Acostumbrada a Venecia, una ciudad grande, comercial y con un puerto lleno de gente que iba y venía, la paz de Villa Careggi llegó a lastimarme los oídos. Añoraba los gritos de los comerciantes y las lenguas extranjeras de los navegantes que hacían un alto en mi ciudad. Los criados que vinieron a buscar nuestros portes hablaban toscano, una lengua mucho más parecida al veneciano que nosotros hablábamos, más que aquella extraña lengua que se hablaba en la Romaña.
Todos entraron a saludar a mis tíos y primos, pero yo me quedé unos instantes contemplando aquella preciosa villa de tres pisos. Sus paredes anaranjadas reflejaban el sol, y enseguida recordé nuestros juegos infantiles en la terraza de la segunda planta, donde siempre nos acalorábamos pues carecía de una loggia que nos cubriera del sol. Los grandes ventanales de la planta que daba al jardín permitían la entrada de luz, y me recordaron por qué me gustaba tanto esa villa. Los jardines que limitaban la finca eran extensos y se perdían en los bosques que rodeaban el lugar; no obstante, no había peligro alguno, pues en los lindes mis tíos habían apostado casetas donde cazadores contratados mantenían a raya a los animales más peligrosos. Adoraba ese jardín, ya que gracias al poder de los Alario habían conseguido traer flora de todo el mundo, que ahora crecía libre en esas tierras. Me gustaban los cedros de Oriente, el castaño de indias y los cítricos del Mediterráneo. Pero mi árbol favorito era el madroño griego, el refugio de mi primo Lorenzo y mío, al que jamás nadie, ni siquiera mis hermanos, se acercaban. Aquel árbol había sido testimonio de nuestras largas conversaciones nocturnas, debido a que en verano, y en esa villa, nadie daba importancia a dónde estaban los niños o qué estaban haciendo. La única norma era estar presentes en las comidas y realizar la consiguiente siesta posterior.
Mi primo y yo teníamos tanto en común que, a pesar de ser unos niños, nuestras charlas significaban lo mejor de ese período de descanso, pues él era el único que comprendía y escuchaba mis pensamientos sin importarle que yo fuera mujer. De algún modo me sentía amada, pero no era un amor fraternal o de familia, sino algo más, era un respeto tácito, como si yo le importara de verdad.
Lorenzo apareció por la puerta de la villa con aquella amplia sonrisa que tan bien recordaba y sus grandes y oscuros ojos abiertos de par en par, como sorprendido de verme. Corrió hacia mí y me abrazó con alegría:
—Mi bella Costanza. ¡Qué mayor estás! ¡Si eres toda una mujer! ¿Acaso no tiene suerte el hombre con quién te han desposado? ¿Acaso no eres la más bella veneciana que he conocido? Ven aquí, prima, y besa a tu querido Lorenzo.
Y le besé y le abracé, y enseguida supe que ese verano sería pródigo en grandes charlas e intensos aprendizajes, pues mi primo ya estaba hecho todo un hombre y yo tenía muchas ganas de saber más.
A la mañana siguiente, el olor a tarta recién hecha me despertó junto a los trinos de los pájaros que, apostados en las ramas de los árboles, esperaban las migas del desayuno. El sol entraba por la ventana inundando la estancia de luz y de un agradable calor, y creo que fue la primera vez en muchos años que sonreí a la hora de levantarme. No estaba acostumbrada a tener ayuda de cámara, pero la joven Violetta, la camarera de los Alario, ya estaba preparando el agua para lavarme la cara y el cepillo para peinarme, algo que desde hacía un par de años yo misma me ocupaba de hacer. La niña Violetta, porque no era más que una niña, comenzó a cepillarme el pelo tras lavarme y rezar mis oraciones. La verdad es que me sentí una princesa, pues su cepillado era suave y no tuve que quejarme por ningún tirón.
En la villa de verano no habían protocolos salvo para los criados, que jamás olvidaban cuál era su lugar. Me atavié con un simple vestido interior de lino blanco que llevaba brocados y cintas verdes como decoración. Salí descalza de la villa para notar la fría hierba en mis desnudos pies, y aunque pensé en empezar a correr hacia el bosque para impregnarme de la naturaleza, la voz de mi madre me llamó desde el porche trasero:
—Costanza, amor. Acércate a desayunar, que acabamos de empezar.
¿Amor? ¿Qué le había pasado a mi madre para ser tan cariñosa? ¿Acaso el verano y el descanso obraban maravillas en su adusto carácter? Le hice caso, y aunque pensé que me reñiría por ir descalza, me sorprendió que ella apenas llevara una fina media para cubrir sus pies, así que me relajé y me senté a la mesa, dispuesta a disfrutar de una porción de pastel caliente y de un jugo de fruta, viandas que sólo tomaba cuando íbamos a la villa de mis tíos.
—Tu madre me estaba comentando lo afortunada que has sido en tu próximo matrimonio —exclamó de pronto mi tía Lucrezia mientras yo mordía un trozo de tarta.
Tragué el pastel y acompañé el bocado de un poco de zumo.
—Sí, tía. Mi esposo es muy elegante y guapo, además de valiente y todo un caballero —dije yo sin saber qué decir.
—Supongo que para ti eso es lo importante ahora, pero yo me refería a que serás duquesa de Castelforca. ¿Sabes lo importante que es ese título? Puede, incluso, que debas codearte con las casas reales. ¿Quién te dice que no puedas conocer al mismísimo Enrique, rey de Castilla? Dicen que los Fondasini tienen mucha amistad con los castellanos. Si algún día viajas a esas tierras y conoces al monarca, quiero que me digas si es verdad lo que dicen de su aroma —dijo mi tía, provocando que mis padres e incluso mi tío se pusieran a reír incontroladamente.
—¿A qué te refieres, tía? —pregunté sin entender nada.
—Con el permiso de tu madre, te contaré lo que se dice del rey castellano. Según parece, desprende un olor tan extremadamente horrible que incluso su primera esposa, Blanca, estuvo a punto de desmayarse durante su primera noche —exclamó mi tía casi en susurros, como si aquello fuera un secreto inconfesable.
—Mas dicen algunas crónicas que otras mujeres de la corte adoran el olor a aguardiente y sudor de su rey, a quien no rechazan cuando este…
—¡Esposo! Espero que no terminéis la frase. Recuerda que Costanza aún es muy niña para según qué cosas —interrumpió mi madre algo exaltada a mi progenitor.
Él calló. No sé qué era lo que iba a decir, pero seguía sin entender nada. No sabía a qué obedecía hablar del olor del rey de Castilla, alguien a quien yo veía sumamente lejano a mí, así como tampoco entendí, para sosiego de mi madre, el comentario de mi padre acerca de las doncellas de la corte castellana. Lo único en lo que pensaba es que aún quedaba mucho para casarme y trasladarme a Castelforca, siempre y cuando pudiera esconder el secreto de que ya era una mujer. Además, ¿qué me importaba a mí la corte castellana, si ni siquiera sabía a qué se dedicaba una duquesa? Mi curiosidad innata me llevó a preguntar:
—Madre, nadie me ha explicado cuál va a ser mi cometido como duquesa. ¿Qué hacen los nobles? ¿Cuál será mi labor?
—¿Qué labor más grande hay en la vida que parir herederos del título y acompañar a tu esposo a las recepciones para mantener las tierras a salvo con continuas alianzas? Haces cada pregunta más tonta, niña… —contestó ella.
—Hermana, permite que te contradiga —dijo mi tía con seguridad—. Con el poder que tendrá tu hija como duquesa y la riqueza del ducado de Castelforca, creo que Costanza, aparte del deber de parir un heredero, puede hacer mucho más —continuó casi sin respirar para que mi madre no la interrumpiera.
—¿Ah, sí? ¿Y cuál crees tú, hermana querida, que será el cometido de mi hija como duquesa de Castelforca? —preguntó poniendo mucho énfasis en la palabra «mi».
—Hermana, yo no pertenezco a la nobleza, pero como esposa del gobernante de Fortefortezza, todos aprecian mi buen gusto y el buen ojo que tengo para el arte, la poesía, la pintura y la escultura. Gracias al dinero de los Alario, jóvenes artistas que jamás verían la luz pueden mostrar al mundo su arte y todo lo que llevan en su alma plasmándolo en sus obras —exclamó mi tía vanagloriándose de ser amiga del círculo más culto de la ciudad.
