A la mañana siguiente, me desperté no bien empezaban a surgir los primeros rayos de sol por el horizonte. El cielo aún estaba en penumbra, pero pronto comenzó a sonar el mattutin, el sonido de campanas que anunciaba el relevo de la guardia del palacio ducal. Bajé en silencio las escaleras que me separaban del comedor y salí al balcón para dar la bienvenida a un nuevo día. El frío aire de la mañana hizo que me despertara de golpe, y el rocío de la noche, que mojó mis manos cuando me apoyé en la barandilla de hierro, me provocó un escalofrío que hizo temblar mi cuerpo.
Adoraba Venecia. Amaba esa ciudad tan desconocida para mí, aunque con las últimas experiencias vividas, estaba dejando de serlo. No sabría cómo describir el vínculo invisible que me unía a sus calles empedradas, al sonido del agua del canal, chocando levemente contra las paredes de piedra, donde cada vez se alzaban más palazzos. A su gente, tan dispar entre sí. Ninguno igual al anterior. Ya fueran nobles, plebeyos, mercaderes o artesanos, todos eran parte de ese núcleo social que formaba Venecia. Judíos, moriscos, cristianos, hombres y mujeres, mayores y niños. Todos ellos, tanto si habían nacido en la ciudad, o si tan sólo se habían dejado adoptar, eran venecianos, aunque la mayoría se encontrara de paso, camino a otros destinos.
Se decía que Venecia era un hervidero de gente y que el secreto de la ciudad es que todos tenían su espacio. Pero yo seguía preguntándome cuál era el lugar de Costanza Contanti, y aquella pregunta repiqueteaba en mi cabeza a todas horas, recordándome que, ahora que mi madre sabía que ya podía casarme, pronto dejaría de vivir en mi ciudad amada.
Me negaba a imaginarme mi vida en otro lugar que no fuera Venecia. ¿Qué haría yo en Castelforca? Con el silencio de la campiña Toscana, quebrado únicamente por el trino de los pájaros y los aullidos de los lobos que se escondían entre los frondosos bosques de la Romaña, mi corazón se encogió. Un nuevo escalofrío recorrió mi cuerpo y las lágrimas libremente comenzaron a brotar de mis ojos sin poder controlarlas. No quería dejar mi ciudad, no quería dejar Venecia. Ella, poderosa, magna, regia. Ella, que me había visto nacer en aquella casa de piedra, que había compartido conmigo mis alegrías, mis sueños, mis tristezas. ¿Qué sería de mí tan lejos de mi ciudad?
Ruth se acercó por detrás y me cubrió con un chal. Ese simple gesto me indujo a pensar que había obtenido más cariño de mi criada que de mi propia madre, aunque supongo que para eso estaba allí, para llegar donde ella no podía hacerlo. Me obligó a entrar para que me sentara en la cocina y me ofreció un tazón de caldo de gallina humeante que me calentó el cuerpo. Mientras mis manos se templaban al coger la escudilla de madera, pude fijarme en aquella judía nacida en el reino de Castilla, reclamada, casada y repudiada por un navegante castellano, que tuvo la desfachatez de vender una mujer libre a un mercader griego, tan sólo porque no podía darle hijos. Su piel estaba arrugada por el sol, el trabajo le había vuelto ásperas las manos, y aquel cabello oscuro que cubría con un pañuelo para hacer más cómodo su trabajo la convertían en una persona completamente diferente a mí, pero yo la respetaba por todo lo que me había enseñado, por todo el afecto que me había dado, por cuidarme, y por vigilar mi integridad física, escondiendo mi secreto como si fuera el suyo.
—¿Cuántos años tienes, Ruth? —pregunté sin pensar.
—¡Demasiados! Cuarenta y tres años dan para aprender mucho. A veces incluso creo que podría haberme ahorrado alguna que otra experiencia —contestó ella con una leve sonrisa.
—Puede que esté errada, pero creo que nunca se sabe demasiado —exclamé.
—Vivís otros tiempos, mi niña. Una era llena de mundos nuevos, de fronteras que se rompen, de reinos que desaparecen, de gente que viaja para buscar su sitio. Es normal que queráis vivir muchos años, aunque cuando lleguéis a mi edad, veremos si pensáis lo mismo —dijo Ruth alzándose de su silla y poniéndose a trabajar, pues el tiempo se echaba encima y el sol ya podía verse en toda su plenitud.
Mientras tomaba el delicioso caldo, me dio por pensar en quién me ofrecería ese calor en Castelforca. ¿Serían mis nuevas criadas como Ruth, viejas pero sabias? ¿Me cuidarían como si fuera su hija y no su dueña? ¿Quién sabía lo que el destino me depararía?
Mi padre apareció ya vestido por las escaleras sorprendiéndose de verme allí. En un gesto extraño en él se acercó y me acarició la cabeza diciendo:
—¡Qué madrugadora!
—Sí, padre. No podía dormir —contesté sorbiendo el caldo.
—Tu madre me ha contado que hoy he de escribir al duque para anunciarle la buena nueva. No entiendo qué prisa tiene esa mujer —exclamó mientras aceptaba la escudilla que Ruth le ofreció.
—Supongo que cree que cuanto antes me vaya antes formaré parte de mi nueva familia —dije sin pensar que era mi padre el que estaba delante y no una simple criada.
—¡Estás hoy algo insolente, niña! Se nota que ya eres mujer. Tu madre sólo quiere lo mejor para ti y puedo asegurarte que este matrimonio es la mejor opción que encontré —dijo enfadado mi padre.
—Lo siento padre. Sólo que…
—¿Qué ocurre, niña? ¿Tienes algo que decirme? —preguntó alzando la voz.
—Pensaba en Ginevra.
El silencio llenó la estancia. Creo que incluso Ruth se quedó paralizada al oír mis palabras.
—¿Y qué es lo que pensabas? Vamos, dímelo libremente —instó mi padre azuzándome.
—¿Libremente, padre? Pues pensaba si el convento era la mejor opción para ella. Si encerrarla en aquel lugar, sin decir nada a sus hermanos, sin que estos pudieran despedirse de ella, sabiendo que jamás volverán a verla, era la única alternativa para una niña. ¿Cree, padre, que Ginevra será feliz sin poder cantar? ¿Sin poder bailar? Sin poder…
Mi padre jamás me había pegado, pero el golpe que dio en mi espalda fue suficiente para que callara mi boca. ¿Qué era para él hablar libremente? ¿Por qué me había instado a hacerlo si no quería oír la verdad de mis pensamientos?
—Tu hermana será todo lo feliz que desee. Cantará cuando le dejen, aprenderá a callar, a ser respetuosa con sus mayores, a obedecer, a no imaginar mundos que no existen, en definitiva, a ser una mujer. No hagas que me arrepienta de mi decisión, pues empiezo a pensar que quizás deberías estar tú en su lugar.
Y aquel hombre, mi padre, el que creía que me amaba, el que pensaba que me respetaba por haber claudicado a sus deseos de casarme con quien él había designado, dejó de ser mi héroe para convertirse en un ser cualquiera de los que comenzaban a caminar por las calles de aquella ciudad, que muy pronto debería abandonar.
Cuando Ruth y yo nos quedamos de nuevo a solas, ella se acercó para acariciarme, y sus simples palabras, tan sencillas pero tan llenas de verdad, me acompañaron el resto de mi vida:
—Nunca esperéis nada de un hombre, así jamás os decepcionará.
