tosca y vieja. Si sois pobre puedo daros comida y albergue. Mi madre me ha enseñado a ser piadosa y misericordiosa con los desfavorecidos —exclamó mientras se acercaba y rozaba como sin querer mi sayo.
—Es bueno que te apiades de los pobres, significa que eres buena niña. ¿Cómo os llamáis?
—Mi nombre es Elisabetta, tengo siete años y soy hija de los señores de esta casa. ¿Y vos, quién sois?
Al reconocer a la pequeña Elisabetta, que cuando me fui era apenas una niña de tres años, me quedé pensativa pues no sabía qué contestarle. ¿Quién era yo si ya no sabía cuál era mi nombre? Tras una breve pausa, le contesté:
—Soy Costanza y antes me llamaban señora de Fondasini.
La niña, sin decir nada, salió corriendo de la estancia. No sabía que la había asustado, pero al poco rato volvió con una pequeña en brazos, que medio dormida se agarraba a un pequeño animal de madera que no supe reconocer, pues lo cubría con su manita. Elisabetta dejó a la pequeña en el suelo, que no tendría más de cuatro años y dijo sonriendo:
—Señora Costanza de Fondasini, os presento a Costanza de Fondasini.
Se me quedó mirando mientras me dedicaba una picara sonrisa para ver mi reacción, pero mi mente se quedó obnubilada con la belleza de aquella muchachita. Su pelo negro y liso, su cara regordeta, con aquella nariz redondeada y pequeña, y sus ojos, que parecían grandes, aunque estuvieran entornados porque al parecer la pequeña se caía de sueño.
—¿No decís nada, mi señora? Se llama como vos, o vos os llamáis como ella. Bien podríais ser mi hermana mayorcísima —dijo la pequeña Elisabetta.
No pude menos que sonreír. Me hizo mucha gracia que hubiera despertado a su hermana sólo porque nuestros nombres coincidían. Me encariñé de aquella muchachita de inmediato.
—¿Sabéis por qué nos apellidamos igual? —pregunté.
—Porque ella es vuestra tía, la viuda de vuestro tío Oddantonio —contestó una voz madura que provenía de la puerta y que no era otra que la de Battista de Fondasini.
Me levanté y casi estuve a punto de hacer una reverencia, pero al final me limité a bajar la cabeza en señal de buena educación.
—¡Roberta! ¡Llevad a las niñas a sus estancias! —gritó Battista.
La duquesa solicitó que tomara asiento cuando nos quedamos a solas. Me miraba de arriba abajo sin creer que aquella mujer de pelo corto y piel oscura fuera la misma muchacha que había salido de palacio hacía cuatro años. Tras un silencio incómodo, dijo:
—Si os hubiera visto por la calle, no os hubiera reconocido. ¿Qué os han hecho en ese convento?
—¿Tanto he cambiado, mi señora?
—¿Cuánto hace que no veis vuestra imagen en un espejo?
—Demasiado.
—¿Y qué os trae por mi casa?
Sonreí sin ganas pensando que era imposible tanta descortesía, pero me llené de fuerza al recordar la dama que había sido:
—¿Por qué no me informasteis de inmediato de la muerte de mi hija?
Aquello la cogió por sorpresa. Battista carraspeó, se frotó las manos, nerviosa, y sin saber muy bien qué decir, con el labio inferior temblándole, murmuró en voz baja:
—¿Cómo iba a informaros si vos misma estabais al borde de la muerte?
—Pero Dios quiso que viviera.
—Y todos damos gracias por ello, aunque fue una verdadera lástima la muerte de la niña. Sólo puedo deciros que ni se dio cuenta, no sufrió, y se fue mientras dormía.
—¿Dónde la enterrasteis? —pregunté mientras un nudo se apoderaba de mi garganta.
—Espero que estéis de acuerdo con la voluntad del duque. Al no poder enterrarla junto a su padre, decidió abrir la tumba de vuestra dama de compañía. Sabíamos lo mucho que la amabais y creímos que de seguir viva esa muchacha hubiera amado mucho a la niña.
—El duque obró bien. Ni yo misma hubiera encontrado un lugar mejor.
—¿Cuáles son vuestros planes? ¿Deseáis quedaros en la ciudad? Seguro que el duque puede ofreceros una casa cerca de palacio, si así lo deseáis.
—Viajaré a Fortefortezza para vivir en casa de mi primo en cuanto el duque me devuelva la dote, pues nada me retiene aquí.
Sé que ella respiró de alivio al oír mis palabras. Luego añadió:
—¿Vuestra dote? Sí, claro. Sois la viuda de su hermano, así se lo comunicaré a mi esposo, espero que pueda atenderos lo antes posible, aunque hoy se encuentra de cacería.
—¿Consideraríais un abuso si os pidiera alojamiento hasta que el duque pueda recibirme? —pregunté sabedora de que ella estaba obligada a acogerme en palacio.
Dudó unos segundos, sopesando acaso las consecuencias de sus actos, pero, al final, exclamó:
—Por supuesto. Si lo deseáis puedo ofreceros la antigua habitación de vuestra dama. Nadie la tocó desde el día que marchasteis. Haré que los criados la limpien. Si queréis, mientras tanto, podéis adecentaros, guardamos muchos de vuestros vestidos, aunque la mayoría de vuestras pertenencias fueron donadas al convento.
¡Qué mentira más grande! ¡Qué falacia! ¿Acaso desconocía Battista que las clarisas no aceptaban donativos? ¿Es que me estaba preparando para confesarme lo poco que quedaba de mis cosas? No dije nada, pues nada necesitaba, aunque sí quería quitarme ese sayo al que tanto me había acostumbrado.
