El secreto de nuestra unión

Durante la primera semana mi esposo me visitó cada noche en mis aposentos. Cuanto más me hacía el amor, más lejos quedaban los rumores de su supuesta sodomía. Creí que lo mejor era omitir que conocía lo que las malas lenguas decían sobre el hombre que yacía conmigo, de una manera que, estaba segura, ninguna de las féminas de mi familia había experimentado jamás.

Estar con él se convirtió para mí casi en una necesidad. Anhelaba su presencia cada noche y añoraba su calor durante el día; tenía que ir a verle a su despacho a escondidas, a través de uno de los pasadizos que, gracias a mi curiosidad, descubrí. Aquel conducto estrecho, de piedra húmeda y mohosa, significó para mí un medio de desahogar el ansia por verle, la única manera de estar con él. Sé que de haberme descubierto me hubiera llevado una buena reprimenda, pues una de las pocas cosas que me prohibió mi esposo fue que le molestara mientras despachaba los asuntos del ducado con sus consejeros.

Acostumbrada como estaba a las prohibiciones, a no poder salir sola por la ciudad, a quedarme en mi habitación durante horas mientras bordaba, cosía o tocaba el clavicordio, no me extrañaron las normas de Oddantonio. Incluso debo decir que mejoraron mi calidad de vida, ya que la sala de música del castillo era una estancia llena de luz, con grandes ventanales en la que pude mejorar mis artes musicales, sobre todo con el precioso laúd que él me regaló.

Por aquella época yo no conocía el valor del dinero, ya que mi único contacto con él había sido la bolsa de monedas que mi padre me ofreció para el último carnaval. Lo que sí sabía era que todo cuanto yo solicitaba a mis criados, que eran muchos, lo tenía. Las preciosas telas para nuevos vestidos las solicitaba a nuestra costurera; los manjares exquisitos al cocinero, quien se encargaba de hacer que los cazadores trajesen lo solicitado; nuevas partituras musicales a los escribanos de la biblioteca, que se encargaban de buscarlas. Mi vida transcurría entre largas jornadas tocando música, leyendo en la biblioteca, paseando por los jardines con Sitti, probándome joyas y vestidos, aprendiendo nuevos bailes a escondidas de mi esposo con el fin de sorprenderle en las numerosas fiestas que celebraba con sus amigos más allegados, y decidiendo junto a maese Alcaine la decoración de las maravillosas estancias de palacio, que pronto cambiaron su aspecto austero y bélico por una imagen mucho más femenina con la inclusión de suaves terciopelos, ricas gasas, sedas de vivos colores y alfombras que llenaban cada una de las salas y que le confirieron una calidez al lugar que antes no tenía. No debía pedir permiso a mi esposo para emprender ningún cambio, pues en nuestra quinta noche juntos me dijo que en tanto que era dueña de aquel palacio podía tomar cualquier decisión relativa a su decoración. Así fue como los frisos y las tallas de las chimeneas que tanto me asustaban por sus motivos bélicos empezaron a cambiar cuando pedí a los escultores de palacio que los llenaran con motivos mitológicos, y en concreto, solicité que en el hogar de mi aposento se tallara un friso lleno de ninfas correteando por el bosque, perseguidas alegremente por varios faunos y centauros.

Oddantonio seguía visitándome cada noche, y cada vez era mejor a la anterior. Aprendí qué era el placer, a sentir sus manos, a notar sus besos, a oír sus jadeos, y a escuchar sus gemidos, descubriendo que mis propios suspiros podían llegar a enloquecerle de éxtasis. Era feliz, todo lo que pedía me era concedido. Muebles nuevos, esculturas bellísimas, ricos cortinajes…

Los días y los meses pasaban mientras la decoración de mi nuevo hogar continuaba viento en popa, me llegaban los suntuosos trajes que había encargado y recibía los halagos de los curiosos personajes que visitaban Castelforca para compartir sus conocimientos y asistir a las fiestas que cada semana se celebraban en palacio.

Después de ocho meses llegó carta de Venecia dirigida a mí. Venía de mi antiguo hogar y me extrañó que mi esposo me diera aquella misiva para que la abriera yo misma.

—¿No deseáis ver su contenido antes? —pregunté, pues no estaba acostumbrada a tanta libertad.

—Costanza, es vuestro nombre el que viene en el sobre, no el mío —exclamó sin darle importancia.

Y fue abrir el lacre con el sello de los Contanti, y mi alegría y felicidad desaparecieron al leer las palabras de mi madre: me preguntaba por qué, después de tanto tiempo, aún no había anunciado mi embarazo. En aquella misiva me exigía ser la primera en saberlo y me recordaba mis obligaciones como duquesa, al tiempo que me alertaba de que ya había recibido cartas de mis cuñadas preguntándole si existían noticias de un heredero, recordándome lo que le ocurrió a Isotta, la primera esposa de Oddantonio.

Quise esconder esas noticias a mi esposo, pero al ver la infelicidad y la tristeza en mi rostro, se arrodilló a mi lado y preguntó:

—¿Qué es tan terrible para que se haya borrado la sonrisa de tu rostro?

—Oddantonio, mi madre me dice que ha pasado demasiado tiempo para que aún no haya un futuro heredero en camino. ¿Es verdad eso? Yacemos cada noche y no hay rastro de embarazo. ¿Debería preocuparme?

—No te diré que no me inquieta esa cuestión. Lo he hablado con mis consejeros y me dicen que si pasa un año y no te dejo en estado de buena esperanza, entonces deberemos consultar con las parteras. No te preocupes, quedan aún cuatro meses, en los cuales lo intentaremos con ahínco.

Las palabras de mi madre y la respuesta de mi esposo me dejaron preocupada. Era mi deber traer al mundo un heredero, mas… ¿qué podía hacer yo? ¿Cómo podía quedarme embarazada si haciendo todo lo que deseaba mi esposo aún no lo había logrado?

