A la mañana siguiente, acepté la compañía del ama de cría que me siguió con Viola enganchada a uno de sus pechos hasta la pequeña iglesia donde Sitti había recibido sepultura. Como único presente llevaba conmigo el collar de flores, ahora ya secas, que ella había fabricado con sus propias manos como tocado para el día de mi boda con el duque. Me senté en la fría piedra, posando sobre esta el collar. El silencio cubrió el lugar y en cuanto Viola terminó de mamar, la mecí entre mis brazos presentándosela a mi eterna amiga, mientras recitaba en griego una frase de su filósofo favorito, el solemne Aristóteles, sin importarme las extrañas caras que ponía el ama de cría, que no comprendía ni una sola de mis palabras:
—Algunos creen que para ser amigos basta con quererlo, como si para estar sano bastara con desear tener salud.
Hice una pausa para deleitarme con esas grandes palabras, y después añadí:
—Te quise tanto, amiga, te amé como una hermana. Necesito creer que diste la vida por mí porque el destino me tiene preparado algo grande, aunque viendo mi futuro encierro, creo que ando muy errada. Protege a mi hija desde donde estés. En tus manos y en los de la virgen encomiendo su ser. Sé su ángel guardián, líbrala de todo mal y dale una vida feliz y llena de amor verdadero.
De vuelta al palacio, caminé lentamente por las calles empedradas de Castelforca, pensando que nada había aportado esa ciudad a mi vida, sino dolor y unos recuerdos horrendos e imborrables. Llevaba a mi pequeña Viola en brazos, no estaba dormida, pero sí relajada, como si supiera que nada malo le iba a ocurrir mientras yo la sostuviera. Fue entonces cuando me di cuenta de que era yo quien decidía qué clase de recuerdos quería retener. Mi hija había nacido en Castelforca, aquello era lo que debía rememorar, pues sabía que aquel iba a ser mi último paseo con la pequeña. Sabía que había sido una locura, a ojos de cualquiera con quien me cruzara, sacar a esa muñequita de apenas cuatro días de vida de sus paredes de seda y terciopelo, pero necesitaba que Sitti la conociera, para que pudiera protegerla.
Aquel último trayecto hasta el palazzo iba a ser asimismo mis últimos momentos de libertad; con la mano que me quedaba libre, comencé a tocar las paredes de los lugares por donde iba pasando. Las piedras del Duomo aparecieron impertérritas ante mis ojos; las de las casas, toscas y frías; la puerta de madera de la lechería, vieja y algo mohosa.
Fue entonces cuando vino a mí el olor de mi querida Venecia, y pensé cuál era el olor que identificaba Castelforca, pero no pude hacerlo pues a mi mente sólo venían sus sonidos; los trinos de sus carduelis o jilgueros, los croteos de las cigüeñas en los campanarios más cercanos a las calles, el zureo de las palomas, o los trisos de sus alondras, así como los descuidados gorjeos de sus gorriones, que tanto me recordaban a mi pequeña Viola. Así lo decidió mi mente, y entre los pensamientos que tanto iba a necesitar para sobrevivir a lo largo de mi vida, me quedé con aquellos sones que llenaban mi alma de gratificante paz.
Al entrar de nuevo en el que ya no sería mi hogar, Battista me esperaba en el pórtico con un pequeño fajo con comida para mis nuevas hermanas. No había vestidos, ni alhajas, ni joyas, ni siquiera un simple peine de marfil, pues no iba a necesitar nada que la abadesa no me ofreciera. Por la misma razón, ni siquiera pude llevarme ni un solo pergamino, ni, por supuesto, ningún volumen de mi biblioteca.
Cogí a Viola y la estreché en mi pecho, mientras con la mirada suplicaba a Bautista para que no permitiera esa separación. No hubo piedad, uno de los guardias me arrancó literalmente a la niña, mientras otro me sujetaba para que no impidiera que Roberta se llevara a mi hija. Viola comenzó a llorar como si de alguna manera supiera qué estaba ocurriendo. Perdí toda la dignidad, y me arrodillé ante la esposa del nuevo duque, me abracé a sus pies llorando desconsoladamente y supliqué a gritos que dejara que tranquilizara a la niña, que no permitiera que aquel fuera el último recuerdo de mi hija sobre mí.
Sé que lo hizo por el bien de todos y Roberta, a una orden de su señora, volvió a traer a Viola y la posó de nuevo en mis brazos donde se calmó en apenas un momento. La mecí y volvimos a escuchar los gorjeos de los gorriones juguetones. La acerqué a mi rostro y la llené de todos aquellos besos que jamás podría volver a darle, le susurré, como si fuera nuestro gran secreto, que jamás dejaría de quererla, aunque el destino nos llevara lejos. Incluso si nunca volvíamos a vernos, debía saber dentro de su corazón que jamás me olvidaría de ella, y que cada día consagraría mis oraciones a que tuviera una vida plena y feliz. Supongo que le di tanto amor en aquellos instantes que pronto se durmió tranquila. Cuando Roberta se acercó a mí para cogerla, me negué a entregársela y la puse en los brazos de la esposa de Federico:
—En tus manos dejo su vida. El sonido de los gorriones que se posan en la habitación donde he vivido estos últimos días calman su alma. No permitas que me olvide.
Partí en silencio, tan sólo con el vestido y los zapatos que llevaba puestos y el paquete con alimentos para el convento. A pesar de la corta distancia que me separaba de aquel lugar, apenas dos calles empedradas, dos soldados de la guardia ducal me acompañaron hasta la gran puerta de madera de la entrada del monasterio, donde la hermana portera abrió sin mediar palabra, me hizo pasar y cerró de nuevo el portón. La oscuridad cubrió la sala, y el frío de sus piedras se arraigó a mi joven cuerpo.
No hubo saludo, aunque si me detenía a pensarlo, los gestos con los que la hermana me pidió que la acompañara no fueron nada bruscos, sino que parecían llenos de bondad y amor, aunque para ellas yo aún era una completa desconocida que llevaba un bonito vestido con tonalidades verdes y unos chapines a juego. Supongo que fue por el silencio sepulcral que habitaba en aquel lugar que me parecieron los zapatos más ruidosos que jamás había llevado, y cuanto menos ruido intentaba hacer, mayor era el alboroto.
Tras un corto trayecto llegamos al despacho de la madre abadesa. Aquel lugar olía a madera vieja, la decoración del suelo parecía borrada por el tiempo, y sus paredes de piedra gris se me antojaban como una especie de tumba en la que pasaría toda mi juventud. La luz del exterior apenas penetraba por un pequeño ventanuco enrejado que estaba demasiado alto para que nadie pudiera ver ni oír lo que ocurría en aquel interior.
Pensaba que mis temores más horribles se harían realidad en cuanto la abadesa entrara en aquel lugar. No sé por qué se me antojó pensar que sería como una de aquellas brujas que se entregaban a aquelarres la noche de San Juan: con una larga y huesuda nariz, llena de verrugas.
La puerta del cuarto se abrió y al volverme quise suspirar de alivio, pero no osé decir nada pues el silencio me embriagaba de tal manera que no quería estropearlo.
La madre abadesa no era como quise imaginarla. No era vieja, ni arrugada, ni fea y ni siquiera tenía una sola verruga; su blanca piel parecía brillar como si toda su vida hubiera estado aplicándose leche de burra para limpiar su fascinante tez. Su hábito de color marrón se sujetaba a la cintura por un cordel trenzado y blanco del que colgaba un rosario de madera, y su cabeza iba cubierta con un manto negro. Quise pensar de ella que era una mujer fina, delgada, esbelta. Ella me miró de arriba abajo y me obligó a que tomara asiento en un diván, se sentó a mi lado, me cogió la mano y me dijo con dulzura:
—Esto ha de ser muy difícil para ti, mi pequeña.
La verdad es que no me esperaba la dulce voz con la que dijo esas palabras, como tampoco me esperaba la calidez de sus manos.
—Cuando mis padres decidieron que este sería mi destino, estuve llorando una semana entera, y continué llorando dentro del convento durante una semana más. Pero un bonito día de primavera me desperté y me di cuenta de que ya no me quedaban más lágrimas, y que lo único que podía hacer era ofrecer mi vida a Dios. Así lo habían decidido mis progenitores, y creí firmemente que eso era lo que Él quería para mí, que dedicara mi vida a su contemplación.
—No me considero digna de estar entre estas paredes —alcancé a susurrar.
—¿Y cuál de nosotras lo es?
Se hizo un nuevo silencio que tampoco quise interrumpir:
—Tengo más de cuarenta años y llevo en el convento desde los catorce. ¿De veras crees que soy digna de poder contemplar y amar a Dios? ¿Crees que yo, que apenas he conocido el mundo, soy digna de estar en este lugar? Pero Dios me eligió de entre cuatro hermanas de la misma familia. Recuerdo que yo quería ser como mi madre y tener muchos hijos para darles todo el amor que mi corazón albergaba, pero yo no controlo los designios de nuestro Señor, y sé que Él quiso que mi destino fuera este lugar, porque sus hijas, aquellas que entran aquí, necesitan ese amor más que nadie.