Seguí a Roberta hasta las estancias de las niñas, mientras Battista me decía que ordenaría que trajeran el arcón de la dote donde se habían guardado mis pertenencias. Mientras caminaba por aquellos pasillos pude fijarme en la numerosa prole de la duquesa. Las tres mayores, que recordaba de cuando estuve viviendo con ellas antes de dar a luz a Viola, estaban sentadas a la mesa de estudio, junto a su preceptor. Aura recitaba de carrerilla las declinaciones de latín, y Girolama y Giovanna cotilleaban entre ellas sonriendo mientras miraban las musarañas sin hacer mucho caso a su maestro. Elisabetta, la muchachita que había conocido en el pasado, pero de la que me encariñé tras unos segundos de conversación en la sala de visitas, jugaba con la figura de madera que le había quitado a la pequeña Costanza, quien, ya despierta, se deleitaba junto a su nana, que cargaba con un sexto bebé en brazos, con las notas que salían de un laúd blanco que era tocado por… ¡Oh, Dios mío! ¡Hecateo! Sólo pude sonreír abiertamente al verle, aunque él al principio no me reconoció. En ese momento rememoré nuestras discusiones sobre la inteligencia del hombre y la mujer con uno de los mejores amigos de mi esposo, y al recordar que cuando él se quedaba sin argumentos siempre me interrumpía con una perfecta reverencia con la que daba por terminada la conversación, me detuve ante él y esperé a que alzase la vista para sacarle la lengua. Enseguida reconoció ese gesto. Dejó de tocar, se acercó a mí, y tras una reverencia me dijo:
—¡Mi señora de Fondasini! ¡Cuánto se os ha echado de menos!
Me cogió de la mano, sonrió y me besó, mientras la acariciaba de un modo amistoso en el que nadie se fijó, pero que me transmitió todo el cariño que por mí sentía.
—Me alojaré unos días aquí. Espero poder veros y hablar con vos con más tranquilidad.
—Por supuesto mi señora. Marcho a Roma dentro de tres días, pero os agradecería tuvierais tiempo para esa conversación —contestó sonriendo.
—¡Cuidad mi laúd! ¡Es un objeto al que tengo en gran estima, pues fue uno de los regalos de mi esposo! —dije al reconocer el instrumento blanco y lleno de pajarillos.
—Descuidad, mi señora, lo haré.
Llegamos a la antigua habitación de Sitti, la que también había sido mi última estancia en palacio. Ya se encontraba libre de polvo y los cortinajes de las ventanas habían sido abiertos, aunque el olor a humedad aún no había desaparecido del todo. El fuego que crepitaba, recién encendido en la chimenea, aún no había tenido tiempo de caldear la estancia, aunque no era necesario, pues ya había aprendido a convivir con un intenso frío. Sitti había encontrado la muerte en aquel cuarto, pero tan doloroso recuerdo quedaba solapado cuando rememoraba el día en que mi hija y yo contemplamos los bosques de Castelforca mientras nos deleitábamos escuchando el trino de los gorriones. Mi corazón se encogió, pero pronto la inmensa paz de aquel lugar cubrió los recuerdos dañinos; aún podía sentirse todo el amor que en el pasado se impregnó en aquellas paredes, sólo así se podía explicar la serenidad que se respiraba en aquella habitación. Pronto, dos criados entraron con mi arcón, el mismo que traje con mi dote. Roberta se ofreció de mala gana a ser mi ayuda de cámara, mas denegué su ofrecimiento, pues hacía mucho que ya no tenía a nadie que me ayudara a vestirme, si bien, como comprobé después, no era lo mismo ponerse el sayo que aquellos bellos y rebuscados vestidos. Cuando me quedé a solas, recorrí el cuarto, y juro que pude oír las risas de Sitti y los balbuceos de Viola mientras le contaba la historia de los gorriones. Me acerqué a la ventana, los bosques de Castelforca seguían inundando el paisaje y a pesar de ser invierno y de que pronto llegarían las nieves, la libertad de poder ver aquellos inmensos bosques en los que mi mirada se perdía llenó mi alma de tranquilidad.
Un escalofrío recorrió mi cuerpo, pero estaba segura de que no era de frío pues el fuego ya ardía con fuerza en la chimenea de piedra. Corrí de nuevo los cortinajes de terciopelo para paliar el aire que entraba por la ventana y me senté al borde de la cama para abrir el arcón. Unos suaves toques sonaron en la puerta y al dar mi permiso para que entrase, se asomó la cabecita de Elisabetta. Fue gracioso pues sólo se le veían los ojos, la nariz, una manita y parte del vestido, y no pude sino ponerme a reír cuando la vi.
—¿Tía, puedo entrar?
Me sorprendió que me llamara de aquel modo, aunque ese era el parentesco que de alguna forma nos unía.
—Por supuesto, Elisabetta, entra, aunque ahora me disponía a cambiarme de vestimenta.
—¿Tenéis vestidos bonitos en ese arcón? —preguntó mientras entraba seguida de la pequeña Costanza, que había recuperado su figurita de madera.
—Espero que sí. Al menos antes de irme aquí los guardé.
Abrí el arcón y allí se encontraban mis cosas: el vestido verde de mi boda, los vestidos de tonalidades rosas de primavera, los de invierno, el de terciopelo azul y el de terciopelo rojo, junto a los magníficos vestidos interiores con brocados, lazos de seda y puntillas varias que al volver a verlos supe por qué los añoraba tanto. Aparecieron después los chapines a juego con cada vestido, y mi cepillo de púas de marfil y, por supuesto, el espejo que Oddantonio me regaló y al que le di la vuelta, pues no sabía si estaba preparada para ver mi rostro después de tanto tiempo.
—¿No os atrevéis a miraros, tía? Vuestro pelo está corto y vuestra piel algo oscura, pero creo que seguís siendo muy bella —dijo Elisabetta mirándome fijamente.
—Te agradezco tus palabras, y en verdad tengo un poco de miedo a mirarme, ya que hace mucho que no veo mi reflejo. Yo antes tenía el pelo largo como vosotras y…
—¡Así corto os queda bien! Parecéis un muchacho, pero cuando sonreís nadie podría decir que no sois una dama —dijo Aura, la hija mayor de Battista, que entraba en esos momentos por la puerta seguida incondicionalmente por sus hermanas.
—Os agradezco vuestros ánimos. ¿Tú eres la pequeña Aura? ¿Y vosotras? Debéis de ser Girolama y Giovanna —dije señalando a cada una de ellas.
—¿Cómo es que sabéis nuestros nombres? Yo apenas os recuerdo, aunque sé que os conozco —dijo Aura.
—Viví con vosotras durante un tiempo hace varios años. Eráis muy pequeñas, Elisabetta apenas tenía tres años y vosotras tres erais unas mocosas que no hacíais más que recorrer el castillo yendo de un lado a otro —dije acariciando el reverso del espejo.
—¿Qué vestido os pondréis? —espetó de pronto la dulce Elisabetta.
—Aún no lo sé. Dudo entre el azul y el rojo. ¿Cuál os pondríais vosotras? —pregunté dirigiendo mi pregunta a todas esas pequeñas.