—Querida hermana, ¿de veras crees que mi pobre hija está a la altura de nuestra educación artística? Nosotras sabemos qué es el arte. Tú con tus pintores, y yo con las obras que crea mi esposo. Pero mi Costanza, ¿qué ha de saber ella sobre arte y artistas? —dijo con desdén mi madre como si yo no estuviera escuchando sus palabras.
Quise abrir la boca, pero Lorenzo, que estaba sentado a mi lado, cogió mi mano por debajo de la mesa y la apretó para que le mirase a los ojos, y con una mirada me dijo que no me metiera en aquella conversación. Le hice caso y terminé de desayunar mientras el duelo de gatas, como mi padre a veces llamaba a su esposa y a su cuñada, continuaba. Lorenzo pidió permiso para que los niños se levantaran, y al conseguirlo de su padre, corrimos todos en desbandada hacia el bosque, sin importarnos que ellas siguieran alzando la voz en una conversación que ya no versaba sobre mí.
Corrimos tanto que parecía que estuviéramos huyendo de algún lugar endemoniado. Nuestros pies descalzos sobre la hierba que cubría el jardín alcanzaban nuestras posaderas en una loca carrera. En nuestra huida, tuve incluso que coger a Ginevra de la mano, pues a pesar de tener ya ocho años, seguía siendo muy debilucha, enclenque, y a la hora de hacer cualquier esfuerzo, enseguida se cansaba.
El tiempo había pasado para todos, y mi hermana pequeña había florecido hasta convertirse en una bellísima niña de cabello rubio y ojos oscuros. Tenía una hermosa piel blanca, a la que ni siquiera afeaban las eternas y oscuras ojeras que enmarcaban su rostro. Su cuerpo era sumamente delgado, y al paso que iba, seguro que sería tan alta como yo. Habíamos conseguido llegar a ser amigas, además de hermanas, sobre todo tras su traslado a mi habitación, que la llenó de noches de secretos y confidencias compartidas. A pesar de la confianza que le profesaba, no le había desvelado mi condición de mujer para que mi madre no se enfadara con ella si algún día descubría mi secreto.
Pronto nos vimos rodeados de frondosos árboles, álamos que bordeaban el camino. Aminoramos la marcha adaptando el caminar al cansancio que nos había supuesto la carrerilla para pasar junto a la caseta de los cazadores. Lorenzo se puso a hablar con ellos.
Su pelo, que con los años había ido perdiendo su tonalidad rubia para convertirse en un bello castaño oscuro, aún brillaba bajo los rayos de sol que los álamos dejaban pasar entre sus ramas. Mi primo tenía la pose erguida de los Alario, y siempre que hablaba con alguien, levantaba su rostro con magnificencia, un gesto que le hacía parecer más hombre de lo que era. El respeto que emanaba de las miradas de los cazadores al dirigirse a él parecía algo increíble dado que Lorenzo apenas tenía dieciséis años. Era como si le reverenciaran desde siempre, como si hubiera heredado toda la grandeza de su abuelo. Fue entonces cuando comprendí por qué todo el mundo le amaba, y cuando se volvió, y me cogió de la mano con una sonrisa en el rostro, obligándome a correr de nuevo, decidí que yo también amaba a mi primo. Su voz resonó en el bosque cuando dijo casi a voz en grito:
—¡Vamos, prima! Los cazadores dicen que la Loggia del Bianchi está repleta de renacuajos y de peces de colores. ¡Corre, prima, corre!
Y yo corrí como alma en pena mientras arrastraba literalmente a Ginevra, que resoplaba con gran esfuerzo para seguir nuestro ritmo.
Llegamos a aquel paraje idílico. Para el resto de los humanos era tan sólo una gran alberca de riego, pero para nosotros, que vivíamos cada instante con ilusión infantil, era el lago de verano particular de los Alario-Contanti. El agua, muy transparente aun cuando la corriente era lenta, estaba cubierta en algunas de sus zonas por pequeños nenúfares floridos, con flores de color rosa y blanco. La vegetación cubría el lugar, y era como si nadie supiera de la existencia de aquel paraíso personal, al que se tardaba una hora en llegar. Los altos álamos, los frondosos arbustos, llenos de bayas salvajes, y el sol que entraba a raudales por el hueco que dejaban los verdes árboles, convertían esa simple charca en un lugar donde pasar un maravilloso verano. Aquel era nuestro sitio. Lo que allí ocurría, bromas entre los niños, chapuzones con menos ropa de la indicada y enfados, allí se quedaba. Nada de lo que en ese lugar sucedía se comunicaba a nuestros mayores, pues aquel territorio era nuestro y éramos nosotros, en libertad, quienes decidíamos cómo vivir nuestro verano en aquel espacio casi celestial.
Pronto mis primos Lorenzo y Giuliano se desnudaron, dejándose tan sólo los calzones, y se tiraron al agua junto a mi hermano Flavio. Al instante comenzaron a salpicar a las muchachas para oír nuestros gritos mientras nos alejábamos de la zona. Sus risas eran contagiosas y Ginevra, la única que aún carecía de cuerpo de mujer, se desvistió para meterse en el agua completamente desnuda, no sin antes pedirme permiso. Sé que mi madre no hubiera consentido tal aberración, pero incluso María, mi prima, dio su consentimiento, pues nada tenía Ginevra en su cuerpo que fuera objeto de seducción. Mi prima, siendo algo mayor para jugar en la charca, se quedó en la orilla resguardándose de los rayos de sol con un sombrero de paja. La verdad es que María era muy hermosa, y la cinta azul del sombrero que caía con gracia por su hombro, junto a la apacible imagen de una jovencita de diecisiete años, leyendo a la orilla de un pequeño lago, podría haber sido plasmada en una de las láminas de esos jóvenes artistas de los que tanto hablaba mi tía. ¡Qué poco me conocía mi madre! Ella creía que yo desconocía qué era el arte, pero estaba en un error, pues el mero hecho de ver en aquella imagen de mi prima una pintura fabulosa, llena de simplicidad y de una extrema belleza, era una visión realmente artística.
Mis primas competían en belleza entre ellas, y aunque María no era hija de mi tía Lucrezia, sino de mi tío Piero, se parecía mucho a Bianca, mi otra prima. Las dos tenían la misma edad, aunque Bianca ya estaba casada, razón por la cual no pudo acompañarnos y se había quedado en la villa con su esposo y las mujeres de la familia. Con apenas diecisiete años ya había parido tres veces, aunque sólo habían sobrevivido Giovanna y Contesina, ya que en el tercer parto dio a luz a un varón que nació muerto. Ahora, en la recta final de su cuarto embarazo, no quería hacer muchos esfuerzos y sólo se levantaba de la cama para reposar en el diván. Se pasaba el tiempo leyendo o escuchando las conversaciones de nuestras madres.
Con mi prima Lucrezia me llevaba muy bien, pues sólo era un año mayor que yo. Allí, libres de las normas de nuestras madres, decidimos que no éramos tan mayores como María para no disfrutar de un chapuzón. Entramos en el agua, y sin que los chicos se dieran cuenta, nos acercamos a ellos buceando, para estirarles los calzones y comprobar que el agua era lo bastante clara para ver sus blancos traseros. Primero se sorprendieron, y después empezaron a perseguirnos para ahogarnos entre risas y carcajadas. Durante los juegos ni siquiera me fijé en las miradas que mi primo Lorenzo dedicaba a mi cuerpo, y no presté importancia al roce de sus manos sobre mi pecho mientras jugábamos a que había un dragón en el agua.
Cuando a mi hermano Flavio y a mi primo Giuliano, saltándose las normas de la coherencia, se les ocurrió llenar la cabeza de mi prima Lucrezia y de nuestra hermana de renacuajos, los chillidos de las pequeñas mientras intentaban sacarse los bichos del cabello desataron el caos. Me acerqué a ellas e hice que se sumergieran para que los animalillos siguieran el curso del agua hasta la orilla, pero cuando salieron del agua, sus llantos, ahora ya incontrolables, hicieron que María se enojara tanto con los chicos que les obligó a sentarse a los cuatro junto a ella, hasta que se calmaron.
