Creo que me desvanecí al oír las palabras de Sitti, pues al despertar me encontraba en mi cama y Oddantonio estaba a mi lado hablando con el médico de la casa. Cuando mi esposo vio que estaba despierta, él, que me había forzado, que había yacido posteriormente con las peores rameras de Venecia, el mismo al que había tenido que traer desde el burdel con la complicidad de mi amante, el que llevaba casi dos meses sin dirigirme la palabra, me abrazó y me besó como si nada hubiera ocurrido. Creyendo que iba a volver a atacarme, me asusté tanto que el médico dictaminó que estaba agotada y que necesitaba mucho descanso para que el embarazo pudiera llegar a buen puerto.
Fue quedarme en estado de buena esperanza y todo volvió a ser como al principio. Apenas veía a mi esposo, pero eso no significaba que no estuviera pendiente de mí, aunque siempre creí que para él yo sólo fui la portadora de su heredero. Supongo que por ello, cada mes de gestación que pasaba sin tener alerta de aborto, yo recibía una joya de gran valor, que apenas miraba y que Sitti colocaba en el arca donde todas ellas reposaban. Nada significaban para mí aquellos maravillosos rubíes, las fabulosas esmeraldas y las perlas preciosas, pues sabiendo que era mi deber darle un hijo, me preguntaba hasta qué punto era lícito que me hubiera forzado para conseguirlo.
Nunca escribimos a mi familia para comunicar la buena nueva. Oddantonio deseaba llevar mi embarazo en secreto, pues Sitti me contó los rumores existentes acerca de que el hermano de mi esposo estaba al acecho para apropiarse de la herencia que se le había negado por ser hijo ilegítimo, y que si supiera que llevaba un heredero en mi vientre, hubiera podido fraguar algún tipo de atentado contra mi vida.
El médico de mi esposo, influenciado por la imperiosa necesidad de que aquel niño naciera y sobreviviera, insistió en que siguiera postrada en cama, a pesar de que mi estado de salud era excelente y que yo ansiaba seguir con mi vida. Los vómitos habían dado paso a una serena espera que me instaba a continuar con mis quehaceres diarios, pero aquel hombre de larga barba oscura seguía obligándome a olvidarme de mí misma, para pensar en una vida que yo no había pedido traer.
Si algún defecto tenía yo como mujer era que pensaba demasiado. Siempre había sido así desde que tenía uso de razón, pero era algo imposible de controlar; el hecho de que el médico me obligara a permanecer sedentaria, tan sólo alentaba en mí pensamientos cada vez más destructivos hacia la vida que crecía milagrosamente en mi interior.
Juro que intenté amar al ser que crecía en mí, pero por alguna razón no podía. Sabía que él no tenía la culpa del horrible acto que había cometido su padre, pero las numerosas pesadillas nocturnas con las que rememoraba aquel suceso, junto a las que mi mente se inventaba sobre un parto difícil, ensangrentado y en el cual no daba a luz a un niño, sino a una especie de dragón, hacían que no pudiera sentir ni siquiera lástima por un hijo que yo no pedí engendrar. Con aquel acto deleznable, mi esposo había logrado que yo despreciara al ser que llevaba en mi interior, concebido fruto de la fuerza y de la inconsciencia de un hombre ebrio. Numerosas fueron las veces que me pregunté si llegaría el momento en que pudiera amar a un hijo nacido del odio.
En las pocas ocasiones que se me permitía levantarme, mi esposo y yo evitábamos quedarnos a solas o coincidir en algún lugar del palacio en el que tuviéramos que hablar más de dos palabras seguidas. Supongo que él se dio cuenta de que yo intentaba evitarle, así que antes del nacimiento de su heredero decidió viajar por las tierras que conformaban sus propiedades, junto a sus asesores.
Su médico personal acompañó a mi esposo, de modo que pude dejar de estar postrada en cama permanentemente para continuar con mi día a día. Así fue como volví a encontrarme con los escritores que se reunían en nuestra biblioteca para mantener numerosas discusiones sobre la inteligencia masculina y femenina, y volví a estudiar aquella lengua tan bonita y dulce que se hablaba en las vecinas regiones francófonas, deleitándome con aquel aprendizaje de los maravillosos escritos de la que se convirtió en mi musa a la hora de filosofar con aquellos eruditos, que no fue sino la maravillosa Christine de Pizan.
Aquellas charlas filosóficas me abrieron los ojos sobre un aspecto: el mundo no estaba preparado aún para que hombres y mujeres fueran iguales, pues aquellos pensadores, los eruditos filósofos de Castelforca, Fortefortezza, Siena y de las más importantes regiones de los alrededores que se reunían en aquel lugar seguían sin creer que pudiéramos equipararnos. Quienes ejercían influencia sobre las personas del mundo eran incapaces de pensar que yo, en tanto que mujer, era igual en inteligencia a ellos, por más que estuviera no sólo a su altura en nuestras conversaciones, sino que, en algunas ocasiones, reconocieran mi punto de vista como el más acertado.
Sé que al final me gané su respeto, e incluso, la sincera amistad de alguno de ellos. Sé que sus elogios a mi inteligencia eran absolutamente verdaderos. Sé que la consideración que me tenían como persona inteligente, pese a mi aspecto dulce, era un primer paso para la igualdad entre hombres y mujeres.
Durante la ausencia de mi esposo, no sólo divagué y discutí con aquellos sabios y escritores, sino que escuché de nuevo las advertencias de Sitti sobre la hambruna que asolaba la población de Castelforca, y a pesar de las reticencias de nuestros cocineros, dispuse que se repartiera por la ciudad pan, queso y los fiambres que sobraban de nuestra mesa, además de hacer que nuestros criados prepararan cada mañana decenas de escudillas con leche y gachas para que los niños pudieran tener un buen comienzo de día. A veces, yo misma bajaba a las cocinas para ver comer a esos famélicos niños. A pesar de tener escasamente cubiertas sus necesidades más básicas, seguían sonriendo. La mayoría de ellos trabajaban junto a sus padres en los campos. Las niñas llevaban a sus hermanos pequeños a la espalda y eran las encargadas de su cuidado mientras sus madres faenaban las tierras del duque. Pensé en la injusticia que suponía que hicieran todo el trabajo para que yo pudiera tener todo lo que solicitaba, e incluso mucho más, y en cambio ellos fueran quienes menos recibían: absolutamente todo lo que cosechaban, recogían, amasaban o encontraban en las tierras de Castelforca, pertenecía a su señor.
Aquellos niños que se congregaban en las cocinas de palacio no hablaban de miserias, ni de hambre, ni de revueltas, pero, a veces, en los juegos que imitaban la vida diaria de sus progenitores, se les escapaban palabras que seguramente habían escuchado en boca de sus padres, como rebelión o reparto de la tierra. Aquello me hizo advertir que la prosperidad de Castelforca no era sino la prosperidad del duque, la acumulación de la riqueza en un solo hombre que no era capaz de cuidar de sus ciudadanos.