Subí a mi habitación derrotada al comprobar que todos los hombres eran iguales. Incluso mi padre creía que una mujer debía ser sumisa y contentar al hombre. ¿Y quién nos contentaba a nosotras? ¿Acaso creían de veras que era suficiente con llenar nuestras vidas de regalos, riquezas, fiestas, lujos o hijos? ¿Acaso las mujeres como mi madre pensaban como ellos? Si era así, podía entender su amargura y su eterna cara de enfado, que sólo cambiaba cuando oía hablar de sueldos, ducados y joyas vendidas. ¿Quería yo eso para mí? ¿Era lo que me esperaba en Castelforca? ¿Una vida de lujo y riqueza pero vacía de cultura, sabiduría y descubrimientos? Debía pensar rápido y aprender a toda prisa cómo conseguir de mi esposo lo que yo deseara, que no eran más regalos, sino más conocimientos y la posibilidad de compartir mis ideas con otras mujeres similares a mí. ¿Existirían otras como yo? Y como si de una visión se tratara, recordé el pergamino que Enrico me regaló. Lo había escondido tan bien que me había olvidado de él, y me bastó con deshacer el lazo de seda roja y desplegarlo para encontrar ante mis ojos la respuesta a la pregunta, como si el destino quisiera contestarme para que no perdiera la esperanza.
«De pari aut impari Evae atque Adae Peccato», de Isotta Nogarola.[2]
Comencé a leer sus palabras, sorprendiéndome por sus teorías y por su desfachatez al enviarle ese tipo de cartas al gobernador de Verona, Ludovico Foscarini. Por sus ideas tan nuevas para mí y por su valentía al contradecir a la Santa Madre Iglesia, al sostener que Eva era completamente inocente de la expulsión del hombre del Edén.
Según ella, si en las Escrituras quedaba probado que la mujer era inferior al hombre, ¿qué culpa tenía ella de haber sucumbido a la tentación? ¿No sería más culpable Adán, el ser superior, el sabio, por escuchar a una mujer inferior? Al principio me pareció absurdo que una mujer aceptara el papel sumiso de la mujer, pero tras acabar la lectura y leer la contestación de Foscarini, me di cuenta de la sutileza de Isotta al hacer que Ludovico cayera, sin darse cuenta, en su trampa, pues este, al fin, reconocía que el hombre y la mujer eran iguales en tanto que seres humanos. Con su contestación, Ludovico quería sostener que tan culpable era Eva como Adán, contradiciendo la teoría esgrimida por Isotta de que Eva era completamente inocente. ¡Cuán inteligente me pareció esa mujer! Si tan culpable eran uno como el otro, si el hombre no permitía que Eva fuera inocente por su condición inferior, eso significaba que hombre y mujer eran iguales en culpabilidad e iguales a todos los niveles.
Tras leer el escrito estaba contenta, exultante. ¿Así se hacían las cosas? ¿Entrando en el terreno del hombre, para, sutilmente, hacerle decir lo que era verdad? Hombre y mujer iguales, ¿no sería bonito si fuera cierto?
Escondí el pergamino doblándolo varias veces para resguardarlo entre las páginas de mi libro de griego. Aquel manuscrito se había convertido en un refugio para mis tesoros, e inauguró mi colección de textos escritos por mujeres que con los años fue creciendo hasta formar una surtida biblioteca.
La tensión del invierno, de la marcha de Ginevra, y de mi futura boda remitieron con el tiempo, y las cosas se calmaron en casa hasta el día en que llegó una misiva de Castelforca que acompañaba un último regalo. En el mensaje dirigido a mi padre, se exigía que el día de la unión fuera el 16 de abril de 1464. Si a mí me gustó la idea de quedarme un año más en casa de mis padres, a mi madre le horrorizó, alzando la voz, haciendo aspavientos y preguntándose el porqué de ese retraso tan absurdo cuando la niña ya podía parir. Puedo asegurar que no fue bonito escuchar eso de mi madre, pero estaba demasiado acostumbrada a su manera de pensar y sólo podía imaginar qué había en aquel extraño paquete que Oddantonio enviaba para mí, con una nota muy escueta que decía así:
—Para abrir por doña Costanza de Fondasini, duquesa de Castelforca.
Y si bien estaba ilusionada por aquella nota en la que él se refería a mí como a partir de entonces todo el mundo lo haría, aún lo estaba más por ser la primera de abrir un paquete que iba dirigido a mi persona, sin que mis padres tuvieran que hacerlo antes. Lo abrí, y por suerte Sitti estaba cerca para coger el regalo antes de que cayera al suelo, pues verme reflejada con tanta claridad en aquel trozo de cristal me asustó.
—¡Un espejo, madre! ¡Mi esposo me ha regalado un espejo! —llegué a decir tan emocionada como si me hubieran regalado la joya más maravillosa.
Cogí de nuevo el regalo con sumo cuidado, lo desenvolví y lo coloqué delante para poder admirar mi imagen. Era la primera vez que podía verme en un espejo, y si bien antes había visto mi rostro reflejado en los cristales del cuarto, en el agua del canal, o en alguna olla de bronce de la cocina, jamás había podido verme con tanta nitidez. Y me miré, y quedé encandilada con mi faz, blanca como la miga de pan; con mis ojos, verdes como las esmeraldas, aunque algo más claros, rozando el lapislázuli; con mis labios, gruesos y rosados, incluso diría algo carnosos, con mi recta nariz, con mi barbilla…
De pronto mi madre cogió bruscamente el espejo de mis manos, y como si yo no estuviera en la misma sala que ella, dijo:
—¿En verdad, esposo mío, crees que has elegido bien el matrimonio de tu hija? ¿Qué clase de hombre le regala algo tan vanidoso a su mujer? Deberíamos deshacernos de él de inmediato.
Creo que no pensé en nada cuando me levanté y arrancando el espejo de las manos a mi madre le dije:
—¡Madre! ¿Quién sois vos para decidir qué se hace con las posesiones de mi esposo?
A punto estuvo de alzar su mano contra mí, pero mi padre la detuvo.
—Es verdad, Giulia, lo que dice tu hija —sentenció—. Ese espejo pertenece al duque de Castelforca, al señor de Fondasini. Has de acostumbrarte a que la vida de tu hija ya no te pertenece. El espejo se queda pero, Costanza, mantenlo oculto a ojos de tu madre.
Y me sentí poderosa. No por haber ganado esa batalla a mi madre, a quien amaba y compadecía a la vez, si no por ser consciente de que mi título como esposa de Oddantonio de Fondasini había servido para cumplir con mis deseos.
Aquella noche, Sitti y yo estuvimos mirándonos en el regalo de mi esposo, haciendo muecas, sacando la lengua, jugando a princesas que hablaban con espejos mágicos. ¡Cuánto nos reímos esa noche! Al menos hasta que ella se acercó a mí, y con un lenguaje ceremonioso, que yo nunca le había exigido, me dijo:
—Mi señora, no quisiera separarme de vos.
Y entonces me di cuenta de que Sitti pertenecía a mi padre aunque fuera mi dama de compañía, y sin decir nada, salí corriendo escaleras abajo. Sabía que él trabajaba esa noche en el taller pues le había oído conversar con Flavio sobre unos encargos urgentes. Entré en su santuario y cuando me vio, descalza, en camisón, despeinada por haber estado jugando con Sitti, sólo alcanzó a decirme:
—¡Por Dios Santo, Constanza! ¡Me has asustado!
Me arrodillé junto a él, y abrazándome a sus piernas le supliqué:
—Jamás os he pedido nada. He acatado todas vuestras órdenes, he intentado ser una buena hija, e incluso creo que en alguna ocasión lo he conseguido…
—¿Qué quieres pedirme? —preguntó él.
—Dejaré esta casa para unirme a la familia de mi esposo. Me convertiré en duquesa de Castelforca, pariré los hijos que Dios desee darme. Estaréis orgulloso de mí pero, padre… no me separéis de Sitti.
—Pero, niña… Castelforca tiene sus propios criados y Ruth ya está vieja. Pronto dejará de ser útil y deberé buscar a alguien que lleve la casa.
—Padre, por favor…
Mi progenitor calló sopesando su respuesta, supongo que pensando cómo arreglar esa situación. Al fin, haciendo que me levantara, me dijo:
—Puedes quedártela… espera… —dijo cuando vio mi alegría—, siempre y cuando tu esposo esté de acuerdo en acogerla en su casa.
—¡Gracias, padre! —exclamé abrazándole como jamás lo había hecho.