Todas contestaron al unísono que el azul, pues casaba mejor con el tono rubio de mi pelo, por muy corto que lo llevara. Me sorprendió que niñas de tan corta edad tuvieran tan claro qué vestido ponerse y no pude sino sonreír, pues de alguna manera me recordaron mis propios momentos de infancia. Dispuesta a elegir el vestido que ellas habían escogido, lo saqué del arcón, junto al vestido interior, con sus lazos de seda azul, y los altos chapines a los que debería volver a acostumbrarme.
Conté las cabezas de las niñas, a quienes dije que salieran del cuarto para así poder vestirme, y me di cuenta de que faltaba una, aunque por más que miré no pude encontrarla hasta que advertí el bulto que había tras la cortina que daba a la ventana. Me acerqué a ella y, al apartar la cortina, descubrí que estaba contemplando el paisaje que se extendía ante la ventana.
—Costanza, ¿qué haces? —le pregunté.
—Cuando era pequeña contemplaba este paisaje mientras escuchaba a los gorriones con mi madre.
Me quedé helada, sin poder dejar de mirarla. Ella me miró y me dijo con sus grandes ojos verde esmeralda:
—Siempre me han gustado los gorjeos de los piccolo passeros, por eso Piero, el amigo de mi padre, me hizo un día este pajarito de madera. Mi hermana Elisabetta siempre me lo coge, pero cuando se cansa, yo lo recupero.
El corazón me dio un vuelco. No podía ser, pero rompí a llorar incontroladamente. Su rostro blanco, su naricita amelocotonada, sus ojos verdes frente a los oscuros de sus hermanas, su pelo negro y lacio, sin las ondas ni los tonos castaños. Su amor por el paisaje que se podía contemplar desde aquel lugar y su pasión por los gorriones. ¿Es que acaso…? ¿Podía ser…? ¡No! Me negué a pensar que la maldad de Battista hubiera llegado tan lejos. De ser así ninguna esperanza le quedaba al ser humano.
Costanza me pasó la mano por mi cara, y me secó las lágrimas, mientras me decía:
—No lloréis, tía. Los gorriones volverán a cantar cuando el invierno pase.
La abracé sin importarme si era la hija del hermano de mi esposo o mi pequeña Viola. No quise saberlo, me negué a pensar en ello, pero sus palabras bastaron para comenzar a preguntarme quién era en verdad aquella niña que tan poco se parecía a sus hermanas.
—¿Por qué me queréis tanto, tía? —preguntó de repente.
—Yo también amo a los gorriones y adoro ver el paisaje desde esta ventana. Puede ser que te quiera más a ti que al resto de tus hermanas por ese motivo, aunque apenas os conozco.
—¿Y por qué no os quedáis un tiempo? Así podremos conocernos —exclamó.
—Lo pensaré, Costanza, te aseguro que lo haré. Pero ahora vamos, pronto será la hora de la comida y me gustaría estar vestida para la ocasión —dije, mientras acompañaba a la pequeña hasta la puerta, pues sabía que si ella no marchaba, no tardaría en cometer la locura de enfrentarme a Battista.
Costanza tenía cuatro años, los mismos que Viola tendría de haber sobrevivido a las fiebres. Sus ojos verdes, su pelo liso, casi de color azabache… Creí enloquecer al pensar en la posibilidad de que aquella pequeña en verdad fuera mi hija, y pese a mis deseos de huir de aquella ciudad, me dije que debía quedarme en Castelforca el tiempo suficiente para descubrir la verdad.
Recuperé la compostura, y me decidí a deshacerme de mis viejas ropas, que lancé al fuego para ver cómo sucumbían bajo una gran llamarada. Hacía tanto tiempo que no me desnudaba por completo que al bajar la mirada me asusté al ver como mis costillas sobresalían debajo de mi pecho. Mis brazos eran dos huesos cubiertos por poca piel, y mis piernas eran ahora dos canillas que apenas podían sujetarme. ¿Cómo había podido descuidar tanto mi aspecto? ¿Era esto lo que el ayuno había provocado en mí? ¿Cómo iba a rehacer mi vida con esa figura de enferma? Cogí el espejo, y lo giré sin pensar, aunque no me vi, pues instintivamente cerré los ojos. Me obligué a abrirlos y quedé horrorizada por el reflejo que me devolvió. Los huesos de mi mandíbula sobresalían por encima de la piel tostada que cubría la cara. La osamenta de mis pómulos se podía tocar a través de estos. Mis ojos, antaño vivos y alegres, se asomaban en unas cuencas hundidas. Mi rostro tenía un aspecto triste y lamentable.
Si bien mi aspecto físico era preocupante, me di cuenta de que no era lo único que había cambiado en mí, y reconocí algo mucho más duro de confesar. ¿Dónde había quedado mi inocencia? ¿Acaso las penurias que había pasado, aunque Dios las hubiera santificado, habían borrado de mi personalidad el candor y la calidez de cuando entré en el convento? ¿Podría volver a confiar en la gente, en el mundo, en el ser humano? ¿Tanto había cambiado yo en esos cuatro años?
Me dije que todo tenía solución, aunque no me creí ni una sola de mis palabras; no obstante, sabía que si me quedaba allí regodeándome con mi mal aspecto sería mi perdición. De modo que me levanté, escondí el espejo y me vestí, y descubrí que mis vestimentas ahora me iban tan grandes que tuve que pedir a Roberta que me ayudara a cerrar los lazos al máximo para tener al menos un aspecto presentable al entrar en el gran comedor donde Battista y la corte me esperaban.
—Mi señora, cuando comencéis a comer bien, recuperaréis vuestra figura. No os preocupéis, hoy tenemos varios platos de carne, seguro que pronto volveréis a ser aquella bella muchacha que yo conocí —dijo Roberta sorprendiéndome.
Si bien no me esperaba ningún vocablo amable por parte de la criada, sus palabras me reconfortaron y me animaron a pensar que tal vez me equivocara al juzgarla. Me senté delante del tocador. No había casi cabello para peinar, pero Roberta procedió con inteligencia cuando alzó el poco pelo que tenía, enrollándolo en pequeños tirabuzones que fijó con una crema que olía a pino para mantener su forma; después coronó mi frente, ahora despejada, con una simple cinta de seda azul, a juego con mi vestido, que le dio un simpático y desenfadado aire a mi discreto peinado; tuve que mirar y remirarme en el espejo del tocador para convencerme de que, con un poco de imaginación, aquel pelo de muchacho podía convertirse en un sencillo recogido femenino.
