Oddantonio de Fondasini

Acordamos con mis hermanos que la visita a Dorsoduro jamás había ocurrido y que, en consecuencia, yo nada sabía de la maldad del ser humano.

El desconocido del jubón verde desapareció después de aquella última frase. Nunca supe si se trataba de Enrico, estaba demasiado abrumada con todo lo que había acontecido para preocuparme por un hombre que jamás iba a ser mío.

Aquella noche soñé con la desdichada, la vi desaparecer por el canal. A diferencia de lo que yo me había imaginado, estaba sonriendo mientras se hundía en las aguas. Sonreía envuelta en un halo de paz, como si la muerte fuera lo mejor que pudiera haberle sucedido.

A la mañana siguiente todo volvió a la normalidad. Sólo la escasez del desayuno y la obligada asistencia al oficio religioso para ser bendecidos con la ceniza cuaresmal nos indicó que había comenzado la cuaresma.

Pulvis es et in pulverum reverteris[1] —reiteraba ceremoniosamente nuestro sacerdote.

De alguna forma, que aquel monje benedictino repitiera esa frase me recordó las palabras del desconocido: «El fuego quema todas las penas». Suspiré, y con ello hice creer a mi madre que era tan buena que incluso la imposición de las cenizas que nos preparaban para vivir dignamente el misterio pascual me azoraba; pero algo en mi interior me decía que no haber hecho nada por salvar la vida de esa desdichada era un pecado tan grave que ni las llamas ni las cenizas impuestas podían perdonar.

Nuestra vida estaba guiada por la fe católica, de manera que cuando llegaba la cuaresma mi madre ocultaba mi clavicordio y el laúd de mi hermano bajo una gran tela negra para evitar que los tocásemos durante aquel periodo de oración, penitencia y sacrificios.

No era el tiempo cuaresmal algo que mi padre estimase en demasía, pues además de tener que cerrar la tienda en más de una ocasión para obedecer el precepto de no trabajar en las fiestas de guardar y en domingo por considerarse pecado, el ayuno y la abstinencia de carne, huevos y leche sacaban a la luz su peor humor; y recuerdo que siempre que podíamos, los hermanos le rehuíamos, pues pagaba sus enfados con nosotros.

Supongo que como mujer, ni siquiera me preguntaba por qué la religión debía formar parte de mi vida, pues bien sabido era que las mujeres debíamos mostrarnos piadosas, religiosas y la guía para que nuestros maridos no se separaran de la fe.

Desde que mi madre me comunicó la decisión de darme en matrimonio, me fijaba absolutamente en todo lo que hacía, e incluso, en ocasiones, me había levantado con el toque de prima para ver a escondidas cómo vestía a mi padre y qué hacía mientras él se tomaba su escudilla de cereales, que no era otra cosa que hablar con Ruth para organizar las tareas de la casa y la comida de aquella jornada.

Los días de la cuaresma transcurrían monótonos, entre las oraciones, los sacrificios, el ayuno, la escasa y sosa comida, los enfados de mi padre al no poder ni oler la carne y las penitencias particulares de cada uno.

Qué poco sabía mi familia de mis pecados, y qué poco iban a saber, pues yo nunca debí estar en aquel lugar, ni nunca debí ver lo que vi, motivo por el cual no podía decirle a nadie que cada vez que pensaba en aquella joven mi corazón se encogía de tal modo que me faltaba el aire para respirar.

Mi madre era muy devota y religiosa, y supe que notaba que algo me ocurría el día que me preguntó:

—Costanza, ¿te inquieta algo, hija mía?

Sólo me llamaba «hija mía» cuando de veras se preocupaba por mí.

—No, madre, no os preocupeis. Sólo es que tengo un dolor en el pecho que va y viene.

—¿No habrás enfermado? ¿Cogiste frío en carnaval? —siguió preguntando.

—Un poco, madre, pero de verdad que no es nada.

Y mi madre, que no era tonta, supo que algo me inquietaba y que yo no estaba enferma, aunque dejó que tomara un segundo plato de sopa de pescado, para que cobrara fuerzas.

Una mañana que me levanté mucho antes de mi hora, salí de mi alcoba después de vestirme y rezar mis oraciones. A pesar de rezar, de ser una buena hija y de comportarme con rectitud, aquella desazón no me abandonaba y se estaba convirtiendo en algo muy peligroso para mi joven mente y mi frágil fe. Cada día me levantaba pensando en por qué Dios no había salvado a esa mujer. Por qué no había enviado a un heroico caballero. En definitiva, por qué no se había manifestado a través de los muchachos que allí se encontraban para salvarla.