Consulté con Sitti mi problema, quien a su vez me dijo que había recetas para conseguir que mi vientre fuera más fértil. Probé aquellos potingues de sabor horrible, busqué entre los escritos de la biblioteca oraciones especiales, que rezaba cada noche y cada mañana a la Virgen para que me diera un hijo, e incluso probé algún que otro ritual pagano, que Sitti conocía de leyendas antiguas de su pueblo, como salir descalza y desnuda en una noche de luna llena para lavar mi cuerpo con el agua de lluvia acumulada en una pila de piedra que hice construir en uno de los jardines interiores del palacio. Nada funcionó, y a pesar de que el placer seguía fluyendo entre los dos, pude ver el cansancio en los ojos de mi esposo, comprobé que los besos se espaciaron, que las caricias dejaron de abundar, y que cuando yacíamos, él se dedicaba sólo a fecundarme. De alguna manera era como si Oddantonio estuviera allí conmigo, pero separado de mí por un enorme abismo que cada noche se ensanchaba más.

Pasó el año establecido y me visitaron las parteras. No había indicios de que la culpa fuese mía, pero me sentí desdichada por no poder darle a mi esposo lo único que me pedía. Nuestra relación se enfrió, aunque de cara a la gente éramos un matrimonio feliz. Las fiestas en nuestro palacio eran numerosas, y algunas por motivos tan absurdos como el que aquel año de 1465 las lluvias no hubieran hecho aparición hasta mediados de año.

Poco sabía yo de cosechas, de tierras de labranza, de cultivos y regadíos, pero siempre me había gustado escuchar a la gente que había a mi alrededor, y cada vez se oían más rumores de los criados sobre que la escasez de agua no era motivo de fiesta sino indicio de que nos esperaba un duro invierno.

Cuando el frío llegó, en palacio no hubo escasez. Los ágapes se sucedieron unos a otros, las fiestas continuaron, las viandas se presentaron numerosas a la mesa y el vino corrió por nuestras venas, como si nada malo ocurriera pese a los vaticinios agoreros de los criados. Yo aducía la abundancia a las reservas del propio palacio así que no le daba importancia, hasta que Sitti me dijo que las sobras que antes se comían los numerosos perros de caza de mi esposo eran ahora para una muchedumbre que yo no veía, pero que pertenecían a Castelforca y que, muertos de hambre, llegaban a palacio en busca de alimento. Quise creer a Sitti; ya que no podía ver aquello que me contaba con mis propios ojos porque tenía prohibido salir sola de palacio para no verme expuesta a posibles ataques de bandoleros. Puede que no fuera menos prisionera entre aquellas paredes que en casa de mi padre, pero sabía que me bastaba con pedir aquello que deseara para que me fuera traído al palacio ducal con la máxima diligencia. Quería creer a Sitti, siempre lo había hecho, pero en este caso no podía hacerlo. Una vez al mes acompañaba a mi esposo en la gran cacería que celebraba en los bosques, y a lomos de mi nueva yegua blanca, su último regalo de aniversario, no había visto por las calles de la ciudad a ningún niño hambriento o vestido con harapos, más bien todo lo contrario: siempre había gente feliz que me dedicaba sus sonrisas y amables palabras.

Durante aquel segundo año de matrimonio, las asiduas visitas de Oddantonio a mis aposentos fueran espaciándose cada vez más. Ya no venía cada noche; a veces, ni siquiera venía durante semanas, y aquello me dolió de tal manera que hizo mella en mi carácter y en mi ilusión. Mi cuerpo había cambiado a mejor, seguía estando delgada, pero disponía de muchas más curvas, más pecho, más experiencia, y por ello no acababa de comprender que el interés sexual de mi marido se desvaneciera con el tiempo, llegando incluso a yacer conmigo sólo una vez al mes. ¿Acaso había perdido el interés por mí por no haberle dado un hijo? ¿Serían ciertas todas aquellas aterradoras historias que me había contado mi madre acerca de mujeres desdichadas que, por ser estériles, terminaron recluidas en conventos? ¿Había dejado de amarme Oddantonio por no darle descendencia? Si no podía darle un hijo, un heredero, ¿qué me ocurriría?

Y llegó el año 1466. Mi carácter se había agriado de tal manera que ni siquiera le di importancia a que mi esposo no recordara mi aniversario.

Aun teniéndolo todo, me sentía la mujer más desdichada del mundo. Añoraba las caricias de mi señor, anhelaba sus besos, necesitaba ver su rostro, su delicada sonrisa, pero ni siquiera tenía ganas de cruzar el pasadizo que comunicaba mi habitación con su despacho, pues verle a escondidas aún me dolía más que no tenerle a mi lado.

Tras mi dieciocho cumpleaños, y a pesar de no haberme quedado embarazada, mi esposo me dio permiso para asistir junto a Sitti a los acontecimientos que se produjeron en mi familia y que me alejarían de Castelforca durante un tiempo.

El bautizo del nuevo hijo de mi prima Bianca, llamado Cosimo en honor a mi tío abuelo que había fallecido cuatro meses después de mi boda, fue una fiesta sin igual, que se vio empañada por las múltiples conversaciones que tuve que mantener, primero con mi madre, que me dijo que algo mal estaba haciendo; y, segundo con mi tía, que me dio consejos para recuperar el interés de mi esposo por mi persona; y, por último, con mi prima Bianca, que me enseñó técnicas para que la semilla de mi esposo alcanzase mi vientre.

Otro de los acontecimientos de aquel año fue la boda de mi prima Lucrezia con Bernardo Galatazzi, un famoso y pudiente escritor que celebró una boda casi tan fastuosa como la mía, y que quiso que los gastos del banquete quedaran reflejados en las crónicas de la época para que la gente recordara aquel festejo durante muchos años. Oddantonio me acompañó a esta celebración y en ella pude conocer a Clarice Cattarini, desposada con Lorenzo. Era una muchacha bellísima, de perfectas facciones y pelo castaño, aunque el pañuelo con que cubría su cabeza le confería una imagen demasiado desvalida. Cuando Lorenzo me preguntó mi opinión sobre su futura esposa, le dije que viéndolos juntos me parecían una de las más perfectas parejas que conocía, y con la confianza que mi primo tenía conmigo no sé por qué me extrañó cuando me preguntó:

—Prima, ¿eres feliz?

—¿Por qué no debería serlo?