El alboroto nos dio a Lorenzo y a mí la oportunidad de nadar en aquella charca sin que nadie nos perturbara, y fuimos al otro lado con la excusa de mostrarme un horrible monstruo que al final resultó ser una lagartija enorme. Fue en aquel lugar, a salvo de miradas indiscretas gracias a los matojos que cubrían ese trozo de charca, donde me di cuenta de que mi primo no me miraba como si fuera de su familia. El roce lascivo de su mano sobre mi brazo y sus dedos recorriendo mi escote, por el que sobresalían mis pechos erguidos y plenos, fueron indicios suficientes para advertir que mi primo me amaba de una manera distinta. Su mano bajó hasta mi pecho y pellizcó una de aquellas protuberancias. Mi primer impulso fue apartarme, pero tenía tantas ganas de saber que no lo hice.
—¿Qué haces? —le pregunté, más curiosa que ofendida.
—¿Te das cuenta de que tienes ya un precioso cuerpo de mujer?
Tragué saliva cuando su mano desabrochó la cinta verde que mantenía mi pecho a buen recaudo, y cerré los ojos cuando su mano lo cubrió, sosteniéndolo y acariciándolo suavemente.
—Lorenzo, eres mi primo. ¿Esto está bien? —pregunté sin saber qué decir.
—Mi padre me contó que antes de desposarte al duque de Castelforca pensaron en una unión entre las dos familias. Si el duque no hubiera cerrado un acuerdo con tu padre, sería conmigo con quien estarías desposada. Puede que esto no esté bien, pero estoy hipnotizado por ellas. La verdad es que jamás había visto dos tan bonitas, tan perfectas, tan redondas…
—¡Lorenzo! ¡Costanza! Es hora de volver a la casa —gritó María desde la orilla.
—¡Ahora vamos, hermana! Adelántate tú. Os atraparemos en cuanto nos sequemos un poco —contestó gritando Lorenzo.
María comenzó a andar con los niños. Ginevra y Giuliano cantaban cogidos de la mano mientras daban pequeños saltitos que me recordaron a Lorenzo y a mí. ¿Tantos años habían transcurrido desde que cantábamos juntos hasta el momento de desearnos?
—Ahora no puedo andar, Constanza. Lo que tengo entre las piernas me dificulta caminar —dijo Lorenzo excusándose cuando yo comencé el camino de vuelta a la orilla.
—¿Qué tienes entre las piernas? —pregunté en mi inocencia.
Tuve que haberlo visto venir, pero siendo yo aún doncella, poco podía imaginar que mi primo me cogiera una mano y la pusiese en su entrepierna. Enseguida noté su miembro henchido, pero para sorpresa de Lorenzo no aparté la mano. No quería faltar a mi honor, aunque recordando lo que el soldado me obligó a hacerle, tuve curiosidad por saber si todos los hombres actuaban igual cuando las manos de una mujer atendían esa parte de su cuerpo. Mi primo me miró sorprendido, pero pronto dejó de hacerlo. Apoyado en una roca, era como si se liberara de toda la tensión que hacía un momento me había demostrado con sus toscos tocamientos, pero me gustó cuando se mordió el labio inferior, cerró los ojos y echó su cuerpo hacia atrás en una franca señal de cuánto le gustaba lo que estaba sintiendo. De pronto, mi primo me agarró de la cadera, levantó mi vestido hasta que sus manos tocaron suavemente mi pierna y el final de mi espalda y…
—¡Lorenzo! ¡María dice que no os espera más! —dijo el pequeño Giuliano.
—¡Costanza! Si llegamos primero, madre se enfadará —exclamó mi hermana.
La voz de Lorenzo sonó entrecortada:
—Ginevra, preciosa… ahora vamos… Giuliano, enseguida salimos, volved con María que ahora mismo os damos alcance…
Y una vez se aseguró de que mi hermana y su hermano se habían marchado, Lorenzo volvió a echarse sobre la roca mientras me mostraba cómo conseguir que un hombre llegara hasta el placer. Sus jadeos me provocaron aquel escalofrío que Lauv hizo que sintiera una vez, convertida ahora en una corriente que cruzó mi cuerpo…
¡Cuán vulnerable era mi primo! ¿Tanto poder tenía yo como mujer, que podía decidir llevarle o no al éxtasis? Bufó, suspiró, jadeó e incluso gimió, haciéndome sentir cosas que jamás había sentido, mientras yo sólo podía pensar que ningún peligro me acechaba, pues él ni siquiera me estaba tocando ya.
Si bien no sentí vergüenza mientras experimentaba con Lorenzo aquello que debía desconocer hasta la primera noche que yaciera con mi esposo, el rubor me cubrió las mejillas justo al terminar, y tuve que agachar la mirada ante los ojos curiosos de mi primo, que debía de preguntarse cómo podía saber yo todo aquello. Lorenzo me abrazó, besó con cariño mi mejilla y me ayudó a salir del agua para emprender en silencio el camino de vuelta.
Estaba completamente mojada y mis pechos seguían surgiendo entre la fina tela del vestido. Cuando me abroché la cinta verde para cubrirlos, pensé que mi primo tenía razón al decir que yo tenía unos bonitos y redondos pechos de mujer, así que respondí a las miradas de Lorenzo con una sonrisa maliciosa mojando con la lengua el labio inferior antes de empezar a correr hacia el grupo de cabeza. Me sentía la mujer más preciosa y poderosa de aquellos lares.
Pronto nos reunimos con el grupo que iba de avanzadilla, y gracias al sol mi vestido se secó rápido; al llegar a la villa, tan sólo mi pelo estaba mojado, lo que bastó para molestar a mi madre, que envió a unas criadas a por unas toallas de lino para secármelo.
—¿Te has metido en el agua, Costanza? ¿Es que no te das cuenta de que ya no puedes hacer esas cosas? Ahora que estás desposada, no puedes comportarte como una niña pequeña.
—Vamos, hermana, no seas tan estricta. Su esposo no está aquí —espetó mi tía.
A pesar del enfado de mi madre yo seguía sonriendo cada vez que mi mirada se cruzaba con la de mi primo, quien bromeaba haciéndome reverencias. Me gustaba Careggi, amaba a mi primo, y cada vez quería más a mi tía, la única a la que consideraba capaz de enfrentarse a mi madre. Adoraba a mi progenitora, pero me gustaba cómo Lucrezia defendía mi libertad a seguir siendo niña, o cómo exigía que hiciese algo más con mi vida que parir como una coneja. Cuanto más lo pensaba, más me agradaba la idea de usar la riqueza de mi esposo para facilitar la vida a los jóvenes artistas, aunque al desconocer su carácter no sabía si sería factible.
La criada, por orden de mi madre, frotó con tanta fuerza mi pelo que pronto se secó bajo dos o tres toallas de lino. No contenta con eso, hizo que me lo cepillara, pero al estar todavía húmedo se enganchaba con las cerdas de aquel artilugio que por momentos me parecía un elemento de tortura, pues con cada estirón veía las estrellas.
—Eso te pasa por no comportarte como una señorita. Mira a María, completamente seca, eso es lo que hace una dama —dijo, aún enfadada, mi madre.
—Madre, ella tiene diecisiete años, yo aún tengo catorce, pensé que no pasaba nada por meterme en el agua un rato —quise explicarme.
Un sonoro capón en mi cabeza hizo que me callara de inmediato.
—¡No me repliques! Y por favor, Costanza, deja ya de pensar. Eso sólo te traerá problemas —dijo mi progenitora, que dio por cerrado el diálogo.
La criada siguió cepillándome el cabello, aunque intentaba no hacerme daño cuando mi madre dejaba de mirarnos. ¿Cómo iba a dejar de pensar si no podía controlarlo? Creí conveniente seguir explicándome pero mi progenitora, totalmente ofuscada, se metió dentro de la casa. Fue entonces cuando mi tía me dijo casi en susurros:
—Nunca dejes de pensar, Costanza. Jamás dejes de cuestionarte el porqué de las cosas. Tienes una mente privilegiada, según me ha dicho tu padre. Úsala, aliméntala y nunca dejes que otros decidan qué debes hacer con tu vida, pues es sólo tuya, aunque debas seguir las normas de la sociedad.