Era demasiado joven para comprender la vida, la dura vida que rodeaba a la gente de a pie, a los que no eran unos privilegiados como yo, a los que no tenían una vida fácil. Y aquellos pensamientos eran los que apagaban mi ánimo diario, convirtiéndome en un ser triste, que no hacía caso a las lecciones del maestro Castriotto y que se pasaba los días mirando por la ventana.

Aquella mañana mi madre decidió que la acompañara a su misa diaria en San Giacometto. Como mi salud parecía buena, a mi madre se le puso entre ceja y ceja que algo le ocurría a mi alma y pensó que la Cuaresma era el mejor periodo para limpiarla de pecados. Cuando salí junto a mi madre y nuestra criada, pude seguir descubriendo el mundo que no conocía, pues jamás me había levantado antes de la tercia, y nunca antes había visto cómo los trabajadores comenzaban su jornada.

Aquella era la auténtica ciudad, el verdadero motor que ponía en marcha cada día todas las cosas que llegaban hasta mí como por arte de magia. El pan recién hecho, el vino recién sacado del barril, los cereales recién molidos. Ver con mis propios ojos toda aquella realidad me impulsó a saber más sobre los peones que de alguna forma trabajaban para que yo pudiera vivir como una auténtica niña privilegiada.

El trayecto hasta la iglesia era muy breve, pero al tener que pararnos junto a Ruth en la tienda de vino y en la panadería, pude contemplar como los primeros trabajadores, entre ellos los gondoleros, sin tiempo para ir a misa, rezaban en grupo en uno de los tantos capitelli existentes.

Era curioso ver la profunda fe de esos rudos hombres, pues no rezaban por obligación (como muchas veces hacía mi padre), sino porque realmente encomendaban su día a Dios para que les protegiera de todos los males, accidentes o enfermedades.

Sus oraciones llegaban hasta mí y me incitaban a pensar por qué, si rezábamos de la misma forma, con las mismas oraciones, éramos tan diferentes unos de otros. Porque ellos podían ser vapuleados por cualquier señor con dinero o por un noble de postín y título pomposo. Es lo que le había ocurrido a la pobre desgraciada que acabó sus días en el canal. Como mujer sin amo no podía defender ni su dignidad ni su vida.

Madre me instó a que entrara de una vez en la iglesia, cosa que hice rauda. Siempre me había gustado aquel lugar. Era un templo pequeño y se llenaba pronto de gente, de manera que el frío no se notaba tanto como en otras parroquias del lugar. Me gustaba ponerme junto a mi madre, de pie, como todos los demás, bajo una de sus columnas con capitel románico. Era como sentirme transportada a épocas pasadas, y, a veces, incluso me imaginaba que no estaba en la iglesia, sino en el templo romano de mi divinidad favorita, la diosa Diana, conocida por todos como la diosa de la caza, pero que pocos sabían que también era la diosa protectora de la naturaleza y de la castidad.

Pero aquella mañana hacía frío, pues entre sus cuatro paredes tan sólo nos encontrábamos diez personas, todas mujeres, que me ayudaron a comprobar que, como todo el mundo sabía, la religión era cosa de féminas. Cuando el oficio terminó y la iglesia quedó vacía, mi madre se acercó a nuestro sacerdote, el mismo que me había bautizado, y estuvo hablando un rato con él. Aproveché para arrodillarme frente al altar y, al fijarme en la imagen de San Giacomo, me sentí el ser más pequeño e inferior del mundo y comencé a llorar desconsoladamente sin poder controlarme.

Ni siquiera vi venir al padre Doménico quien, con el consentimiento de mi madre, me hizo levantar para llevarme a la sacristía y hablar en privado. Aquel hombre de barba tupida en la que empezaba a asomar alguna que otra cana, me invitó a sentarme en un diván y, ofreciéndome un vaso de vino aguado, me dijo con voz susurrante:

—¿Qué es lo que tanto te aflige, hija mía?

No sabía qué contestar. La verdad es que me dolía el corazón, pero aún no sabía por qué. A mi corta edad, mis pecados se habían limitado a pequeñas envidias hacia mis hermanos, a pensar mal sobre mis padres y a enfadarme con la criada; nada comparable a omitir auxilio a alguien que necesitaba mi ayuda, nada como cerrar los ojos cuando se estaba cometiendo un crimen, sólo porque yo no tenía que estar en ese lugar. Me sentía como si fuera un ser sin alma, sin valores, sin honor, y lo peor era que comenzaba a pensar que mis hermanos no eran mejores que sus amigos, quienes decidieron seguir de fiesta mientras una pobre muchacha se ahogaba en el canal.