Y aquella noche, Sitti durmió conmigo. No en la cama de mi hermana sino en mi mismo lecho, abrazadas como dos buenas amigas. Y me dormí pensando cómo dos personas de clases tan diferentes, cómo dos mujeres nacidas en círculos sociales tan dispares, podían estar tan cercanas en pensamientos, en sueños, en ideas; era tan fuerte el vínculo de nuestra amistad que ya la consideraba una hermana.
A la mañana siguiente le pedí a Sitti que me contara su historia con detalle, pues no quería que hubiera nada que pudiera suponer un obstáculo para que mi esposo se negara a que ella se quedara conmigo. Y así fue como supe que, nacida en una familia humilde de Euripos, fue vendida siendo una niña por su propio padre, que no podía mantenerla. Su primer dueño fue Ali Salim Eljaf, que la compró para llevársela a Estambul. Allí formó parte del harén privado de Salim, y fue allí donde la desfloró el emir a la tierna edad de once años, y donde, tal como me contaba durante la higiene diaria (siempre que no pululara cerca mi madre), aprendió todo lo que sabía de sexo y de técnicas sexuales para satisfacer a un hombre, técnicas que por otra parte me explicó con todo lujo de detalles, con lo que aprendí más sobre el asunto que en toda una vida marital. Su segundo amo fue Anieli Thalassinos, un rico mercader griego que la devolvió a su isla convertida en concubina. Así fue como volvió a Euböa y como, sin rencor, visitó a su padre para depositar una bolsa de monedas en las manos de cada una de sus seis hermanas, para que estas no tuviesen que ser vendidas. La noche que mi hermano la ganó a las cartas, su amo no quería desprenderse de ella, pues según decía era una de sus posesiones más preciadas. A pesar de ello, terminó claudicando.
—¿Cómo es pertenecer a alguien? —le pregunté de pronto.
—¿Por qué me lo preguntas? ¿Qué tiene de diferente pertenecer a un amo o pertenecer a un padre, a un esposo? No creo que seamos tan diferentes, Constans. Yo pertenezco a mis señores y tú a los tuyos, pero las dos somos propiedad de alguien —contestó ella.
—Pero a mí mi padre no me puede vender —exclamé.
—No. En tu caso tu padre ha tenido que pagar para que se te lleven.
Comenzamos a reír al pensar en lo absurda de esa situación. Caímos de nuevo en la cama, de la que nos habíamos levantado para asearnos, y nos retorcimos de la risa mientras pensaba en la verdad de sus palabras.
Aquella noche mi hermano Francesco regresó de su largo viaje a Corfú. Sus regalos me llenaron de alegría pues junto a la receta griega para mantener las manos blancas y suaves, me trajo dos frascos que contenían un preparado de un suave y afrutado perfume con las notas cítricas que tanto me gustaban. A pesar del comentario de mi madre respecto a que todos los regalos que yo recibía sólo servían para idolatrar mi propio ego y mi vanidad, ni siquiera sus palabras lograron borrar mi alegría.
Durante la cena, Ruth nos sorprendió con sabores nuevos, gracias a las especias que mi hermano le había regalado, y pudimos probar un nuevo vino que Francesco había traído de tierras extrañas, tierras que yo sabía que jamás podría ver, puesto que nunca tendría la libertad de la que disfrutaba un hombre. Cuando mi hermano preguntó por Ginevra, aceptó con desagrado la decisión de nuestro padre, pues le disgustó que la internaran en un convento a tan corta edad. También frunció el ceño al contarle que mi boda se celebraría en abril del año siguiente. Supongo que pensaba que esos acontecimientos le acercaban cada vez más a su futura boda, con la que se convertiría en un hombre hecho y derecho, tal como estipulaban los cánones de la sociedad. Sonrió para decirme que nada le impediría asistir a mi ceremonia, aunque pronto la conversación se centró en su viaje, y así fue como nos contó las tormentas que se encontró, el naufragio del que fue testigo, los paisajes nuevos que describía con sumo detalle, la gente extraña que conoció, así como sus estrafalarias costumbres, sus extraordinarias tradiciones o los incomprensibles idiomas que hablaban mar adentro.
Cuando Ruth sirvió como postre un magnífico pudin de ciruelas en honor a mi hermano, el detalle pasó desapercibido pues Francesco nos sorprendió con estas palabras:
—¡Por cierto, padre! Me dieron recuerdos para vos.
—¿Para mí? ¿Y a quién conozco yo en Corfú? —preguntó curioso.
—No fue en Corfú. Debido al naufragio y a que recogimos a los supervivientes, hicimos escala en el puerto de Ancona antes de seguir el viaje de vuelta a Venecia. Allí, en la posada, me encontré con un caballero, que se dirigió a mí preguntándome si era el hijo del maestro Contanti de Venecia. Al contestarle afirmativamente, alabó nuestro enorme parecido y me explicó que por ello me había conocido.
—No sabía yo que nuestro parecido fuese tan grande —exclamó padre.
—¿Y quién era? —indagó mi madre adelantándose a todos.
—Don Giovanni Antonino Acade.
Juro que casi me atraganto con un trozo de pudin al oír los nombres con los que se conocía en sociedad a mi amante en boca de mi hermano, y no fue así porque Sitti reaccionó con diligencia para ofrecerme un vaso de vino.
—¡Ohhh, sí!, don Acade. ¿Y qué asuntos le llevan tan lejos de Venecia? Espero que no se haya mudado, pues es uno de mis mejores clientes.
Recé en silencio para que la respuesta de mi hermano fuera negativa y suspiré aliviada cuando así fue.
—No, padre, tan sólo hacía un alto en el camino a Fortefortezza, adonde se dirigía para cerrar unos negocios antes de su boda. Según dijo, va a tener que estar un tiempo fuera, pero con toda seguridad volverá pronto a la ciudad.
Mi padre bebió un trago de vino y continuó con su interrogatorio, sin saber que los nuevos datos sobre mi amante no iban a hacerme ningún bien.
Viendo mi madre lo tarde que era, me obligó a irme a la cama, para que así los hombres pudieran conversar con libertad.
Me levanté, con un trozo de pudin en mi boca y otro en cada mano, y Sitti me acompañó, pero sólo llegamos hasta el siguiente piso, donde seguimos escuchando a escondidas mientras compartíamos el delicioso postre.
—¿Cuánto tiempo le queda de libertad al buen hombre? —preguntó en tono jocoso mi padre, refiriéndose a Enrico.
—Al parecer se casa dentro de dos años, pues la hija del mercader Balestrieri da Caltrano es muy joven y aún no es mujer, ya me entendéis —contestó Francesco.
—¡Como si eso fuera un problema para los hombres, y menos para los de familia rica! —exclamó mi padre acompañando sus palabras con una risotada.
—Sí, ya se sabe que ellos cogen lo que desean, cuando lo desean. Aún tienen esos privilegios, aunque al tener que hacerla su esposa, digo yo que debe querer respetarla —dijo mi hermano brindando con mi padre.
No sé por qué brindaban. No había ningún motivo de jolgorio en que Enrico se casara. Sin poder controlarlas, mis lágrimas comenzaron a deslizarse por mis mejillas. Sitti acarició mi cabeza y, mientras me levantaba del suelo donde me había agachado, me dijo:
—Constans, sabías que vuestros pasos tomaban caminos diferentes. ¿Por qué lloras?
—Porque me pidió que le recordase.
La primavera de 1464 llegó y llenó de aromas florales y cálidos rayos de sol los días, animándome a partir de Venecia. A pesar de nuestras diferencias, mi madre y yo mantuvimos aquella conversación que ella juzgaba tan escabrosa, y cuando me dijo que al yacer con mi esposo la noche de bodas era harto probable que me quedara en estado de buena esperanza, sólo pude preguntar:
—Siempre que un hombre toca a una mujer, ¿esta tiene un hijo?
—Yacer con tu marido es un deber. Para eso te casas, Costanza, para tener a sus hijos —contestó ella azorada.
—Pero eso no contesta a mi pregunta, madre. ¿Cada vez que me toque tendré un niño?