La noche del 13 de junio de 1467, en mi séptimo mes de embarazo, el camarlengo anunció la llegada a palacio del desconocido hermano de Oddantonio, aquel cuya existencia me había ocultado, y cuyo nombre escuché por vez primera cuando fue presentado como Federico de Fondasini, acompañado de su esposa, la joven Battista Orsatti. Al no haber sido Federico formalmente presentado, no sabía qué actitud debía adoptar frente a esa inesperada visita. Conocía la animadversión que mi esposo sentía por su hermano. Si tanto era el odio que rodeaba aquella relación, no sería una buena idea que él supiera que yo estaba esperando un heredero. A pesar de encontrarme casi en la recta final de mi embarazo, mi vientre no abultaba demasiado y pude ocultarlo a ojos de mis cuñados gracias al ingenio de Sitti: soltar la cinta de seda que fruncía el vestido a mi pecho para que este cayera ralo como un saco.
Jamás podría haber imaginado cuan diferentes eran aquellos dos hermanos. Federico no tenía la belleza de Oddantonio, ni una melena rubia, ni ojos claros. Su piel no era suave ni blanca, ni exhibía el porte elegante del duque. Más bien parecía un guerrero curtido en mil batallas, con la piel quebrada por el sol y el trabajo duro, y con una nariz grande y raramente recortada, como si se la hubiera cincelado un escultor, y con un parche que tapaba uno de sus ojos, que al parecer había perdido en una de esas confrontaciones. En verdad, al verlo y compararlo con Oddantonio, comencé a preguntarme si mi esposo había estado alguna vez en un campo de batalla, pues en verdad y pese a todos aquellos enfrentamientos que las crónicas le atribuían, aparte de una pequeña cicatriz no tenía ninguna marca más. Federico era tosco y no mostraba la buena educación de su hermano, pues al ofrecerle mi mano para que la besara, esta se quedó en el aire esperando una genuflexión que jamás llegó.
Aquel hombre, bastante mayor que mi esposo, fue directamente al grano para, con educación, pero sin pizca de delicadeza, decirme:
—Comparezco ante vos para presentarme como el hermano del duque de Castelforca, ahora que sé que él no está en palacio. Vuestro señor corre un grave peligro si sigue dilapidando el dinero de los numerosos impuestos con que carga a los ciudadanos. Los rumores de revuelta cada vez están más latentes en la ciudad, e incluso se escuchan nombres como el de Serafino Fazio, que clama venganza tras la violación de su esposa a manos del consejero Manfredo, a quien no importó mancillar el honor de una mujer de esposo ilustre.
Interrumpí aquellas palabras que cada vez me dejaban más aterrorizada diciendo:
—Tendréis que disculparme, don Federico. Mi esposo jamás me habló de que tuviera un hermano, y vos venís a mi casa para advertirme de que corre peligro de muerte. Vos debéis saber que nada conozco yo sobre cómo gestiona mi esposo sus tierras ni el ducado, desconozco si pueden o no ser ciertas las noticias que vos traéis, pero debéis comprender que, si vos sois quien decís que sois, he de pediros que os marchéis y que volváis cuando mi esposo se encuentre en palacio.
—Mi señora, el pueblo dice que sois una buena persona, no venía a advertir a mi hermano, sino a informaros a vos. No podría perdonarme si algo os ocurriera, pues si mi hermano cae, os aseguro que tendréis un lugar donde quedaros aquí en Castelforca, dado que yo así lo dispondré —dijo Federico, ahora sí, haciendo una tímida reverencia.
—Disculpadme, señor, si soy descortés, mas muy seguro estáis de que si mi esposo fallece vos seréis el nuevo duque.
Federico se quedó callado. Supongo que no se esperaba que la simple esposa de su hermano le dijera aquello, aunque pronto obtuve una respuesta:
—¿Acaso le habéis dado vos algún hijo varón a mi hermano? Yo sólo quiero lo mejor para el ducado y nada malo deseo que os ocurra, tan sólo quería advertiros del peligro que corre la vida del duque y la de los que se encuentran a su lado. Ahora, si me los permitís, mi esposa y yo debemos volver a Quibati.
—¿Sería una desfachatez preguntaros que tenéis vos que ver con el señor de Quibati, Alessandro Orsatti?
—Lo es, pero aun así os contestaré. Mi esposa es la hija del noble Alessandro.
¡Qué extraña aquella visita! ¿Por qué el hermano desconocido de mi esposo me alertaba de que corría peligro si me quedaba en palacio? ¿A qué venía esa advertencia? ¿Acaso sabía algo que nosotros desconocíamos? ¡Qué raro era todo! Si tanto se odiaban los hermanos, si tan mal se llevaban que no se podían ver, ¿cómo era que Federico estaba casado con la hija de Alessandro, el esposo de Sveva? El señor de Quibati había asistido a mi desposamiento como representante paterno de mi esposo, aquello era un lugar de privilegio; sin embargo, su hija estaba casada con el supuesto enemigo del duque.
Durante las semanas siguientes, la única conversación entre Sitti y yo versó sobre la extraña visita, la advertencia realizada, y sobre la manía de mi amiga en esconder algunas alhajas y cosas de valor fuera de palacio, por si algo ocurría. Cuando le dije que no, ella insistió, y era algo que jamás hacía.
—¿No te das cuenta, Costanza, de que si algo malo ocurre y Federico ocupa el lugar de vuestro esposo, te quedarás sin nada?
—Él dijo que yo tendría un lugar en Castelforca, además no tiene por qué ocurrir absolutamente nada.
—Cuando el río suena agua lleva. Te dije que el pueblo no está contento. Por favor, amiga, hacedme caso. Haced un pequeño paquete con cosas de valor, con aquello que queráis conservar. Lo esconderemos en algún lugar donde podamos recuperarlo algún día.
Desconocía esta faceta de mi amiga, pero me di cuenta de que seguiría insistiendo hasta que accediera. Quise dar el tema por cerrado, y le dije con malos modos:
—Está bien, mañana tendrás tu paquete. Comienza a pensar un buen lugar para esconderlo, aunque estoy segura de que nada malo ocurrirá.
Aquella noche, al quedarme sola en mi alcoba, puse todo lo que creí mío sobre la cama. Había anillos de rubíes y esmeraldas, pendientes de diamantes, coronas de perlas y miles de joyas regaladas por mi esposo que nada significaban para mí. Quise pensar si de todo aquello había algo que verdaderamente me preocupara perder, y cuando lo hice de veras, tan sólo aparté el anillo de Enrico y las alhajas confeccionadas por mi padre para el día de mi boda. Además de las joyas, sobre la cama también había varios pergaminos en los que últimamente escribía frases extraídas de lo que me aportaba la lectura de los distintos manuscritos y ediciones encuadernadas que ya comenzaban a llegar, gracias a las nuevas imprentas, a nuestra biblioteca.
Así pues, me di cuenta de que a pesar de que Sitti me había pedido que empaquetara lo más valioso, para mí eso distaba mucho de ser lo que tenía más valor monetario. Quise pensar con coherencia qué ocurriría si Oddantonio moría y comprendí que con Federico como heredero no tenía ninguna posibilidad de quedarme en Castelforca cuando él se enterara de mi embarazo. Al final, cogí una tela de lino para empaquetar todas las joyas que creí más valiosas, por si algún día necesitaba huir de palacio. Fue entonces cuando recordé el lugar secreto donde guardé durante tiempo el pergamino que Enrico me había regalado junto a las supuestas cartas de mi esposo, que ahora dudaba si habían sido escritas en verdad por él. Aquel libro ya nada nuevo podía enseñarme, de modo que recorté con una navaja su centro, dejando seis o siete páginas tanto por delante como por detrás para disimular. En el hueco resultante, coloqué las joyas de mi padre, el escrito de Isotta Nogarola, regalo de Enrico, así como el pergamino que incluía frases extraídas de las encuadernaciones de los libros de Christine de Pizan, el Livre de la Cité des Dames y Le Dit de la Rose, que tras mucho insistir, conseguí que trajeran a nuestra biblioteca, y recopilaciones de los escritos de Battista da Montefeltro, en los que se incluía la famosa frase de la carta enviada por el gran humanista Leonardo Bruni, llamada De studiis et litteris, en la que se aseguraba que «los estudios humanistas son dignos de ser seguidos por hombres y mujeres por igual».