Me gustaba todo lo que decía mi tía, pero… ¿cómo ser yo misma si ni siquiera tenía el control de mi propia vida? ¿Cómo hacer lo que deseaba si en la sociedad en la que vivía se despreciaba a la mujer que intentaba estudiar? Pensé que mi tío amaba muchísimo a mi tía por haberle permitido convertirse en mecenas de aquellos artistas, aunque por otro lado, ella ya había cumplido con creces su cometido como fémina, dándole a su esposo cuatro hijos sanos y un heredero fuerte.
Instintivamente volví a buscar a mi primo con la mirada y cuando la encontré me hizo una reverencia. No pude evitar sonreír.
El banquete de verano era copioso, pero sin mucha grasa, pues esta se reservaba para el invierno. Nos presentaron unas viandas magníficas. Había cappellacio de calabaza, arroz a la milanesa, polenta con osei, todo regado con los mejores vinos de la Toscana. Después de la copiosa comida los postres nos alegraron el día. Los pequeños pastelillos de frambuesa se deshacían en nuestra boca, las tartaletas de arándanos, aún calientes, dejaban nuestras lenguas negras, cosa que a Ginevra le hizo mucha gracia hasta que mi madre la obligó a mantener su lengua a buen recaudo con otro capón, aunque no tan fuerte como el que me había propinado a mí. Las cremas de nísperos y melocotones regadas con licores de almendras y avellanas fueron el colofón a una comida que no sería la única de aquel período estival, pues en aquel lugar todos los ágapes eran así. Un sueño para todos nosotros.
Aquella tarde, mientras los niños hacían la siesta, yo miraba a las mujeres de mi familia desde mi ventana, pues debido a todo lo que me había ocurrido durante el día, me era imposible conciliar el sueño. María y Bianca jugaban al baccarat con mi madre y mi tía, mientras mi tío Piero y Lorenzo lo hacían al ajedrez.
El marido de Bianca, el hermoso Guglielmo de Caloprini, se mantenía un poco alejado de la escena leyendo unos sonetos bajo la sombra de un frondoso cedro, mientras mi hermano Flavio tocaba el laúd acompañado por la melodiosa voz de mi prima Lucrezia. Pensé de nuevo en las palabras de mi madre, creí que se equivocaba al decir que yo no sabía qué era el arte, pues si hubiera tenido el don de la pintura hubiera querido plasmar esa idílica imagen en una tabla.
Era curioso que mi madre pensara que yo era demasiado mayor para meterme a disfrutar en una charca pero no para obligarme a hacer la siesta.
Estaba desposada y ya era una mujer para hacer según qué cosas, pero, por otro lado, seguía tratándome como a una niña.
Mi vida era un completo desastre. No tenía edad para pensar en el deseo carnal, pero lo hacía cada vez que se me acercaba un joven atractivo. Ya no podía comportarme como una niña sin obligaciones, pero se me exigía echar la siesta como mi hermana pequeña, mi primo y los hijos de mi prima. Era una mujer completa, pues ya tenía el sangrado, pero lo ocultaba para no tener que irme a vivir a Castelforca. No tenía edad para preguntarme cómo iba a ser mi vida, pero no dejaba de pensar en ello, como tampoco dejaba de pensar que en esa onírica imagen familiar faltaba una pieza: mi hermano Francesco.
Sabía que cuando llegamos a Careggi, Francesco había dado media vuelta antes de llegar a la villa, pues la conversación con mi padre, a pesar de haber suavizado la relación entre ambos, no había sido del todo satisfactoria para ninguno de los dos. Por conversaciones de mi padre con mis tíos, supimos que había vuelto a la ciudad para embarcarse en otra galera, esta vez con rumbo a la isla de Euböa en Euripos. Y yo sólo podía preguntarme qué sería de mi hermano en aquel ancho y desconocido mundo, y si Dios podría mantenerle a salvo. Quería pensar que el buen tiempo de verano salvaría de un naufragio a su nao, y que volvería pronto a Venecia, sano y salvo, colmado de las riquezas que había prometido traer a nuestro padre. ¿Le perdonaría este algún día su desfachatez y su desobediencia? Todo ese batiburrillo de preguntas cruzó rápidamente mi cabeza, pero algo en mi interior me decía que mi hermano estaba haciendo lo correcto; luchar por conseguir su sueño: convertirse en navegante.
Las criadas comenzaron a despertar a los niños. Mi primo Giuliano, de nueve años, mi hermana Ginevra, de ocho, y las hijas de mi prima Bianca, Giovanna y Contesina, de cuatro y tres años. Pensé que si se descubría que yo ya era una mujer me obligarían a marchar a Castelforca de inmediato y en tal caso podría encontrarme como mi prima, pariendo mi primer hijo con sólo catorce años. ¿Eso quería para mí? ¿Era eso lo que mi tía quería para su propia hija? Si pensaba que la mujer podía hacer algo más que parir hijos, ¿por qué casó a su hija tan pronto? ¿Por qué dejó que se quedase embarazada a tan corta edad? No entendía nada, y de tanto pensar en cosas que no tenían solución, un intenso dolor de cabeza se apoderó de mis sienes; al volver a la cama cerré los ojos para descansar, Violeta se alarmó y avisó a mi madre, y no sé si eso fue peor para el dolor. Mi madre subió de inmediato y su voz, o mejor dicho sus gritos, taladraron mi cabeza:
—¿Ves, Costanza? ¿Ves lo que ocurre cuando una mujer se comporta como una niña pequeña? ¡Espero que no te pongas enferma! ¡Seguro que has cogido frío en la alberca!
Y no callaba, y seguía hablando, y su voz cada vez era más alta, y más, y más.
Cerré los ojos con fuerza como si así pudiera hacer que ella desapareciera; quise contestarle, pero sabía que me hubiera cruzado la cara de una bofetada, así que me callé apretando mis sienes con las manos. De pronto, como si de un ángel se tratara, mi tía Lucrezia se apiadó de mí, me trajo un vaso lleno de líquido, y me dijo, mientras apartaba a su hermana con un simple gesto:
—Tómate esto, Costanza. Te irá bien. Pronto el dolor desaparecerá y podrás volver a tu vida normal. Hermana, por favor, tu hija necesita silencio. No ha enfermado, es una simple jaqueca.
—¿Acaso eres doctor? —pregunto enfadada mi madre.
—No, Giulia, sabes que no sé de medicina, pero es una antigua receta de la profesora Calenda y te aseguro que funciona. Yo misma la uso en múltiples ocasiones —contestó mi tía.
—¿Profesora? ¿Es la receta de una mujer? ¿No será de una bruja? ¿Qué puede saber una mujer de medicina? —siguió preguntando mi madre, sin darse cuenta de que su tono de voz acrecentaba mi dolor de cabeza.
Sé que mi tía se armó de paciencia, pues se decidió a mirar a otro lado y resoplar. Luego, con una sonrisa y un tono de voz firme, pero moderado, le dijo a mi madre:
—Giulia. Costanza Calenda fue una profesora de medicina muy importante de la Universidad de Bolonia. Formaba parte de la Escuela Médica Salernitana, y sus escritos son muy famosos. Tu hija tiene una simple jaqueca, tal vez por culpa del sol, o el agua, pero si no se toma esto y no guardamos silencio, no se le pasará.
—Al menos dime qué es el mejunje que va a tomar, para que pueda quedarme tranquila —exclamó mi madre más pausada.
—Es láudano. Una mezcla de vino blanco con opio de Esmirna, canela de Ceilán, clavos y azafrán. La tranquilizará y hará que se duerma. Es bueno, de veras —dijo en un tono tan tranquilizador que mi madre, tras probar la medicina con un dedo, salió de la habitación sin decir nada más.