Ella se calló. Estaba claro que no sabía cómo explicármelo, y aunque yo sabía ya qué era el deseo, no me quedaba claro el asunto de los niños. Cuando Enrico me tomó en el callejón, ¿por qué no me dejó un hijo? ¿Fue porque no estábamos casados? ¿Los hijos sólo salían del matrimonio? Sabía que con mi madre no podía preguntar según qué cosas, y que sólo una persona podía procurarme la contestación a mis preguntas: mi amiga Sitti. Así que para no poner en un compromiso a mi progenitora, quise cambiar de tema:
—Madre, ¿cuáles son los deberes de una esposa?
—Harás tuyo el modo de vida de tu esposo. Te acostumbrarás a compartir sus aficiones. Estarás atenta a su honor. Mirarás más por tu casa que por ti misma, y más por tu espíritu que por tu propio cuerpo. Dejarás de pensar en ti, y si te acicalas será por tu esposo, sin darle celos con otros hombres, ni dar pie a nadie que pudiera usar tu actitud para perjudicarle. No contarás asuntos internos o diferencias con tus vecinas y recordarás que la opinión de una mujer en cuanto a asuntos de política no es válida, a no ser que tu esposo lo requiera. Él sustituye a tu padre como cabeza de familia y le debes respeto y obediencia.
—¿Es necesario que sepa algo más sobre el matrimonio? —pregunté.
—Sólo una cosa más. Me cuesta mucho decirte esto, pero es mi obligación de madre. La primera noche, cuando tu esposo te busque, tú déjate hacer. Él es el hombre y decide cómo hacerlo. El dolor pronto pasará aunque al ser tú una novedad, querrá repetir. Pero no te preocupes, con el tiempo cada vez serán menos las veces que tu esposo quiera yacer contigo. Eso suele suceder tras el primer parto, cuando tus curvas de jovencita desaparezcan y tus pechos se caigan, aunque supongo que te pondrá una nodriza que amamante a tus hijos, así que puede tardar algo más en buscarse a alguien más joven.
—¿Eso es el matrimonio, madre? ¿Dejar que él se harte de mí? ¿Tener a sus hijos y esperar a que me deje por alguien más joven? —pregunté verdaderamente asustada.
—Costanza, te casas con un noble. Con un caballero que todo lo ha visto. Por su cama habrán pasado miles de mujeres, a cual más bella. Al parir su primer hijo varón tendrás tu vida solucionada pues ya nunca te podrá repudiar. Cuando te conviertas en madre de su heredero, nadie podrá tocarte y siempre serás duquesa de Castelforca, incluso cuando tu hijo herede el título y se case.
Callé y bajé la mirada. No me gustaba lo que estaba escuchando. ¿No había ninguna parte buena en aquella historia? Un mes antes de la boda, mi madre, Sitti y yo nos trasladamos a Quibati para alojarnos en casa del cuñado de mi esposo, Alessandro Orsatti. Mi padre se quedó en Venecia junto a mi hermano Flavio, para esperar la vuelta de Francesco de su último viaje a Génova y así poder cabalgar hasta Castelforca un par de días antes de la ceremonia.
Cuando mi esposo me visitó quedó sorprendido por el cambio que se había operado en mí, y sin poder dejar de mirarme, mientras me obligaba a dar un par de vueltas sobre mí misma, prodigó bellas palabras que hicieron que el rubor copara mis mejillas.
La vida en el palacio de los Orsatti fue tranquila, pues Sveva, la hermana agorera de mi esposo, no se encontraba en aquel lugar, ya que seguía recluida en el convento. Pero como toda tranquilidad tiene su fin, una vez conocí a sus otras dos hermanas, Violante y Aura, las únicas que quedaban vivas de toda la descendencia de los Fondasini, supe que mí vida en Castelforca no iba a ser en absoluto fácil. Violante tenía treinta y cuatro años y era señora de Cesena, a resultas del matrimonio contraído con Doménico Novello Vecellio, y Aura, de cuarenta años, medio hermana de Oddantonio en tanto hija ilegítima de su padre, era condesa de Aquiterbo a raíz de su matrimonio con Bernardino Agugiano.
Tuve la fortuna de que mi esposo acogiera a Sitti para que me hiciera compañía, ya que nada iba a unirme en pensamiento a esas dos señoras, que tenían aproximadamente la edad de mi madre, que aquel año había cumplido los treinta y cinco.
Pasé los días posteriores descansando en los jardines del palacio de don Orsatti, mientras escuchaba como aquellas tres mujeres ultimaban los preparativos de mi boda y organizaban lo que iba a ser mi vida como duquesa de Castelforca. Viéndolas, sentí como si todo aquello no fuera conmigo. Como si no fuera yo la que se iba a casar, como si mi vida estuviera pasando ante mí sin poder opinar si era lo que quería o no. Mi madre se entendió a la perfección con las hermanas de mi esposo, e incluso llegué a escuchar cómo se peleaban por quién entraría conmigo en la alcoba nupcial para ser testigo de mi desvirgamiento. Fue entonces cuando me indigné y, alzando la voz, dije mientras agarraba con fuerza la mano de Sitti:
—¡Señoras, hasta aquí podríamos llegar! Me parece correcto que me enseñen los protocolos con tan ilustres invitados, que decidan su situación en la celebración, que elijan la comida que servir, que ordenen la ropa que debo o no ponerme… Pero de eso a querer ver lo que hacemos mi esposo y yo el día de nuestra noche de bodas hay un inmenso paso.
Poco me esperaba yo que ellas se pusieran a reír, como si lo que acababa de decir no hubiera sido más que una broma. Sin saber cómo reaccionar corrí adentrándome hacia el bosque sin mirar atrás. Y corrí y corrí, perdiendo mis chapines; el vestido se me enganchó con unas zarzas que también quisieron ponerse en mi contra, y terminé cayendo en una charca donde rompí a llorar, sintiéndome la mujer más desdichada del mundo. Tras unos minutos de llorera inconsolable, en los que incluso llegué a perder la respiración del disgusto, una voz detrás de mí me sorprendió con estas palabras:
—¿Por qué llora la duquesa de Castelforca?
Al volverme me encontré a Oddantonio sobre un bellísimo caballo blanco, que resoplaba como si hubiera recorrido varias millas al galope. Bajó del equino, y no pude sino levantarme y abrazarle para volver a llorar como una niña sola y desvalida. Oddantonio me abrazó acariciando mi cabeza con cariño. Él era mucho más alto y fuerte que yo, y para estar a mi altura, tomó asiento en la orilla de la charca. Tocó mi vestido roto y mojado y dijo:
—¿Qué te ha ocurrido? Parece que te hubiera atacado una bestia feroz.
Ni siquiera me di cuenta de que me estaba tuteando, pues su tono conciliador me gustó tanto que empecé a sentirme cómoda desde ese mismo momento. Cuando recuperé la compostura, pude alcanzar a decir entre sollozos:
—Vuestras hermanas y mi madre se han aliado contra mí. Están decidiendo cómo va a ser la boda y no dejan que digan qué pienso al respecto, organizando mi vida posterior en el ducado y hablando con los criados como si yo no tuviera voz y…
—¡Lo que cuentas es horrible! ¿Hay algo más? —interrumpió mi esposo con una ironía que no supe entender.
—Quieren estar presentes la noche de bodas. Dicen que han de comprobar mi virginidad —dije algo avergonzada.
Mi esposo sonrió, carraspeó y dijo:
—No te preocupes. Es algo normal que cuando un noble de alta cuna se casa existan lo que yo llamo ojeadores. Dicen que están allí para vigilar la virginidad de la novia, pero yo creo que tan sólo son unos mirones. Si tú quieres no habrá nadie con nosotros esa noche. Yo soy quien decide esas cosas y si tú no vas a encontrarte cómoda, yo tampoco lo estaré.
¿Cómo podía dudar yo de aquel hombre? Era cándido, cálido, bueno, gentil, educado… en definitiva, era un ser maravilloso y ahora me arrepentía de haber perdido lo que le pertenecía por derecho. ¿Cómo iba a explicárselo? ¿Qué le iba a contar cuando no sangrara aquella noche? Y como si en verdad fuera cierto lo que un día me dijo mi padre, mi ángel de la guarda hizo su aparición por boca de mi esposo cuando dijo:
—Además, tú y yo sabemos que lo que ellos llaman virginidad es algo que ya no tienes.