Debían quedar en la pequeña arca joyas suficientes para seguir asistiendo a las fiestas de mi esposo en caso de que nada ocurriera, pero una nueva duda me surgió al ver el anillo con el sello de la casa de los Acade que Enrico me había regalado en nuestra última noche. ¿Dónde podía guardarlo? ¿Con las costosas joyas o con los objetos sentimentales? Me dije que era demasiado valioso como para dejar que el destino decidiera dónde acabaría aquel presente que tanto significaba para mí, así que cogí el último regalo de aniversario de mi padre —una finísima y larga cadena de plata—, coloqué el anillo en ella y decidí llevarlo conmigo, cerca de mi corazón, segura como estaba de que una vez hubiera parido a su heredero, Oddantonio jamás volvería a tocarme.
Cuando todos dormían Sitti y yo salimos al exterior del palacio a través de un pasadizo que encontramos, en el que había una puerta oculta detrás de los ladrillos rojos que daba a la plaza donde el carruaje me dejó el día de mi llegada. En aquel lugar solitario no había más luz que la pequeña vela que llevaba Sitti, y en la lejanía, sobre las almenas del torreón, se escuchaba el roce de las cotas de malla de la guardia ducal, pero se encontraban a tanta altura que ninguno de ellos advirtió nuestra presencia.
Sitti se dirigió el torreón que estaba junto a las escaleras de entrada. Contó ocho escalones y cuatro ladrillos, y dio con una piedra que parecía estar ya suelta, lo que me hizo pensar que ella ya sabía de aquel lugar. Ayudándose de una navaja, retiró el resto de la argamasa de cal que sostenía la piedra pegada al torreón y sacó aquel ladrillo rojo de una sola pieza, dejando un hueco en la pared; me enseñó que ya le faltaba un buen trozo de roca, como si aquel escondite hubiera sido preparado con anterioridad. Colocamos el paquete de lino donde había envuelto mis joyas más valiosas en el hueco que quedaba, y Sitti volvió a poner la piedra en su sitio. Era el escondite perfecto.
A la mañana siguiente me dirigí a la biblioteca con mi libro de griego cargado de secretos. Los escribientes estaban tan ocupados que ni siquiera se percataron de mi presencia, y aprovechando que ninguno de los amigos de mi esposo estaba presente, coloqué aquel viejo manuscrito entre los libros escritos por la doctora Rebecca Guarna, De Febris y De Embryone. Sabía que aquel lugar era el mejor para resguardar mis tesoros, ya que ni el humanista de mente más abierta hubiese elegido como libro de medicina uno escrito por una mujer.
Cuando Oddantonio volvió a palacio, yo ya estaba en la semana treinta y seis de embarazo y si bien mi salud era buena, aduje mi exceso de peso para no ir a darle ni siquiera la bienvenida. Postrada de nuevo en la cama, seguí leyendo los magníficos párrafos del primer libro de los poemas de Cristóforo Landino, Xandra, hasta que la puerta de mi alcoba se abrió para dejar paso a Oddantonio.
En verdad me sorprendió su visita y no pude sino fijarme en que seguía siendo tan bello como el día en que le conocí. A pesar de todo lo que me había hecho y aunque ahora conocía su lado oscuro y sus verdaderos motivos para casarse conmigo, no podía negar que aquel hombre me seguía atrayendo.
Quise cerrar el libro y ponerme de pie, pero él me lo impidió con cariño, diciéndome:
—¿Qué estás leyendo?
—Xandra, los poemas de Cristóforo.
—Si te pido que me leas alguno, ¿lo harías?
No le contesté, aunque volví la página que había dejado a medias, y leí en voz alta:
—Qui nunc censarum mavult tolerasse legentum…
—Me hace gracia que los filósofos se crean que por escribir en latín parecen más interesantes —interrumpió mi esposo sentándose junto a mí en la cama.
—Señor, pero vos sabéis latín.
—Por supuesto, pero hace tanto que no leo, que si fueras tan amable de traducirlo te estaría muy agradecido.
Volví al primer párrafo, para comenzar a leer:
—«Un libro que una vez se escondió por tres veces cinco años, ahora desea someterse al juicio de sus lectores; porque siendo vergonzoso y sabiamente inseguro, no desea que sus frivolidades salgan a la luz. Pero ahora que ve a sus dos hermanos gemelos atreverse a pasar el umbral de los maestros, espera conseguir una plaza de honor entre los mecenas».
Continué leyendo hasta el último párrafo:
—«Pero si por fortuna se baña en la bendita fuente que brota con agua cristalina de la roca, limpiará sus oscuros defectos convirtiéndolos en blanca pureza, encogiéndose de hombros a los malvados deseos de la muchedumbre».
Un silencio sepulcral se apoderó de la estancia. Miré a mi esposo, era como si la lectura le hubiera trastornado. Tras un incómodo mutismo dijo:
—Me gustaría que fuera cierto y que existiera esa fuente de la que habla el poema, así podría bañarme en ella, como el libro, para limpiar mis defectos. Tampoco yo deseo que mis frivolidades salgan a la luz y temo el día en que tenga que enfrentarme al juicio de la enfurecida multitud.
Sabía perfectamente a qué se refería. Oddantonio no había sido un buen gobernante, con esas simples palabras estaba confesando que todo lo que de él se decía era verdad.
No sabía cómo debía reaccionar. No quería acercarme a un hombre que tan poco me había amado, aunque me había dado lo que nadie había hecho: un hijo que a pesar de no ser amado, sería nuestra continuación.
—Siempre me ha gustado escuchar tu voz —dijo él rompiendo el silencio de nuevo.
Sonreí sin mirarle. Ya no podía creer nada de lo que me dijera.
—Es cierto, Costanza. Lamento lo que ocurrió en Venecia, pero gracias a ello, ahora estás esperando un heredero.
—Esperaba que jamás tuviera que recordarlo de nuevo. Pronto tendréis lo que tanto deseabais —exclamé sin pasión.
Oddantonio cogió mi mano con suavidad y me dijo:
—Si algún día me ocurriera algo quiero que sepulten mi cuerpo en la iglesia de San Donato, aunque el pueblo ha de creer que estoy enterrado en San Francisco. ¿Lo entiendes, Costanza?
—¿Queréis mentir a vuestro pueblo? —pregunté mirándole extrañada.
—No he hecho nada para que mi pueblo me ame, y el día que yo muera no creo que traten mi sepultura con demasiado respeto. Por eso quiero pedirte que te encargues de llevar a cabo el engaño. ¿Harás eso por mí?
—Lo haré, Oddantonio. Seguís siendo mi esposo.