Cuando Roberta salió de la habitación, rebusqué en el arcón la pequeña arca donde había guardado, antes de la muerte de Oddantonio, joyas suficientes para que nadie pudiera descubrir que había escondido las más valiosas, pero me fue imposible dar con ella.
Al entrar en la gran sala, el aroma de los alimentos inundó mis fosas nasales. El olor de la carne de ciervo guisada, el sutil perfume de las patas de pavo cocidas, los aromas dulces de los pasteles de frutas… ¡Cómo había añorado aquellos manjares!
Todos se volvieron en cuanto entré. Había mucha gente para ser un día corriente. Aquella muchedumbre hablaba toda a la vez, y sus conversaciones fútiles, las fragancias de la comida y los intensos tufos de los perfumes de los numerosos comensales me provocaron un leve mareo, de modo que tuve aflojar el paso para no caer de bruces. Por suerte Filippo, mi amigo, quien seguía exigiendo que se le llamara Hecateo, acudió en mi rescate y me ofreció su brazo para acompañarme hasta el lugar que debía ocupar en la mesa, que, si bien no se encontraba en la cabecera de honor, al menos no estaba en una mala posición. Me habían ubicado junto a los amigos del ducado, los llamados artistas, entre los cuales me alegré de reconocer a Cristóforo Landino, el autor de Xandra, el último poema que leí a Oddantonio, y a Vespasiano, el creador de la gran biblioteca con quien me peleé en numerosas ocasiones para que incluyera libros escritos por mujeres, que me sonrió y me presentó sus respetos.
Supongo que mi estómago se había cerrado durante todo ese tiempo, pues nada más empezar a comer las deliciosas tiras de pavo que se deshacían en mi paladar, ya me encontré saciada, y si continué comiendo un poco de todo lo que caía en mi plato fue por pura gula. En las conversaciones sobre arte y filosofía a las que antaño me había acostumbrado, pronto surgieron las alabanzas hacia los nuevos artistas que llegaban con fuerza de todas las regiones cercanas; así fue como me di cuenta de que tras cuatro años de encierro lo desconocía todo sobre un mundo que había continuado su camino, sin importarle que yo no estuviera allí para verlo.
De pronto, Hecateo dijo:
—¿Qué me decís sobre la nueva construcción que ha mandado realizar Sixto IV para restaurar la Capilla Magna? ¿No os parece un proyecto imposible de realizar?
—Dicen que va a ser la capilla más grande de todos los Estados Pontificios. Yo he hablado con varios constructores y me han dicho que es una obra demasiado ambiciosa, incluso para el Pontífice —dijo Cristóforo.
—A mí me han llegado noticias de que quiere llenar la bóveda con las pinturas más impresionantes, y que se rumorea que incluso pedirá el concurso de varios artistas, entre ellos maese Perugino, para que llenen las paredes de frescos extraordinarios —exclamó emocionado un hombre de barba blanca al que no reconocí.
—Vamos, señores. Parece mentira que no os deis cuenta de que esa construcción sólo es una maniobra más para pasarnos por la cara el poder que Sixto cree tener —dijo de pronto Federico, el duque, que acababa de entrar por la puerta del comedor.
Todos se levantaron para mostrar sus respetos y se sentaron de nuevo a una orden suya, excepto yo, que aún seguía pensando quién era el tal Sixto, pues cuando entré en el convento aún era Pablo II el representante de la Iglesia.
Battista, la esposa del duque, quiso cederle su lugar en la mesa, pero él declinó el ofrecimiento:
—Mi señora, dejad que los invitados disfruten del ágape, y vos haced lo mismo. Yo acabo de saciar mi hambre y he de asearme un poco. Os esperaré en la sala de juegos. Terminad con esta suculenta carne y brindad a mi salud.
Cuando el duque se retiró, el vino volvió a regar nuestros gaznates y la carne siguió su camino hasta nuestros estómagos, hasta que la duquesa decidió que la comida había concluido y que se servirían las pastas dulces y las tisanas de hierbas en la sala de juegos, pues no estaba bien hacer esperar al señor de la casa.
De alguna manera, aquella mujer me recordó a mi madre. Siempre velando por la imagen de su esposo, siempre diligente. Sonreí, pero dejé de hacerlo cuando, al pasar ante un gran espejo que presidía el paso de una estancia a la otra, vi que mi aspecto, aunque correcto, estaba dominado por un tono demasiado oscuro de piel. De nuevo recordé a mi madre y los gritos que hubiese proferido de verme de aquella guisa.
Aquella noche, agotada por el regreso a la sociedad, por tener que sonreír cuando no me apetecía, por volver a aguantar aquellos vestidos y los incómodos zapatos altos, me retiré pronto a mi habitación. El duque no se acercó a mí en todo el día, pero sé que desde lejos me miraba pues, aunque no osaba fijar mi vista en él, podía notar la fuerza de su único ojo clavándose en mi nuca.
A punto de entrar en la cama, cuando la suave camisola de seda cubría ya mi cuerpo, sonaron unos toques en la puerta, que se abrió sin la decencia de esperar que diese mi permiso. No me sorprendió la desfachatez de la que hacía gala Federico, pues por algo era el señor de todo. El duque se acercó, y con una copa de licor en la mano se sentó junto al fuego, en aquel diván que tanto me había gustado. Con un gesto de su mano, hizo que tomara asiento y dijo:
—Battista me ha dicho que no queréis quedaros en Castelforca.
—Mi señor, no sé qué quiero hacer —contesté.
—Debéis saber cuáles son vuestras opciones. Como viuda de mi hermano, tenéis derecho a que yo, como su sucesor, os dé cobijo en la ciudad. Puedo adecentar una casa cerca de palacio, o algo más lejos, como vos deseéis. Las rentas y vuestros gastos estarán cubiertos, y jamás os faltara de nada. Pero debéis recordar que aunque hayáis pasado cuatro años en el convento, una vez fuera de él, seguís siendo la viuda del anterior duque, y debéis cumplir con las estrictas normas que nuestra sociedad exige, sobre todo cuando se trata de decoro y compostura.
—Por supuesto, mi señor, aunque debéis perdonarme, pues las tengo algo olvidadas y necesito un tiempo para habituarme de nuevo a este modo de vida.
—Me refiero, sobre todo, a que no encuentro correcto, por ejemplo, el vestido con el que habéis asistido a la comida. Ese escote es demasiado escandaloso para una viuda, y el peinado… deberíais cubrir vuestra cabeza con una mantilla, pues si permanecéis en estas tierras seréis la viuda perfecta.