—¿Cómo voy a poder olvidar lo que he vivido hasta ahora? Lo he tenido todo y ahora nada tengo… —quise seguir pero un amago de lloro hizo que no pudiera continuar.
—Te llaman Costanza, ¿no? Deja que te cuente una historia. Hace mucho tiempo vivió una muchacha de origen noble. Se llamaba Chiara y era la hija mayor de una de las familias más importantes de la ciudad de Asís. Si bien ya siendo una niña se le reconocía su virtud y su amor por Dios, el día que decidió oponerse a sus padres al matrimonio concertado asegurando que quería consagrar su vida a Dios, se dieron cuenta de que era una niña especial. El lunes después del Domingo de Ramos, cuando contaba dieciocho años, huyó de casa, lo dejó absolutamente todo, sus vestidos y sus alhajas para acudir delante de la congregación de los frailes menores, pues había escuchado predicar a san Francisco de Asís y había decidido seguir su modo de vida. En presencia de esos frailes, ratificó su renuncia al mundo por amor al santísimo niño y cambió sus ricas vestiduras por un tosco sayal, canjeó su cinto de joyas por un cordón trenzado y sus hermosos chapines por unas toscas sandalias de madera. San Francisco le cortó su larga melena y cubrió su cabeza con un manto negro. Después hizo los votos monásticos de pobreza y castidad, y prometió obedecer en todo a san Francisco, quien le instó a entrar en un convento benedictino para que comenzara su formación monacal. Más adelante, consiguió que la orden benedictina le cediera la iglesia de San Damián, donde Chiara y sus dos hermanas, que también huyeron del hogar, iniciaron una vida monástica que seguía los preceptos de san Francisco. Tanta fue la aceptación de aquel modo de vida entre las mujeres de la época, que pronto el convento se llenó. La única condición indispensable era que las postulantes vendieran sus pertenencias para repartirlas entre los pobres.
—¿Ella fue la fundadora de la orden?
—Santa Chiara de Asís fue la primera, sí. La que aceptó la más estricta pobreza, pues no admitía donaciones para su monasterio, y vivían del trabajo de las que se quedaban dentro del claustro y de la limosna que mendigaban las que iban casa por casa, pidiendo para comer. Pero no quieras saberlo todo en un día. Estás aquí por alguna razón que ahora escapa a tu conocimiento. Lo único que te solicito es que aceptes nuestro modo de vida sencillo y que consientas los consejos y las enseñanzas de sor Marcela, quien va a ser tu instructora y maestra.
—¿Puedo preguntaros un par de cosas más? ¿Cómo será mi vida aquí? ¿Cómo he de comportarme?
—Sor Marcela te contestará a esas y a todas las preguntas que tengas. Pero ten paciencia hija mía, todo tiene su momento —dijo la madre abadesa al tiempo que se levantaba del diván para acompañarme hasta la puerta donde me esperaba mi maestra.
Comenzamos a andar en silencio, y aunque me moría de ganas de empezar a preguntar qué debía esperar de mi nueva vida, el sosiego y la quietud que nos envolvía hizo que no abriese la boca. Mientras caminábamos lentamente por el claustro pude contemplar uno de los más bellos parajes que había visto jamás. La luz del sol se filtraba por entre las ramas de un altísimo árbol que se alzaba majestuoso junto al pozo de agua, mientras su sombra reposaba sobre un banco de piedra de tal modo que se me antojó pensar que aquel hubiera sido un lugar privilegiado para leer los sonetos a los que estaba acostumbrada y que había perdido.
Continuamos nuestro paseo y dejamos atrás el claustro, subimos unas escaleras y pasamos por delante de otra hermana, a quien se me ocurrió saludar, como mandaba la buena educación, pero no recibí respuesta por su parte. Aquel piso se hallaba carente de cualquier decoración. No había tapices, ni cuadros en las paredes, y sus techos, a pesar de ser muy altos, no tenían frisos ni gárgolas en sus columnas. Me di cuenta de que el frío de aquel lugar no sólo provenía de las piedras de sus muros, sino también de la total ausencia de decoración que hubiera distraído de su misión las miradas de las que allí moraban, que no era otra que ora et labora.
Al entrar en el pequeño cubículo que iba a ser mi habitación, por llamarlo de algún modo, comprendí que debía dejar atrás el lujo y la riqueza que hubiese tenido, pues en aquellas paredes no había sino un triste jergón de paja donde iba a dormir, la base de un reclinatorio de madera, una mesita raída por el tiempo, donde se hallaba un tosco lavatorio con agua, y una cruz de madera que presidía la estancia con una sobriedad impertérrita, apenas interrumpida por los rayos de sol que entraban por la alta y enrejada ventana.
Sor Marcela, con la ayuda de otra hermana, solicitó en susurros que me quitara el vestido. Lo hice sin rechistar y no dije nada cuando lo doblaron y me colocaron una tupida prenda de lino blanco sobre la piel; también callé cuando colocaron sobre mi cuerpo aquel sayo oscuro. La segunda hermana, que ni siquiera se había presentado, cogió las pocas alhajas que llevaba, y cuando quiso quitarme la cadena del cuello, se abrió el cierre y el anillo de Enrico rodó en silencio hasta debajo del jergón de paja. Nadie se dio cuenta, y sólo así se libró de ser vendido. Después, esa misma hermana anudó a mi cintura el sayo con un simple cordón trenzado y me deshizo las trenzas. La miré pensando que no sería capaz de tocar ni un pelo de mi melena, pero cuando sacó el cuchillo para cortarla, no tuve más remedio que apartarme de ella y posando mi espalda contra la pared decirle:
—¿Es que os habéis vuelto completamente loca? ¡Yo no soy como vos! ¡No podéis cortar mis cabellos!
Pensé que me obligarían a cortarlos, pero de nuevo me equivoqué. Sor Marcela hizo que la hermana saliera del cuarto y me pidió que me sentara sobre lo que ellas llamaban colchón, y me dijo:
—Hermana, estáis aquí para ser una de nosotras. Sé que todo es muy diferente a lo que hasta ahora habéis vivido, pero debéis cumplir nuestras normas y no podéis llevar el cabello largo.
Su voz era cálida y apacible, pero jamás me había cortado el pelo y no iba a dejar que ahora lo hicieran unas desconocidas.
—Sólo estoy aquí como pinzochera terciaria y mi señora Battista me dijo que ni siquiera debería tomar los votos —dije intentando convencerla.
—Hermana… hace seis años que ya no existen las monjas terciarias. El Santo Padre Pío II ratificó el deseo de los frailes observantes e impuso la clausura total a todas las religiosas.
—¿Clausura completa? ¿Eso quiere decir que no podéis salir nunca del convento? —pregunté mientras las primeras lágrimas comenzaban a caer por mis mejillas.
—Tenemos normas muy estrictas. Antes las terciarias iban a cuidar a los enfermos o a dar de comer a los pobres. Visitaban a los desvalidos o acompañaban a los ancianos en sus últimos momentos. Ahora ya nunca salimos del convento, somos contemplativas y nuestra misión es rezar por el mundo. Durante el período que estéis con nosotras tendréis que vestir, comer, trabajar, y, por supuesto, llevar la ropa que nosotras llevamos. Eso incluye el cabello corto.
—¿Vos seréis mi maestra? —pregunté entre sollozos.
—Yo seré quien os enseñe nuestras normas, nuestro modo de vida y cuál será vuestro cometido. Os instruiré en nuestra regla y, si me permitís, os mostraré aquello por lo que vivimos.
—¿Seguro que habéis de cortarme el cabello?
—Vuestro pelo no puede ser un estorbo, pero podemos proceder de otro modo. Tomad el cuchillo, cortadlo vos misma. Es vuestro pelo, así que quién mejor para hacerlo. Luego yo os lo arreglaré a nuestro modo.
Con el cuchillo en mis manos temblorosas, miré el cabello que caía en graciosas ondas sobre mi hombro y aposentaba sus puntas en mi regazo. Pensé que sería incapaz de hacerlo, pero miré a sor Marcela, y una vocecita dentro de mí me dijo: «¡Avanza!», y lo hice, me decidí y me corté el pelo a la altura de la nuca.
Pensé que me pondría a llorar desconsoladamente, pero no fue así. Fue un movimiento liberador, pues durante mis largas jornadas de trabajo y oración, no hubiera tenido tiempo para cepillarlo más de cien veces al día, como venía haciendo hasta ese momento.
—Tenéis coraje. No todas son capaces de hacerlo —dijo sor Marcela, mientras me recortaba las puntas que habían quedado, y me arreglaba el flequillo delantero para redondearlo.
Sor Marcela me ofreció una larga charla donde me explicó que se esperaba de mí que cumpliera con el horario, que rezara con ellas las oraciones del breviario que se me había ofrecido y que acatara, aun sin haberlos acogido en perpetuidad, los votos de la orden de las clarisas: el voto de altísima pobreza, el de clausura, el de obediencia, el de castidad y el de oración, así como que mostrara una actitud de misericordia, caridad, justicia, piedad, paz, amor mutuo, trabajo y humildad hacia las demás hermanas.