—¿Podrás perdonar lo que hice? —preguntó de nuevo.
No contesté, pues no sabía qué decir. Con mi mano libre, cubrí la suya acariciándola y él, apoyando su cabeza en mi hombro, se acurrucó en mi cuello, cubriéndolo con suaves besos.
—Jamás pienses que no te amé. Sé que no supe hacerlo, sé que pude hacerlo mejor, pero no te he merecido jamás, y espero que cuando yo ya no esté puedas llegar a perdonarme.
Oddantonio se levantó avergonzado y apesadumbrado y salió por la puerta. Aquella sería la última vez que le vería con vida.
Dos días después, durante la noche del 21 al 22 de julio, pasada la medianoche más calurosa que recordaba desde mi llegada a Castelforca, los golpes de maza, espadas y palos resonaron por todo el palacio: una muchedumbre enfurecida se encontraba a las puertas. Sé que la guardia ducal intentó hacerles frente, pero una docena de asesinos penetraron sus líneas para llegar hasta nuestras dependencias. Me levanté al oír los gritos de Sitti en su habitación, contigua a la mía, entré en ella, y vi a uno de aquellos maleantes arrastrándola y tirándola al suelo. Cuando ya se iba, se fijó en mí, y para mi desgracia en mi vientre. Se detuvo y, tras un breve instante de vacilación, sacó una enorme navaja. Jalándome del pelo hasta hacerme arrodillar, dijo:
—Mi señora, vos os habéis portado bien con el pueblo, mas el fruto que lleváis en ese vientre os ha condenado a morir junto a vuestro esposo.
No sé cómo ocurrió, pues tengo esos recuerdos algo borrosos, pero sí sé que Sitti se abalanzó sobre aquel hombre y que forcejeó con él hasta que me soltó del pelo. Vi cómo ella le arañaba como si fuera una gata furiosa, cómo él la postraba en el suelo por la fuerza, y a ella volviendo a defenderse dándole golpes con sus piernas y manos, mientras con la mirada me decía que desapareciera mientras aún pudiera aguantar los golpes de aquel asesino. Y lo hice cobardemente, desaparecí tras la cortina que cubría el pasadizo secreto de mi alcoba que llevaba al despacho de mi esposo. Era imposible huir por aquel lugar pues allí se encontraba Manfredo luchando valientemente con su espada contra uno de aquellos hombres y sucumbiendo al final bajo el acero de su contrincante. Desde mi escondite, no pude ver qué ocurrió en la habitación de Oddantonio, pero sí que pude escuchar cómo alguien le decía a Tomasso que saliera de debajo de la cama, como una vulgar gallina, y sus gritos cuando lo pasaron por la cuchilla. Estaba horrorizada, temblando y muerta de miedo, y esperaba que mi esposo se enfrentara a ellos como el luchador y guerrero que siempre afirmó que era, pero por las voces de aquellos hombres supe que el valiente duque se había escondido. De nada le sirvió que le encontraran arrodillado en la pequeña capilla de su cámara, implorando perdón por sus pecados mientras se abrazaba a un crucifijo. No fui testigo de su muerte, pero sí pude oír sus gritos de clemencia desde donde me encontraba. Por muchos años que pasen, jamás podré olvidarlos, como tampoco olvidaré el odio que le profesaban aquellos, la de barbaridades que llegaron a decirle mientras seguían propinándole puñaladas.
Los médicos dijeron posteriormente que el hachazo en la cabeza mató al duque antes de que le tiraran por la ventana junto a sus consejeros, y que ya no quedaba vida en él cuando lo arrastraron a la plaza para cortarle sus atributos y colocárselos en la boca como símbolo del fin de su vida disoluta.
Ni siquiera cuando el silencio volvió al palacio quise salir de mi escondite, y aunque imaginé que algo terrible le había ocurrido a Sitti, por primera vez en mi vida pensé en el ser que llevaba dentro de mí, aunque enseguida me di cuenta de que fue un pensamiento egoísta por mi parte, pues al salvar su vida estaba salvando la mía. Supongo que me dormí, pues a la mañana siguiente me desperté dolorida en aquel lugar, y sólo cuando vi a Federico y a la guardia ducal entrar en el despacho de mi esposo, salí de mi escondrijo para presentarme, sucia y en camisón, ante el hermano de Oddantonio. Cuando él me vio se santiguó, y tras cubrir mi cuerpo con su jubón hizo que me sentara y que una de las criadas me trajera un plato de sopa caliente. Se arrodilló a mi lado y antes de que dijera nada, alcancé a decir temblando aún como una hoja:
—Juradme que vos no habéis tenido nada que ver.
—Os lo juro, mi señora.
Tomé de un trago el caldo, y tras recuperar la temperatura de mi cuerpo, pregunté:
—¿Dónde está el cuerpo de mi esposo?
—Señora, me niego a que le veáis en el estado en que lo han dejado —exclamó Federico.
—Lamento escuchar esas palabras, pero nadie va a prohibirme que lave el cuerpo de mi señor y que le prepare para que le den sepultura.
—Mi señora, dejad al menos que las criadas os ayuden —insistió él.
—No —dije tajante—, tan sólo mi dama de compañía podrá entrar conmigo.
El silencio fue el preludio de la mala noticia, que llegó de boca de uno de los soldados:
—Lamento deciros que ella feneció ayer también.
Las lágrimas comenzaron a correr por mis mejillas. Sitti había dado su vida por mí. ¿Merecía yo que ella hubiera dado su vida por salvar la mía? Cubrí mi rostro con las manos, me obligué a dejar de llorar y cuando pude templar de nuevo la voz, dije en un tono tajante:
—Quiero que coloquen a mi esposo y a mi criada en la mesa del salón. Que se me provea de agua, gasas de lino y un manto blanco. El ayuda de cámara del duque preparará su armadura y su espada y sólo entrará cuando yo lo diga. Federico, espero que os encarguéis de avisar al sacerdote de San Francisco para dar sepultura al duque de Castelforca.
—Mi señora, se hará como pedís —exclamó sin poder negarme nada.
Sin Sitti a mi lado, me sentí completamente sola. Supongo que no era necesario ser bruja para saber que aquello iba a acabar ocurriendo. Lavé mi cuerpo con el agua de la jofaina y me vestí con mis mejores galas para despedir a mi esposo.
Cuando entré en el comedor, la visión de los cuerpos de aquellas dos personas tan importantes para mí que yacían sin vida sobre la mesa me provocaron un mareo que me obligó a tomar asiento. Limpiar sus cuerpos no era algo usual de lo que se ocupara la señora de la casa, mas quise hacerlo. Por Sitti, en señal de mi amor por ella; por mi esposo, porque siendo el pueblo quien le había hecho eso, no quería que nadie le tocara.
A pesar de las heridas ahora ya secas que cubrían su cuerpo, a pesar de la amputación de su miembro y de los destrozos en su cuerpo, el rostro de mi esposo aún albergaba belleza. Cuando terminé de limpiarlo, le besé, sin odio, incluso con amor, e hice que su ayuda de cámara entrara para vestirle con su brillante armadura, aquella que como, ahora sabía, jamás había participado en batalla. Incluso muerto era guapo, y cuando su criado le colocó las manos sobre su pecho empuñando su espada entre ellas, y lo dispuso sobre la tabla de madera con la que se le iba a llevar hasta la iglesia de San Francisco, me pregunté de nuevo si alguna vez había amado a mi esposo.