—Tu mirada ha perdido el brillo que la caracterizaba y el verde es ahora opaco. Has perdido tu sonrisa y tus ojos se ven cansados, e incluso me atrevería a decir que no hace mucho que has estado llorando. ¿Qué te ocurre, prima? Debes contármelo, sólo así podré ayudarte —exclamó Lorenzo.

Añoraba a ese muchacho que me amaba tanto que me hubiera perdonado cualquier cosa, pero otra de las normas de la buena esposa era no difundir los problemas conyugales, aunque pensé que si las mujeres de mi familia lo sabían, por qué no podía mi primo estar al corriente, y descargando mi pena, al borde del llanto, le dije:

—Llevo dos años casada y creo que no puedo tener hijos. Mi esposo ya no yace conmigo y seguramente debe de estar buscándome una sustituía en los numerosos viajes que está haciendo últimamente.

—¡Ni se te ocurra llorar, Costanza! ¿Cómo puedes pensar eso?

—Cuando está en casa ni siquiera me mira, ya no roza su mano con la mía cuando pasa por mi lado y siempre está celebrando fiestas estúpidas que evitan que nos encontremos a solas. Flirtea con otras damas en mi presencia, y sé que incluso alguna de ellas ha visitado sus estancias, aunque cree que lo desconozco. Incluso una vez me dijo que debería estudiar menos y leer más sobre maternidad, por si así se me pegaba algo —contesté suspirando.

—¿Dices que yace con otras damas? ¿Sabes si tiene algún hijo ilegítimo con alguna de ellas? —preguntó mi primo sorprendiéndome.

—¡Cómo voy a saberlo! —exclamé alterada.

—Te lo digo porque es normal que las mujeres estériles adopten a los hijos de otras relaciones de sus esposos. Igualmente, si pudieras demostrar que él no ha dejado en estado a ninguna mujer, eso significaría que tal vez el problema no lo tengas tú, sino él.

—¿Él? ¿Puede un hombre ser estéril?

—¡Claro! Además, dices que ha perdido el interés por ti, puede que se esté empezando a preocupar y por ello pruebe con otras mujeres. Has de averiguar si tiene algún hijo.

—¿Y cómo lo hago? Cuando está en casa, se pasa el día con sus consejeros encerrado en su despacho, preparando alguna fiesta —dije al tiempo que empezaba a pensar.

—¿No tienes modo alguno de escuchar sus conversaciones? Es probable que hablen sobre ello en sus reuniones.

—¿Y si me descubre? —pregunté asustada.

—Eres demasiado inteligente para que lo haga. Vamos prima, no te preocupes y no esperes a que nos veamos para aliviar tu alma. Fortefortezza se encuentra a pocas millas de Castelforca y cabalgaría toda la noche si me necesitaras. Basta con que me escribas.

Estas últimas palabras de Lorenzo aliviaron mi alma. Saber que podía contar con él me daba la esperanza de que si en algún momento mi esposo me repudiaba, mi primo me daría cobijo.

La boda de mi prima no fue la única que se celebró ese año.

Mucho más modesta fue la que tuvo lugar en mi antiguo hogar, con un banquete pobre en comparación con las costumbres que Castelforca me había enseñado. Mi hermano mayor Francesco contrajo matrimonio con Doménica Baldorino un frío cinco de noviembre, y convirtió a su esposa en la sustituta de Ruth, ya muy mayor para hacer según qué tareas, a cambio de que mis padres le dieran cobijo en mi antigua estancia durante los numerosos viajes de su esposo. Jamás entendí ese trato. A Francesco le iban bien las cosas, tenía dinero y podía adquirir una modesta casa en Venecia para su esposa. ¿Por qué la obligaba a morar en una casa que no era la suya mientras él seguía viajando? No quise preguntarme nada más, pues aquella sencilla ceremonia y el posterior banquete me permitieron volver a mi amada Venecia y olvidarme un poco de mis problemas de fecundidad.

Fue una ardua tarea conseguir que mi esposo me acompañara a la boda de mi hermano, pero al final pude convencerle para que dejara sus obligaciones. Oddantonio puso como condición no quedarse a dormir en casa de mi padre, a causa de lo que él llamaba las miradas inquisidoras de mi progenitora hacia él. Por ello, y cobrando uno de los muchos favores que un mercader veneciano le debía, nos instalamos por unos días en el palazzo de aquel hombre, que, casualidades de la vida, emprendió un viaje para no tener que coincidir con mi esposo, a quien, al parecer, le debía una gran cantidad de dinero.

Con los consejos que mi tía Lucrezia me había dado y las tácticas para quedarme en estado que mi prima Bianca me había comentado, pensé que aquel viaje, en el que tan sólo Sitti se encontraba con nosotros en aquella casa, iba a darme la oportunidad que yo necesitaba para poder concebir un hijo de mi esposo. Nada más lejos de la realidad, pues cuando concluyó el primero de los dos banquetes de la boda de mi hermano con Doménica, mi esposo, acompañándome de nuevo al palazzo, me dejó en la puerta y se despidió de mí, aduciendo que tenía negocios que atender en aquella ciudad. Quise creerle, pero mi instinto me decía que no era cierto lo que Oddantonio me contaba y, por ello, pedí algo a Sitti que jamás hubiera imaginado que haría: que siguiera a mi esposo para saber adónde se dirigía.

Tras unas horas que se me hicieron eternas, Sitti llegó con malas noticias. Al principio intentó suavizarlas, pero era imposible suavizar que mi esposo hubiera entrado en el burdel de Venecia con la peor reputación de toda la ciudad. Así me lo dijo, aunque poco conocía yo sobre las reputaciones de aquellos lugares sórdidos; yo creía que en una sociedad tan religiosa como la veneciana las casas de prostitutas no existían, ya que las únicas mujeres de aquella calaña que yo había visto se encontraban en la calle.

Aquella noche no dormí, y esperé sentada en las escaleras de mármol a que la puerta del palazzo se abriera. Mientras me encontraba oculta en la penumbra, tan sólo podía escuchar el ruido del agua del canal entrechocar contra los muros de contención de aquel lugar, que de pronto me pareció frío, solitario, incluso algo terrorífico. A media noche, Oddantonio entró visiblemente ebrio, alumbrándose con el pequeño farol que se tambaleaba en su mano. Al darse cuenta de que yo estaba sentada en la escalera, comenzó a reírse de una forma que no me gustó.