No sé si fue por el vino, o porque el padre Doménico me dijo que estaba obligado a guardar el secreto de confesión y que no podía contarle a nadie lo que en aquel santo lugar escuchara, por lo que comencé a hablar escupiendo las atrocidades que vi aquel día y las reacciones posteriores de quienes me rodeaban. Mientras hablaba, lloraba y suspiraba, pero mis sollozos se fueron diluyendo a medida que relataba todo lo que mi corazón y mi mente habían visto.

Cuando terminé de hablar nuestro sacerdote se encontraba con la mano sobre los ojos, meditando, un tanto abrumado por mi relato. La verdad es que yo estaba serena, y supongo que contarle todo lo que me preocupaba a ese buen hombre que me escuchaba con semblante preocupado me hizo sentir bien. Era algo que necesitaba aunque la respuesta que obtuve no creo que fuera la que buscaba:

—Costanza, has pecado contra el cuarto mandamiento y eso está muy mal hecho. Sé que estás arrepentida pero tengo que imponerte una penitencia: rezar el rosario tres veces al día hasta el jueves grasso y añadir el pescado a tus abstinencias diarias.

Sabía que había desobedecido a mis padres, y sabía que era necesario arrepentirme de ello, a pesar de que fue idea de mis hermanos y que nada podía hacer yo en contra de sus decisiones. Pero… ¿a qué venía culparme si lo que yo le estaba contando es que había visto cómo unos muchachos violaban y mataban a una mujer? ¿Acaso no iba a decirme nada de aquel asunto? Carraspeé y con un valor que no me conocía le pregunté:

—Padre Doménico, ¿qué hay de lo otro? ¿Qué penitencia me va a imponer por no ayudar a esa pobre muchacha?

—¿Qué muchacha? ¿La que se tiró al río? —preguntó él, como si hubiera escuchado una historia diferente a la que yo le había contado.

—¡No se tiró! ¡Ellos la tiraron! —exclamé ofuscada alzando la voz.

—¿Osas gritar en la casa del Señor? ¡Insolente! ¿Acaso viste tú cómo la tiraban? ¿Acaso si a ti te pasara lo mismo no te hubieras lanzado para acabar con tu vergüenza?

Aunque no podía dar crédito a lo que me decía, bajé la cabeza para no ser tan insolente con un hombre al que se debía veneración por su condición de religioso. Pensé en las palabras de mi confesor y, tras meditar bien en lo que había dicho, incluso creí que podía ser verdad, pues al parecer aquellos muchachos no tuvieron el menor remordimiento, cosa que cualquier ser humano hubiera tenido. Con el ánimo más sereno, pude decir:

—Siento haber gritado, padre. Pero… me dio tanta pena… no hice nada por ayudarla. Creo que reconcome mi alma el haberme portado tan mal.

—Mi pequeña Contanti. ¡Cuánto tienes que aprender de la vida! Aquella muchacha ya estaba perdida, seguro que estaba amancebada o su esposo la había abandonado. Son almas perdidas que el Señor deja que se extravíen, para que personas como tú crean en la bondad del ser humano. Ella te mostró qué les ocurre a las mujeres que no tienen un alma pura.

—Pero estaba llorando, padre… —balbuceé.

—Si hubiera estado riendo, no te habría afectado tanto. Lo que tienes que hacer es rezar mucho. Ser una buena hija, no desobedecer a tus padres y, por supuesto, no volver a ese barrio… aunque eso ya no será un problema, pues tu madre me ha dicho que te desposan a finales del próximo mes de mayo —dijo él recuperando su tono conciliador.

Con todos los lúgubres pensamientos que me asaltaban no había vuelto a pensar en mi futuro marido. La verdad es que poco me importaba casarme o no con un hombre al que no conocía, y sólo pude desear que no le faltara ninguna pieza dental y que su aliento fuera, como mínimo, tan agradable como el de mi padre, que pese al fuerte olor a clavo que desprendía era bastante pasable.

Salí de la sacristía sin sentirme distinta a cuando entré. Sin embargo, como mi madre siempre me decía que la confesión servía para liberar el alma de los pecados cometidos y de los remordimientos que nos acongojaban, disimulé delante de ella y le sonreí como si todo hubiera pasado.