Reflexioné mientras mi visión se perdía entre las llamas del fuego. Si debía volver a ser viuda, cubrirme el pelo y llevar vestidos que no supusieran un escándalo, ¿en qué se diferenciaría mi vida en la ciudad de la que llevaba en el convento? A continuación se sumarían nuevas normas: no podría verme en compañía de otro hombre, ni escuchar música, ni leer según qué libros. ¿Es que mi encierro aún no había terminado?
—Y bien, señora. ¿Qué decidís? —preguntó el duque.
—Mi señor. Si marcho de Castelforca, ¿me devolveréis la dote?
—Vuestro ajuar, vestidos y accesorios, así como la dote que vuestro padre le dio a mi hermano os serán devueltos íntegramente. Lamento deciros que vuestras joyas, tanto las que os regaló mi hermano, como las que vuestro padre os dio, desaparecieron durante la reyerta que acabó con la vida de vuestro esposo, aunque si lo deseáis, puedo recompensaros económicamente.
—¿Podré recuperar los regalos de vuestro hermano? —Costanza, hablemos sin tapujos. Aunque mi obligación es que tengáis una buena vida si os quedáis en Castelforca, sabéis que sería mucho mejor para todos que os marcharais de la ciudad. ¿Qué necesitáis que haga para que esto ocurra? Si había algo que me gustaba de Federico era su sinceridad, y aquellas preguntas tan directas me hicieron pensar que era el momento de decidir por primera vez qué quería hacer con mi vida. Podía haber pedido recuperar todo cuanto me había sido robado, mas por un momento pensé que tampoco necesitaba todas esas cosas. Aun así, carraspeé y dije:
—Deseo que el arcón con mis vestidos, mis útiles de belleza y mis accesorios sean enviados a casa de mi primo Lorenzo. Me gustaría que valorarais vos mismo las joyas que vuestro hermano me regaló, y que junto a mi dote, me sea devuelta una bolsa con los sueldos adecuados. Sobre los regalos de vuestro hermano, tan sólo me gustaría recuperar ciertos objetos que son para mí recuerdos sentimentales, el laúd blanco y cuatro libros que se encuentran en vuestra biblioteca. Mi libro antiguo de griego, y tres más, escritos por Christine de Pizan, Rebecca Guarna y el poeta Cristóforo. ¿Creéis que es mucho pedir?
—Encuentro justas vuestras peticiones y creo que vos misma podréis coger los libros que solicitáis, mañana, de la biblioteca. Las pertenencias que habéis pedido las tendréis a punto en el carruaje, aunque ese laúd es un objeto que mi hija Costanza adora, y si fuerais tan amable de dejarlo aquí, sería un regalo estupendo para ella.
Mi corazón me decía que si no aprovechaba ese momento para esclarecer mis dudas sobre la niña, no lo haría jamás, y mi cabeza me repetía que ahora que el duque había aceptado darme lo que pedía, era estúpido verter mis dudas sobre Costanza. El corazón ganó y mi voz preguntó:
—Mi señor. Acaso creeréis que estoy loca, mas, ¿qué pensaríais si os dijera que creo que vuestra Costanza es mi hija Viola?
Y el duque exclamó:
—Pensaría que no sois tan tonta como creía mi esposa. Costanza es vuestra hija. Es difícil no darse cuenta si le miráis los ojos, pues son los vuestros.
Las lágrimas comenzaron a manar sin control, pero no de tristeza, sino de alegría:
—¿Por qué me dijisteis que estaba muerta?
—Mirad, señora. Hay momentos en que ser señor de un ducado te obliga a tomar decisiones disparatadas. Los nobles de Castelforca no aceptaban que una descendiente de mi hermano viviera en su ciudad. Se hablaba de matar a la niña sólo porque era portadora de su sangre, así que la maté. Battista estaba embarazada cuando llegamos aquí, aunque lo mantuvimos en secreto, pues no sabíamos qué nos deparaba el destino. Cuando vos entrasteis en el convento, ella dio a luz un bebé muerto, pero nadie lo anunció y todos creyeron que habíamos tenido otra hija sana. Dos años después, los nobles de Castelforca me exigieron que desterrara a la hija de mi hermano, y gracias a vuestras fiebres, se me ocurrió que era la oportunidad de matar a vuestra Viola y darle a Constanza una imagen para el pueblo.
—Pero vuestra esposa me dijo que enterrasteis a mi hija junto a mi dama de compañía.
—Sí, tuvimos que hacerlo. Pero lo que hay enrollado en la sábana de lino blanco no es una niña, sino el cadáver de un lechoncito. Todos tenían que creer que Viola de Fondasini había muerto.
—Pero entonces, ¿ella cree que es Costanza? —pregunté.
—La hemos criado como nuestra hija y desconoce que vos sois su madre. Sé que Battista se opondrá, pero si deseáis que ella viaje con vos a Fortefortezza, lo dispondré todo para su marcha.
El duque se levantó y salió de la habitación. Aunque la emoción de poder recuperar a mi hija era inmensa, al meterme en aquella mullida cama cubierta por las sábanas de lino, el edredón de terciopelo y las mantas de pelo, sucumbí al sueño.
A la mañana siguiente, desperté contenta, respiré fuerte y el olor a bergenia inundaba la habitación. Alguien había colocado un macetón con estas flores invernales al lado del diván donde la noche anterior supe la verdad sobre aquella niña de ojos verdes. Parecía que la vida me volvía a sonreír. Viviría junto a mi primo y mi hermana Ginevra. Podría tener a mi hija conmigo, aunque ahora se llamara como yo, podría ver a Enrico, ahora que él también era viudo, y podía ser que tuviéramos una vida juntos, con nuestra hija. Seguro que había una poderosa razón para que no hubiese preguntado nunca por mí. Recuperaría mi dote, y junto a las joyas del paquete escondido, no deberíamos depender de nadie, aunque estaba segura de que Enrico era lo bastante adinerado para mantenernos a las dos.
Tras un maravilloso desayuno donde dejé de lado las gachas y el ayuno, y llené mi boca con los más suculentos sabores dulces y la leche más fresca, me dirigí a la biblioteca para recuperar aquellos libros que el duque había permitido que me llevara. Así, tras darle los manuscritos a un criado para que los llevara a mis aposentos, hojeé de nuevo mi libro de griego, comprobando que nadie lo había abierto y que todo aquello que yo puse en su interior aún se encontraba allí. Me llevé el libro conmigo, pues su contenido era demasiado importante para dejarlo en manos de un sirviente, y me reuní con mi amigo Hecateo para mantener la charla prometida.