—Bueeeeenassss noocheesss duqueeesaaa da Casssstelllforrrca —dijo casi balbuceando y arrastrando las palabras como si no pudiera hablar bien.

—¿Os encontráis bien, esposo? ¿Queréis que Sitti os prepare algo? —pregunté mientras rezaba para que no cayera al suelo, pues al andar cruzaba los pies de una forma extraña.

—Nooooo… Bueenoo, puede que ella me dé lo que tú no puedesss darme… A lo mejorrr si yazco con ella, me dará el heredero que necesito.

No podía creer lo que acababa de escuchar. Me negaba a pensar que el hombre dulce y amable, el caballero educado y afable con el que me había casado, fuera el mismo patán, descortés y maleducado que tenía delante. Decidí volver a mi habitación, pero Oddantonio corrió hacia mí tambaleándose, me agarró con fuerza, y arrastrándome hasta una de las paredes del portego, me acorraló entre la pared y su cuerpo. Su aliento rezumaba alcohol y no había ni un solo ápice del olor a espliego tan característico en él. Dejó el farolillo sobre la cómoda y me besó con pasión, pero sin la delicadeza a la que me había acostumbrado. Intenté zafarme de sus manos, pero él, completamente ido, me abofeteó con tal fuerza que caí al suelo en medio de un mar de lágrimas, después me dio la vuelta y me forzó violentamente mientras me llamaba cosas horribles como estéril, vieja seca infértil, pobre vientre infecundo y varias cosas más que hicieron que no pudiera dejar de llorar durante aquel desagradable rato. Yo intentaba soltarme de sus amarres pero él me asía con fuerza por el cuello, pegando mi rostro al suelo, mientras me seguía embistiendo. Sólo podía pensar en que acabase pronto, y por unos momentos comprendí a la pobre desdichada del canal, aquella que lloraba bajo las garras de la cuadrilla de virilidad, y me di cuenta de que cuando el sexo se convierte en una obligación pierde todo aquello por lo que te gusta cuando el hombre te ama, pues al desaparecer los vínculos que te unen a la persona no queda absolutamente nada.

Nunca imaginé que mi esposo pudiera hacerme aquello. A mí, que jamás le negué ninguna práctica, que intenté por todos los medios portar un heredero en mi vientre, que incluso deseé descubrir si él tenía un hijo para así poder adoptarlo como mío.

Sólo podía esperar a que se derrumbase sobre mí. Me dejó medio desnuda en aquel frío lugar, cogió de nuevo el farolillo y se dirigió hacia la puerta para volver a marcharse, no sin antes decirme entre gritos:

—¿Ves lo que me obligas a hacer? ¿Por qué me haces esto?

Mi esposo desapareció tras cerrar la puerta y me quedé llorando en el suelo, mientras me dolía de las heridas que me había provocado al forzarme. Supongo que sus gritos despertaron a Sitti, que bajó rauda, y al verme tirada en el suelo llorando desconsoladamente saltó de dos en dos los escalones, mientras me decía:

—¿Qué ha ocurrido? ¿No habrá sido capaz de…?

Al acercar la vela a mí, se dio cuenta de que estaba llena de heridas, tanto en las manos como en las rodillas y en la mejilla, que aún tenía colorada.

Sé que Sitti me ayudó a llegar a la habitación, sé que cuidó de mí y que limpió mis heridas, pero no recuerdo cómo me dormí, lo único que pude retener de aquel momento es que las lágrimas brotaban sin control de mis ojos.

A la mañana siguiente desperté por el toque de la Marangona y quise creer que aquello que recordaba vagamente había sido fruto de una horrible pesadilla. Me senté en la cama con el cuerpo dolorido, y mis lágrimas volvieron a recorrer mi rostro mientras veía los primeros rayos de sol surgir a través de la ventana. ¿Por qué tuvo que hacerlo? Si quería estar conmigo, tan sólo debía susurrarme una palabra de amor, acercarse a mí para besarme, rozar mi mano, como antes. Jamás hubiera osado negarle a mi esposo el yacer conmigo, entonces… ¿por qué tuvo que forzarme?

Sitti entró en la habitación con una infusión de flores de tilo que tomé en pequeños sorbos, mientras mi amiga me miraba sin saber qué decirme. La miré también y ella enjugó mis lágrimas con el dorso de su mano, y después me acarició el rostro. No hizo falta que dijera nada, su mirada bastaba para reconfortarme tanto que di gracias a Dios por tenerla a mi lado.

Aquella mañana mi esposo no apareció por el palazzo ni por casa de mi padre, adonde tuve que ir esbozando la mejor de mis sonrisas al último banquete de la boda de mi hermano, y excusando su falta debido a un cólico. Sin poder ocultar mis heridas, también tuve que inventarme que aquella noche me había caído por las escaleras, dando pie a que mi madre me abroncara de nuevo por no tener cuidado con ese tipo de caídas, dado que podían llevar al traste posibles embarazos.

Por supuesto, tener que fingir lo que me había ocurrido no fue de mi agrado, pero no iba a dejar que mis problemas maritales corrompieran el feliz día de mi hermano y mi cuñada. Cuando la fiesta terminó, casi tuve que pelearme con mi madre para que me dejara volver al palazzo sin compañía masculina. El sol empezaba a ponerse y no era una buena hora para que una dama fuera sola por las calles de Venecia, aunque mi progenitora se calmó cuando le dije que me encontraría con mi esposo a medio camino, cosa que era una nueva mentira.

Sitti y yo llegamos solas a la piazza San Marcos, pero contentas. Fue entonces cuando ella se atrevió a preguntarme:

—¿Sabes por qué lo hizo?

—No lo sé, Sitti, pero… ¿qué va a ser de mí ahora? ¿Crees que piensa repudiarme?

—Quisiera poder saberlo, aunque es posible de que el hecho de que no haya vuelto a casa y no se haya presentado en el convite de tu hermano signifique que está arrepentido. No sé, Costanza, no parecía un hombre que pudiera llegar a hacer esas cosas.