Tras aquella conversación —durante la que, a pesar de prestar mucha atención, sólo pude pensar en lo mucho que rascaban aquellas burdas ropas mi piel—, me di cuenta, al escuchar el toque de víspera, de que ninguna de las dos habíamos comido y que la desazón de mi estómago iba en aumento. Sor Marcela encendió dos candiles y dijo:
—Ahora nos reuniremos con las demás hermanas para la oración comunitaria, el rezo del rosario y la cena. Os advierto que tenemos voto de silencio mayor y que no podéis saludar a nadie, ni presentaros, ni preguntar nada, ni sonreír. Sólo podéis rezar en voz alta y no alzar la voz por encima de las demás. En este convento no oiréis cantar, pues las oraciones sólo se recitan. Intentad seguir el ritmo y pronto aprenderéis qué oración del libro de horas va con cada día, aunque mañana hablaremos sobre ello.
—¿No podré hablar más que con vos, sor Marcela? —pregunté antes de salir de la habitación.
—Durante vuestra educación tenemos un permiso especial para romper el silencio. La instrucción continuará durante todo el tiempo que os encontréis en este lugar, pero poco a poco volveremos al silencio estricto.
—Y si tengo dudas, ¿qué debo hacer? ¿Cómo puedo saber si está permitido hacer o no algo?
—Cada día tenemos una hora de descanso después de la comida. Durante ese tiempo podréis hablar mediante susurros todo lo que queráis con cualquiera de las hermanas.
—¿Cómo voy a acostumbrarme a todos estos cambios, hermana? —pregunté.
—Lo haréis sin daros cuenta. Los primeros días ni siquiera pensaréis en ello, pues seréis el centro de atención, ya que todas querrán saber de dónde venís o a qué familia pertenecéis. Vuestras hermanas son muchachas jóvenes y alegres. Veréis que durante el tiempo de asueto, lo pasamos muy bien. No todo es ora et labora.
Cuando entré en la pequeña capilla de piedra no pude sino fijarme en los cuatro arcos que la envolvían. El lugar carecía de ornamentos, salvo algunas flores dispuestas bajo la que supuse era la imagen de santa Clara de Asís, pero las velas de los candiles que las hermanas llevaban en una mano, mientras con la otra sostenían sus breviarios, le conferían un aspecto de paz y tranquilidad que me acercaba mucho más a Dios que aquellas grandes iglesias a las que acostumbraba a ir con mi madre en Venecia, o en Castelforca con el duque y sus hermanas, repletas de cruces adornadas con piedras preciosas, frisos dorados, columnas repujadas y cuadros de imágenes santas que cubrían sus paredes. En aquella capilla, que más adelante descubriría que era un espacio privado para las hermanas, en el que incluso al confesor se le vedaba el acceso, me sentí acompañada por una paz interior que me ayudó a no sentir aquel modo de vida como algo tan atroz. Las hermanas iban cubiertas, según fuera su condición, con sendos mantos negros o blancos. Sólo dos de ellas, que llevaban el sayo pero la cabeza descubierta, como yo, levantaron la mirada cuando entré.
Sé que no debí hacerlo, pero aquella noche apenas recé, me dediqué a pensar en si alguien de mi familia conocía mi destino, si les habían informado de que estaba recluida y que la acusación de adulterio era una vil falacia. De otro modo no sé cómo iba a reaccionar mi progenitora cuando volviera a verme, si es que algún día podía salir de aquel lugar.
Tras el santo rosario, que sí recité de memoria, nos sentamos todas en el comedor en una mesa que recorría las cuatro paredes de aquella sala. La presidían la madre abadesa y sus ocho consejeras, cuatro a cada lado, que fueron las primeras en ser servidas. Por supuesto, las dos compañeras de pelo corto y yo fuimos las últimas en empezar a comer, aunque una comida así no se la hubiese dado ni a los perros de caza. La sopa era agua con alguna hierba que otra flotando por encima, y el pan, completamente negro, era duro y seco, no mucho mejor que el queso que lo acompañaba, un trozo de crema lleno de agujeros azules y con un gusto salado, que atribuí a un punto de putrefacción, pero que devoré con ansia, pues era lo único a lo que podía optar en aquel sitio. Cuando miré a una de las compañeras que no llevaban velo, quise avisarla de que había visto un gusano en el queso, pero entonces recordé el voto de silencio. Dio un pequeño mordisco, lo partió en dos y se lo comió. Una mano en la nuca me obligó a bajar la cabeza hacia la escudilla. Supuse que era la forma correcta de comer, mirando el plato sin levantar la vista, mientras vigilaba que mi queso no estuviese invadido por algún gusano.
Durante las primeras semanas, pensé que jamás me acostumbraría a levantarme con el toque de laudes. Apenas había salido el sol a aquellas horas, pero las que llevaban ya tiempo allí lo hacían diligentes; yo era siempre la última de entrar en la capilla de la oración comunitaria. Después del salmo, la lectura bíblica, la salmodia, el responsorio breve, el padrenuestro y la oración final, volvíamos a nuestras celdas, como así las llamaban las hermanas, para rezar individualmente. Aquellos momentos eran para mí los más duros, pues era incapaz de rezar y dedicaba ese tiempo a pensar en mi hija Viola; en qué estaría haciendo, en si alguien le seguiría mostrando los gorjeos de los gorriones, si, aparte de alimentarla, recibiría el calor de un abrazo o la suavidad de unos labios. Quería rezar, quería acostumbrarme a ese modo de vida, pero mi nostalgia por la pequeña cada vez era más fuerte. Tras esa oración, asistíamos a la iglesia para el oficio diario. Desde nuestra posición tras la reja sólo podíamos ver el altar y el fraile menor que oficiaba la ceremonia, pero tampoco sentía un interés especial por ver a la gente que asistía.
Como había aprendido a comer con la cabeza gacha y a mirar de reojo lo que juzgaba de interés sin que mi maestra lo notara, me di cuenta de que durante el desayuno, tras la ceremonia religiosa, ninguna de las hermanas que habían tomado los votos menores comía alimento alguno. Tras los primeros períodos de pausa, en los que, tal como me había advertido mi maestra, concité el interés de las nuevas postulantes, pude preguntar a qué se debía que no desayunaran. Me contestaron que aquel sacrificio era parte del voto de extrema pobreza, y que las hermanas con votos jamás tomaban ningún alimento hasta la hora de comer, cosa que hizo que degustara con más ansia aquel horrible puré de cereales que nos servían cada mañana.
Durante el primer mes, mi trabajo se limitó a estudiar junto a mis compañeras la regla de Santa Clara, aprender las costumbres del convento y empaparme de las directrices que debíamos seguir y poco más; al llegar agosto me dijeron que comenzaría a ayudar en la cocina.
Nunca antes había cocinado y pensaba que nunca podría hacerlo. Al principio mi trabajo consistía en fregar los cacharros, pelar las verduras y limpiar la cocina, pero salí de aquel lugar sabiendo dos cosas que me sorprendieron: primero, que nuestra base alimenticia eran las acelgas y el rábano, porque eran las únicas verduras que se podían recoger de nuestra escasa huerta durante todo el año; y segundo, por qué ponían tanta agua a la sopa, o por qué cuando había estofado de verduras, las raciones eran tan escasas, pues, al parecer, aquellas cocineras, las hermanas de la caridad, guardaban la mayor parte en unos pucheros enormes. Al principio creí que iban destinados a la madre abadesa o a ellas mismas, pero durante uno de los recreos supe que se destinaba a la población pobre que venía a buscar su ración a través del torno del convento. Cuando supe la verdad, entendí que debía confesar mis malos pensamientos hacia las hermanas cocineras, pero como no sabía si podía solicitar la visita de un confesor, callé mi pecado. Me di cuenta de que nada había hecho mi esposo por paliar el hambre de sus ciudadanos, pero también pensé que si las hermanas continuaban dando parte de su comida a esos pobres, era porque el nuevo duque tampoco estaba haciendo nada por arreglarlo. Entonces ¿en qué se diferenciaba uno de otro?
Mi madre siempre me había dicho que pensaba demasiado, y ahora, encerrada entre aquellos muros, quería dejar de hacerlo, porque la intensidad de mis pensamientos y la imposibilidad de hablar libremente conformaban una cruel tortura que no merecía.
Durante mi estancia en la cocina, sor Olivia, al ver mis ganas de aprender, me enseñó los pocos secretos de la crema de calabaza, la sopa de borraja y cardo, la ensalada de cebolla y rábano, o el guiso de coles que sabía de fábula, sobre todo antes de aguarlos, aunque los tenía que probar a escondidas, pues en una ocasión me descubrió y me golpeó la mano con la cuchara de madera mientras me susurraba que aquella actitud contravenía el pecado de la gula, pecado que seguí cometiendo cada vez que ella se volvía, pues con las raciones que nos daban juro que pasé verdadera hambre.
Un soleado y caluroso día de agosto me dio por preguntar de dónde había salido el queso que comí el primer día, pues había comprobado que no disponíamos de animales de granja, ya que una de las normas era que nada podíamos poseer sino la tierra donde se alzaba el monasterio. Sor Olivia me dijo que había sido una donación de un peregrino de la región francófona de Causses del Aveyron y que, si bien la orden no aceptaba donaciones, la madre abadesa dijo que al estar en tan mal estado no era digno ni siquiera para los pobres, de modo que en un convento donde nada se tira nos tocó a nosotras comerlo. Al principio, cuando supe la historia de su procedencia pensé que darnos esa vianda había sido algún tipo de venganza, y deseé que ese peregrino no volviera jamás. Sin embargo, para entonces recordaba más su suave, cremoso y delicioso sabor salado que sus gusanos.