—Mi querida Costanza, me alegro mucho de que estéis bien. Sufrí por vos, junto a Cristóforo, cuando nos anunciaron que estuvisteis a punto de perecer a causa de las fiebres —dijo aquel muchacho de ondulado pelo y piel fina, mientras besaba mi mano sin importarle mi condición de viuda.
—Ahora estoy recuperada, aunque bien podría pasar por un hombre con este cabello y mi delgadez extrema. Puede que ahora mi filosofía al fin sea de vuestro agrado —dije entrando de lleno en una de nuestras guerras dialécticas.
—Oh, señora, estoy tan contento de veros recuperada que no voy a entrar en dialécticas banales con vos. Sabéis que siempre he pensado que estáis dotada de una gran inteligencia, algo inusual entre las mujeres, pero de veras que quiero demostraros lo feliz que me hace vuestra vuelta al mundo real —exclamó sin querer entrar en aquella discusión, pero sin poder remediarlo.
Sin importarme qué pensarían los escribientes, abracé a aquel muchacho. Había añorado mucho sus puyas y nuestras discusiones. En aquel momento, Cristóforo se unió a nosotros, fingiendo la voz ronca del enfado:
—Señora, por favor, ¿dónde está vuestra decencia? ¿Es que acaso vuestra señora madre no os enseñó qué es el decoro? Nos pusimos a reír todos, sin importarnos lo más mínimo las advertencias de los escribientes que nos pedían silencio.
Salimos de aquel lugar en dirección al jardín y allí, mientras paseábamos, me pusieron al día de todo cuanto había acontecido en el mundo. Me enteré de la fastuosa boda de mi primo Lorenzo con Clarice Cattarini, del nacimiento de su primera hija, Lucrezia, de la muerte de mi tío Piero, que convirtió a mi primo en gobernador de la ciudad, de la continuada y recalcitrante soltería de mi prima María, y de los nacimientos de mis sobrinos, Pietro, segundo hijo de mi hermano Francesco, Chiara y Giulietta, hijas de mi hermano Flavio, y de Nicoletta, hija de mi hermana Ginevra. ¿Cuántos acontecimientos más me había perdido?
Pedí sutilmente a mis acompañantes que paseáramos en silencio. No estaba preparada para saber tantas nuevas noticias en tan poco tiempo, y darme cuenta de que la vida había continuado sin mí hizo que me preguntara si en verdad le importaba a alguien. Si para alguien en este mundo yo era lo suficientemente importante para detener su vida al saber de mi encierro y mis desgracias.
Quizás esa persona podía ser mi querido Enrico, y deseosa de tener una nueva vida junto a él, pregunté en voz alta:
—Señores… ¿Saben si hay algún chismorreo del que deba tener noticia para llevar una buena conversación cuando vuelva al mundo?
Y mis amigos se miraron uno al otro sin saber si decir lo que sabían, aunque tras mi mirada insistente, Cristóforo dijo:
—Bien. Hay uno que es la comidilla actual en vuestra ciudad, Venecia, aunque…
Volví a mirarle inquisitivamente para que retomase la frase.
—Es sobre don Giovanni Acade. Al parecer, su hermano Mateo ha arruinado a la familia tras la remodelación de la casa de Vicenza. Por ello, sin haber cumplido con el tiempo de duelo establecido para su primera esposa ha tenido que volver a contraer matrimonio con…
—¿Se ha vuelto a casar don Acade? —pregunté mientras el corazón se me encogía.
—¡Nada menos que con la hija del banquero de la familia! Se casó hace dos días con Angela Polegato, y se dice que lo hizo para saldar las deudas contraídas.
Aquello supuso un terrible golpe para mí, pero no dejé que nadie lo notara.
Cuando los amigos de mi esposo, que ahora ya eran también míos, tuvieron que irse, me quedé sola en aquel inmenso jardín, Si hubiese continuado caminando por él, habría llegado hasta el linde del hermoso bosque que se veía desde mi habitación. No quise pensar más en Enrico, y fue justo cuando me decidí a olvidarle cuando empecé a escuchar unas voces en la lejanía, unas risas sinceras que llegaban desde detrás de unos frondosos árboles a los que fui acercándome despacio. Escondida entre sus ramas bajas, pude contemplar de donde provenían aquellos maravillosos sones que no eran sino el sonido de la auténtica felicidad.
En un claro del jardín, junto a una bella fuente de piedra donde estaban representados un par de caballos galopando uno junto a otro, las hijas de Federico y Battista jugaban a perseguirse, a pesar del frío, pues el sol había desaparecido entre unas gruesas nubes. Lejos de las buenas formas con las que su madre les hubiera obligado a comportarse de haber estado allí, Elisabetta corría detrás de Viola, y Viola reía con ganas al descubrir que era más rápida que su hermana. Girolama y Giovanna corrían también una detrás de otra, y desde una posición elevada, Aura decía en un tono de burla, como imitando a su preceptor:
—Señoritas, ahora cambiemos: que Elisabetta persiga a Girolama y Giovanna persiga a Costanza.
Y así lo hicieron. Se divertían persiguiéndose unas a las otras, mientras sus elaborados peinados se despeinaban con el viento, y las cintas de seda volaban y se perdían entre los árboles; sólo les preocupaba seguir siendo lo que eran, tan sólo unas niñas. Giovanna agarró el vestido de Viola y sin querer la tiró al suelo, y después ella misma cayó sobre su pequeño cuerpo. A punto estuve de salir de mi escondite para ver si se había hecho daño, mas me retuve cuando en lugar de un llanto escuché a mi pequeña reír descontroladamente, mientras Girolama la imitaba y sus otras tres hermanas se tiraban con cuidado sobre ella, riéndose al unísono. Jamás había visto a nadie tan unido como esas mocosas. El amor aparecía en aquel lugar como un gran lazo que las volvía inseparables. Aura, la mayor, sacó su pañuelo y después de mojarlo con la lengua, limpió el rostro de Viola hasta que no quedó rastro alguno de polvo; Elisabetta recogió los restos que quedaban de su moño, e intentó recomponerlo para que pareciera de nuevo una niña de alta alcurnia, pero no lo consiguió; Girolama le sacudía el vestido, y Giovanna le colocaba bien sus chapines. ¿Quién era yo para llevarme a mi Viola, a su Costanza, lejos de aquella felicidad? ¿Sería capaz de vivir sabiendo que ella jamás volvería a ver a las que consideraba sus hermanas? ¿Qué podía ofrecerle yo? Una vida sin padre, sin un apellido familiar consistente, una vida lejos de donde nació, rodeada por extraños, que aunque eran su verdadera familia, ella no conocía. ¿Podría llegar a querer a sus primos de aquella forma que quería a sus hermanas?