—Lo sé —dije pensativa.

De pronto surgió en mí una preocupación que me obligó a detenerme para decir:

—¡Sitti! ¡Deberías quedarte en Venecia!

—¡No! ¿Por qué? —preguntó ella.

—¿Y si me encierra en un convento? ¿Qué será de ti? ¡Quédate con mis padres! Por favor te lo pido, no soportaría que te ocurriera nada malo —dije exaltada.

—¡Pídeme cualquier cosa menos que te deje sola! Lo que a ti te ocurra, me ocurrirá a mí. Somos amigas, ¿verdad?

Asentí y le di el abrazo que necesitaba en medio de la piazza, sin importarme que la poca gente que se encontraba en el lugar viera que estaba abrazando a una simple criada.

Seguimos caminando hacia la morada prestada. Cuando estábamos a punto de llegar al palazzo, mientras pasaba una de tantas galeras que atravesaban el canal, una voz que chistaba me trajo recuerdos del pasado. Allí, en aquel canal, Enrico, de pie, sobre aquella sencilla góndola, me miraba sonriendo mientras maniobraba para acercarse a la calle donde nos encontrábamos. Mi corazón se aceleró, en primer lugar por ver a aquel hombre al que tanto había amado, en segundo por la alegría de encontrarle precisamente en aquel momento tan triste para mí, y tercero, porque cuando se acercó a mí, lo primero que hizo fue coger suavemente mi rostro con su mano y acercándome el farolillo, preguntarme:

—¿Dónde está el mal nacido que os ha hecho esto?

—No sé a qué se refiere, mi señor Enrico, pero no creo que deba tomarse según qué licencias con una mujer casada —dije apartándome de él aunque lo único que quería hacer era abrazarle y acurrucarme entre sus brazos.

—Disculpad mi desfachatez, señora de Fondasini, debo de haber perdido las formas —dijo, haciendo ademán de irse.

Y no sé en qué pensé, pero agarré sin pensar su casaca, como quien se agarra a una cuerda para no caer, y él, mirando a un lado y al otro, y comprobando que nos encontrábamos solos en aquel callejón, sin más compañía que la de Sitti, me abrazó con tanto cariño que lo único que pude hacer fue devolverle el abrazo mientras me acariciaba el pelo y la mejilla con tanto amor que de pronto todos mis males desaparecieron. Fue Sitti la que se atrevió a romper aquel mágico momento:

—Señora, alguien podría veros. No sabe si el señor ha vuelto, aunque parece que no hay luz en el palazzo.

—¿Ha sido vuestro esposo quien os ha hecho esto? —preguntó mi bienhechor.

Asentí sin poder decir una sola palabra.

Enrico siguió la mirada de Sitti hacia el lugar donde morábamos y comenzó a andar hacia allí con cara de pocos amigos. Jamás le había visto tan enfurecido.

El que fue mi primer amante entró dando un portazo, y cuando nosotras llegamos siguiéndole a paso rápido, le vimos bajando las escaleras y rezando por que aquel monstruo no estuviera en casa. Tras encender los candelabros de la estancia, Sitti preparó un par de copas para Enrico y para mí y nos dejó a solas en el salón. Me preocupaba que de pronto entrara Oddantonio y me encontrara con un hombre, aunque me sentía tan segura en compañía de Enrico, que no quise preocuparme en vano. Consiguió volver a hacerme sonreír, diciéndome:

—Os sientan bien los años. Si antes erais una bella muchacha, ahora sois la mujer más hermosa que conozco.

Sé que me ruboricé y que él lo advirtió, pues me cogió de la mano y me dijo:

—He sido un cobarde toda mi vida. Siempre he hecho lo que los demás querían, lo que se esperaba de mí, aquello que era lo correcto, y en cambio, aquello que deseaba de veras, tuve que robarlo en un callejón infecto. Os dejé en manos de un salvaje por miedo a ir en contra de lo preestablecido y jamás me perdonaré por ello.

—¿Qué se puede hacer en contra de las normas? —pregunté apesadumbrada.

Enrico me miró. Los dos estábamos de acuerdo en la respuesta, aunque nadie dijo nada. Entonces él se acercó aún más a mí y me dijo:

—Nuestro encuentro no ha sido fortuito. Tuve noticia del enlace de vuestro hermano y sabía que os hospedabais en este palazzo. No creí poder estar con vos a solas, pero necesitaba veros. Necesitaba saber que sois feliz, y ahora que sé que no es así, estoy obligado a hacer algo que debí haber hecho hace mucho tiempo.

—Nada podéis hacer. Yo pertenezco a mi esposo, y vos le debéis respeto a vuestra mujer.

Entonces, como liberando la pasión retenida, pero actuando como el hombre más dulce y cariñoso del mundo, Enrico me besó, y fue tal la ternura que me transmitió con aquel beso, que me dejé llevar mientras me alzaba entre sus brazos y subía a la habitación principal, para, una vez posada en la cama, deshacerse de nuestra ropa y acariciar mi cuerpo como quería hacer desde hacía mucho tiempo.

Así como la primera vez me hizo suya en un instante, ahora se permitió el lujo de recorrer mi piel con sus labios, como si mi esposo no pudiera presentarse en cualquier momento. Fue apasionado, pero delicadamente exquisito, con besos embriagadores y caricias que me hicieron olvidarme de Oddantonio y de lo que había ocurrido la noche anterior. Enrico me devolvió mi autoestima y las ganas de que fuera él quien me hubiera desposado; entonces fui consciente de que en los encuentros con mi esposo tan sólo era el placer lo que nos unía, una maratón con el único fin de que pronto me quedara en estado de buena esperanza. En cambio, aquella noche con Enrico, fue algo que jamás pude olvidar. No pude arrinconar en mi mente lo que sentí cuando me besaba, ni borrar de mi memoria sus caricias llenas de amor, ni negar que sintiera más placer con él en esa ocasión que en todas las que había yacido con Oddantonio.