Siendo duque de Castelforca, Oddantonio se merecía un pomposo cortejo con luminaria y plañideras contratadas, mientras las campanas de las iglesias tocaban ahuyentando así al demonio de la muerte. El camino hasta su sepultura debía realizarse bajo suelo santo, entre cánticos y plegarias, rezos y llantos, pero habiendo sido asesinado a manos del pueblo y con el odio latente que según Federico se respiraba en la calle, el cortejo salió por una de las puertas traseras del castillo acompañado tan sólo por sus amigos los escritores, por su hermano, sus hermanas y respectivos esposos, y por mí misma bañada en un mar de lágrimas, que si bien todos atribuyeron a la muerte de mi esposo, en realidad derramaba por la tristeza y el dolor de tener que separarme para siempre de mi amada Sitti. Dimos sepultura a mi querida amiga en una pequeña iglesia cercana a la ciudad, sin más presencia que un par de criados que la estimaban, pues yo, en calidad de duquesa de Castelforca, no podía rebajarme a asistir al entierro de una simple dama de compañía.
La sepultura del cuerpo del duque de Castelforca se desarrolló en un absoluto silencio, quebrado únicamente por los rezos del sacerdote que resonaban entre las paredes de piedra del lugar. A pesar de ser un día caluroso, agradecí el vetusto vestido de invierno que llevaba, pues desde su muerte el frío se había apoderado de mi cuerpo hasta tal punto que llegué a pensar que jamás volvería a sentir calor. Cuando Federico repartió los anillos de luto para los asistentes al sepelio, me fijé en que estos llevaban un mechón de cabello. ¿Cuándo accedió Federico al cadáver de su hermano? ¿Cómo pudo forjar en una sola noche todas esas alianzas?
Me negué a pensar en ello, como tampoco quise hacerme mala sangre con las últimas frases que pronunció el sacerdote al que Federico había encargado el entierro:
—Es triste hallarnos ante un castigo ejemplar de voluntad divina, impuesto por su villanía a un pecador arrepentido. Que Dios pueda perdonarle todo lo que Castelforca no pudo olvidar.
En verdad creí que aquello estaba fuera de lugar y que aquel hombre, al que jamás había visto por Castelforca ni por palacio, no debería haber hablado así sobre Oddantonio, pues nada conocía de él. Por suerte, mi mente tenía otros problemas que solucionar que el sermón de aquel sacerdote, pues debía elucubrar un modo de cambiar de sepultura a mi marido sin que nadie lo advirtiera.
Sabía que no podía hacerlo sola y di gracias al Señor cuando nadie se extrañó que yo pidiera quedarme junto a sus amigos, a solas, en la tumba de mi esposo, ni cuando solicité al sacerdote que no cerraran por completo la losa que cubriría su tumba. Supongo que todo el mundo creyó que queríamos darle un último adiós a la manera que los artistas hacían, prodigando poemas y cánticos en su honor, y por ello dejaron que nos quedáramos a solas con él. Por suerte descubrí que todos eran verdaderos amigos, pues cuando les conté el motivo real, que no era otro que llevar a cabo la última voluntad de Oddantonio, todos estuvieron dispuestos a colaborar para que así fuera. Vigilando cada uno de nuestros pasos y en el máximo silencio, trasladamos los restos de Oddantonio a una tumba desconocida, en la iglesia de San Donato, que Marsilio, el padre que bendijo nuestra unión, consagró con permiso y conocimiento del sacerdote franciscano que la regía. Cuando le dimos sepultura, nada invitaba a pensar que el cuerpo del duque de Castelforca se hallaba en aquel lugar, y fue al caer la gran losa de piedra cuando sus amigos empezaron a despedirse declamando máximas de los grandes eruditos griegos.
—La muerte es una quimera: porque mientras yo existo, no existe la muerte; y cuando existe la muerte, ya no existo yo —recitó con una rica entonación Agostino haciendo suyas las palabras del filósofo Epicuro de Samos.
—Aquel que tú lloras por muerto, no ha hecho más que precederte —exclamó Bartolomeo, recitando al magnífico Séneca.
—Cuando la muerte se precipita sobre el hombre, la parte mortal se extingue; pero el principio inmortal se retira y se aleja sano y salvo —declamó Cristóforo cantando al gran Platón.
Los poemas y cantares sobre la vida de Oddantonio llenaron aquellos momentos, en los cuales yo, aunque agradecía esas muestras de cariño, sólo podía pensar en que Sitti había sido enterrada en la más estricta soledad y que nadie había cantado en su honor ni recitado a los grandes filósofos.
Llegué a palacio agotada, esperando poder descansar en mis aposentos, mas las sorpresas no habían terminado para mí. Cuando quise entrar en mis estancias, dos guardias ducales me lo impidieron y me ordenaron que fuera a hablar con el duque de Castelforca.
—¡Qué osadía es esta que os atrevéis a burlaros de mi esposo cuando su cuerpo yace en una tumba apenas desde esta mañana! —grité desgarrando mi voz, al ser tratada como una prisionera.
—Mi señora, sólo obedezco órdenes del nuevo duque —dijo el soldado visiblemente avergonzado.
¿Tanto descaro tenía el hermano de mi esposo que se había nombrado a sí mismo heredero del ducado sin comentarme nada? Me dirigí al despacho de mi difunto esposo y encontré la antesala limpia y ordenada como si nada hubiera ocurrido la noche anterior. Abrí las puertas del despacho de par en par, y allí estaba mi cuñado debatiendo con… ¡Dios mío! ¡No podía ser! ¡Uno de los asesinos de mi esposo, o, al menos, el asesino de Sitti, aquel que intentó darme muerte a mí, también se encontraba junto al doctor Serafino Fazio, Piero Antonio Agrimal, Piero Enzo, Cristóforo Tolonigo, Bartolomeo di Mastro Accenti e incluso a Antonio di Valentino da Baroni, debatiendo el futuro de las tierras de Castelforca!
Reconocí a la mayoría de ellos como los autores de los crímenes, pero también, ahora que les veía de cerca, como ilustres ciudadanos de Castelforca que en más de una ocasión habían asistido a nuestras suntuosas fiestas. Aquellos conjuradores, esos traidores, se hallaban en mi palacio, presentando nuevas leyes que concedían la amnistía por las muertes del duque y de sus asesores a cambio de que Federico se convirtiera en el nuevo duque de Castelforca. Quise gritar, quise correr en dirección opuesta, incluso pensé en tirarme por la ventana buscando la muerte, sin dejarme atrapar por aquellos salvajes que derramaron la sangre de mi esposo en aquellas mismas estancias donde ahora ellos se encontraban, pero otros dos guardias detuvieron mis pasos agarrándome con fuerza de los brazos como si no fuera más que una vulgar reclusa.
—¡Costanza, no os alarméis! Dejad que os explique esta reunión, pues no es lo que parece —exclamó Federico, invitando a despedirse a aquellos asesinos, que salieron del lugar haciendo sendas reverencias.
Al verme más calmada, la guardia me soltó y salió del despacho. Federico insistió en que tomara asiento.