Sin ser vista volví al camino y continué paseando en silencio, pensando y meditando qué era lo mejor para mi hija. Yo no tenía esposo, no tenía casa. Ni siquiera tenía una vida para compartir con ella, pues desconocía qué me depararía el destino ahora que no podía optar a una vida con Enrico. ¿Mi infinito amor sería suficiente para una niña que, de quedarse donde estaba, tendría un futuro magnífico al llevar el nombre de la casa de los Fondasini? En mi cabeza los pensamientos se entrelazaban impidiendo que diera con una respuesta a todas esas preguntas, hasta que llegué a un nuevo claro donde en una pila llena de agua dos gorriones bebían agua, ajenos a mi presencia. Tan despistados estaban que comenzaron con sus pequeños gorjeos, mientras daban pequeños saltitos por sobre el reborde de piedra. Entonces me di cuenta de que mi hija, por mucho que me doliera, pertenecía a aquel lugar. No era mía, no era de Oddantonio, no era de Enrico, ni siquiera era de Battista o de Federico. Por un momento me dije que debía dejar de ser egoísta y permitir que mi hija fuera feliz junto a sus hermanas que tanto la amaban, y antes de que Federico le dijera nada a la pequeña, me dirigí con paso firme hasta el despacho del duque, aquel que tan malos recuerdos me traía.
Entré en el lugar, muerta de frío, para encontrarme con un cálido ambiente gracias al fuego que ardía en la chimenea. No había llamado a la puerta e interrumpí a Federico mientras se hallaba hablando con sus consejeros pero, en vez de retirarme, me planté en medio de la sala, y con tono firme, le dije:
—Mi señor, debo hablar urgentemente con vos.
Supongo que fue el tono conminatorio de mis palabras por lo que el duque solicitó a sus asesores que abandonaran la estancia e hizo que entrara en un despacho, algo más íntimo y pequeño, para que tomara asiento.
—Y bien, mi señora. ¿Qué es lo que corre tanta prisa para que tenga que dejar los asuntos de Estado por vos?
—Si decido dejar a Vio… a Costanza en este lugar, ¿cuidaréis vos de ella? ¿Os encargaréis de que tenga un buen futuro y una vida regalada?
—Mi señora, hasta este día Costanza ha sido mi hija y le he ofrecido todo cuanto un padre ha de ofrecer a su prole. Tiene las necesidades tanto materiales como afectivas cubiertas y jamás le ha faltado de nada, igual que a mis otras cuatro hijas. En cuanto a su futuro, debéis saber que está prometida al heredero del ducado de Spoleggio, hijo de una de las más nobles casas del reino de Nápoles, Antonello de Sansevasco, aunque ahora que vos queréis llevárosla, deberé decidir cuál de mis otras hijas ocupará su lugar. A pesar de ser un hombre de guerra, he amado a todas mis hijas por igual, y sé que mi esposa lo ha hecho de este modo también, pues ella siguió las directrices que vos le disteis antes de partir hacia el convento, y cuando Costanza estaba intranquila, iba con la niña a vuestra habitación, para mostrarle el bosque y escuchar los cantos de los gorriones. Estáis en vuestro derecho de llevárosla pues es carne de vuestra carne, vos la engendrasteis, pero no penséis en ningún momento que no nos duele entregárosla, pues ella siempre formará parte de esta familia.
—¿Y si no me la llevara? —dije con suma pena.
—Seguiría amándola como lo he hecho hasta ahora.
No dije nada más, me levanté, hice una reverencia y salí del cuarto, para dirigirme a mi habitación, donde curiosamente encontré a mi pequeña mirando por la ventana.
—Sí que te gusta este lugar, Costanza —dije intentando que mi voz no se quebrara al llamarla por el nombre con que había sido bautizada oficialmente.
—Siento haber entrado, tía, sin vuestro permiso, pero es que ninguna de las demás estancias tiene estas vistas. ¿Os habéis enfadado?
—Jamás podría enfadarme contigo y menos por disfrutar de algo tan bonito como el paisaje que se ve desde aquí. Ven, siéntate junto a mí —le dije mientras le hacía una señal para que tomara asiento en la cama—. ¿Sabes lo que es la felicidad? —le pregunté sin apartar mis ojos de ella.
Me miró como si no me comprendiera.
—¿Te gusta vivir en este lugar, estar con tus hermanas?
—Me río con ellas y me gustan nuestros juegos en el jardín. Sé que pronto deberé comenzar a estudiar junto a ese maestro del que siempre se ríe Aura, pero así podré estar más rato con ellas.
Acaricié su rostro y continué mirándola, intentando decidir si debía decirle que yo era su verdadera madre y que iba a llevármela lejos de todo lo que conocía.
—Giovanna dice que volvéis a vuestro hogar, que se lo ha oído decir a uno de los sirvientes. ¿Es cierto?
—He de volver a mi casa, aunque antes viviré un tiempo con mi primo, que vive en una gran ciudad cerca de aquí.
—¿Y dónde está vuestra casa?
Fue difícil contestar a aquella simple pregunta, pues yo seguía sin tener nada que fuera mío. Pensé en el hogar de mis padres y dije:
—Vivo en una ciudad que está rodeada de agua. Sus calles se llaman canales y en vez de ir a pie, has de subirte a una pequeña embarcación a las que llamamos góndolas o galeras.
La pequeña me miraba con la boca abierta, sin acabarse de creer lo que oía.
—¿No te gustaría vivir en un lugar así? —pregunté tanteándola.
—¡No! ¿Y si me caigo al agua? Además… en un lugar así no debe de haber gorriones. ¿Dónde posan sus patitas si en el agua no hay árboles?
Aquello fue lo que me decidió a separarme de mi hija. No podía llevarla hacia un futuro incierto.
—También tenemos pajaritos en Venecia, aunque son diferentes a los gorriones y viven en los árboles de los jardines, pues hay casas que tienen bellos vergeles con numerosos parterres llenos de flores —dije en un intento inconsciente de tentarla.
—Tía, si os vais, ¿os llevaréis el laúd con vos? Mi padre dice que es vuestro.