Bebí aquel preparado que incluso sabía bien. Era dulce, y pronto comencé a sentir los primeros efectos, pues cerré los ojos para sumirme en un profundo sueño habitado de imágenes oníricas con unicornios, ninfas y dioses mitológicos convertidos en jóvenes apuestos. Y en mi sueño aquellos dioses mitológicos comenzaron a desvestirse. Todos eran hombres y comenzaron a tocarse y a besarse. Se rozaban y parecía que les gustaba lo que se hacían. Pude verme a mí misma entre ellos, también estaba desnuda, pero ellos ni siquiera me miraban, pues parecían gustarles más los cuerpos varoniles que el mío. Entonces, Lauv surgió de repente, y él sí me miró, sí me tocó y, por supuesto, me hizo todo lo que deseaba hacerme en nuestro primer encuentro y que jamás osó. Luego apareció Lorenzo, con las mismas intenciones, se entregó a las acciones más aberrantes, pero a mí parecía gustarme, pues sonreía mientras el vino tinto se derramaba por mi cuerpo, y Lauv y Lorenzo bebían de él. Oddantonio también apareció, se estaba peleando con otro joven, los dos desnudos, pero el desconocido cubría su rostro con una máscara blanca. Los golpes se sucedían y entonces mi esposo me cogió por un brazo, el enmascarado de otro, y los dos tiraron de mí en diferentes direcciones. Yo no sentía dolor, pues Lauv lo calmaba mientras cubría con su boca mi vientre y lo que no era mi vientre, deleitándome con oleadas de placer. Un Lorenzo más maduro besaba mis labios, tocando mis pechos, ahora con sus manos, ahora con plumas de garza. Mi esposo y el desconocido seguían tirando, y mi cuerpo se iba agrietando, pero al fin vi que no eran grietas, sino arrugas, miles de pliegues surgiendo de mi cuerpo, arrugas infinitas, brazos algo flácidos. Sin embargo, mi cara, mi rostro seguía siendo el de una niña de catorce años. Mi boca seguía gritando, pero no de dolor, y el grito se alternaba con risas histriónicas y gemidos de puro placer, mientras los distintos dioses mitológicos fornicaban entre sí. Estaban todos juntos formando un corro, pero los hombres que me acompañaban en mi sueño y yo nos encontramos dentro de aquel círculo, y mientras ellos disfrutaban, Oddantonio y el desconocido enmascarado seguían tirando de mí, Lauv prolongaba mi placer, Lorenzo perseveraba en sus tocamientos a mis senos, añadiendo ahora su boca a sus manos, y aquellos dioses mitológicos comenzaron a tocarme. Se escuchaban tambores y todos los personajes se movían a su ritmo, y yo seguía en un éxtasis entre el placer y el dolor. Las manos se convirtieron en zarpas que comenzaron a arañar mi cuerpo, ahora ya viejo, un mar de pliegues, arrugas y piel flácida, y las caras de los hombres se transfiguraron en bestias salvajes. Algunos eran lobos, otros osos, otros bestias desconocidas, pero ya no iban desnudos, sino vestidos como los cardenales, todos de rojo, con sombreros anchos. Pero yo sabía que no eran sacerdotes. De pronto, algo me despertó. La mano de Lorenzo hizo que recobrara el sentido, pues no me había dormido, sino desmayado:
—¡Costanza! ¡Despierta, prima! ¿Qué te ocurre?
Y le vi, seguía siendo ese joven de dieciséis años con el que hasta entonces nos cogíamos de la mano, saltando y cantando canciones populares. Tuve que abrazarme a él, me correspondió, y fue más reconfortante que placentero, como si no hubiese sucedido nada en esa charca.
Pasaron los días y con ellos volvieron los juegos infantiles, las aventuras y los paseos a media tarde. Entre aquellas nuevas experiencias, al escuchar las conversaciones de los adultos sobre los artistas que estaban en boga, sobre sus pinturas, sus esculturas, sus escritos y sus poemas, se abrió un mundo nuevo para mí. Poco a poco me fui olvidando de aquellos extraños deseos que algunos llamaban sexo, aunque de vez en cuando los sueños eróticos regresaban durante la noche, sobre todo si durante el día me había quedado a solas con Lorenzo, aunque lo sucedido en la charca no se volvió a repetir.
Durante la cena del 21 de junio, el tío Piero nos comunicó que en tres días deberíamos trasladarnos por un par de jornadas a la ciudad de Fortefortezza, pues era la primera vez que Lorenzo iba a participar en el torneo de Calcio durante la festividad de San Giovanni, una de las grandes fiestas por las que se conocía la ciudad.
A los dieciséis años de edad, mi primo ya era considerado todo un hombre y aunque su cuerpo era joven, estaba lo suficientemente desarrollado como para proteger el honor de la familia Alario. Lucharía por demostrar quién era más hombre, quien era el más duro, el más fuerte, enfrentándose a otros barrios de la ciudad en un juego brutal donde todos luchaban por la posesión de una esfera de cuero.
Hacía mucho tiempo que la familia Contanti no visitaba la maravillosa y magnífica Fortefortezza, conocida por sus grandes artistas, sus impresionantes monumentos, sus regias basílicas, y sus calles desbordadas de cultura y sabiduría. Saber que pronto pisaría de nuevo sus calles me llenó de tanta emoción, que si no llega a ser por la mirada austera de mi madre, bien podría haberme levantado para abrazar a mi tío Piero.
Al terminar la cena, la villa cerró a cal y canto sus puertas, pues aquella noche del solsticio de verano estaba prohibido salir de la casa, ya que era el momento en que las brujas se reunían en los bosques para celebrar sus aterradores aquelarres.
Era la noche más corta del año, y aquel nombre de solsticio a todos nos sonaba como algo maléfico, lúgubre y tenebroso. Según las malas lenguas, los paganos vagaban durante la noche por los bosques para recolectar sus hierbas mágicas, y las brujas se entregaban a su señor el diablo entre grandes hogueras, bailes obscenos y actos libidinosos. Por eso, cuando estaba a punto de dormirme, me pareció extraño que Lorenzo me despertara, para, entre susurros, decirme:
—Costanza…, ¿te vienes conmigo?
—¿Adónde? —conseguí susurrar también medio dormida.
—A nuestro árbol. Quiero ver qué ocurre de verdad durante el llamado solsticio —exclamó con los zapatos en la mano.
Me quedé tan perpleja por su propuesta de transgredir una regla tan importante como la de no salir durante la noche de brujas, que no supe qué contestarle. Pero de nuevo decidió por mí, me agarró del brazo y me dijo:
—Vamos, prima. ¿Es que no tienes curiosidad?
—¿Y si topamos con el diablo? —se me ocurrió preguntar.
—No te preocupes. Yo te protegeré.
Y lo dijo con tal convencimiento, que me bastó con coger un chal para seguir sus pasos. Salimos por una ventana y echamos a correr hasta nuestro árbol; una vez allí, lo escalamos sin dificultad gracias a la escalera de cuerda que habíamos tejido un verano. Los nudos que nos había enseñado a hacer mi hermano Francesco parecían ser resistentes. Al llegar a nuestro escondite y recoger la escalera, comenzamos a escuchar toda clase de sonidos bajo nuestros pies. No sabíamos si eran perros de caza, o algún animal que campaba suelto, pero yo tenía tanto miedo que sólo se me ocurrió acurrucarme en brazos de Lorenzo. Era curioso, pero tenía la piel fría y su abrazo me resultó molesto.
—¿Por qué has querido venir aquí esta noche, Lorenzo? —pregunté al fin.
—Estoy harto de que nos cuenten historias de miedo, de que nos atemoricen con el diablo, con las brujas o con mitos desconocidos. No creo que esta noche sea diferente a las demás y pienso que eso de los aquelarres son patrañas para asustarnos.
Yo no sabía si lo que nos contaban era cierto o no, pero los ruidos del bosque no apaciguaban mi espíritu. Entonces, Lorenzo me preguntó:
—¿Cómo sabías la manera de darme placer si aún eres doncella? Callé avergonzada, estaba convencida de que ya había olvidado aquel incidente.
—Costanza, vamos. Soy tu primo, confía en mí. Jamás diré nada a nadie. Sabes que seré fiel a mi palabra, pues te quiero como si fueras una de mis hermanas.
Entonces me decidí:
—¿De verdad no le dirás nada a nadie? Si te digo cómo aprendí, ¿no habrá consecuencias para mi maestro?
—¿Es alguien que conozco?
—No creo, pero no hizo nada que yo no consintiera, así que sería injusto que ahora alguien le acusara.
—Vamos, Costanza, siempre he guardado tus secretos. Dime qué pasó.
Y se lo conté, y a medida que iba hablando, mi alma quedaba aliviada, y aunque Lorenzo fruncía el ceño, sabía que mis palabras se quedarían entre él, yo y el silencio del bosque.
—Al menos no te desfloró. Tuvo la decencia de no dejarte mácula y de no estropear tu matrimonio —exclamó al fin.