—Mi señora —me dijo—. Todos saben que por testamento y a falta de un hijo varón del duque, yo soy el legítimo heredero del ducado. Sí, ellos fueron los asesinos de mi hermano, pero sin ellos yo jamás podré gobernar y el ducado se perderá en manos profanas a la familia, motivo por el cual me veo obligado a claudicar cuando piden el perdón completo de sus faltas.
—¡Por Dios, mi señor! ¿Acaso os habéis vuelto loco? Asesinaron a mi esposo y a sus asesores, mataron a mi dama de compañía. Pero no se conformaron con eso, sino que vejaron sus cuerpos, los cercenaron, se rieron de ellos llevándolos a la plaza para mostrar a los ciudadanos qué le habían hecho al duque. ¿Cómo podéis perdonar y olvidar algo así? ¿Tan ávido estáis de poder? ¿Qué ansia os mueve a perdonar a sus asesinos? No tiene sentido a menos que vos mismo fuerais cómplice.
Federico se levantó; serio, erguido, mirándome con su único ojo. Tuve miedo, y me di cuenta de que no debía haber dicho esas palabras. Él, con su porte digno de leal guerrero y noble, se acercó a mí, y mirándome de soslayo, me espetó con dureza:
—Veo que la muerte de vuestro esposo ha enajenado vuestra mente. Puede que la locura por su fallecimiento se haya unido al hecho de querer ocultarme que estáis esperando un hijo. Os dije una vez que vuestras necesidades estarían cubiertas si algo le ocurría a mi hermano. No hagáis que reconsidere mi propuesta. Os alojaréis en los aposentos de vuestra dama de compañía hasta que nazca el fruto que lleváis en vuestras entrañas.
El nuevo duque calló sopesando sus propias palabras, para a continuación, añadir:
—Si es una niña, podréis seguir viviendo en palacio. Si es un varón os enviaré a un convento del cual jamás obtendréis la libertad, y criaré al niño como si fuera mío, aunque si mi esposa Battista me da un heredero, él será el duque por encima del hijo de mi hermano. He dicho.
Los guardias volvieron a apresarme a una orden del hombre que había dictado mi injusta sentencia. Aunque sin tanta dureza, insistieron en acompañarme hasta mis nuevos aposentos.
Sólo tuve fuerzas para llorar mientras asía la almohada en la que Sitti había reposado tantas veces su cabeza. Aún conservaba su olor y me sentía tan sola que creí no poder sobrevivir a todo lo que estaba sucediendo. Ocurriera lo que ocurriese, me había convertido en una condenada a pasar lo que me quedaba de vida encarcelada en un lugar donde cada día que pasaba detestaba más estar.
Durante aquel encierro involuntario, en el que se me negó incluso el acceso a mi amada biblioteca, me di cuenta de cómo podía la vida cambiar en un instante, ya que esta transcurría ahora entre mis habitaciones y las de las hijas de los duques, a quien de alguna manera cogí cariño, por ser todas ellas unas niñas cariñosas y dicharacheras que llenaron de risas infantiles mis aburridos días. A pesar de la compañía, muchas fueron las veces que pensé en el paquete que seguía escondido en la base de la torre con mis mejores y más valiosas alhajas. Pensé en salir a hurtadillas por el pasadizo, coger mis posesiones y huir a Fortefortezza, de la cual me extrañaba no haber tenido noticias, ni siquiera para lamentar la muerte del duque. Si raro me parecía no recibir misiva de mi primo, más insólito era no tener carta de mi propia madre dándome el pésame por mi pérdida. ¿Acaso también habían secuestrado mi correo? ¿Por qué me mantenían aislada sin noticias del mundo? Ni siquiera las criadas que me atendían podían decirme nada, pues al parecer, Federico se aseguró de que carecieran del don del habla. O eso, o estaban tan aterradas por aquel hombre, que por mucho que yo preguntara, no abrían la boca.
El 26 de julio de 1467 llegó acompañado de fuertes dolores de parto. Aquella soleada mañana me debatí entre el dolor más absoluto y la alegría exultante a la espera de ver la cara de mi hijo. Aquel que tanto había deseado que fuera un varón, en vida de mi esposo, ahora anhelaba que naciera niña, pues de no ser así, sería arrancado de mis manos, y yo volvería a ser una eterna prisionera en uno de los conventos diseminados por la región.
Cuando parecía que presa de un dolor insoportable la muerte me llamaba, cuando creí no poder soportarlo más, vi o me imaginé que Sitti, de pie, a mi lado, me cogía una mano y me infundía el calor y la fuerza necesarios. Su amor y su cariño, sus ojos y su amplia sonrisa, hicieron que aquel tormento terminara cuando la vida brotó de mi interior para llegar al mundo con un sonoro llanto que pronto desapareció de la sala, pues las criadas se llevaron a ese ser para devolvérmelo limpio y envuelto en una tela de lino blanco. Fue Roberta, una de las criadas, quien puso el pequeño cuerpo de mi hijo sobre el mío y me confirmó la buena nueva del nacimiento de una niña. Al ver aquel precioso ser, que había llevado en mi vientre durante tanto tiempo, no me importó que fuera varón o hembra o que hubiera sido fruto de una violación. Aquella pequeña ratita temblorosa era mía, y sólo quise acercarla a mi boca para notar su caliente, rugosa y rosada, casi violeta, piel contra mi mejilla. Por unos momentos me imaginé llamándola de aquel modo, y en cuanto Roberta dejó de mirarme, la bauticé de inmediato realizándole con mis propios dedos una cruz en la frente, y otra en la boca, como Viola de Fondasini.
La criada, aquella de la que jamás había logrado yo una palabra amable a pesar de haber convivido en el mismo lugar, se acercó a mí para recoger a la niña. Se lo impedí como buenamente pude, pues no podía separarme de ella. No quería hacerlo, pero Roberta, con la brusquedad con la que siempre me trató, arrancó al pequeño ser de mis manos para entregársela al ama de cría, una joven algo rechoncha que tenía a sus pies un capazo con su propio hijo, quien seguía durmiendo a pesar del jaleo de la sala.
Si bien lo más duro había pasado ya, las heridas del parto necesitaban un cuidado exhaustivo con el fin de prevenir infecciones, y aunque no notaba absolutamente nada, pues seguía teniendo la zona dolorida, durante un rato tuve que ceder a que las parteras se asomaran varias veces al canal por donde la niña había salido para colocarme emplastes con diferentes hierbas desinfectantes.
Tres días después del parto y tras una conversación con Battista, la esposa de Federico, a la que había convencido para que dejara que la niña durmiera en mi cuarto, ya que pocas veces salía yo de él, me descubrí admirando a mi pequeña Viola junto a una de las ventanas del palacio. El sol entraba a raudales y desde el lugar donde me encontraba se extendían unas magníficas vistas de los bosques que rodeaban el palazzo. Me senté junto a la columna que partía la ventana en dos para ver el paisaje, mientras escuchaba los gorjeos de los bochincheros y alborotadores gorriones que moraban en los cercanos árboles. Viola abrió los ojos, y quise ver en ellos los de Oddantonio, pues eran de tonalidad clara, pero la mirada de aquella niña no pertenecía a su padre, sino a mí, pues con el tiempo el color azul grisáceo que ahora tenían se convertiría en una preciosa tonalidad verde que le regalaría una bella mirada cristalina.