En agosto los días eran más largos o eso me parecía a mí. Y aunque antes disfrutaba de la soledad, de los rincones soleados en los que aprovechaba para leer mis sonetos favoritos, o de mis momentos íntimos con el laúd o el clavicordio, ahora, cuando llegaba la tan ansiada hora de descanso, lo único que podía hacer era hablar, hablar y hablar, hasta que se terminaba aquel tiempo de tregua.
Por orden, o más bien, por consejo de mi maestra, se me solicitó que nada dijera que tenía una hija, ni de mis cercanos tiempos como duquesa, a no ser que alguien preguntara, pues era pecado mentir.
Como nadie en su sano juicio y con una pizca de educación hubiera osado preguntar sobre aquellos aspectos tan íntimos, lo que mis compañeras supieron de mí es que provenía de Venecia, que era hija de un joyero, que tenía dos hermanos varones y una hermana que también estaba en un convento, y que mi presencia allí se debía a una decisión del duque. Supongo que el decoro evitó que alguien preguntara qué me había traído desde Venecia hasta estas tierras, pero agradecí que nadie lo hiciera, pues me hubiesen recordado que tenía una hija y que no podría verla hasta que saliera del monasterio, cosa que por otro lado, no sabía cuándo sería.
La parte que más me costaba, y que a la vez más detestaba, era el día semanal que debíamos capitular delante de la madre abadesa y de las hermanas. Se trataba de confesar ante de todas las demás nuestros pecados, faltas o culpas, y pedir perdón humildemente por las posibles ofensas que hubiéramos cometido. Si el pecado, según mi confesor, era aquel acto que cometías con consciencia de obrar mal, no comprendía por qué debía pedir perdón por ofender a una hermana sin saberlo, pues eran cosas que no podía controlar, como una sonrisa a destiempo, o una expresión al cortarme mientras cocinaba, o algún empujón, sin querer, al caminar mientras me deleitaba con la luz que entraba por el claustro y con los colores cambiantes de las hojas. Detestaba aquel acto, pues me daba mucha vergüenza confesarme de rodillas delante de las demás, aunque se me pasó por completo el día que vi a la hermana Lucía en el comedor comiendo pan y agua en el suelo, como si fuera un perro, mientras todas pasábamos por su lado sin mirarla y nos sentábamos a la mesa.
Aquella tarde, durante el tiempo de descanso, pese a saber que nos estaba totalmente prohibido cotillear entre nosotras, máxime si era sobre una de nuestras hermanas, no pude sino preguntar a qué se debía aquel castigo que a mi juicio era tan humillante. Gracias a una de las novicias, amiga íntima de la hermana Lucía, supe que había sido amonestada tres veces por el mismo error y que al no haberse enmendado, ese había sido el castigo que la madre abadesa le había impuesto «sin ira y con caridad». No dije nada, pero para mis adentros pensé que no quería yo ver a la abadesa enfadada.
Los trabajos cambiaban cada mes, y cada vez que ocurría, mis compañeras y yo rezábamos para que no nos tocara ser humilitarias, pues eso significaba tener que limpiar las letrinas, donde cada mañana se vaciaban los bacines de las monjas. A pesar de que cada una era responsable de la limpieza de su celda, una actividad que se realizaba cada sábado, ser humilitaria era algo que para nosotras suponía una auténtica aberración, pues al ser recién llegadas aún teníamos fresco el recuerdo de la buena vida en tanto que todas pertenecíamos a buenas familias.
Al segundo mes de estancia, mi turno de trabajo cambió, y me tocó cuidar del huerto junto a sor Petronica. Aquella hermana tenía un gracioso acento que enseguida me recordó a mi querida Sitti. No obstante, no osaba preguntarle si procedía de aquel país griego del que tanta cultura habíamos heredado, pero algo en su acento me decía que si no había nacido en él, su procedencia era muy cercana. Aquella mujer, algo mayor para estar agachada todo el día removiendo tierra y arrancando los frutos que las plantas nos daban, tenía un gran ánimo y me enseñó que por muchos años que cumplas, no son estos los que te limitan, sino las ganas de vivir, y puedo asegurar que sor Petronica tenía fuerza suficiente para hacer todavía mil cosas.
Aquel mes de septiembre mi aprendizaje fue verdaderamente interesante, ya que descubrí que era mejor regar las plantas cuando el sol se ponía, o que muchas de ellas agradecían que se les hablara, cosa que debíamos hacer sólo durante nuestra pausa. Si de algo me sirvió estar con la hermana jardinera fue para profundizar en mi conocimiento de las plantas: aprendí a diferenciar entre aquellas que se comían en guisados, sopas o ensaladas, y las plantas que ella llamaba curativas, que eran las que cultivaba en pequeñas macetas dispuestas sobre un alféizar, y que fueron las que más me sorprendieron, pues sus aromas nocturnos eran sencillamente indescriptibles.
Otra de las tareas que me costaba sobrellevar y que me despertaba a medianoche sin dejarme conciliar el sueño eran los rezos de maitines. No era la dureza del rezo en sí, que se hacía en solitario en la propia celda, sino las interrupciones del sueño. Sé que muchas veces recé deprisa y corriendo, medio dormida y sin prestar atención a lo que decía, pero jamás lo consideré una falta que tuviera que confesar, pues ya tenía bastante con despertarme cada noche, arrodillarme, rezar y volver a dormir.
Con el tiempo descubrí que muchas de mis hermanas no podían echar de menos según qué tipo de vida, pues muchas de ellas desconocían por completo qué había allende aquellos muros. Irremediablemente pensé en mi hermana, que entró con apenas nueve años en el convento que se hallaba en la isla de Murano. Recordarla me llevó a pensar en mi hija, y a continuación en Enrico: fue mi perdición, pues aunque no era un pecado en contra de mis hermanas, me recordó lo sucedido en Venecia, e hizo que tuviera pensamientos que el resto de la gente calificaba de impuros, pero que yo consideraba como una parte de mi vida que no quería olvidar pues, seguramente, Viola era hija de mi querido Enrico.
Y cuando ya tuve la seguridad de que no se registraban nuestros hábitos, recuperé el anillo de mi amado de debajo el jergón, y trenzando unos hilos lo até al interior del sayo, de modo que si en alguna ocasión hubiera tenido que desvestirme, tampoco nadie lo hubiera visto.
No fue una buena idea pensar en Enrico, pues con ello conseguí que mi corazón se encogiera, mi rostro se entristeciera y perdiera el apetito. La madre abadesa tuvo que hablar conmigo, a pesar de que sor Fátima, la hermana que se ocupaba de la enfermería, atribuyó esos cambios a los rigores del invierno.
—Costanza, últimamente he podido observar un cambio en tu carácter. ¿Puedo preguntarte, hija mía, que es lo que te ocurre?
—Madre, ¿vos sabéis por qué estoy en el convento? ¿Os lo contó el duque?
—Lo sé hija, claro que lo sé.
—Me pregunto cuánto tiempo tendré que estar encerrada entre estos muros de piedra.
—¿No eres feliz en este lugar? ¿Hay algo que te turba? Tu maestra me dijo que eres una de sus mejores alumnas y la más predispuesta a cumplir con los votos. ¿Qué te preocupa?
—Me preocupa no volver a ver a mi hija. No saber si está bien. No tener noticias de si le ha ocurrido algo malo.
—Sabes que al entrar en este lugar estás salvando tu alma. Esta es tu penitencia por los pecados cometidos y sabes que de otro modo ahora estarías en una celda de la prisión de Venecia y que tu nombre quedaría mancillado de por vida.
—Me pregunto, madre, si este castigo es necesario, si mi pecado tan sólo fue amar al padre de mi hija —dije sin esperanza.
—¡No vuelvas a decir esto, Costanza! ¡Tu hija es hija del duque de Castelforca, de tu esposo! ¿Es que acaso aceptas la denuncia de Venecia? ¿Es que quieres que esa niña sea una desgraciada sin apellido y sin padre? —exclamó la abadesa haciendo aspavientos con las manos.
La miré sabiendo que tenía razón, pero al final y sin saber qué más decir, pregunté:
—¿Creéis que la volveré a ver?
—Hija mía, sabes que al cumplir el primer año en la congregación puedes comenzar a recibir visitas. No muchas, porque otras hermanas no gozan de la fortuna de tener a la familia cerca, pero si la duquesa te la trae, sí, podrás ver a tu niña a través de la reja del locutorio, acompañada por dos hermanas.
Aquellas palabras eran cuanto yo necesitaba en aquel preciso momento: esperanza.
El tiempo pasó y los días en el convento se volvieron monótonos. A pesar del cambio de las estaciones y de haber pensado que el invierno era duro en el palacio ducal, comprobé lo que fue dormir en una celda sin fuego que me calentara, cubierta tan sólo por una manta de lana rasposa. Cuando le dije a la abadesa que tenía frío por la noche se limitó a decirme:
—Todas tenemos frío. Ofrece tu sufrimiento a Dios nuestro Señor y Él te proveerá del calor que tu alma necesita.