La cuaresma siguió su curso, y mi madre creyó que todo estaba solucionado, pues decidí que nadie sino yo debía cargar con la culpa de mis actos, y que nadie debía sufrir mi dolor. Así pues, desde el día de mi confesión, no volví a estar triste delante de mi familia, aunque cada noche me dormía agotada de llorar por aquella muchacha.

La noche del jueves treinta de marzo llegó, y con ella la luna llena que, redonda y serena, reinaba en el cielo azul permitiéndome ver la ciudad oscurecida a través de mi ventana. Adoraba aquella imagen del Gran Canal iluminado por la tenue luz de Selene, ya que podía ver las barcazas o incluso alguna galera que hacía una parada en la riva del Vin, donde yo vivía, para cargar los toneles de vino. Me imaginé con el pelo cortado, vestida de hombre, subiendo a una de esas naves para que se me llevara lejos, a tierras extrañas, donde poder empezar de nuevo, aunque una vocecita interior me repetía sabiamente que, por muy lejos que me fuera, no podría borrar tan fácilmente el dolor y la pena.

Mis días cuaresmales pasaban entre los estudios de mi prefecto, las oraciones, los ayunos, las abstinencias y las conversaciones en contra de la dura penitencia impuesta por mi confesor, que me obligaba a comer sólo verduras y pan regado con vino y azúcar de Sicilia. El menú impuesto por mis pecados pronto dio que hablar, pues en los cuarenta días que duró la Cuaresma la desnutrición hizo mella en mí, provocándome un debilitamiento que hizo que me dolieran todos los huesos del cuerpo.

Durante los días posteriores al final del arrepentimiento y penitencia era tal mi estado de debilidad, que el domingo de Resurrección tuve que quedarme en cama, mientras todos salían a festejar el principio del Tiempo Pascual y el fin de los ayunos y las abstinencias.

Poco a poco, y gracias a los espesos caldos de gallina y calabaza que Ruth me dispensaba, fui recuperando fuerzas, cosa que causó gran alegría a mi madre, quien llegó a creer que tendría que retrasar mi fiesta del anillo.

A pesar de recuperar el tono rosado de mi piel y la fuerza en las manos y las piernas, aún estaba demasiado débil para asistir a las fiestas de la Ascensión. Me dio mucha pena perderme el discurso de nuestro Doge recordando el matrimonio de Venecia con el mar y pidiendo al Señor una vez más que nuestro dominio marítimo no terminara nunca, pero aunque mi salud era mucho mejor que en días pasados, mi padre me negó el permiso para salir de casa aduciendo la imperiosa necesidad de que a finales de mes me encontrara en perfecto estado de salud.

Los días anteriores a la fiesta fueron un completo caos en casa. Mi madre ordenó a Ruth que limpiara la mejor vajilla, la que ella usó para su boda, y que les quitara el polvo a las copas de Murano, las mismas que exhibieron en el banquete que sus progenitores prepararon cuando ella contrajo matrimonio con mi padre. Al parecer, aquella celebración era muy importante, e incluso meses antes, sin yo saberlo, mi madre había contratado los servicios del mismo sastre que forró mi colombina de rojo para que fabricara un bellísimo vestido de terciopelo con brocados dorados y lazos que resaltaban sobre la suave textura azulada del traje.

Yo aún no conocía a Oddantonio y me temía que no iba a ser muy bello, pues mi madre siempre cambiaba de conversación cuando yo le preguntaba si podía ver algún retrato de él antes de la ceremonia.

El 31 de mayo me dejaron dormir hasta las doce de la mañana, y aunque ya estaba completamente recuperada, nada me despertó hasta que mi madre se puso a canturrear una sonata. Fue uno de los despertares más bonitos de toda mi infancia.

Aquel día Ruth había preparado un delicioso pudín de moras silvestres que mi madre permitió que acompañara con un gran vaso de vino puro, cosa que animó aún más el día. Tras el desayuno, ya vestida con mi precioso traje azul y peinada con mi pelo ondulado hacia atrás, me coronaron la frente con una tiara de flores frescas de alkanna tinctoria. Sus pequeñas flores azules hacían juego con mi vestido, y el cordón dorado donde estaban cosidas armonizaba con los brocados y los pendientes que mi madre me regaló para la ocasión.