Aquellos pequeños y gordos pajaritos que revoloteaban por los árboles haciendo mil ruidos me recordaron la leyenda preferida del maestro Castriotto. Quise recitársela a Viola, aunque sabía que era muy pequeña para entenderla.
Cuentan los viejos libros que cuando el gorrión llegó a nuestra tierra, procedente de tierras lejanas, no fue acogido muy bien, pues era un ave insulsa y sin bellos colores en su plumaje. Siendo un pájaro juguetón y dicharachero, con sus gorjeos sin ton ni son molestaba sin saberlo a las aves que hacía mucho tiempo que se hallaban en este lugar. Como no conocía las costumbres de nuestra tierra, cogía la comida que veía abandonada, u ocupaba los nidos que parecían vacíos. A pesar de que jamás tuvo malicia, los demás pájaros, muy molestos con su actitud, pidieron una reunión con el halcón para decidir si se le expulsaba de la región. Las aves deliberaron durante un tiempo y se escucharon testimonios duros como el de la golondrina que decía haber encontrado su nido ocupado por el gorrión al volver de su migración, o como los de los verdecillos, que se quejaban de que era un ser ruidoso, peleón y gritón, que por no saber, ni siquiera sabía cantar. Aunque hubo voces en su defensa atendiendo a que era un ave útil para el labrador, pues comía los insectos que atacaban a sus plantas, y que los hombres le amaban tanto que incluso le ponían cestos en los árboles para que empollaran sus huevos allí, las voces que clamaban su expulsión se escuchaban cada vez con más fuerza. De pronto, el amarillo y brillante plumaje de un jilguero que llegaba de tierras de Castilla apareció deslumbrando a todas las aves que allí se encontraban y dijo:
—Vengo de lejos para deciros que me escuchéis antes de votar.
—¿Qué es lo que tienes que decir? —preguntó el halcón.
—Quiero defender la sinceridad y la valentía del gorrión, pues si ahora mis hermanos y yo disponemos de estos bellos plumajes amarillos y rojos, es gracias a que él me advirtió que la urraca, envidiando mi plumaje, echó en el agua un líquido con el cual me hubiera desteñido por completo. Como es un pájaro muy juguetón y bromista, al principio no le creí, pero cuando estaba a punto de darme el baño, apareció él con su plumaje de vivos colores, y se zambulló en el agua de mi baño. Mi sorpresa fue que cuando salió del agua estaba completamente descolorido, y sus bellas plumas de lindos colores se habían desteñido de tal manera que ahora predominaba por todo color la tonalidad castaña, con la que se quedó, transmitiéndola a todos sus descendientes. Sólo quería mostrar lo sacrificado que fue vuestro nuevo compañero.
La votación fue unánime para que el gorrión se quedara en nuestras tierras y por eso hoy, puedes escuchar a los piccolo passeri siempre alegres y juguetones; con frío o calor, llueva o haga sol.
Cuando un gorrión se encuentra cerca, nuestros corazones se llenan de alegría.
Sabía que mi hija era demasiado pequeña para entender aquella historia, mas se quedó escuchando mi voz mientras abría sus ojitos cada vez que realizaba los distintos sonidos de los pájaros, que Castriotto me había enseñado de pequeña.
Aquella tarde recibí visita de Federico en mis aposentos. Todo atisbo de brutalidad y brusquedad con la que me había tratado hasta el momento había desaparecido de su rostro al contemplar a su pequeña sobrina que ahora, de un color más rosado y ya algo regordeta, hacía ruiditos mientras parecía que se deleitaba con aquel maravilloso paisaje. Sus palabras fueron amables, aunque en ese momento no advertí el trasfondo de las mismas:
—Habéis tenido una hija preciosa. Sé que está mal decirlo, pero ni mis cuatro hijas juntas tienen la belleza que vuestra hija ya apunta, a pesar de que tiene el cabello bien oscuro y no sé a quién debe parecerse.
—Yo también me lo pregunto, aunque mi padre tiene el cabello negro. Puede que esa sea la razón —dije inocentemente.
—Sabéis que os prometí que podríais quedaros en el palacio si la vida que traíais al mundo era una hembra —exclamó mirando nuevamente a la niña, a la que había dejado en la cuna cuando cerró sus ojitos.
—Sí, mi señor, eso dijisteis.
—Mi visita obedece a que tengo un dilema moral. Sé que debo cumplir mi promesa, pero he recibido noticias desde Venecia que inducen a dudar de la legalidad de mi ofrecimiento —dijo muy serio aquel hombre que empezaba a infundirme cierto temor por cómo tocaba a la niña, tal vez intentando averiguar algo.
Cogí a Viola de nuevo entre mis brazos y acunándola, mientras iba separándome de Federico, le pregunté:
—¿Qué noticias son esas? ¿Qué podría llegar desde Venecia para que cambiarais de opinión?
—Mi señora, pues nada menos que una denuncia por adulterio que firma la dama Castellana Balestrieri da Acade, esposa de Giovanni Antonino da Vicenza.
Escuchar el nombre de mi amante en aquellas circunstancias hizo que tuviera que volver a sentarme en el alféizar de la ventana de piedra.
—¡Señor! ¿Osáis creer esa falacia? ¡Nunca he salido de este palazzo sin la compañía de mi esposo, vuestro hermano! ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿En qué se basan esas acusaciones? —exclamé sin saber lo que decía, pues bien lo sé ahora que quien hablaba era mi instinto de supervivencia y no mi mente sincera.
—Mi señora, no digo que esta denuncia sea cierta, pero la esposa de don Acade afirma tener el testimonio de una veneciana que puede corroborar esa acusación.
—Entonces no me queda otro remedio que viajar a Venecia para poder defenderme —exclamé.
Federico hizo que entrara una de las criadas para llevarse a Viola, a la que seguían llamando ragazza, al no haber sido bautizada oficialmente. Cuando nos quedamos a solas, mi cuñado, cogiéndome amablemente del brazo, me invitó a tomar asiento en el diván. Acto seguido cogió una silla, se sentó delante y me dijo con la mirada fija en mí:
—Yo os creo, pero acabáis de enterrar a vuestro esposo y es menester que las viudas sean un dechado de esmerada sobriedad y honestidad. Vuestra virtud está en juego. Si esa dama pudiera hacer dudar tan sólo a una persona de que los sucesos pudieran haber ocurrido…
Intenté defenderme de nuevo, pero Federico continuó:
—Como viuda de mi hermano, representáis a los Fondasini y si vuestra virtud queda en entredicho, el nombre de mi familia quedará mancillado por muchos años. No podéis arriesgaros a afrontar un juicio por esa causa, y menos sin un esposo que pueda defender vuestro honor. Sin un hombre a vuestro lado, nada significáis para la ley. Creedme, tengo muchos más años que vos y he visto cómo la justicia se tapa los ojos para dar crédito antes a una mujer casada que a una viuda que nada tiene que aportar ya a la sociedad.
Me quedé escuchando atónita aquellas duras pero verdaderas palabras.
—Pero soy inocente…
—Lo sé. Sé que lo sois, pero nadie más lo sabe.
—Hay una persona: don Acade puede confirmar que esa denuncia es mentira.
—Don Acade nada dirá. Este juicio no es sobre él, sino contra vos. Ninguna culpa tiene él de ser un hombre.