Lo hice, recé cada noche para que Dios hiciera desaparecer el frío, pero se quedó dentro de mí. Pasando varias horas al día calentándome los pies mediante friegas o respirando bajo mi hábito, con el cual dormía, para que mi aliento me calentara. ¡Qué hubiera yo dado en aquel momento por unas calzas que cubrieran mis pies!
Una de las peores cosas que tenía levantarse tan pronto en invierno era tener que romper el hielo del lavatorio para poder lavarme la cara. A causa del frío, la piel de las manos se me estaba empezando a agrietar, y pensé en las recetas de cremas maravillosas, las rememoré una a una, pues no quería olvidarlas. Para mí no era fácil olvidarme de mi pasado acomodado, de mis días como noble o incluso de mis años en Venecia. ¿Qué es lo que me había llevado hasta donde ahora me encontraba? ¿Acaso no podía una mujer amar a quien quería y no a quien debía? La respuesta estaba clara. ¡No! Las mujeres pertenecíamos a los hombres. No teníamos derecho a pensar, a sentir y por supuesto, no teníamos derecho a amar. ¿Era así la vida? ¿Era el único camino para la mujer? ¿Madre o monja? Yo era madre, pero no me dejaban serlo, y en cambio era monja, aunque no quería llevar esos hábitos. ¿En qué me convertía eso? Si no podía ser madre y no quería ser monja, ¿cuál era mi papel en la vida? ¿Es que acaso el cruel destino no podía darme una respuesta? Las estaciones continuaron pasando y llegó el tan ansiado julio. El día en que cumplí un año en aquel lugar mi corazón dio un vuelco. Sabía que había llegado el momento pues las calabazas estaban a punto para ser recogidas en el huerto, y aquello quería decir que estábamos en verano, cuando los días eran largos y calurosos. Mi rostro intentaba por todos los medios dejar de sonreír para no tener que arrodillarme delante de mis hermanas y acusarme de no tomar en serio mi vocación.
¿Qué vocación? ¿Acaso la vocación no era algo que una elegía libremente? ¿Cómo podía considerar la vocación de ser monja si me habían obligado a serlo? Nada tenía en contra de aquellas hermanas que se habían convertido en maestras, madres y amigas, pero nadie en su sano juicio pensaría que aquel modo de vida podía ser el mío.
Es curioso, ahora que han pasado tantos años de aquello, las cosas tan diversas que la mente recuerda. De aquel lugar rememoro la luz solar, el calor de los rayos del astro mientras labraba la tierra, aquellos períodos de pausa sentada junto a Limbania y a Paola, mis dos compañeras sin velo, y las sonrisas que nos prodigábamos a escondidas de nuestras maestras.
Fue durante el primer aniversario de mi internamiento, cuando nuestra confianza ya se había afianzado, cuando me explicaron por qué estaban allí. La historia de Paola era muy parecida a la de mi hermana, pues nacida en una familia de origen humilde y siendo la tercera hermana de una prole numerosa, nada pudo hacer para que no la internaran en el convento; y tuvo suerte de que no lo hicieran hasta los dieciséis. En cambio, la historia de Limbania era muy curiosa, y me dio que pensar.
Limbania Gozzoli, que así se llamaba, era hija de Jacopo y Francesca, nobles ricos de Génova. Tenía veintitrés años, pero contaba con quince cuando la internaron en el convento genovés de las Hermanas de la Gracia de la orden de las agustinas como monja pinzochera, cuando estas aún podían salir sin estar en clausura. Su hermana pequeña, Catalina, también se interesó por el universo religioso, tal vez porque veía la paz que le embargaba durante las visitas que Limbania hacía a su familia. Así, con apenas trece años, su hermana decidió por voluntad propia entrar en el convento, pero se le cerraron las puertas por su juventud, dado que esa orden no admitía a chicas de tan corta edad.
Limbania me había contado lo predispuesta que se había sentido su hermana hacia la vida monástica desde su más tierna infancia: una niña buena y obediente hasta la exageración, consagrada a sus oraciones, con una pasión increíble por Cristo y por la penitencia. De manera que nadie entendió jamás la decisión que tomó su padre de casarla a los dieciséis con un hombre malvado a sus ojos, pues no era creyente y se decía que tenía un carácter muy violento, arrojándola así a un matrimonio desgraciado y miserable, pues ni siquiera podía darle hijos. Debido a las numerosas quejas de su esposo a causa de las visitas de Catalina para ver a su hermana, su padre convenció a la abadesa para que se la trasladara a otra orden lejos de Génova. Esa era la razón por la que había terminado en este lugar.
—Entonces… ¿cuántos años llevas encerrada?
—Ocho años —contestó ella sin pasión.
—¿Y no tienes intención de salir de este lugar? ¿Qué te ata a él?
—¿Y dónde quieres que vaya si no tengo esposo? Ni siquiera soy viuda y no tengo ni dote que recuperar. Mis padres no van a mantenerme. Sin dinero, ¿qué hago? ¿Busco un hombre con quien casarme? ¿Yo? ¿Una monja que no tiene contactos? ¿Qué clase de esposo puedo encontrar?
—Pero siendo terciaria, tampoco eres una monja completa. ¿Vas a tomar los hábitos y profesar los votos completos?
—Supongo que ese es el único camino que tengo. Ya se lo he comentado a la madre abadesa y como llevo tanto tiempo en el otro convento, seguramente a finales de año reciba ya los votos temporales sin tener que pasar por los dos años de instrucción como novicia.
Ella estaba en aquel lugar porque la habían convencido de que no tenía más opciones, y su hermana, que sí quería y deseaba ser religiosa, estaba viviendo un infierno con un matrimonio desgraciado. ¿Era aquello lo que Dios quería para ellas? ¿O era más bien lo que su padre dispuso sin preguntarles? La vida era injusta y comencé a preguntarme quién había decidido que el varón debía ser el que tomara esas decisiones tan equivocadas.
No sabía si ser ansiosa era pecado o no. Desde que estaba en el convento, mis esquemas sobre el pecado habían cambiado, y ahora mi mente no sabía discernir muy bien entre tantas clases de pecado como me habían enseñado que existían. Por ello y sin atreverme a preguntar a la madre abadesa por aquellas visitas que me dijo podría recibir, indagué entre las hermanas si alguien informaba a la familia de que la interna podía ya recibir visitas, a lo que me contestaron que la propia abadesa escribía a los interesados anunciando el régimen de visitas abierto.
El tiempo continuó pasando, y el otoño cubrió el claustro y el jardín de hojas secas y colores tostados, casi dorados. Los trinos de los pájaros, tan abundantes en primavera y verano, se apagaron como si hubieran huido a climas más cálidos, y aunque los gorriones se quedaron, sus gorjeos callaron cuando el frío llegó, y la melancolía se apoderó de mi corazón pensando que mi cuñada había vuelto a engañarme y que jamás volvería a ver a mi pequeña Viola.
La nieve y el frío del invierno de 1468 llegaron, y aunque se les esperaba desde hacía tiempo a mí me cogió por sorpresa. Mi corazón estaba triste con la desilusión de no ver a mi hija ese año, las ganas de vivir me abandonaron y aquel disgusto, junto al terrible frío que hacía en aquel lugar, hizo que enfermara gravemente. Cuando sor Fátima, la encargada de la enfermería, comenzó a tratar las calenturas de mi frente con infusiones calientes de tomillo y camomila, todas quisieron pensar que me recuperaría. Al ver que no mejoraba, probaron con infusiones de salvia, con tisanas de escaramujo, con el fruto de la rosa canina y con el hibisco; con extracto de centaurea, e incluso con friegas de hojas de borraja y eucalipto que no lograron hacer que la fiebre remitiera.
No recuerdo mucho de aquel periodo, pero he de agradecer los cuidados recibidos por sor Fátima, que sin saber cuál era mi dolencia, intentaba paliar los síntomas que cada vez iban a peor: fiebre alta, cefaleas y dolores abdominales, acompañados de constantes descomposiciones. Normalmente pasaba el día medio ida o inconsciente, pero recuerdo perfectamente la cara de sor Fátima la mañana en la que al ir a hacer las friegas con borraja descubrió en mi pecho y en mi espalda erupciones máculo-papulosas que hicieron que corriera a buscar a la madre abadesa.
No sé cuánto tiempo transcurrió hasta que me visitó el doctor que había enviado el propio palacio ducal, pero sí recuerdo cuando aquel hombre, que llevaba una máscara en forma de pico de pájaro, sentenció lo que a todos nos pareció una condena a muerte: tenía la peste neumónica.
Desde aquel día se me trasladó a una dependencia donde nadie podía visitarme. Lo único que veía de sor Fátima eran sus ojos, pues se había cubierto la nariz y la boca con un espeso trapo de lino para evitar el contagio. La fiebre no remitió y el dolor se generalizó, aunque en la segunda visita al doctor le extrañó que no tuviera problemas de respiración, ni tos, ni esputos, ni dolor torácico.