Un eterno silencio nos envolvió, roto únicamente por los resuellos de alguna lechuza quieta en una alta rama, o del craqueo de otras que emprendieron el vuelo en cuanto Lorenzo encendió, con su mechero de yesca, la vela que llevaba. Aquella débil luz bastó para vernos las caras, y para que el miedo se fuera diluyendo ante la dulce mirada de mi primo.
—Entonces, prima… ¿tú ya sabes lo que es el deseo? —preguntó por sorpresa.
—Tengo muchas preguntas que quedarán sin respuesta, pues si mis padres supieran lo ocurrido me encerrarían en un convento lejano —dije bajando mi mirada.
—Pregúntamelo a mí. Yo soy un hombre, y desde el año pasado sé lo que es una mujer, pues mi padre me llevó al burdel de Madame Elouan para que lo supiera.
—¿Por qué los hombres podéis saber qué es el sexo antes de contraer matrimonio? —me aventuré a preguntar.
—Supongo que porque nosotros somos los que debemos enseñaros. Si supierais lo mismo que los hombres, seríais iguales a nosotros y eso no estaría bien —exclamó él.
—¿Por qué? ¿De verdad crees que soy inferior o menos inteligente que tú, Lorenzo? —pregunté de nuevo.
—No. Tú no. Pero hay muchas mujeres sin cerebro…
—¿Y por qué he de pagar yo por su incultura? ¿Por qué no puedo tener la misma libertad que mis hermanos? ¿Por qué no puedo embarcar en una nao para conocer esos mundos desconocidos que dicen que existen? ¿Por qué…?
—Espera, Costanza, son demasiadas preguntas a la vez… Yo creo que algunas mujeres pueden equipararse a los hombres. Pero el mundo no está preparado para eso aún… Existen grandes mujeres que comienzan a mostrar que algunas de vosotras sois diferentes. Mira si no a Christine de Pizan.
—¿Quién es esa Christine? —pregunté.
—¿No conoces a esta escritora? —indagó mi primo.
—No. Jamás he oído hablar de ella. Bueno… en realidad no sabía que hubiera mujeres que escribieran, salvo las que escriben cartas y eso…
—Supongo que es porque escribe en la lengua de los francos. Llegó a mí uno de sus escritos. Es una parte del llamado Livre de la Cité des Dames, sé que te gustaría leerlo, pero si tu madre te lo descubre tal vez lo eche a la hoguera, aunque no sé si ella sabe leer francés.
—¿Así se llama la lengua de los francos? —pregunté de nuevo.
—En realidad en todo su territorio existen distintas lenguas como aquí, donde cada uno tenemos nuestra forma de hablar aunque tengamos la misma raíz.
—Y tú…, ¿sabes hablar francés? —inquirí con curiosidad.
—Aún no lo hablo, pero sí sé leerlo —contestó mi primo.
—¿Y sobre qué trata ese escrito de Pizan?
—Habla sobre una ciudad sólo de damas. Una apología a la mujer, basado en las historias de las grandes figuras femeninas dentro de la mitología.
—Parece interesante —dije recordando a mis diosas favoritas.
—Es muy interesante, pues recopila la vida de esas féminas, incluso llega a hablar de Jehanne Darc. ¿Sabes quién es?
—No, pero su nombre suena bonito.
—Jehanne fue una simple doncella de una región franca que llegó a capitanear los ejércitos del delfín en sus guerras contra Inglaterra. Los francos la amaron y los soldados la siguieron. Combatió duramente en nombre de Dios pues se dice que escuchaba voces del mismísimo Señor. Logró innumerables victorias, pero la Iglesia le dio la espalda y murió en la hoguera acusada de herejía hace algo más de treinta años.
—¿Cómo pudo darle la espalda la Iglesia si era Dios quien la mandaba? ¿Es que no demostró con sus victorias que era un hecho divino que una mujer pudiera capitanear las tropas? —pregunté.
—Hay muchas cosas incomprensibles, Costanza, y el vestir como un hombre y actuar como tal jamás estará bien visto. El mundo no está preparado para la igualdad. ¿No crees que se desataría el caos si no respetásemos nuestro lugar?
—Puede que tengas razón. Aun así, me pregunto por qué ha de ser el varón quien nos diga cuál es nuestro sitio.
La conversación se rompió al escuchar un profundo y temible aullido de lobo. No nos asustamos por el ruido, sino por su cercanía; Lorenzo apagó la vela de inmediato al escuchar pisadas de algo que no era humano. Comencé a temblar como una hoja y Lorenzo me abrazó.
Algún tipo de animal rondaba bajo nuestro árbol. Bajo la escasa luz que nos mostraba el cuarto menguante de la luna se podía vislumbrar un ser grande y peludo. Un ruido asustó a la bestia y pudimos escuchar a los cazadores azuzar con antorchas al monstruo para que volviera hacia el bosque. Nadie nos vio y el lugar quedó de nuevo en silencio, y yo, que seguía abrazada a mi primo, dejé de notar su confortabilidad para encontrarme con una suave caricia en mi brazo. Su mano, fría aún, pasó de mi brazo a mi escote, como si comprobase lo poco que me cubría el camisón que llevaba. Lorenzo siguió su camino hasta llegar a mis pechos, y me di cuenta de que podían llegar a obsesionarle.
—Lorenzo, pensé que no volvería a ocurrir —susurré.
—Y nada va a ocurrir. No creo que tardes mucho en convertirte en una mujer completa, y eso hará que no vuelva a verte, pues pasarás a ser propiedad de tu esposo. Dicen que el duque de Castelforca es un buen hombre, aunque tiene fama de celebrar grandes fiestas, pero dudo que tú siendo duquesa, y yo gobernando Fortefortezza, tengamos mucho tiempo para vernos. Por eso quiero besarte antes de que todo eso ocurra.
—¿Sólo un beso y volveremos a ser primos?
—Sólo un beso. Un beso que nos convertirá en más que primos, en eternos amigos.
Y me besó. Juntó sus labios con los míos, y cuando yo abrí mi boca y busqué su lengua, se quedó sorprendido, pero contestó a mi beso como debía. Cuando terminamos, tan sólo dijo:
—Por Dios que tu esposo va a ser un hombre afortunado.
Bajamos del árbol igual que habíamos subido y nos escabullimos hacia el interior de la casa, con temor aún de volver a encontrarnos con la bestia. Nos despedimos y cada cual volvió a su habitación como si nada hubiera ocurrido. Sin embargo, sabíamos que un vínculo invisible nos mantendría unidos para siempre.
Nada diabólico había ocurrido. No hubo aquelarres, no vimos brujas, ni siquiera olimos el azufre que decían que uno podía oler cuando el demonio moraba cerca, a pesar del susto que nos dio aquella bestia salvaje.
Siendo mujer, me sentí un poco como aquella bestia, sabiendo que nada malo podría ocurrirme si me quedaba cerca de mi bosque, en este caso, la casa de mi padre y después la de mi esposo.
Aquella noche soñé con la doncella Jeanne Darc y con su desgraciada vida. Lo había dado todo por su país, por su religión, por defender el modo de vida de los francos, y todos le habían vuelto la espalda cuando más necesitaba de su apoyo.
Al fin llegó el gran día. La maravillosa festividad de San Giovanni. El 24 de junio amaneció con un espléndido sol que llenó de alegría la estancia, a pesar de que tuvimos que levantarnos muy pronto para poder llegar a Fortefortezza a tiempo de la procesión y la ofrenda de los cirios de manos de la corte histórica, que estaba formada por la nobleza y las familias más importantes de la ciudad.
Los Alario no tenían título nobiliario. No eran condes, ni duques, ni tan siquiera poseían alguna baronía, pero Cosimo de Alario, el abuelo de Lorenzo, presidía la ofrenda de los cirios acompañado por toda su familia, y lo hacía con tal magnificencia, que pude ver en los rostros de los habitantes de Fortefortezza un halo de respeto e incluso un amor profundo hacia el patriarca y fundador de la familia Alario. Era curioso que teniendo Lorenzo tan sólo dieciséis años, luciera ya el porte digno y magnífico heredado de su abuelo y que fuera la viva imagen de él, mucho más que su propio hijo, de constitución algo raquítica a causa de las innumerables enfermedades que había padecido.