No quise que terminara, pero cuando lo hizo se quedó conmigo, abrazado a mi cuerpo mientras seguía acariciando mi cadera y mi espalda. Me sentí completamente unida a él y a través del calor de su cuerpo pude percibir todo lo que él sentía por mí. Sus labios seguían besando mi frente, mi nariz y mi boca, mientras sus ojos negros me miraban fijamente, como si dejar de mirarme significara perderme de nuevo.

Si bien no sabía si Enrico me amaba realmente, creí ver amor en su mirada, en sus caricias, en sus besos, creí verlo porque necesitaba que así fuera, y anhelaba que, dejando a un lado lo que cada uno representábamos para la sociedad, osara romper con todas aquellas normas para, en aquel mismo momento, embarcarse conmigo en alguna nao que nos llevara lejos, a una tierra extraña donde no existiera ninguna imposición social. De pronto, mientras seguía mirándome a los ojos y acariciaba mi rostro, Enrico me sorprendió con esta pregunta:

—¿Creéis que estoy loco si os digo que os amo más que a mi propia vida?

Me disponía a contestarle cuando en la puerta de entrada comenzaron a sonar unos fuertes golpes que nos sobresaltaron, pensando que era Oddantonio, que volvía tan embriagado que ni siquiera era capaz de abrir la puerta. Enrico se levantó y se vistió rápidamente, aunque no tanto como Sitti, que con tan sólo un chal por encima, bajó a abrir mientras me hacía una señal para que no bajáramos. Imité a Sitti cubriendo mi cuerpo con mi vestido interior e intenté que Enrico no saliera de la estancia, aunque fue imposible. Le seguí hasta las escaleras y casi tropiezo con él, pues se había quedado quieto en el rellano, sin bajar, al escuchar la voz de una mujer que, a voz en grito, preguntaba literalmente por «la doña de Fondasini».

Sitti la instó a que descubriera su rostro, ahora bajo una capucha sucia y raída por el tiempo. Al hacerlo, nos sorprendió un cabello de color rojizo intenso, peinado con dos protuberancias sobre su cabeza, tal como la ley exigía a las prostitutas para así diferenciarlas del resto de las mujeres. Sitti la dejó entrar de inmediato, para evitar que ojos indiscretos pudieran ver que una mujer de su calaña tenía trato con los duques de Castelforca. Una vez en el interior de la casa, pidió si teníamos algo que beber, demostrando nula educación. Al bajar, Enrico y yo pudimos comprobar que era una mujer tosca, y que a pesar de los colores que había usado para acicalarse, le faltaba lo más indispensable para ser una mujer bonita: unas facciones bellas.

Cuando vio a Enrico, sólo con el pantalón, y a mí con el vestido interior, tan sólo pudo decir, en un lenguaje callejero que casi no comprendimos:

—¡Andá! ¡Pero si me han hecho venir a bucar a la duquesita y ella está con otro!

Enrico saltó, diciendo:

—¡Cállate, desdichada, si no quieres que llame a la guardia! ¿Qué asuntos te traen a esta noble casa?

—Habé, ma mandá madame Guijó ca ma ordenao vení asta casa pa desí a la duquesa quel duque no pue levantar de tan ebrio y ido que ta. Madame no quiere dejarlo en la ru po si cae al canal. ¿Ma he esplicao?

Y si bien sé que intentó explicarse, sólo conseguí entender que alguien tenía que ir a buscar a mi esposo al burdel.

—Yo iré, mi señora. Vos no podéis adentraros en el barrio de donde viene esta perdida —dijo Enrico apartándome a un lado.

—¡No! —le espeté yo—. Mi esposo es mi responsabilidad, Enrico. Vos no podéis ir a buscarle.

—Na sa preocupe, señora, er duque ta completamente dormío, saguro que no sabrá ni quien laido a bucá —dijo aquella mujer interrumpiendo nuestra conversación sin ninguna clase de educación.

—Pero ¿cómo vais vos a entrar en un burdel? —preguntó entre susurros Enrico para que la mujer no volviera a entrometerse.

—Me vestiré de hombre. No es la primera vez que lo hago —dije segura de mi decisión, mientras comenzaba a subir de nuevo las escaleras.

No sé si escuché bien, pues quise no darle importancia, aunque juraría haber oído a Enrico que susurraba un «lo sé».

Y por primera vez en mi vida, aunque vestida de hombre, monté junto a Enrico en su góndola acompañado de una prostituta que aquella noche iba a adentrarnos en el peor lugar de vicio y pecado, mientras Sitti se quedaba en el palazzo para borrar cualquier rastro del paso de Enrico por la casa.

El trayecto fue tranquilo, pues aquella mujer se durmió agotada por su jornada y por las copas de más que llevaba. Ni siquiera cuando dormía había en ella ni un ápice de finura, pues sus piernas abiertas dejaban ver más de lo que hubiera querido, mientras que de su garganta surgían los más aterradores ronquidos, semejantes a los ruidos de un ahogado.

Supongo que Enrico pensó mucho en cómo hacerme la pregunta, pues le vi meditando antes de decirme:

—¿Por qué lo hacéis?

—¿El qué? —indagué.

—Ir a buscarle. ¿De veras creéis que se merece que vayáis a buscarlo?

—La verdad es que no sé qué creer, pero sigue siendo mi esposo —contesté dudando.

Desembarcamos en silencio en una esquina frente al campo de San Trovasso, donde Enrico amarró la góndola, dejó a la desdichada en una esquina para que durmiera su embriaguez, y me ayudó a salir, pues aunque fuera vestida de hombre, me dijo que seguía siendo una dama.

Aunque aquella mujer no nos había dicho el nombre de su burdel, era como si Enrico supiera adónde iba.

—¿Ya habéis estado vos en ese lugar? —le pregunté.

—¡Me ofendéis, señora, pues jamás visitaría un lugar con tan poca clase! Viendo la ralea de esa mujer, cualquier hombre podría imaginarse que viene de Il Cazzo Rosso, el peor burdel de Venecia.

Cogí su mano para que se detuviera, pues sabía que esa iba a ser la última vez que podría verle, ya que a la mañana siguiente yo volvería a Castelforca junto a mi esposo y él regresaría con su mujer. Me acerqué a él, acaricié su rostro y le besé sin importarme ir vestido de hombre. Él contestó a mi beso apasionadamente, empujándome con dulzura contra la pared, mientras me abrazaba y profundizaba en un jugoso ósculo, para al terminar decirme con una sonrisa:

—Jamás una mujer me besó como me ha besado vos, mi señor.