Sé que no tuve que fingir desmayo alguno para poder oír como el doctor me desahuciaba ante la madre abadesa. No había cura para la peste. Supongo que fue la fiebre la que me hizo creer que iban a sacrificarme a mí, en lugar de pensar que el doctor se refería al animal que me había contagiado. La madre abadesa le confirmó que en el convento no había animales, que el único contacto que había tenido con uno fue cuando recogí los huevos de golondrina para que los trasladaran a un lugar más seguro, pues el nido se estaba cayendo a trozos.
Ida por la fiebre, me dio por pensar en que mis hermanas, con las que había convivido más de un año, iban a matarme, y aquello me hizo perder completamente el norte, arranqué a llorar sin poder parar, repitiendo una y otra vez que no quería fallecer. Débil, enferma, y con fuertes dolores abdominales, solicité a la madre abadesa que si debía morir quería que se informara a mi familia. Cuando me dijo que cabía la posibilidad de que la carta llegase demasiado tarde a Venecia, le insté a que escribiera a mi primo Lorenzo, mi pariente más cercano y querido, y me prometió que así lo haría. No recuerdo exactamente qué ocurrió ni cómo. Sólo que, de pronto, sor Fátima comenzó a darme unos brebajes raros que yo jamás había tomado, y que su espuma me hacía cosquillas en la boca. Aquel mejunje nuevo sabía bien, y aparte del gusto ácido del limón, pude reconocer el agradable sabor a azúcar que hacía tanto tiempo que no probaba. Con los días el dolor de estómago fue remitiendo, así como la fiebre, y me encontré ya no postrada en cama, sino reclinada en mi propia celda, comiendo sin medida unos frutos que no había probado desde mi infancia, unos pequeños globos de color púrpura llamados arándanos y cuya procedencia me tenía en ascuas. Eso, junto a la bebida espumosa que más adelante supe que era bicarbonato y a las tisanas de cilantro, consiguieron que con el paso de los días la peste desapareciera, pues en verdad aquella enfermedad jamás había existido. Con el tiempo supe cuál había sido la causa de que me hallara en aquel estado: mi inconsciencia al comer un huevo fresco de golondrina antes de trasladar el nido a la ubicación que le habíamos preparado.
El invierno pasó, la primavera llegó, y con ella los gorjeos de mis queridos gorriones, el sol, el calor y el olor de las flores. Todo aquello llenó mi alma de felicidad, cosa que ayudó a que pronto tuviera ganas de levantarme y continuar mi vida entre aquellas paredes y entre aquellas personas que en realidad no quisieron matarme, sino que hicieron todo lo posible por salvar mi vida. Cuatro meses después de haber enfermado, no había en mí ni rastro de la infección, y comencé mi vida monótona de hermana del convento, retomando mi trabajo entre la cocina y la enfermería, pues aún no tenía fuerzas para ocuparme del huerto. Me había perdido muchos acontecimientos durante ese tiempo. Uno de ellos, la profesión de los votos temporales de Limbania, a quien tuve que llamar desde entonces hermana Inmaculada.
El 6 de abril de 1469, la madre abadesa me llamó a su despacho. No habíamos hablado en privado desde que enfermé, y nada sabía yo de todo lo que aquella buena mujer había hecho por mi curación. Me pidió que tomara asiento en el mismo diván donde lo hiciera la primera vez, y descubrí dos cosas en su rostro: por un lado una franca alegría, que supuse motivada por mi recuperación, pero, por otro, una absoluta tristeza, que me infundió un gran temor cuando ella tomó asiento junto a mí y me dijo, cogiéndome de la mano:
—Todas pensamos que Dios te había llamado a su lado.
Sonreí timorata esperando que se me estuviera permitido ser feliz por estar viva. Quise preguntar qué era lo que me había ocurrido o cómo me había curado, pero sabía que la respuesta de la abadesa no se hubiera ajustado a explicaciones médicas, sino que me hubiera contestado que fue voluntad de Dios que no pereciera. De pronto y para mi más absoluta sorpresa, la madre abadesa rompió a llorar, tocó una campanita y por la puerta de la entrada apareció mi querido primo Lorenzo.
¡Qué guapo estaba! ¡Qué mayor! ¡Qué elegante! ¿Cuánto tiempo había pasado encerrada en aquel lugar para que Lorenzo hubiera madurado tanto?
Me olvidé de todo decoro, de toda educación, y sin mirar a la abadesa, sin pensar en las buenas costumbres, corrí hacia mi primo para, después de estrecharlo en un cálido abrazo, decirnos sin palabras todo aquello que no habíamos podido decirnos en aquel tiempo. Él me besó en la mejilla cariñosamente, y mirándome como un hermano mira a su hermana, dijo:
—¡Estás bellísima! Con este corte de pelo, se te podría confundir con la doncella Jehanne Darc.
Sonreí, y fue entonces cuando me acordé de que la abadesa también estaba en aquella sala, aunque, extrañamente, no dijo nada. Bajé la cabeza y en silencio pedí perdón por mi actitud, pero ella no reaccionó y aún con lágrimas en los ojos, dijo:
—Saldré un rato para que podáis hablar con tranquilidad. Sor Prudencia se quedará para evitar posibles habladurías.
¿Sor Prudencia? ¿La hermana que estaba completamente sorda? Me extrañó que ella fuera nuestra carabina, pero entró y se sentó de espaldas a nosotros convirtiéndose en uno más de los muebles de aquel tosco despacho.
Lorenzo cogió mis manos y me llevó bajo la pequeña ventana por donde los rayos de sol entraban con fuerza. Aquella luz nos favorecía a los dos. Él estaba muy guapo con su media melena ondulada y negra, y, al parecer, a pesar de mis vestiduras y mi peinado, y supongo que con todo el amor que Lorenzo y yo nos profesábamos, él me veía mucho más bella así que incluso cuando era una gran dama, pues me dijo:
—De verdad, estás bellísima. Te has convertido en toda una mujer. Tus curvas, tu rostro, estás mucho más preciosa que antes.
—No me adules, Lorenzo. No necesitas hacerlo. Tú jamás me has mentido, así que no lo hagas ahora. ¿Has visto este sayal raído? ¿Te has dado cuenta de estas paupérrimas sandalias que llevo? ¿Y mi pelo? ¡Si casi no tengo! ¿Cómo voy a estar más bella ahora que antes?
—Es tu sencillez. Jamás te había visto tan… tan… Eres solamente tú. Pura, sencilla, simple. Eres Costanza, la doncella. Sin abalorios, sin joyas ni grandes vestidos, sin maquillaje ni perfume, pero sigues siendo tú, bella y hermosa como jamás he visto otra.
—¿Es que acaso has tenido contacto con poetas? ¡Qué hermosas palabras me dedicas! Pero… primo… ¿A qué has venido si antes jamás me visitaste?
Lorenzo cogió de nuevo mi rostro, esta vez con las dos manos. Se aseguró de que sor Prudencia no mirara y me dio en los labios, cálidamente, el beso que no se dan dos primos. ¡Hacía tanto tiempo que nadie me besaba! Antes de que pudiera decir nada y sabiendo que con él estaría a salvo, me aseguré de que sor Prudencia siguiera de espaldas, para, subiendo la falda del sayo, arrancar el anillo de Enrico y dárselo a Lorenzo.
—Siempre tuve miedo de que lo descubrieran —le dije—. No preguntes nada, sólo guárdalo, para que puedas devolvérmelo cuando salga de este lugar.
Ni siquiera miró el anillo, pero lo puso a salvo en la bolsa que colgaba de su cinto. Luego, mi primo cogió mis manos e hizo que tomara asiento en el sillón, donde se sentó junto a mí.
—Nadie de tu familia supo nada del asesinato de tu esposo ni de tu internamiento en este convento hasta que recibimos la carta de la abadesa anunciándonos tu posible muerte. A mí me sorprendió de viaje entre Milán y Roma, pero en cuanto recibí la noticia, puse a nuestros médicos a trabajar, y ellos enviaron al convento las medicinas necesarias para curarte.
—¿Me salvaste la vida? ¿Tus doctores curaron la peste?
—Puede decirse que sí, que gracias a mis doctores sigues con vida, pero no tenías la peste, sino una infección del estómago, aunque no saben exactamente qué la causó. Si hubiera sido la peste, todo Castelforca hubiera sucumbido irremediablemente.
—¿Por qué no trascendió la muerte de mi esposo? ¿Acaso el nuevo duque no se presentó a los Estados vecinos? —pregunté.
—No lo hizo. Realmente creo que sabía que muy pocos iban a apoyarle. Ni siquiera los Estados Pontificios le reconocen como duque. Es una lástima que la conjura no surgiera efecto.
—¿Conjura? ¿Qué conjura? —pregunté.
—El esposo de Violante, Doménico, en connivencia con su tío Nicolás, Francesco Arioldo y Juan de San Melotti, intentaron asesinar a Federico, pero fueron descubiertos y decapitados.
—¿Le ocurrió algo a Violante? No era de mi agrado, pero no le deseo mal alguno.
—Se refugió en un convento, y viajó posteriormente a Roma para quedarse bajo la tutela del cardenal Prospero Colonna.
—Estoy contenta de tu visita. Me he perdido muchas cosas por estar encerrada aquí. ¿Sabes algo de mi familia?