La procesión salió desde la piazza della Signoria hasta llegar al Baptisterio, donde finalmente se realizó la ofrenda de los cirios a san Giovanni Battista, patrón de la ciudad, seguida de una misa tradicional y ceremoniosa. Al término del oficio, nos trasladamos al palazzo de la familia donde Lorenzo debía prepararse para participar en el torneo de San Giovanni, lo que la ciudad llamaba el Calcio. En tanto que hijo mayor del heredero de los Alario, debía dejar bien alto tanto el nombre de su familia como el de San Giovanni.
Toda la familia se encontraba disfrutando de las deliciosas viandas que se habían dispuesto en uno de los jardines interiores del palazzo para agasajar a la multitud de personalidades y a los nobles de Fortefortezza que se habían acercado a presentar sus respetos al patriarca de los Alario. Pero mi horrible impulso de querer saber siempre más hizo que siguiera a la comitiva de hombres que iban a preparar a Lorenzo para representar a su barrio en aquel juego. Así que, tras esconderme en una de las habitaciones contiguas, pude ver el ritual de «los verdes de san Giovanni».
Los veintisiete se encontraban en la sala de la guardia. Lo cierto es que cuando empezaron a desnudarse ya no pude dejar de mirar, aunque me volvía a cada ruido que escuchaba a mis espaldas, temerosa de que alguien descubriera que yo, una mujer, estaba viendo aquello que jamás debí ver. Todos aquellos cuerpos desnudos no me dijeron nada, salvo el de mi propio primo, que estaba proporcionado y que mostraba unos músculos magníficos, así como otras cosas que yo aún no sabía valorar. Se vistieron con una camisa de lino interior que unieron a unas calzas a rayas blancas y verdes. Vestían todos iguales, como si fueran soldados y, aunque yo jamás había visto a las tropas de la ciudad, aquellos muchachos se comportaban ferozmente entre ellos, golpeándose unos a otros en el pecho, en el brazo y en la espalda como dándose ánimos y preparándose para una batalla sin igual. Completaron el conjunto con una casaca de igual color a los calzones, que se diferenciaban unas de otras tan sólo por el escudo bordado en la pechera de cada una de ellas, que simbolizaba el escudo de armas de cada familia representada.
Volví con la familia antes de que los muchachos se dirigieran al patio. Mi madre aprovechó para presentarme a varias mujeres de familias nobles fortefortinas, y la verdad es, que aún sin serlo, ya empezaba a cansarme el título de duquesa de Castelforca, pues me saludaba gente que de no ser quien era, o mejor dicho, de no haberme desposado con el duque, ni siquiera hubieran vuelto la cabeza para mirarme. Cuánta falsedad, cuántas sonrisas hipócritas.
Los chicos que representaban al barrio de San Giovanni comenzaron a caminar hacia la piazza de Santa Croce. Seguían maltratándose unos a otros y profiriendo ruidos de animales sin sentido, una actitud que me llevó a pensar que más de uno se parecía a los animales salvajes que llenaban los bosques que rodeaban la ciudad. Todos ellos eran nobles o procedentes de grandes familias de Fortefortezza, pero puedo asegurar que al verlos actuar como esos toscos jugadores de calcio, nadie hubiera dicho que representaban a los nobles ciudadanos. Las banderas con los blasones familiares cubrían las calles en nuestro camino, en procesión a Santa Croce. Al llegar, nos aposentamos en un lugar de privilegio en las gradas que se habían construido para que se pudiera ver el juego sin temer por nuestra integridad física. Mi tío abuelo, Cosimo, pidió que me sentara a su lado, algo que hice cuando mi madre me empujó suavemente hacia él.
Aquel era un lugar privilegiado, pues me encontraba junto al gobernador de la ciudad, y todos sabían que los Alario eran los más ricos y poderosos del lugar. La red de sus amistades se extendía por todas las tierras donde se hablase una lengua latina, y al parecer de algunos incluso más allá.
La piazza estaba cubierta de arena y los tambores comenzaron a sonar para anunciar la entrada de los jugadores. Los primeros llevaban banderas con los escudos de las familias representadas, y detrás de ellos, veintiséis muchachos más, los miembros del equipo representante del barrio en el que moraban esas familias. Cuando llegaron al centro, los chicos se despojaron de sus casacas de vivos colores y se quedaron únicamente con los pantalones a rayas y la camisa interior. Iban descalzos y supuse que la arena sería para amortiguar sus pasos, aunque pronto pude comprobar que en realidad era para paliar el posible daño de futuras caídas. Los colores de los calzones representaban a los barrios de la ciudad: blancos para los de Santo Spiritu; azules para los de Santa Croce; rojos para Santa María Novella; y verdes para los de San Giovanni.
Se dividieron en dos equipos, primero rojos y azules, y el juego comenzó. Una bola elaborada con el cuero de algún animal que había pasado a mejor vida se puso en movimiento cuando fue lanzada al centro del campo. Los empujones, golpes y caídas se sucedieron entre todos los participantes para hacerse con la esfera. Estaba acostumbrada a las justas, a ver caer a los jinetes alcanzados por la lanza, a los duelos entre caballeros con espadas; pero aquel brutal juego me impresionó, sobre todo al ver los puñetazos y los agarrones que se proferían con la única finalidad de robar la bola para, después de cruzar el campo, introducirla detrás de la valla del equipo contrario.
El pueblo gritaba y animaba a su equipo, y puedo asegurar que vi a más de uno jaleando a los muchachos para que pegaran a sus contrincantes como vulgares mercenarios. ¡Qué horror de juego! ¡Qué horror! ¿En verdad me parecía tan horrible ver a tanto hombre reunido, medio desnudo, pues pronto las camisas de lino interior quedaron hechas jirones en el centro de la piazza? Sé que mi madre se retiró con la mayoría de las damas, pero yo no podía irme; aunque ella me miró de mala gana, insistiéndome en que me fuera con ellas, la mano de mi tío abuelo cogía la mía en un gesto cariñoso y no pude zafarme de ella hasta que las damas de la familia se retiraron al palazzo familiar. Así pues, me quedé junto a Cosimo de Alario, el hombre a quien la ciudad de Fortefortezza tanto veneraba, intentando comprender qué había de bonito en aquel juego bestial, donde cualquier cosa valía para apoderarse del balón. Desconocía el desarrollo del juego, pero al parecer el equipo de Santa Croce había ganado el partido y pronto fueron sustituidos por los jugadores que vestían de blanco y verde, entre los que se encontraba mi primo Lorenzo. Siguieron las carreras, los golpes y los empujones. Me divertí al ver cómo algunos de los criados se colocaban entre sus señores con grandes plumas de colores como si eso fuera a separarlos, pero aquella pluma era como una norma no escrita que les prohibía pegarse.
Si alguno de los participantes caía al suelo a causa de un mal golpe, uno de los criados se situaba junto a él con una bandera de vivos colores y no podía ser pateado mientras se encontrara tendido en la arena. El objetivo era levantarse por su propio pie y continuar con el juego, o si estaba muy lastimado, que los criados lo retirasen y lo llevasen a algún galeno de los muchos que había por allí.
Aquel partido lo ganó el equipo al que representaba mi primo, y los habitantes de la ciudad se alegraron y profirieron vivas.
El partido final, entre los de Santa Croce y los de San Giovanni parecía una de esas batallas que deben ganarse para convertirse en alguien poderoso. Los jugadores iban a por todas y a nadie le importaba recibir un puñetazo en la boca, o caer de bruces al suelo y comerse la arena empapada de sudor de los propios participantes. Era un juego brutal y a medida que se acercaba el fin se convirtió en una batalla encarnizada. Siendo una dama como era, aquella visión de la brutalidad debió provocarme un desmayo, pero cuanto más se pegaban, cuanto más se empujaban, cuanto más metían los de San Giovanni la esfera en el lado contrario, más eufórica me sentía. De pronto, Lorenzo cogió la esfera, comenzó a correr, empujando con sus hombros a cuantos intentaban detener su avance, usando sus puños de vez en cuando para zafarse de sus contrincantes. En cuanto colocó la pelota detrás de la valla del adversario, el partido se dio por finalizado y el pueblo se alzó profiriendo gritos de alegría. Era como si todos hubieran enloquecido, pero en aquella locura colectiva, incluso yo me levanté de mi asiento junto al señor de Fortefortezza. Fui consecuente con mi condición y rango y no me puse a gritar, a pesar de que, de haber sido varón, bien lo hubiera hecho.