Aquello me hizo sonreír, aunque toda la alegría de mi cara desapareció cuando al doblar la esquina dimos con aquel sórdido lugar. A través de los faroles que alumbraban aquella calle, pude ver que la pequeña puerta redondeada de la entrada estaba completamente desvencijada, y que las ventanas de los lados, por donde algunas chicas exhibían sus pechos como reclamo a los hombres que por allí pasaban, tenían rotos los postigos. A pesar de la luz que surgía por sus otros grandes ventanales, el lugar era viejo, la piedra estaba agrietada y las contraventanas descolocadas de sus goznes.

Al entrar en el burdel fue como si de pronto sufriera una pesadilla de la que quise salir corriendo. Enrico me instó a que me quedara, pues un hombre no podía asustarse de lo que allí veía. Sobre un sofá que antaño fue tapizado con una rica tela roja, pero que ahora estaba sucio y roto, reposaba la mujer más obesa que yo había visto jamás. Su cuerpo era tan voluminoso que rebosaba de entre la escasa tela de su vestido para caer literalmente en pellejos por aquel diván. No se podía decir que pasara hambre, pues sostenía entre las manos una pata de cordero a la que de vez en cuando le daba un mordisco, deleitándose con aquel manjar que, por el olor que emanaba, debía de llevar mordisqueando desde hacía varios días. De pronto, tras una cortina, surgió de repente una mujer que apenas me llegaba a la cadera. Tenía los brazos y las piernas cortos, y su talle era tan ínfimo que parecía una niña, aunque sus pechos, que sobresalían con total libertad y sin ningún miramiento del escote, aseguraban lo contrario. Caminaba deprisa, dando cortos saltitos con sus pequeños zapatos mientras agarraba del pantalón a un hombre que quería salir de aquel lugar, pero que tras la insistencia de la pequeña mujer la acompañó hasta volver a desaparecer tras aquella cortina. Enrico cogió mi brazo como si fuéramos buenos amigos, lo hizo para calmarme; al volvernos, apareció ante nosotros una de las mujeres más bellas que yo había visto jamás. Iba ricamente vestida, con un precioso traje rojo que acompañaba de sendas perlas, tanto en su escote como decorando su peinado. Al creer que queríamos irnos, extendió sus brazos abiertos de par en par para detenernos, y sin decir nada nos arrinconó hacia un mostrador sucio y mugriento, por el que danzaban los bichos a sus anchas. Su belleza se esfumó cuando abrió la boca en la que sólo le quedaban tres dientes para decirnos:

—¿Adónde vais, preciosos? ¿Quién os va a tratar mejor que madame Guijó?

—Hemos venido a buscar al señor de Fondasini, una de sus mujeres nos dijo que andaba demasiado «perjudicado» para volver a casa —dijo Enrico para que yo no tuviera que involucrarme.

—Habéis tardado demasiado en venir. Por suerte para vuestro amigo no soy de las que buscan problemas. Está ahí, en esa sala —dijo sin intención de acompañarnos al ver que no íbamos a contratar los servicios de ninguna de sus chicas.

Estaba horrorizada porque mi esposo hubiera yacido con la clase de mujeres que pululaban en ese local, y me dije a mí misma que eso no podía ser verdad. Pero al entrar en la habitación indicada, pude ver con mis propios ojos que mi esposo, el noble duque de Fondasini, yacía completamente desnudo sobre un jergón sucio, acurrucado junto a cuatro mujeres a cual más horrenda.

Nada podían hacer las esposas para que sus maridos no les pidieran a aquellas mujeres lo que no osaban pedirles a ellas, mas yo, que jamás negué nada a Oddantonio, me preguntaba por qué tuvo que pagar a cuatro adefesios, pues aquello demostraba qué poco valoraba mi propia belleza.

Cuando Enrico cubrió el cuerpo de mi esposo y pagó a uno de los criados de la madame para que lo llevara hasta la góndola, vi en él al único hombre que merecía mi amor. Me pregunté cuántos de aquellos mal llamados caballeros hubieran sido tan corteses como él.

Antes de salir de aquel lugar, mi amante se dirigió hacia la madame con una bolsa repleta de monedas y le dijo mirándola fijamente:

—Mi señora, espero que esto sea suficiente para callar vuestra boca, pues este hombre jamás ha estado en este lugar.

A lo que ella contestó:

—Vos sí que sois un caballero y no vuestro amigo. Mi boca permanecerá sellada, pero cuando el señor despierte decidle que no es bienvenido en mi casa.

Enrico remaba lentamente, como si no le importara llevar a mi esposo en su góndola, sabiendo que al llegar al palazzo él y yo deberíamos separarnos. Empezaba a amanecer y esperaba que ninguna persona nos viera en aquella situación. Oddantonio seguía completamente inconsciente, su cara llena de arañazos y moretones. ¿Qué había hecho aquella noche? ¿Qué había bebido que tan muerto parecía a pesar de estar respirando? Enrico cargó él mismo con mi esposo y lo dejó caer sobre la cama donde unas horas antes me había amado. Ni siquiera la brusquedad en el trato le despertó.

—Pareces agotada. Deberías descansar y olvidarte de que has estado en ese lugar —dijo Enrico rozando mi rostro con su mano.

No dije nada pero le abracé con todas mis fuerzas. Sabía que debía irse, por mi bien, pero también por el suyo. Si alguien le veía conmigo, podrían denunciarnos por adulterio, cosa que a mí me llevaría de cabeza a la celda. Me despedí de él con un largo y apasionado beso que sabía que era el último, mientras sin que se diera cuenta le acompañaba hasta la puerta. Volví a besarle, una, dos, hasta tres veces, sin querer parar pero sabiendo que debía hacerlo. No quise llorar, y aunque tenía muchas ganas no vertí una sola lágrima ni cuando me dijo:

—Podríamos ser tan felices en otro mundo…

—No digáis nada, Enrico. Por favor, marchad ya o no respondo de lo que pueda ocurrir. Hemos de seguir con nuestras vidas, aunque eso signifique separarnos para siempre —exclamé al borde del llanto.