—Tu hermano Francesco y su esposa han tenido un hijo varón al que han llamado también Francesco. Tu hermano Flavio se casó el año pasado con Lucrezia Gianfigliazzi, hija de unos nobles de Fortefortezza, y al estar tú en el convento, tus padres hicieron que Ginevra dejara su encierro para casarla con Andrea Bellini.
—¿Ginevra casada? No puedo imaginarla. Flavio también con esposa; Francesco, padre de un pequeño. ¡Qué alegres noticias me traes, primo! ¡Cuántos acontecimientos! ¿Y mis padres? ¿Cómo están? ¿Cómo se tomaron lo de la denuncia? ¿Sabéis lo de…?
—Lo sabemos, Costanza —dijo interrumpiendo—. Nadie se lo creyó, y sé que el propio Giovanni Acade se presentó en casa de tu padre para desmentir los rumores. Explicó que su mujer había enloquecido al encontrar una máscara que no le había regalado a ella, y creyendo que le era infiel, dedujo que lo era con la hija del joyero que había creado esa obra de arte. No le importó que estuvieras casada, o en ese caso recién enviudada, y puso la querella contra ti en Venecia.
Sabía que Enrico saldría en mi defensa, sabía que iba a mentir para que no se mancillara mi buen nombre. Sabía que él me amaba. De no ser así, ¿qué le impulsó a dar la cara frente a mi padre? Estaba exultante de alegría y seguí preguntando:
—¿Y qué ocurrió después de su visita?
—Tu padre no descansó hasta que la Quarantía solicitó a doña Castellana que se retractara de sus acusaciones.
—¿Y lo hizo? —pregunté interrumpiendo a Lorenzo.
—No le dio tiempo. Doña Castellana murió hace unas semanas. Aunque con su muerte el caso de adulterio se cerró, pues don Acade se convirtió en un hombre viudo. Costanza, ahora eres libre de marchar de este lugar cuando quieras.
La noticia de la muerte de la esposa de Enrico hizo que me arrepintiera de mis terribles pensamientos hacia aquella mujer, aunque no pude sino pensar en que mi amante era ahora un hombre libre. ¿Quería decir eso que podíamos tener una vida juntos? ¿Permitiría el duque que me llevara a mi hija? ¿Querría ella venir conmigo ahora que estaba a punto de cumplir dos años de vida? Quise saber si Lorenzo conocía la existencia de mi niña:
—Lorenzo, ¿has visitado al nuevo duque?
—Es lo primero que hice cuando llegué para mostrar mis respetos. Quería que me contara por qué la familia no había sido informada de tu internamiento, pues tras llegar la denuncia todos creímos que seguías viviendo en el palacio, bajo su tutela.
—¿Y qué te dijo? De nuevo aquel absurdo silencio que no presagiaba nada bueno y que tanto me molestaba.
—¿Qué te dijo, Lorenzo?
—La verdad es que no fue muy amable. Realmente, a todos los Estados vecinos nos está costando mucho aceptarle como nuevo duque de la ciudad, y no somos muy bien recibidos, pero dijo que enloqueciste y que no tuvo más remedio que encerrarte.
—¿Cómo se puede ser tan necio? Será…
—No te preocupes, Costanza. Cuando salgas de aquí, él te devolverá la dote y podrás volver a tu casa, aunque quisiera ofrecerte asilo en Fortefortezza, así podrías estar al lado de tu hermana y de mí.
—¿Conociste a Viola?
Otro molesto silencio.
—¿Lorenzo, qué ocurre?
—La duquesa me presentó a sus hijas, Aura, Girolama, Elisabetta y Costanza, pero no había ninguna Viola, aunque puede que sea demasiado pequeña para las presentaciones.
No quise pensar en que algo malo le hubiera ocurrido, o que por ser mi hija la hubieran relegado al servicio, o alguna maldad parecida, pero lo hice.
—Viola es mi hija. La hija de… —carraspeé—, la hija que tuve del duque de Castelforca. Battista me prometió tratarla como si fuera suya, debía habértela presentado.
—Volveré al palacio y preguntaré por ella. Puede que estuviera dormida. ¿Así que eres madre? Mi pequeña Costanza, jamás pensé verte como una madre —dijo él cambiando sutilmente de tema.
Sonreí.
—Supongo que tampoco pensaste nunca en verme como monja. —Acarició de nuevo mis manos. Había tanto amor en su mirada, en su sonrisa y en sus gestos que le dije—: Saldré de aquí, recogeré a mi hija e iré contigo a Fortefortezza.
En aquel momento sor Prudencia, de cuya presencia me había olvidado y que al parecer se había levantado de su asiento, separó nuestras manos y cabeceó con una sonrisa en los labios, como diciendo que nuestro comportamiento no estaba bien. La madre abadesa entró en aquel momento. Ya no lloraba, pero me abrazó, y fue entonces cuando vi una mirada cómplice entre Lorenzo, que negaba con la cabeza, y ella. Mi primo se despidió diciendo que se alojaría en la posada durante tres días, que era el tiempo que tenía para despedirme de mi vida monacal. Nada dijo de volver para decirme si Viola estaba bien, y eso me extrañó. Cuando él salió por la puerta, la madre abadesa impidió que le siguiera y me instó a que me volviera a sentar. Tras tomar asiento a mi lado, me dijo:
—A veces Dios pone a prueba nuestra fe de las formas más diversas, Costanza. La vida puede parecer muy fácil detrás de estos muros, pues vivimos en el mundo, pero fuera de él diluimos los problemas humanos en nuestras oraciones y buscamos el poder de Dios para evangelizar al mundo con nuestro silencio. Nuestras manos están vacías de poder, pero llenas del amor de Dios.
Pensé que quería convencerme para que me quedara. Si no, ¿a qué venían aquellas palabras?
—Toda la vida de nuestras hermanas está consagrada a conservar el recuerdo constante de Dios, buscándolo en nuestras oraciones, en nuestra fe. Muchas de nosotras nada tenemos en el exterior que nos distraiga de ese cometido, pero cuando alguna muchacha como tú tiene una vida que le espera fuera, es difícil no perder la fe cuando se ve afectada por alguna desgracia.
No pude esperar a que acabara su discurso:
—Disculpad, madre —la interrumpí—, la visita de mi primo no hará que pierda mi fe. Amo a Dios por encima de todo, pero debe comprender que yo pertenezco al mundo exterior. Quiero vestir bonitos vestidos, mesar mis cabellos, maquillarme y vivir en el mundo. Esperad, madre —dije cuando vi que quería hablar—: que quiera dejar el convento no significa que olvide todo cuanto por mí han hecho las hermanas y todo lo que me han enseñado. Jamás podré olvidar todo el amor que de aquí me llevo. La caridad, la misericordia, la amistad, la felicidad…
La abadesa cubrió mi boca con su mano. Aquel gesto me extrañó, aunque no sabía que era el preludio que iba a convertir uno de los días más felices desde hacía tiempo en el peor de mi vida.
—Costanza, tu hija sobrevivió muy poco al primer año de edad.
Miré a la madre sin entender lo que acababa de decirme. Mi mente se negó a comprender aquellas palabras y supongo que así quedó reflejado en mi rostro, pues ella repitió:
—Tu hija murió a causa de unas fiebres el invierno pasado, mientras tú estabas enferma.
La volví a mirar pero ya no la veía, ya no escuchaba sus palabras, sino un fuerte zumbido que taponó mis orejas. Me desmayé.
Al despertar era de noche y no había luz alguna en el lugar donde me encontraba, salvo los rayos de luna que se filtraban por la ventana. Reconocí esas rejas; estaba en mi celda, pues de uno de los barrotes colgaba una margarita, ahora ya seca. Sabía que no había sido un sueño y quise recordar las palabras de la madre abadesa diciéndome que mi pequeña había muerto de fiebre. Viola ya no vivía, ya no se encontraba entre nosotros. ¿Qué clase de madre era que ni siquiera llegué a intuir que ella me necesitaba? ¿Puede que también pensaran que tenía la peste? ¿Y si murió sola en una fría sala? ¿Y si los doctores de los Alario hubieran podido salvaría? ¿Por qué se la había llevado Dios? ¿Qué clase de castigo era aquel? ¿Acaso me había castigado con su muerte por no ser hija de mi esposo?
A pesar de que sentía que mi corazón ya no llenaba mi pecho y que jamás podría volver a amar a nadie, las lágrimas se negaban a surcar mi rostro. Necesitaba llorar pero había demasiadas cosas que no comprendía. Y entonces me di cuenta de por qué había llorado la madre abadesa, y comprendí la mirada cómplice de mi primo, pues no tuvo el valor suficiente de darme la mala noticia. ¿Por qué nadie me lo había dicho antes? ¿Fue porque estaba en proceso de recuperación? ¿Me ocultaron su muerte para que no sufriera?
Me dormí agotada de tanto pensar y con el toque de laudes mis ojos se abrieron de nuevo, pero me negué a levantarme, y dejé que pasara el tiempo de la oración conjunta, el de la oración individual, el de la celebración de la eucaristía e incluso el del desayuno. A las nueve, cuando comenzaba mi jornada laboral, aún me encontraba en la cama. Si había tenido algún motivo para seguir las normas de la congregación era por el futuro de mi hija y porque tenía la esperanza de verla de nuevo. Ahora nada podía obligarme a ponerme en marcha pues no tenía nada por lo que seguir viviendo. Unos toques sonaron en la puerta de mi celda, no contesté, y volvieron a sonar hasta que di permiso para que entrara. La madre abadesa se sentó al lado de la cama y acarició mi cabeza.