No estaba nerviosa, al menos no durante la preparación del festejo y del banquete. Pero a eso de las cuatro de la tarde, tras haber comido un delicioso risotti e bisati, el maravilloso arroz con anguila, la típica comida que se servía en las casas de los mercaderes ricos durante las festividades, pude escuchar los primeros toques de laúd sonando bajo nuestra ventana. Miré a mi madre sin saber qué hacer y ella, con un gesto de la mano, pidió que esperara, aunque Ruth ya había abierto la puerta que daba al balcón. Las notas siguieron sonando acompañadas por una cornamusa a la que se añadió también un tambor. ¿Un tambor en Rialto? Nos quedamos mirando, era un hecho insólito, aunque fuera una serenata de enamorados.

Mi madre se acercó para peinarme, después me empujó hacia el balcón y me dijo:

—Sonríe, Costanza, haz una reverencia, escucha lo que te dice, y cuando acabe de hablar y vuelva a sonar la música, vuelve a sonreír, haz una segunda reverencia y entra.

Y yo, sin acordarme de cuándo debía sonreír y cuándo hacer la reverencia, salí al balcón y descubrí que los músicos habían sido rodeados por la gente que pasaba por la calle y quería conocer a la destinataria de la serenata. Sentí vergüenza, pero sonreí mientras me deleitaba con la alegre música, hice una reverencia sin saber muy bien a quién la dirigía, y en ese momento la cornamusa y el tambor dejaron de tocar al unísono, y sólo se escuchaba el suave sonido del laúd de fondo. De entre los músicos, surgió un apuesto joven, del que sólo pude deducir que era bastante mayor que Enrico, el único hombre que yo conocía aparte de mi padre. Tenía un precioso pelo rubio que caía en ondas hasta su cuello, y aunque no podía verle bien a causa de la distancia que nos separaba, pude comprobar que su nariz era recta y que tenía una bella voz cuando empezó a cantar:

Hero somos y Leandro

no menos necios que ilustres

en amores y firmezas

al mundo ejemplos comunes.

El amor como dos huevos

ha roto nuestra salud

él fue pasado por agua

y yo estrellada mi fin tuve.

Rogamos a nuestros padres

que no se pongan capuces

pues si un fin en agua tuvimos

que al menos ahora, una tierra nos sepulte.

Cuando terminó la canción, el tambor y la cornamusa volvieron a tocar, sonreí y me quedé allí escuchando la alegre melodía hasta que oí a mi madre chistar desde dentro de la casa.

Hice una reverencia, volví a sonreír y entré en el comedor muerta de frío, pero feliz de ver que mi futuro marido no era un viejo carcamal sin dientes.

Tras la serenata, seguía soñando con verle al fin la cara a mi futuro esposo, mientras aguantaba las bromas de mis hermanos que me decían que era imposible que un condottiero de los Orsatti tuviera tan buena voz, y que seguro que había comprado los servicios de ese trovador para hacerse pasar por él. Mi madre usó su poder de convicción tras darles sendos capones que hicieron cesar sus burlas, y yo deseé que los cuentos de mis queridos hermanos no fuesen verdad.

Tuve que esperar algo más de dos horas, el tiempo justo para que el guisado estuviera en su punto, la pasta con calabaza y parmesano al dente, y los postres de Ruth distribuidos por toda la estancia del salón de juegos y del salón de música, unidos ahora en una única sala una vez se abrieron las puertas de paneles. Mi madre contrató a unos músicos que hicieron que mi estimado Guillaume Dufay no dejara de sonar durante toda la fiesta.

Antes de la comida hubo tiempo para las presentaciones y respiré aliviada cuando vi que el supuesto trovador se presentó como Oddantonio de Fondasini, duque de Castelforca, quien nos presentó a sus familiares más allegados, entre los que no se contaban sus padres, ya fenecidos.

—Este es el esposo de mi hermana, Alessandro Orsatti, señor de Quibati, y su esposa, Sveva de Fondasini, señora de Quibati y mi hermana pequeña. Ellos ocuparán el lugar que a mis padres les correspondería, si don Alessandro Contanti no tiene inconveniente.

—Por supuesto, señor de Castelforca, no hay problema en esta nimiedad. Usted ya conoce a los varones de mi casa, Francesco y Flavio y a mi encantadora esposa Giulia Contanti, pero creo que aún no conoce a mi bellísima hija Costanza, a quien tengo el honor de presentarle —dijo mi padre, que me cogió de la mano y la acercó hacia él.