—¿Te gusta ese instrumento?
—Sí, aunque madre dice que no es adecuado para una dama, pero creo que cuando sea mayor, me dejará aprender a tocarlo.
—Entonces es un regalo para ti. Me lo regaló mi esposo, tu tío, cuando aún no estábamos casados y sé que tú lo vas a cuidar bien.
—¿Vendréis a visitarnos alguna vez?
—Si vuelvo a Venecia, voy a estar muy lejos, aunque pretendo pedirle a tu madre que no deje de escribirme diciéndome como estáis tú y tus hermanas.
—Cuando sepa escribir, ¿podré enviaros también cartas?
—No sabes la ilusión que me haría.
La pequeña se abrazó a mí con fuerza, besó mi mejilla y volvió a abrazarse a mí, sin querer soltarse.
—Oléis muy bien, tía, y con ese peinado, estáis casi tan bella como en el retrato que padre me enseñó de vos una vez.
—¿Un retrato? ¿De mí?
—Bueno, era sólo vuestra cara a carbón y el papel estaba algo roto y manchado, pero sé que erais vos, pues me dijo que mi tío lo tenía entre sus manos el día que Dios se lo llevó. ¿Os entristecisteis mucho ese día?
Medité mi respuesta, porque no quería mentirle, pero tuve que hacerlo.
—Sí, me puse muy triste. Pero… ¿cómo es que tu padre te enseñó ese retrato?
—Porque yo también me puse muy triste un día que encontré un gorrión muerto por el frío, y padre me dijo que si dibujaba aquel pajarito como lo recordaba, cuando viera su dibujo, él viviría en mis pensamientos. Al no comprender qué quería decirme, me dijo que cuando su hermano murió, lo último que vio fue el retrato de su esposa, y cuando le pregunté por ella, me enseñó el dibujo.
Las sinceras palabras de la niña hicieron que me sintiera mal por no haber amado a Oddantonio. ¿Jamás se mereció mi amor? ¿Acaso no me enseñó muchas cosas que nadie más podría haberme enseñado? ¿No fue cariñoso y no llenó mis días de risas hasta el fatídico suceso en Venecia? Aquellas elucubraciones mentales me llevaron a pensar si algún día sabría qué era el amor. ¿Amé a Oddantonio? ¿Era amor lo que sentía por Enrico? ¿Cómo se llamaba lo que mi corazón profesaba por aquella pequeña, fruto de mis entrañas?
—Tía Costanza, ¿qué os ocurre? —preguntó mi pequeña.
—¿Sabes cómo te llamaba yo cuando eras muy, muy pequeña?
—¿Cómo? —preguntó curiosa.
—Piccolo passero, porque eras tan regordeta como un pequeño gorrión.
La pequeña sonrió.
—Costanza. ¿Me dejas que mire tu brazo? —le dije queriendo asegurarme de alguna manera de que ella era mi hija.
—¿Por qué? —preguntó de nuevo.
—Porque cuando eras pequeña, descubrí que tenías una manchita parecida a una cereza en él y quería saber si aún la tenías.
—¡Sí la tengo! —dijo levantando un poquito su manga—. Madre dijo que eso era una señal de que Dios tenía grandes planes para mí, aunque no sé qué quiere decir eso.
—Quiere decir que algún día, cuando te conviertas en mujer, serás una gran dama.
Volvió a sonreír. Y su sonrisa fue tan inocente pero a la vez tan franca y abierta que no pude sino enamorarme de ella, tal como hice un día antes de perderla para siempre.
—Tomad —dijo la pequeña ofreciéndome su pajarito de madera.
—¡No puedo aceptarlo, Costanza! ¡Es tu juguete preferido! —le contesté.
—Quiero que os acordéis de mí, como yo lo haré de vos cuando aprenda a tocar vuestro laúd. Sólo puedo daros esto, así, cada vez que miréis mi gorrión, os acordaréis de mí y de este lugar —exclamó con la lucidez de una muchacha mucho más mayor de lo que ella era.
—Gracias, mi pequeña. Jamás me olvidaré de ti.
Al día siguiente, con todo mi equipaje preparado, con la bolsa de mi dote y del dinero en que Federico había valorado las joyas que un día me regaló Oddantonio, me despedí de Battista con el compromiso de que me mantuviera informada de la vida de Costanza mediante el envío de cartas periódicas, y con la promesa de convertirla en una gran dama que pudiera estar a la altura de su futuro esposo.
Por suerte me había despedido de las niñas la noche anterior, antes de recuperar, mediante aquel pasadizo secreto que llevaba a la plaza, el paquete que Sitti escondiera en su día en la base del torreón. Sabía que tener a mi hija allí en aquel momento hubiera sido un desagradable recuerdo que no quería llevar conmigo, y así se lo pedí a la que, desde aquel mismo momento, iba a considerar su auténtica madre.
El carruaje comenzó a avanzar bajo la dirección del cochero, quien una vez salimos de la ciudad azuzó a los caballos para no llegar demasiado tarde a nuestra primera parada. Por supuesto, siendo yo viuda de Fondasini y prima de los Alario, Federico insistió en que cuatro guardias ducales a caballo escoltaran el carruaje en mi viaje hasta Fortefortezza, cosa que evocó en mí el inmediato recuerdo de Lauv, el soldado que despertó en mí la curiosidad por aquello que, la maldita voz interior seguía insistiendo, había sido el detonante de todas mis desgracias, aunque ninguno de esos caballeros se le parecía.
Tras vivir la vida que mi padre había elegido por mí, me dirigí en busca de refugio a las tierras de Lorenzo, sabiendo que esperaba con ansia mi llegada una vez recibió la contestación a mi misiva. En aquel instante en el que mi vida comenzaba de nuevo, lo único que lograba preguntarme era adónde me llevaría mi sino, y si aquel lugar sería lo que en verdad Costanza Contanti deseaba.
Tal como me decía siempre Cristóforo, yo era un ser diferente, un pájaro demasiado bello para tener encerrado, que necesitaba libertad para poder batir mis alas con fuerza, unas alas que él siempre insistía en que no permitiera que nadie cortara, ya que iban a llevarme muy lejos.
Sabía que en Fortefortezza se encontraba un nuevo comienzo, pero seguía preguntándome si en aquel lugar podría vivir de acuerdo con mis anhelos, aunque en verdad desconocía por completo cómo quería hacerlo.
¿Debía dejarme llevar o era necesario que retara a mi destino?