Creo que no exagero si digo que incluso los pájaros dejaron de trinar, las nubes se pararon, el viento dejó de soplar, las flores no siguieron creciendo y la corriente de la charca desapareció para dejar inmóviles incluso a los peces que en ella se encontraban. Abrí los ojos de par en par, para de inmediato ocultarlos con mis manos, completamente avergonzada. ¿Cómo podía saber él algo así? ¿Quién se lo había contado? ¿Acaso mi esposo me había puesto espías?
—No te preguntes cómo lo sé, pues poco me importa tu virginidad. Hay muchas cosas que desconoces de mí y a las que tendrás que adaptarte, y puedo aguantar que hayas sido de otro antes. Sé que es algo inusual, pero no me gustan las vírgenes, se lo has de enseñar todo y es sumamente aburrido.
—Pero… Co… ¿Cómo lo sabéis? —pregunté intentando controlar el rubor de mis mejillas.
—Mi niña, sabe más el diablo por viejo que por diablo, ¿no lo sabías? Conozco la naturaleza femenina como la palma de mi mano y pude notarlo en tu cuerpo el día que volvimos a encontrarnos, en tu forma de mirar, en tus movimientos. En cómo te miras en el espejo que te regalé, cuando crees que nadie te ve, en las confidencias que le haces a tu dama de compañía, y en la forma en que os reís cuando miráis a los chicos de vuestra edad que trabajan para Alessandro. Verás que eso no importa cuando me conozcas mejor.
—Pero… esa parte que no conozco de vos… ¿Es mala?
—¡Horrible! Al menos según mi confesor, quien nunca me da la absolución, porque dice que ya estoy condenado —dijo sonriendo como si en verdad no le importara ser un maldito.
—¿Cómo voy a casarme con un agnóstico? —pregunté alterada.
—Costanza, hay muchas cosas que has de aprender. Deja que sea yo tu maestro y te aseguro que serás mucho más feliz siendo diferente que perteneciendo a ese club de viejas que parecen que les hayan metido un palo por el…
Le tapé la boca para no escuchar lo que iba a decir, y de pronto él se abalanzó sobre mí y me besó de una forma tan apasionada que me recordó a mi fogoso Enrico. Sus manos reptaban por mi cuerpo encendiendo mi pasión y pronto sus dedos comenzaron a desenredar las cintas que cubrían mi pecho. ¿Quién había dicho que ese hombre no era apto para la cama? Sus manos cubrieron suavemente mi cuerpo, que fue suyo desde el primer beso. Sus labios, gruesos, carnosos y su lengua juguetona hicieron que me olvidara que nos encontrábamos en un lugar donde cualquiera podía vernos. Su cuerpo, fuerte y musculoso, hizo que me olvidara de Enrico de inmediato, pues el placer que Oddantonio me dio solapó con creces al experimentado con mi primer amante. Yací con él antes de estar casados, junto a la misma charca donde me había caído. No sé si fue la gran experiencia que al parecer tenía mi esposo respecto al placer femenino, o aquel paraje idílico que nada tenía que ver con el infecto callejón donde Enrico me poseyó, pero pronto deseé que llegara el momento de vivir libremente con mi esposo, aquel ser que parecía sacado de un cuento de hadas, que comprendía que no todo lo preestablecido por la sociedad era correcto, que sabía vivir de cara a un mundo de alta nobleza, pero que en verdad comprendía las debilidades humanas porque él mismo era un ser humano débil que caía continuamente en las tentaciones de la vida.
Cuando todo terminó, Oddantonio me dijo:
—Me gustará ser tu maestro.
Yo seguía avergonzada. Primero, porque él conociera mi secreto; segundo, por creerme todo lo que mi madre y mi confesor me habían contado de los hombres, y tercero, porque hablaba del tema que tanto me preocupaba que fuera pecado si no se realizaba para procrear como si fuera algo tan sencillo como elegir el menú de una próxima comida.
Llegamos a caballo hasta el palacio de los Orsatti. Cuando mi madre me vio llegar sobre el equino de mi esposo, montada como un caballero, con el vestido roto, el pelo revuelto y con la pasta negra, que en teoría debía embellecer mis ojos, esparcida por mis mejillas debido a las lágrimas que me había provocado, se alzó y se dirigió corriendo hacia nosotros, gritando:
—Costanza, ¿qué te ha ocurrido? ¿Cómo osas presentarte ante tu esposo de esta guisa? Perdonad, mi señor, es aún una niña, a saber dónde se ha metido.
Y mi esposo, al que en verdad ya empezaba a amar, alzó su brazo, y deteniendo el avance de mi madre, dijo en un tono seco y abrupto:
—Mi señora, no hagáis que sea descortés. Vuestra hija, que es mi esposa, está preciosa tal y como está. Tan sólo se ha perdido por el bosque y ha topado con una bestia salvaje que la ha asustado.
Se volvió y me miró sonriendo, para después borrar esa misma sonrisa y continuar diciendo:
—Hermanas, dado que mi esposa aún ha de aprender mucho sobre protocolos y vuestro saber hacer queda libre de toda duda, os ocuparéis de disponer junto a la dama Contanti a los invitados. Pero el día de nuestra boda se comerá lo que desee Costanza, se escuchará la música según su parecer, y por supuesto, nuestra noche de bodas, será sólo nuestra y de nadie más. Sólo ella y yo yaceremos en esa cama y no admitiré que nadie quiera ver ese acto tan colmado de amor como si se tratara de un vulgar espectáculo de burdel.
Y dicho y hecho, así lo dispuso el señor de esas tierras y así debía cumplirse.
A partir de ese día mi trabajo se incrementó, ya que tuve que hablar con criados y cocineros para decidir conjuntamente el gran menú que se iba a servir en el fastuoso banquete al que estaban invitados los más altos representantes de la nobleza. Me resultaba algo molesto tener a gente tan importante de la sociedad en mi boda, ya que no conocía absolutamente a ninguno, pero debía aprenderme sus títulos, las normas de protocolo correctas para dirigirme a ellos y una frase de bienvenida, diferente para cada una de las damas que acompañarían a sus esposos. El 16 de abril amaneció soleado y con el aroma a las miles de flores que había en los jarros de barro dispuestos por todo el palacio de los Orsatti. Los pétalos blancos de cientos de rosas sacrificadas para cubrir los suelos de las estancias por donde caminaría por última vez Costanza Contanti, la niña de Venecia, hija de un maestro joyero, para convertirse en la mujer Costanza de Fondasini, duquesa de Castelforca, embriagaron mis fosas nasales con su aroma.
El simple vestido blanco que llevaría en la procesión hacia la casa de mi esposo me decepcionó por su sencillez. No llevaba cintas de seda, ni siquiera un solo brocado, ni un bordado para su decoración. No era más bonito que la camisola con la que yo dormía cada noche, y a pesar de que la tela de satén era tan suave como la gasa, también era tan opaca como el lino, y no dejaba ver absolutamente nada más que lo necesario. Pese a las reticencias de mi madre, Sitti colocó en mi cabeza, a modo de diadema, una corona de pequeñas flores blancas que ella misma había confeccionado aquella mañana en Quibati, y ese simple detalle acompañado de un guiño de complicidad bastó para que me sintiera la muchacha más afortunada del mundo por tenerla a mi lado.
El pequeño palazzo que me imaginaba —como tantos otros que había visto en Venecia—, lejos de ser una construcción solitaria rodeada de los frondosos bosques que habíamos visto durante nuestro viaje en el coche de caballos, apareció con toda su majestuosidad, como aquellos grandes palacios que se describían en los romances que cantaban los trovadores recién llegados a la ciudad. El carruaje se acercó hasta una preciosa fachada de ladrillo rosado. Al parecer, el cochero había azuzado tanto a los caballos que había llegado antes de la hora prevista, pues los invitados aún se encontraban a las puertas del palacio. No conocía a nadie, pero las damas invitadas me parecieron algo tétricas, pues todas vestían trajes de satén negros, sencillos y sobrios, como mandaba la tradición.