Los muchachos estaban magullados tras los muchos golpes, caídas, y heridas varias que cubrían sus rostros y sus cuerpos, cosa que, junto a la arena adherida a sus cuerpos tras la contienda, les hacía parecer muy sucios. Así que me extrañó que aquella vil imagen me gustara hasta tal punto de no poder retirar mi mirada, y que incluso me deleitase aquel profundo olor a varón que inundaba mis fosas nasales cuando Lorenzo, junto a alguno de sus colegas victoriosos, se acercó a Cosimo para presentar sus respetos.
Aquel día fue maravilloso. Una jornada llena de experiencias que mi madre hubiera querido que yo no viviera, y que terminó con una fiesta maravillosa, regada por un delicioso vino, unos manjares suculentos y música alegre muy distinta a la que yo estaba acostumbrada, hasta tal punto que me era imposible no mover los pies bajo la falda de mi vestido.
¡Fue un buen día, sí señor! ¡Un día para recordar!
El verano siguió su curso y volvimos a la villa de Careggi, no sin antes visitar todos los rincones de la magnífica ciudad de Fortefortezza y de ver, por mediación de mi tía Lucrezia, algunos de los cuadros obra de jóvenes artistas que a su juicio perdurarían en la historia.
De la visita a ese nuevo mundo colmado de arte me llevé algo mucho más importante que la visión de todos esos cuadros, pues de la mano de mi tío abuelo Cosimo me fue presentado, a mí, a la simple hija de un maese joyero, uno de los grandes artistas que la ciudad había ofrecido al mundo. No pude sino hacer una reverencia cuando el escultor Donatto Bardi cogió mi mano para besarla, pues de inmediato recordé cuán impresionante me había parecido la escultura de san Juan Bautista expuesta en la catedral. Si bien viniendo de una dama mis palabras no eran las más correctas, como mi madre no se hallaba presente para escucharlas no pude reprimirme:
—Maese Donatello —le dije al excelso artista—, la expresión de su obra hace que quiera amar el arte.
A lo que él, muy sorprendido, me contestó:
—Mi querida niña, jamás nadie me elogió de una manera tan sencilla y a la vez tan encantadora. Me han dicho que en breve serás la nueva duquesa de Castelforca.
—Sí, maese, en unos años —contesté esperando que nadie advirtiera el dejo de disgusto en la voz.
—Iba a entregar esta obra a tu tía abuela Contesina, pero, con tu permiso, quisiera regalártela como presente de boda para que jamás te olvides de este viejo artista —exclamó antes de que le trajeran dos fardos envueltos en telas.
La escultura de san Juan Bautista era en verdad asombrosa, pero aquellos dos querubines de bronce que servían de portavelas eran lo más dulce y bonito que nadie me había regalado. Sus barriguitas rechonchas y aquella picara mirada que se proferían mutuamente, como si nadie pudiera separarlos, eran tan increíblemente dulces…
—Es un regalo precioso, maese. Os aseguro que ocuparán un lugar de privilegio en mi futuro hogar. ¿Tiene nombre su obra? —pregunté complacida por el regalo mientras seguía acariciando una de esas cabecitas de bronce.
—Es cierto que necesita un nombre. A veces, el más sencillo es el mejor. ¿Qué os parecen los Putti portacandelabros de Donatello?
—Tratándose de dos niños tan bonitos, no creo que haya nombre más sencillo y mejor para esta obra —exclamé.
Volver a la villa de verano significó recuperar la libertad de vestir sin formalidades, de ir nuevamente descalzos por los jardines de Careggi, y de desembarazarse de todas las parafernalias que las fiestas de sociedad te obligaban a cumplir. Sin embargo, algo había cambiado en mí tras conocer el mundo del arte.
Aquel nuevo descubrimiento avivó mi interés por aquellas obras que había tenido la fortuna de ver en Fortefortezza y por sus autores, así como por lo que mi tía Lucrezia llamaba el mecenazgo de los artistas. Ella me repetía que el arte era lo que te hacía perdurar en la historia, y que era capaz de imaginarse a las futuras generaciones contemplando aquellos cuadros mientras se preguntaban quiénes eran las personas representadas en ellos.
—¿Cómo si no podrán interesarse por quienes ya no habitamos este mundo si no es a través del arte? —decía mi tía en más de una ocasión, algo que conseguía crispar a mi madre cada vez que lo escuchaba.
Con los días calurosos que tuvimos fue casi imposible que mi piel no adquiriera una tonalidad mucho más oscura de la que mi madre hubiera deseado, y eso que cada noche la impregnaba con una mezcla de polvo de arroz y leche de oveja caliente fiara evitar que pareciera una vulgar campesina.
El paso inexorable de los días también traía consigo nuestra próxima vuelta a Venecia.
Tres días antes de nuestra partida, sabiendo que pronto debería convertirme en mujer a ojos de mi madre, y consciente de que eso significaría mi marcha a las tierras de mi esposo, mantuve una de mis últimas conversaciones privadas con mi primo Lorenzo antes de convertirme en «esposa de».
Así pues, allí, en nuestro árbol, hablamos de miles de cosas prohibidas por la férrea educación de nuestras madres, comprobamos cuánto nos gustaba el calor de nuestros cuerpos cuando se acercaban, y probamos besos, y aprendimos que eran capaces de hacer arder nuestro interior y empujarnos a desear algo que ninguno de los dos se atrevía a probar, pese a habernos jurado que aquel beso dado en la noche de las brujas iba a ser el último.
La noche del 29 de junio nos encontramos por última vez en nuestro amado árbol. Allí, bajo la tenue luz de un par de velas, Lorenzo me sorprendió con esta pregunta:
—¿Me quieres, Costanza?
—¿A qué viene esa pregunta? Claro que te quiero. ¿Acaso dudas de que eres mi primo preferido? —contesté algo ofendida.
—¿Quieres casarte conmigo? —volvió a preguntar.
—¿Estás loco? Ya estoy desposada, y tú pronto lo estarás —dije sorprendida.
—Sé que, por el bien de nuestras familias, los dos debemos casarnos con personas a las que ni siquiera conocemos. Lo acepto, pero sé que jamás dejaré de amarte. Como prima, pero también como mi mejor amiga y compañera. Aquella con la que puedo ser yo mismo. Con la que no tengo que fingir. A la que puedo decirle las cosas que pienso sin temor a que se ofenda, y con la que tengo la confianza suficiente para que si esto alguna vez ocurre, ella pueda contármelo sin ningún miedo a mi reacción —explicó mientras yo le escuchaba obnubilada.
—¿Crees que eso debería ser el matrimonio? —pregunté.
—Lo creo. Pero sé que la sociedad en la que vivimos no está preparada. La verdad es que dudo si algún día lo estará —dijo bajando la cabeza.
—¿Me quieres, Lorenzo? —fui yo quien preguntó esta vez.
—Con toda mi alma —contestó.
—¿Quieres casarte conmigo? —le dije imitándole.
—Por supuesto, pero sólo si tú también lo quieres.
Y aquella noche, vestido él con un simple calzón, con su cuerpo medio desnudo y sus pies descalzos, y yo, con un vestido fino que dejaba entrever mi cuerpo bajo la tela, Lorenzo de Alario y Costanza Contanti se convirtieron a ojos de Dios en marido y mujer, bajo una unión indisoluble, pactada con un gran beso que encendió nuestra pasión, que dejamos fluir hasta que Lorenzo se dio cuenta de que no quería ser él el causante de que mi marido me repudiara por no ser ya doncella. Y fue lo bastante hombre para no transgredir esa frontera aunque los dos nos moríamos de ganas, aunque nuestra respiración sonara como el resuello de un caballo de carreras tras una larga marcha, aunque nuestros cuerpos temblaran y no de frío, precisamente. Y así, con la entereza que sólo un hombre hecho y derecho puede tener, nos mantuvimos abrazados, acariciando nuestros cuerpos, besándonos en alguna ocasión, pero conscientes de que ninguno de los dos podía permitirse rebasar la frontera que la sociedad nos había impuesto para desgracia nuestra.