—¿Desde cuándo lo sabíais, madre?
—Nadie nos dijo nada. Fue tu primo el primero que nos avisó de que el duque había enterrado a tu hija.
—Pero mi primo se hizo el sorprendido al saber que tenía una hija —exclamé sin ganas.
—Tu primo no sabía cómo decírtelo. Quiso hacerse el hombre diciendo que era su cometido como tu familiar más próximo comunicarte la mala noticia, pero en cuanto le vi de nuevo, supe que no te había dicho nada. A veces, por muy fuerte que sea la voluntad de un hombre, hay noticias que no se saben comunicar.
—¿Sabéis si mi hija sufrió?
—La fiebre se la llevó mientras dormía. Al menos eso es lo que nos ha comunicado Battista posteriormente. Se durmió y ya no despertó.
El silencio fue inmenso y pareció como si incluso los pájaros dejaran de cantar. Sé que no tuve que decir eso, sé que estuvo mal, pero en aquel momento era lo único que podía sentir:
—¿Qué clase de Dios se lleva a una niña inocente pudiéndose llevar a su madre pecadora? La abadesa puso sus manos en la cabeza, pero sólo pudo contestarme justo antes de salir de la celda:
—No pierdas la fe en Dios. Piensa en lo que has dicho, hija mía, porque no eres justa.
¿Cómo podía pedirme que fuera justa si Él no lo había sido? ¿Cómo podía saber ella qué era lo que sentía en ese momento por mi Dios? ¡Que no había sido justa! ¿Qué quiso decir con eso?
No sé cuánto tiempo estuve en aquella celda y aunque los primeros días no comía nada de lo que sor Mercedes me traía, mi cuerpo pronto me exigió que me alimentara. Nadie me molestó ni me obligó a trabajar ni a rezar. De vez en cuando recibía la visita de las hermanas, pero como nunca les contestaba, pronto dejaron de venir. Lo comprendí cuando escuché a la abadesa decir, en una de sus visitas, a las que poco caso hacía, que necesitaba habituarme al dolor de la pérdida y que era yo quien decidía cómo debía llevar el duelo de mi hija.
Desde la notificación de su muerte, cada día me preguntaba cómo podía volver a amar a Dios. Cómo podía no tomar su nombre en vano, si me era imposible no pensar en que era un Dios cruel y malvado. Cómo podía santificar las fiestas, si para mí ya nada significaban. Cómo podía honrar a mis padres, si aun sabiendo todo lo ocurrido seguía esperando su visita. Cómo no matar, si en lo único que pensaba era en la venganza, aunque el duque no tuviera la culpa de la muerte de la niña.
Sé que entré en una vorágine de autodestrucción, pecando contra todo aquello que se me había enseñado. Me había convertido en una mujer sin fe, perezosa, iracunda, envidiosa, por las hijas que sí le habían sobrevivido a Battista, y soberbia, al pensar que yo, un mísero ser humano podía pedir explicaciones a Dios por haberse llevado a lo único bueno que me había dado.
El día que el confesor entró en mi celda no pude más y le conté todos mis aciagos pensamientos. Descargué en aquel santo hombre que pertenecía a la orden de los hermanos menores franciscanos todo mi dolor por la pérdida y mi ira contra ese Dios al que debía amar. Pensé que su respuesta sería excomulgarme en castigo por todas las barbaridades que dije, pero una vez más, mis esquemas se rompieron al oír sus palabras:
—Es normal que estés enfadada con Dios. Cualquier ser humano en su sano juicio lo estaría.
—No comprendo por qué me da la razón, padre.
—Se te ha arrebatado aquello que trajiste al mundo con amor y dedicación. Y no sólo se te ha desposeído de ella por segunda vez, sino que en esta ocasión es algo definitivo. ¿Por qué no perdonas?
—¿Perdonar a Dios? —pregunté.
—No. Por qué no te perdonas a ti misma —dijo tranquilamente.
Rompí a llorar. Cuánta razón tenía el fraile. Toda esa ira, todo el odio que creí tenerle al Señor, me lo tenía a mí misma por ser yo quien había sobrevivido a la enfermedad y no mi hija. Por no haber estado con ella en sus últimos momentos, y por no poder haberla cuidado como mi mente repetía que una madre debe cuidar a su hija. Y aunque sabía que nada podía haber hecho yo por cambiar las cosas, era demasiado cruel conmigo misma al culparme por no haber estado allí.
Tras confesar todos mis pecados con el padre y aceptar humildemente la absolución, quise hacer algo para paliar la culpa que aún sobrecogía mi alma. Sabía que Lorenzo había vuelto a Fortefortezza, y ahora que ya no me quedaba nada por lo que vivir en el mundo exterior, me dije que después de haber ofendido tanto a mi Señor con mis pensamientos, era hora de convertirme en su más fiel servidora.
El 17 de mayo de 1469, y gracias a un permiso especial después de mantener una entrevista en profundidad con la abadesa, tomé con consciencia, humildad y absoluta obediencia los votos temporales, convirtiéndome de aquella manera en sor Maria Umile, hermana clarisa del convento de la orden de Santa Clara en Castelforca.
A partir de aquel momento, me convertí en la mejor novicia que había tenido el convento, siendo un ejemplo para todas las demás, pero con la humildad de no reconocerlo nunca. No sólo era la primera en levantarme, sino que el ayuno formó parte de mi vida sin que nadie me lo pidiera. Mi voz no se alzaba, mi sonrisa jamás aparecía, y nunca hablaba si no era en los tiempos de descanso, y siempre sobre temas religiosos. Oraciones, rosario, lecturas del evangelio, era todo, junto al servicio a mis hermanas, lo que llenaba mis días.
A veces, cuando en la soledad de mi celda pensaba en mi hija, o en Lorenzo, o incluso en Enrico, instintivamente, mis uñas me arañaban la piel del brazo hasta sangrar. Me mortificaba cada vez que mi mente pensaba en algo que no fuera la religión y, sin darme cuenta, mi voluntad cada vez quedaba más anulada, hasta el punto de que decidí no recibir las visitas de mi madre o de mi hermana, que tuvieron que volver a sus ciudades sin poder verme. Nada tenía contra ellas, pero sabía que no quería que nada del mundo exterior me distrajera en aquella loca carrera para convertirme en una monja de completa clausura.
Así fue como pasó el tiempo y sin darme cuenta, llegó el verano de 1471. Me encontraba en mi tiempo de pausa sin nada más que hacer que leer una oración que calmaba mi alma del breviario. Estaba sentada en aquel banco de piedra que vi el primer día que llegué a ese lugar, en soledad y reconfortada por los rayos de sol, cuando una suave brisa hizo que mi velo blanco cayera al suelo, a pesar de estar sujeto a mi pelo con un prendedor de metal. Me levanté, cogí la mantilla y volví a colocármela con el pasador, retornando a mi lectura, cuando una nueva brisa algo más fuerte que la anterior volvió a arrancarme con suavidad la tela de mi cabeza. Extrañada porque la brisa fuera intermitente, me levanté de nuevo, recuperé el velo y cuando iba a volver a colocarlo sobre mi cabeza, vi dos gorriones sobre el pozo que llamaron mi atención. Me miraban sin piar, sin miedo, a pesar de que me encontraba a tan sólo dos pasos de ellos. Uno dio unos saltitos hacia la derecha y el otro le siguió. El primero recitó un suave gorjeo y el otro le contestó. Sonreí al recordar el día que le conté a Viola la historia de la aparición de esos pájaros en la región, y por primera vez en mi vida no me produjo ni dolor ni vergüenza pensar en mi hija, sino que una inmensa alegría ocupó el lugar donde se hallaba mi alma. Miré al cielo y vi las ramas del frondoso árbol que allí permanecía impertérrito, pero entonces una nueva brisa arrancó de mis manos el velo y aunque jamás se lo dije a nadie, juro que el gorrión me dijo:
—¿Qué estás haciendo aquí? Tienes mucho por hacer y este no es tu lugar.
Sin dar crédito a lo que me había ocurrido, corrí a mi celda y me encerré en ella. ¿Qué era lo que me había pasado? ¿Acaso estaba enloqueciendo? ¿Cómo podía hablarme un gorrión? Quise ocultarme, pero no supe dónde y salí de aquel lugar para dirigirme a la iglesia. Allí me arrodillé delante de la gran cruz de madera y comencé a rezar con todas mis fuerzas. Al final, sin exigencias y sin dolor, pregunté en voz alta:
—¿Qué quieres de mí?
Nadie contestó, pero algo en mi interior, una voz que me pertenecía, dijo:
—Este no es tu camino.
El 6 de noviembre de aquel mismo año, con el sayo marrón y las sandalias raídas por toda vestimenta, me despedí de mis hermanas, aquellas de las que tanto había aprendido, para dirigirme hacia el palacio ducal, no como novicia, ni como sor María Umile, sino de nuevo como Costanza Contanti, viuda de Fondasini.