Una vez la entrada de palacio quedó vacía de gente, bajé del carromato y me encontré con mi precioso nuevo hogar. Ante mí apareció una fachada magnífica tan grande y alta que tuve que alzar mi cabeza para ver el fin, y desde un sencillo balcón vi a Oddantonio saludándome con la mano. Y aunque había mucho por construir, el palacio inacabado era bello, pues las dos torres de defensa que acariciaban aquella fachada le daban un aire principesco.
Con el sol de mediodía, comenzamos la procesión que iba a adentrarnos en mi nuevo lugar de residencia. Mi padre, Alessandro Contanti, encabezaba la marcha junto a Giulia Marconato, mi madre, que vestía de negro junto a mi hermana Ginevra, a la que la abadesa había dado permiso para asistir a mi boda. Elisabetta Miolo, mi abuela paterna, a quien no conocía, pues tras la muerte de mi abuelo se retiró a un convento para llevar una vida monacal, iba del brazo de mi hermano Flavio. Tras él, mi guapo hermano Francesco, que contaba veinte años, iba acompañado de su futura esposa, Doménica Baldorino, y de su dama de compañía, Violetta, pues a ella aún le quedaban un par de años para convertirse en su mujer. Seguía la procesión mi tío Piero y mi tía Lucrezia Marconato, junto a su hermano Giovanni Marconato y su esposa, Francesca Abioso. Mi prima Bianca, acompañada de su esposo, Guglielmo de Caloprini, seguía la comitiva escoltada a sus espaldas de sus hijos, Giovanna, Contesina, el pequeño Antonio, de dos años, y por supuesto, la recién llegada a la familia, Alessandra, de seis meses, en brazos de su nana, acompañada esta por nuestro maestro Giovanni Castriotto. Mis otros tres primos, Lucrezia, Lorenzo y Giuliano me precedían, y yo cerraba la procesión, sola, sintiéndome la mujer más decepcionada del mundo por mi sencillo vestido, mi corta familia, y por entrar en un mundo completamente desconocido por mí.
Pero fue entrar en palacio por la maravillosa y gran escalera de piedra que culminaba con un gran arco decorado con frisos y ver a Oddantonio y tranquilizarme de inmediato. Cuando llegué hasta él, un saludo formal, acompañado de un guiño cómplice, dio paso a las nupcias que fueron confirmadas por el notario, quien ató una cinta blanca que unió nuestras manos, una unión que fue bendecida por Marsilio, un sacerdote amigo de mi esposo, algo inusual en la época. Tras las formalidades, me dieron la bienvenida a mi nuevo hogar y a mi nueva familia las hermanas de Oddantonio, Violante, Aura y Sveva, con sus respectivos esposos, Doménico Vecellio, el conde Bernardino Agugiano, y Alessandro Orsatti. Como mandaban los cánones de la tradición, los amigos del novio también me dieron la bienvenida presentándome sus respetos; así pude conocer a sus consejeros, Manfredo Tonisto de Carpi y Tomasso Guido Altieri, que para mi sorpresa competían en belleza y juventud junto a mi esposo.
Ahora sé que Oddantonio era lo que la sociedad llamaba «diferente», y que si lo aceptaban era por el poder que como señor de esas tierras tan bien posicionadas tenía. Pero lo único que yo vi en su descaro al saltarse el protocolo y besarme en la boca en presencia de mis padres y de mi familia, fue a un hombre dominado por el amor.
—¿Quién puede poner en duda que esta mujer no sea tan pura como una auténtica vestal?
Todo el mundo aplaudió, y Oddantonio, aprovechando que nadie podía oírnos, se acercó para susurrarme al oído:
—Me encantan las flores de tu frente. No te las quites.
Tras nuestra unión, siendo ya señora de Fondasini, las hermanas de Oddantonio me acompañaron a una sala donde me esperaba el maravilloso vestido de baile que mi madre me había enseñado la primera vez que me habló de mi desposamiento, instando a las criadas de las damas que se encontraban en el lugar a que las informaran de que era hora de cambiar sus negros trajes por otros más ricamente decorados. Cuando Violante quiso quitarme la corona de flores —a lo que me negué, pues quise agradar a mi esposo—, pude oír cómo murmuraba con su hermana que yo era tan sólo una niña tonta, infantil y con mucho que aprender, pero no quise escucharla para que su amargura de vieja no fastidiara mi gran día. A pesar de ello, acepté colocar la tiara de perlas y diamantes, regalo de mi padre, sobre mi frente, entrelazándola con aquella simple corona de flores que había hecho Sitti y que tanto le había gustado a mi esposo.
Mi llegada al patio principal estaba tan estudiada que cuando entré en él, todas las damas ya se encontraban junto a sus maridos, en posición de saludar a los nuevos esposos, formando una media luna que cubría todo el patio. Estaba tan nerviosa que no me di cuenta de que Oddantonio me ofrecía su mano hasta que me dio un pequeño golpe con el tacón de su zapato, cosa que creo nadie vio. Supongo que para relajarme, él se acercó y me dijo:
—Gracias por obedecerme y no quitarte las flores. Esta noche seré yo quien vuelva a «desflorarte».
Sonrió, y sé que sabía lo nerviosa que estaba cuando volvió a decirme:
—Nada has de temer de nuestros invitados. Son personas como tú y como yo que desean presentar sus respetos a la nueva duquesa. ¿Estás preparada? No lo estaba, pero sabía que era algo que cuanto antes hiciera antes nos permitiría disfrutar de la gran fiesta posterior, de los ágapes que iban a acompañarnos durante los festejos, de la música, de los bailes y de los entretenimientos. Así que respiré profundamente y, dirigiéndome a mi esposo, dije:
—¡Comencemos!
—Mi señora, os presento al príncipe heredero de Nápoles, Alfonso II, en representación de su padre, el rey Fernando I, a quien le ha sido imposible asistir por asuntos de Estado. Le acompaña su hermana Leonor, y un buen amigo de su familia, el escritor Antonio Beccadelli —dijo pomposamente nuestro camarlengo.
—Es un placer conoceros, príncipe Alfonso y princesa Leonor. Os ruego que transmitáis mi más cordial saludo a vuestro padre. Maese Beccadelli, estoy ansiosa por compartir con vos una conversación sobre su obra —exclamé realizando una reverencia a un muchacho que apenas tenía dieciséis años y ofreciendo mi mano para que fuera besada por el hombre más anciano que jamás había conocido.
Con una sonrisa eterna y falsa, que hizo que me doliera la mandíbula al terminar, y recordando todas las frases de gratitud que había tenido que aprender para satisfacer a nuestros invitados, conocí en un estricto orden a los representantes de los Estados Pontificios, Leon Battista Alberti, secretario personal del papa Niccolò V, y al cardenal de San Marcos, Pietro Barbo; a los duques de Milán, Francesco I Sforza y a su esposa Bianca María Visconti, a quien acompañaba su hijo Galeazzo Sforza; al duque de Rassana y marqués de Perugna, mi ya conocido Borso de Calboni, quien me presentó a su medio hermano, Ercole, el cual arrancó en mí una sonrisa verdadera, pues al verle pude comprobar que tenía el mismo aspecto de sapo que su hermano, aunque bastante más joven. En nuestra ronda, también me presentaron a los duques de Saboya, vecinos lejanos pertenecientes a los estados francos, don Louis de Saboya y su esposa Anne de Lusignan, a quien se les veía ansiosos de encontrar pareja entre las familias nobles que allí se encontraban a sus hijos, Amédée y Philippe, desinteresados por aquella gente que hablaba una lengua algo extraña para ellos.
Tras las familias más nobles e importantes, llegó el turno de los terratenientes de los marquesados. Los primeros en ser presentados fueron los marqueses de Mantua, Ludovico II Gonzaga, con su esposa Barbara de Brandeburgo y su hijo Federico. Olvidándome del protocolo, a punto estuve de hacer una reverencia, pero por fortuna Oddantonio lo impidió, ya que las normas de la educación establecían que fueran ellos quienes debían presentar sus respetos.