Federico se levantó y comenzó a andar en círculos con una expresión sobria en su rostro, como si estuviera ideando alguna solución.
Por un momento vino fugazmente a mi mente mi encuentro con Enrico en la habitación de aquella casa prestada. Hubo tanto amor en aquel acto, hubo tanto cariño que comencé a dudar si Viola no sería realmente su hija. Tenía su pelo negro y mis ojos verdes, y Oddantonio jamás había dejado en estado ni a su primera esposa, ni a ninguna de sus amantes. ¿Es posible que aquel acto tan cruel que sucedió en Venecia diera como fruto un ser tan extremadamente bello? ¿No era acaso más bonito creer que Viola era consecuencia del gran amor que Enrico y yo nos profesamos?
—Mi señora, ¿habéis escuchado mis palabras?
—Disculpad, seguía pensando en qué cruel persona puede inventarse esa calumnia de la cual decís que no me puedo defender.
—Os decía que hay una solución. Muy cerca de aquí existe el convento de la regla de Santa Clara. Es una orden mendicante muy pobre, que no dispone de propiedades y vive exclusivamente de su trabajo y de la piedad de los vecinos. Si decimos que tras el sepelio de vuestro esposo elegisteis voluntariamente encerraros en ese convento, nadie osará tocaros. Nadie puede denunciar a una hermana religiosa.
Le miré sin pasión. En verdad, creo que incluso con cierto desdén, al escuchar que la única solución era convertirme en monja.
—¿Y qué será de Viola? —pregunté.
—¿Quién es Viola? —indagó extrañado.
—Ese es el nombre que quiero que lleve mi hija.
—Extraña denominación, más si ese es vuestro deseo no seré yo quien me oponga a ese nombre. Nadie debe saber que existe, pero la niña puede vivir junto a mis hijas —espetó.
—¿Por qué? —pregunté completamente derrotada.
—Porque doña Acade no ha tenido hijos. Si la procedencia de esa niña se pone en duda, podría reclamar su custodia por considerarla una posible hija de su esposo.
—¿De verdad creéis que esa niña no es hija de vuestro hermano? —pregunté ya sin fuerzas mientras las lágrimas surcaban mi rostro.
—No importa lo que yo crea. Tan sólo el mínimo atisbo de duda y…
—Y yo iría al calabozo y ella se quedaría con mi hija —exclamé concluyendo así la conversación mientras rompía a llorar.
Era como si Federico lo tuviera todo planeado, aunque no lo pensé en ese momento, pues su esposa Battista entró en el cuarto, se sentó junto a mí y mientras posaba su mano en mi brazo y lo acariciaba para reconfortarme, dijo en un tono pausado y tranquilo:
—No os preocupéis, mi señora. Cuidaremos de vuestra hija como si fuera una más de nuestras descendientes. Cuando todo pase, cuando doña Acade se dé cuenta de que no puede hacer nada contra vos, podréis recuperar vuestra vida y a vuestra hija. Ella estará esperándoos. Yo misma le hablaré sobre su madre y le diré que la piedad y el amor a Dios la llevaron al convento como hermana pinzochera.
—¿Pinzochera? ¿Qué significa?
—Su significado es que no vais a tomar los votos solemnes, así que, pasados unos años, podréis salir del convento y retomar vuestra vida. Vuestras labores serán sobre todo de caridad y apostolado, pero nadie os obligará a comprometeros con la orden y tampoco tendréis una clausura absoluta, lo que significará que podréis ver a vuestra hija en ocasiones especiales.
—¿Cuántos años deberé pasar en ese lugar? —pregunté.
—No menos de ocho.
No quise seguir escuchando, pues no sabía discernir entre aquel encierro y el de una prisión, aunque supuse que la vida sería mucho más tranquila en un lugar santificado en el que tenía la esperanza de poder ir viendo, aunque en la lejanía, cómo mi hija se hacía mayor.
—¿Cuándo debería irme? —pregunté.
—Lo antes posible, mi señora. Hoy daré respuesta a la Quarantia Veneciana y en cuanto llegue mi misiva podrán presentarse aquí los designados por los diez para comprobar la veracidad de mis palabras —contestó el nuevo duque.
—¿Podré llevar alguna posesión conmigo? ¿Acaso un libro? —volví a preguntar pensando en mi libro de griego donde guardaba mis tesoros más queridos.
—Es mejor que no. Que seáis una hermana terciaria no significa que no debáis cumplir unos votos básicos —dijo Battista.
—En cuanto todo termine yo mismo os devolveré vuestra dote y podréis ir con vuestra hija a donde deseéis —añadió Federico.
—Sé que he de aceptar el trato, pero antes de partir desearía pasar una última noche con mi hija, visitar la tumba de mi esposo y la de mi querida dama de compañía —solicité.
—Lo de vuestra hija dadlo por hecho. Lo de la visita a la tumba de vuestra criada, no lo considero correcto, pero tratándose de unas circunstancias tan especiales, voy a aceptarlo. En cuanto a visitar la tumba de vuestro esposo, lamentablemente he de deciros que al día siguiente de su sepelio unos malhechores la destruyeron, haciendo desparecer su cuerpo. No quise decíroslo a causa de vuestro avanzado estado de gestación —contestó Federico.
En verdad, ningún interés tenía en visitar la falsa tumba de mi esposo, y menos ahora que incluso dudaba de si Viola era o no su hija, aunque fingí estar compungida para que su hermano no pusiera en duda lo que era verdad: que hubo un tiempo en que amé a Oddantonio.
Aquella noche la pasé despierta mirando a mi pequeña. Quise aprender cada uno de sus recovecos, cada una de las marcas de su piel, cada señal de su identidad, pues a pesar de tener la esperanza de verla crecer, una vocecita interior me decía que no iba a ser así. Viola se despertó en mitad de la noche, pero en vez de ponerse a llorar, permaneció con los ojos abiertos como si estuviera mirándome también. Fue en aquel momento en que pensé en cogerla y huir de aquel lugar. En desenterrar el paquete que Sitti había escondido, vestirme de hombre y marchar lejos en cualquier galera que me llevara a un mundo mejor.
Toqué sus manitas y cuando mi dedo rozo su palma abierta, esta se cerró sobre mi extremidad con fuerza, sin querer soltarse de ella. Sonreí por ese hecho, pero también cuando comprobé que en la zona de su muñeca tenía una suave y pequeña mancha más oscura que su propia piel. Pensé que por muchos años que tuviera que pasar en mi prisión, aquella pequeña mancha en forma de cereza me ayudaría a reconocer a mi hija en caso de que pasara demasiado tiempo sin verla.
Dejar a Viola fue una decisión difícil, aunque no se me ocurrió pensar que, de haberme negado, Federico seguramente me hubiera obligado a tomar los votos. En verdad dejé de luchar, pues sabía que esa era la única opción de volver a ver a mi hija, además de ser el único camino para que ella tuviera un magnífico futuro, sin un nombre manchado de por vida por la locura de su madre al contravenir las órdenes impuestas por la sociedad. Acaricié su rostro. Había engordado mucho en pocos días y su piel era muy suave. No quería olvidar que para mí siempre sería mi pequeño gorrión, pero sin poder dejar de tocarla, sin querer dejar de mirarla, al final, y a pesar de poner todo mi empeño, acabé mecida por Morfeo junto a mi hija.