Enrico comenzó a caminar de nuevo hacia su góndola, pero a medio camino volvió sobre sus pasos, se acercó de nuevo a mí, cogió mis manos, colocó el sello de su casa entre ellas, y besándolas, dijo:

Il n’est rose sans espine.

Me quedé completamente helada cuando escuché esas palabras, mientras veía a Enrico correr hacia su embarcación para desaparecer por los canales. Recordaba bien aquella frase. Era la misma que había pronunciado el hombre enmascarado durante la quema de la Brucia en mi carnaval como hombre; ahora ya sabía qué significaba, y sabía que aquel caballero era el mismo que había robado mi pluma. Enrico Acade.

Era ya de día pero Sitti insistió en que reposara un rato. Realmente estaba muy cansada pero al entrar en el cuarto me dije que no podía echarme en la misma cama que aquel hombre al que había dejado de amar por completo. En verdad nunca le había amado, pues desconocía realmente qué era el amor hasta que Enrico me lo mostró aquella misma noche.

Pude descansar unas horas en la cama donde Sitti había dormido, mientras ella preparaba nuestro equipaje. Debíamos volver a Castelforca al día siguiente, pero a media mañana me desperté de nuevo con el corazón completamente encogido: había soñado que Oddantonio jamás volvía a despertar. Entré en su habitación y le zarandeé sin conseguir que reaccionara, toqué su piel y estaba helada. Sitti, al verme tan asustada, colocó su mano debajo de su nariz y comprobó que, aunque lo hacía muy lentamente, Oddantonio seguía respirando. Me dijo que no me preocupara, ya que ella había pasado por algo muy parecido con uno de sus amos, y este siempre despertaba por mucho que bebiera.

Aquella noche cenamos juntas y nos acostamos en la misma cama. Sitti fue tan buena amiga que no dijo nada, pues sabía que en esos momentos recordar a Enrico me hubiera hecho demasiado daño.

A la mañana siguiente el ruido de la sonora y gran vomitona de Oddantonio nos despertó a las dos. Yo me asusté y quise subir, pero Sitti me lo impidió, aduciendo que eran cosas que agradecería no ver.

Transcurrido un buen rato, en el que sólo pude preocuparme y preparar unos trozos de pan con queso parmesano, a la sazón mis únicos conocimientos sobre cocina, Sitti apareció agotada de tanto limpiar. Me dijo que mi esposo se encontraba bien, pero que quería adecentarse un poco antes de bajar, así que desayunáramos sin él. Yo no sé qué había en el cubo que llevaba Sitti, pero cuando pasó por mi lado, tuve náuseas y a punto estuve de vomitar también.

—¿Crees que está poseído, Sitti? —pregunté cuando volvió de tirar los restos al canal.

—¿Poseído? No lo sé. Pero puedo aseguraros que si algo malo había en su interior, ahora no queda nada de nada —dijo sonriendo para hacer más llevadero su trabajo.

Cuando Oddantonio bajó, ni siquiera me miró, ni me dirigió la palabra. Con todas las pertenencias ya embarcadas en el burchiello, entró en la embarcación y se encerró en una de las cámaras sin decir nada a nadie.

Había pasado mes y medio desde lo acontecido en Venecia, tiempo en el que Oddantonio siguió sin dirigirme la palabra. Si he de ser sincera, sólo le vi en una ocasión, un día en que se me ocurrió espiarle desde el pasadizo secreto mientras mantenía una de sus reuniones habituales con sus consejeros. Realmente parecía preocupado, iba de un lado al otro mientras Manfredo leía un escrito que decía así:

—«Yo, canciller y gobernador general de todo cuanto tengo y poseo en el momento de mi muerte, cuando no quede ningún hijo varón legítimo, ni ninguno de mis hijos tenga hijos varones legítimos o naturales, nombro heredero de todas las posesiones, tierras, casas y piezas de valor, además de los legados que ya hice, a mi hijo Federico universalmente legitimado».

—¡No puede ser! ¡Federico no puede heredar el ducado! —exclamó visiblemente enfadado Oddantonio.

—Tu padre no establece eso en su testamento, sólo dice que si tú no tienes hijos varones ya sean de tu esposa o de otra mujer, él será el heredero a la hora de tu muerte —dijo Manfredo en un intento por tranquilizarlo.

—El problema es que cada vez hay más rumores de revueltas en la ciudad. El pueblo pasa hambre y cualquier día podrían atentar contra tu vida. Hemos de estar preparados —añadió Tomasso.

Oddantonio dio un puñetazo sobre la mesa que hizo que el tintero se volcara.

—Federico jamás heredará el ducado. ¡Traed a todas las doncellas de la ciudad, pues alguna de ellas deberá poder parir un varón sano!

Corrí a mi habitación aterrada y temblando como una hoja, pensando que mi esposo era el hombre más cruel sobre la faz de la tierra. Tan mal me encontré que tuve que liberar mis nervios con una serie de arcadas que acabaron con vómitos.

Sitti, que desde nuestra vuelta no se había separado de mí, me dijo:

—Costanza, ¿qué ocurre?

—¡No quiero vivir con ese hombre! Ha hecho llamar a todas las doncellas de la ciudad para dejar a alguna en estado.

—¿Por qué? —preguntó en un tono demasiado sereno incluso para ella.

—Ahora sé qué es lo que ocurre. Al parecer el duque tiene un hermano del que nunca me ha hablado y que lo heredará todo si Oddantonio muere sin descendencia —dije pensando en voz alta sin mirar a Sitti.

Cuando terminé de divagar, al ver que ella no le daba la importancia que a mi juicio tenía al asunto, le pregunté:

—¿Acaso no te preocupa dónde vamos a terminar si mi esposo me repudia?

—No os va a repudiar —contestó tajante.

Me quedé mirándola atónita. ¿Acaso se había vuelto loca de repente?

—¿Por qué dices eso? ¿Cómo puedes estar tan segura? —pregunté de nuevo.

—Porque lleváis a su hijo en el vientre.