Después le llegó el turno al marqués de Montferrato, Guglielmo VIII y su desposada Marie de Foix, de tan sólo doce años, a quien acompañaban sus padres, Gaston IV de Foix y Leonor de Navarra. De acuerdo al protocolo, no era habitual que la pequeña estuviera allí, aunque supongo que su presencia obedecía a que, de este modo, sus padres se aseguraban de que el marqués no se echara atrás en su elección. Por mi parte, me encantó que asistiera, pues a pesar de que su lengua piamontesa distaba bastante de mi veneciano, fue una excelente compañía para mí en aquella fiesta, ya que todos los demás se me aparecían como ancianos que hablaban de cosas que no llegaba a comprender. Por último, en aquella larga presentación de nobleza le tocó a los marqueses de Saluzzo, Ludovico I, su esposa, Isabella de Montferrato, hermana del marqués de Montferrato, a quienes acompañaba su hijo Ludovico II, curiosamente también en una edad más que casadera. Cuando ya creí que las presentaciones habían terminado y deseando sentarme para el primero de los banquetes, hice ademán de irme. Sin embargo mi esposo, con un sutil movimiento de acercamiento que nadie advirtió, me dijo:
—Mi señora, falta el señor de Piombino. Te aseguro que es bastante malcarado y sádico, es mejor no enfadarle. Después es el turno de los representantes de las repúblicas, los constructores del palacio, y unos amigos que quiero que conozcas.
Suerte tenía de que aquel hombre estuviera a mi lado, si no el desaire hubiera sido para el señor de Piombino, Jacopo III, y sobre todo, para aquellos que más me importaban, mi propia familia, Cosimo y Contessina de Alario, en representación de Fortefortezza. Tras los grandes señores, pasó a presentarme a los responsables de la construcción del castillo. Fueron anunciados por mi propio esposo, que no dudó en usar un lenguaje coloquial y ameno al nombrar a grandes artistas como el arquitecto Maso di Mido y al ingeniero Fra Francesco, un dominico que ahora era párroco cerca de Castelforca, pero que antaño se encargó tanto de las obras del palacio como de la ampliación del Duomo contiguo.
También conocí a Luciano Guzzo, a quien se le había encomendado diseñar las arcadas del patio en el que nos encontrábamos, para convertirlo en un monumento a la antigua Roma, y a Ambrogio Alcaine, el decorador de las estancias interiores, con quien debía hablar urgentemente tras los banquetes: a mi modo de ver, lo poco que había visto era demasiado antiguo para mí, ya que los muebles eran sobrios, las antigüedades llenaban las habitaciones y las chimeneas estaban decoradas con motivos bélicos, cosa que alteraba mi espíritu.
Si bien la primera parte de la recepción se me hizo pesada y aburrida, cuando conocí a los amigos de mi esposo que me dieron la bienvenida junto a sus consejeros pensé que si ellos eran los que se reunían en la intimidad mi vida en Castelforca iba a ser más que interesante.
Oddantonio anunció a Vespassiano da Bisticci, creador de la maravillosa biblioteca que aún no había tenido ocasión de ver, pero que a juicio de todo el mundo era la segunda más grande tras la biblioteca pontificia, y también me presentó oficialmente a Marsilio Carchen, el sacerdote y filósofo que había bendecido nuestro matrimonio. Había oído hablar de aquel hombre en alguna ocasión, mencionado en las conversaciones de mis tíos durante el verano en Careggi.
Marsilio era uno de los protegidos de la familia Alario, hijo de su médico particular y cabeza visible junto a mi tío abuelo, de la Academia de pensamiento platónico de Fortefortezza, de la que se escuchaban maravillas, y a la que también pertenecía Cristóforo Landino, un escritor y filósofo, otro de los amigos de Oddantonio.
Aunque Siena no pudo enviar representación oficial a la boda, en cierto modo quedaba representada con uno de sus ciudadanos: el escritor Agostino Dati. Y desde Roma habían llegado Bartolomeo Platina, otro escritor que era conocido por ser un reputado gastrónomo y secretario del cardenal Francesco Gonzaga, y Filippo Paladini, quien me sorprendió al pedirme si era tan amable de llamarle Hecateo, ya que pertenecía a la Academia de Roma de Pomponio Leto para el estudio de las antigüedades.
Al término de la recepción nos trasladamos a la gran sala de baile, donde el protocolo exigía que la esposa bailara con el pariente más joven de la familia del esposo. Debido a que ninguna de las hermanas de Oddantonio había conseguido parir hijos de sus esposos, tuve que bailar con el joven Costanzo I Orsatti, el hijo que el esposo de Sveva había tenido con su primera mujer, Costanza Orsatti.
Acompañada por las notas de mi Guillaume de Dufay, y bailando con alguien que no me parecía un viejo, pude lucir mis dotes como bailarina delante de una muchedumbre que parecía haber perdido toda su buena educación. Ahora se atrevían a elogiar a la novia y a su acompañante, prodigándonos buenas palabras y piropos, tanto a nuestra juventud como a nuestra gracia y a nuestra vestimenta, en voz alta, sin importarles el estricto protocolo que se desvanecería por completo tan pronto como el vino comenzara a correr por sus gargantas.
Tras el baile, y también como mandaba la tradición, Costanzo me mostró la casa: mis aposentos privados, la capilla, el salón de mujeres, el de los hombres; la cocina, que se encontraba en su máximo auge de trabajo, debido a que el primer banquete debía servirse casi de inmediato; el comedor, que estaba ricamente decorado para la ocasión; y el salón de música, donde me encontré con un precioso clavicordio y con el laúd que Oddantonio me había regalado. Después pude ver la sala de juegos, la de estudio, junto al salón de lectura, y varias estancias más cuyo nombre olvidé, pensando que tendría toda una vida para descubrirlas. Todo el palacio, del cual sólo había visto una parte, me pareció impresionante.
Al terminar la visita, y ya por fin acompañada de mi esposo, entramos en el comedor donde nos esperaban nuestros invitados, dispuestos sabiamente por sus hermanas y mi madre. Antes de que los criados comenzaran a servir, pude contemplar la rica porcelana de Oriente, las bandejas de oro con finos repujados y la cristalería de Murano, que dejaron de importarme cuando entraron las primeras viandas.
Las salchichas de seso de cerdo, de Bolonia; el zampone, que eran patas de cerdo rellenas; los pasteles de carne redondos de Ferrara, con los que don Borso llenó su boca y sus manos; las ostras de Venecia, que no fueron del agrado de todos los comensales por su textura y por tener que comerlas vivas; los macarrones de Génova; los capelletti a la Reggiana; el queso Gorgonzola, con el sello visible de la cofradía de maestros queseros, que lo señalaban como de la más alta calidad, todos aquellos manjares hicieron que nuestros invitados olvidaran su compostura, y a pesar de sus buenas maneras, no dudaron en regar sus gaznates con cientos de vinos provenientes de todos los territorios circundantes a Castelforca.
Tras estos abundantes entremeses, llegó el turno de los platos fuertes, con los que todos disfrutamos: como la gran cantidad de esturión que sirvieron, suficiente para hartar a un regimiento, y que se acompañó de trufas y puré de nabos, y la ternera, los capones, los gansos, los pavos, así como cisnes y garzas reales, cazados aquella misma mañana en los bosques cercanos, y que los cocineros acompañaron con cebollas, coles, calabaza, rábanos y acelgas de nuestro propio huerto, y por castañas asadas, nueces, almendras y avellanas recogidas en los mismos bosques de donde había salido la carne.
La conversación era más bien escasa, pues todos, nobles y artistas, adultos y niños, tenían las bocas llenas de aquellos deliciosos manjares. Cuando el vino borró todo rastro de carnes, verduras y acompañamientos, llegaron los postres: mazapán de Siena, baicolis, zaletis, bussolais, sagagiardis, diferentes clases de galletas dulzonas con sabores a fruta y especias dispares. La torta Nicolotta, un maravilloso y dulce bizcocho relleno de pasas y piñones que se deshacía en nuestras bocas, así como la tarta Pinza, un pastel con fruta confitada, pasas y semillas de hinojo, regadas por un dulcísimo fragolino caliente del mejor vino y las más maravillosas especias. A estos postres se unieron frutas recogidas de los lares de nuestras tierras: higos, nísperos, melocotones, moras, frambuesas, peras, manzanas y uvas, regadas con azúcar de Sicilia y miel Toscana. Una delicia que todos disfrutamos y que rematamos con una extensa variedad de licores diferentes que provenían de los presentes ofrecidos por nuestros invitados.
Pensar que esos ágapes se repetirían durante dos días más fue algo que preferí posponer, pues tras ese copioso convite era la hora del fresco, de dar un paseo por los jardines del palacio y los bosques colindantes. Aquella caminata, que ayudaba a bajar la comida y a que el alcohol se desvaneciera de nuestras mentes, era inédita para mí, pues en las pocas bodas a las que había asistido hasta ese momento, se paseaba en góndolas por los canales de Venecia, así que me pareció algo extraño tener que caminar por aquellos maravillosos jardines donde comenzaban a brotar las primeras flores primaverales. Fue una experiencia maravillosa, pues los poemas que normalmente se recitaban elogiando a la novia fueron exquisitos y de una calidad inmejorable viniendo de aquellos excelsos escritores. Y no sólo elogiaron mi belleza, mi juventud, mi sonrisa, mi gracia y mi dulzura, sino también todo aquello que formaba parte de mi ajuar y mis objetos personales: vestidos y ropa de cama y los regalos obtenidos de Oddantonio, así como los bellísimos Putti, regalo del genial Donatello, que ocuparon enseguida un lugar de honor en nuestra entrada.
Al volver al salón de baile, la música comenzó a sonar y los invitados bailaron, hablaron, confraternizaron, hicieron negocios y firmaron tratados, e incluso llegaron a sellar alianzas de futuros matrimonios, animados por los licores y el nuevo vino que comenzó a aparecer en sendas bandejas que traían los criados.
Oddantonio de Fondasini malgastó el dinero en lujo y ostentación, y repitió la velada los dos días siguientes hasta que se celebró el banquete final.
La primera noche, más que animada por el vino que corría por mis venas, tranquila porque no hubiera nadie más en nuestra habitación, y feliz porque comenzaba a amar a ese hombre con el que iba a yacer, en teoría para procrear, lo tuvo absolutamente todo, aunque careció de santidad.
Mi madre me había contado que jamás permitiera a mi esposo ver mi desnudez, y que cuando él me tocara la primera noche, tan sólo debía subir mi camisón por debajo de la sábana nupcial. También me explicó mi progenitora que no habría besos, pues estos no llegaban hasta que los esposos no sentían cariño entre ellos; claro que ella hablaba de los castos besos que se daba con mi padre en la mejilla y la frente, y no de los que yo ya conocía.
Todo fue diferente a lo que me contó. Mi esposo y yo acabamos desnudos y sudorosos sobre una cama completamente revuelta. Los besos con lengua se sucedieron hasta llegar a partes que no eran los labios, y sus manos tocaron todo aquello que pudieron palpar, porque yo, queriendo aprender todo lo que un hombre de su experiencia me ofrecía, me dejé llevar por la pasión, el placer y el sexo animal, sabedora de que eso me convertía en una maldita a ojos de mi iglesia, igual que lo era Oddantonio.
Experimenté, con mi ahora ya esposo, el placer del sexo carnal, y aunque recuerdo todo lo que sentí en aquella cama, que quedó completamente revuelta, en mi memoria permanecieron para siempre sus manos grandes y sus dedos que me llevaron a un estado sensual que no podría describir aunque quisiera. Sus labios hicieron que descubriera que todo podía suceder cuando un hombre adulto y experimentado se encontraba con una jovencita inexperta, abierta a aprender todo cuanto quisieran enseñarle.
Dormimos más bien poco, pues a pesar de ser mi esposo un hombre de cierta edad, tenía un vigor inusual. Cuando se derrumbó sobre mi cuerpo sin fuerzas, tras una maratón que se prolongó hasta bien entrada la noche, su boca seguía buscando mi piel, besando mi ombligo, mientras sus palabras me llenaban de una satisfacción mucho mayor que todo el sexo que pudiera ofrecerme:
—Costanza, juro por lo más sagrado que jamás conocí doncella tan vigorosa y complaciente como tú.
A la mañana siguiente, no sé qué vieron en mí mis invitados, los amigos de mi esposo e incluso mi madre, que me sonreían más de lo habitual. Sólo Lorenzo, mi primo, con la confianza que nos teníamos alcanzó a decirme con una picara sonrisa en sus labios:
—Se te ve radiante, prima. ¿A ver si va a ser mentira lo que se cuenta de tu esposo en los burdeles de toda la Romaña?
Y yo me ruboricé. Primero, porque esperaba que no se me notara lo mucho que disfruté la noche anterior, y segundo, porque no era la primera vez que alguien me comentaba en confidencia que algo se escuchaba sobre mi esposo en aquellos sórdidos lugares.
—Primo, ¿qué es lo que se dice sobre Oddantonio en esos lugares?
—No puedo decírtelo, no creo que sea decoroso por mi parte —contestó Lorenzo.
Supliqué con mi mirada.
—Bien, supongo que viéndote la cara debe ser mentira, pero deberías ir con cuidado, pues dicen de él que le gustan otra clase de placeres.
—¿Cuáles? —indagué de nuevo.
—Vamos, Costanza, no creo que deba ser yo quien te diga esto —exclamó.
—Si no lo haces tú, ¿quién crees que me lo dirá?
Lorenzo se acercó a mí y, susurrándome al oído, me dijo:
—¿Sabes lo que es la sodomía? Negué con la cabeza.
—Dicen de él que gusta de chicos jóvenes. De cuerpo delgado, piel blanca, cutis fino y apenas sin experiencia, aunque está claro que son habladurías.
Quise negar delante de Lorenzo aquella aberración. ¿Cómo podía decir la gente tal cosa? ¿Cómo podía creerme yo aquello, si las manos y los labios de mi esposo me habían complacido de una manera que jamás había sentido? ¡Qué mala era la gente si era capaz de decir aquellas cosas! Pensé en si decírselo a Oddantonio, mas recordé las palabras de mi madre: una buena esposa debe velar por el honor de su marido. ¿Qué debía hacer en aquel caso? ¿Hablar con él para que acallara esos rumores? ¿O hacer como si nada ocurriera para que no tuviera que luchar contra aquellas absurdas falacias?
Fue entonces cuando comprendí por qué Enrico no le dio importancia cuando robó mi virginidad. Realmente creía que mi esposo no iba a tocarme jamás. ¡Cuán equivocado estaba!
Tras los días de festejos, de bailes, de ágapes imposibles y de regalos maravillosos, como fueron la maravillosa Biblia de don Borso Calboni, o una copia del manuscrito Hermaprhoditus, escrito por Antonio Beccadelli, que me entregó en la más estricta intimidad y que me escandalizó con sólo leer las primeras páginas, la vida en Castelforca se tranquilizó con la ceremonia final de atención al pueblo.
Aquel acto consistía simplemente en salir al balcón para saludar a los habitantes de Castelforca, que se encontraban donde el carruaje me dejó cuando llegué, gritando vivas y elogios hacia la nueva señora de Fondasini. Tan contenta estaba yo, tan amada me sentía, que ni siquiera me di cuenta de sus raídos vestidos, demasiado austeros y viejos para una ciudad tan rica; no me fijé en su extremada delgadez, que clamaba a gritos más alimentos para la población, y no quise ver sus falsas sonrisas, ni que la guardia ducal se encontrara detrás de ellos, azuzándoles para que demostraran su amor por los duques, con los elogios y los vítores que habían sido dictados por los escribientes de nuestra maravillosa biblioteca ducal.