Era dulce, guapo, educado, encantador, y tenía una bella sonrisa que incluía todos los dientes, a pesar de que las historias que sobre él corrían lo elevaban a la posición de gran guerrero, capitán de los hombres de los Orsatti y arduo luchador, victorioso en varias contiendas. Del recuerdo de aquellas guerras que se le atribuían tan sólo le quedaba una cicatriz que cruzaba el lado izquierdo de su cara, pero ni siquiera le afectaba al ojo, de manera que supuse que podía ignorarla.

Nos sentamos a comer. Las viandas estaban deliciosas y mi madre se llevó cientos de elogios, que aceptó de buen grado como buena dama que era, aunque no supiera cocinar. Durante la amena conversación, pude alzar mi vista en dos ocasiones hacia Oddantonio, y me encontré con su mirada mientras me sonreía con dulzura.

Tras el postre, y ya de pie, en torno a los músicos contratados para la ocasión, mi padre ordenó a Ruth que sacara los licores comprados en la tienda de vinos de la otra esquina. Los hombres se sirvieron, y mi padre aceptó que mi futuro marido me sirviera un poco de dulce de nuez en una pequeña copa de cristal. Tras beber aquella delicia, y mientras los músicos seguían entonando cánticos celestiales en un tono de voz que no molestaba, Oddantonio carraspeó para llamar la atención de los presentes. Entonces, sacó de la pequeña bolsa que llevaba en su cinto un deslumbrante anillo con un hermoso diamante en el centro.

De pronto, por las escaleras, como si todo hubiera sido planeado previamente, un señor de barba negra entró llevando unos escritos en la mano, se acercó a nosotros, y aunque el trato estaba cerrado, dijo con solemne voz:

—Oddantonio Valentino Caterino de Fondasini, conde de Fondasini y de Stagnovivo, señor de Corello, Albarosso, Pianuraluce, Tramontoarancione y Sassogrigio y duque de Castelforca. ¿Aceptáis contraer matrimonio con Costanza Nanna Elisabetta de Contanti?

—Acepto —contestó sonriendo.

—Costanza Nanna Elisabetta Contanti. ¿Aceptáis contraer matrimonio con Oddantonio de Fondasini, duque de Castelforca?

Me había perdido con tanto título y tanto nombre rimbombante, y aunque me demoré unos segundos más de lo necesario, contesté:

—Acepto.

Entonces, mi esposo y mi padre firmaron un último papel, y mi madre me tendió la mano hacia mi esposo, para que Oddantonio me colocara el anillo en el dedo anular.

Acompañaron al ricordino regalos para todos mis familiares, y entonces Sveva se acercó a mí y, apartándome con sutileza de la pequeña muchedumbre que se había congregado junto a los presentes, me dijo acariciando con dulzura mi cara:

—Eres tan joven y pareces tan dulce… Espero que sepas entender a mi hermano. Él es un hombre de armas, un guerrero, un luchador, y tú eres de una extrema finura. Ámale mucho y haz siempre lo que él desee, así podrás ser feliz. Toma este collar de perlas, es de mi familia. Has de llevarlo cada día desde mañana hasta dentro de un año, así como el día de tu boda.

Sus palabras me asustaron. ¿Acaso el Oddantonio que estaba viendo, aquel ser dulce y educado no era así en la privacidad de su casa? ¿Quién mejor para conocerlo que su propia hermana? Sveva volvió a acariciarme la cara y se reunió con su esposo y su hermano, que acababa de recibir la primera parte de mi dote cuyos bienes debía administrar mientras durase nuestra alianza.

Tras unos minutos de agradecimiento por los presentes, mi esposo solicitó permiso a mi padre para hablar en privado conmigo, a lo que este contestó:

—Señor, ahora mi hija es vuestra. Haced con ella lo que os plazca… —y añadió sonriendo, cosa que era muy inusual en él—: siempre que esté en el contrato —frase que hizo que todos los hombres de la casa comenzaran a reír, pero que a mí no me hizo ni pizca de gracia.

Con el permiso de mi padre, Oddantonio me cogió de la mano y me pidió cortésmente que bajáramos al salón inferior; una vez allí, hizo que tomara asiento en el sofá de seda, y tras mirarme y remirarme durante un par de veces, osó preguntar:

—Y bien, mi señora, ¿qué os parece vuestro esposo?

No supe qué contestar, bajé mi mirada avergonzada, pero él usó sus largos dedos para alzar mi rostro con una caricia, obligándome a que nuestras miradas se cruzaran. Él volvió a preguntar:

—¿Acaso os doy miedo?

—No, mi señor. Pero no sé qué decir —contesté finalmente.

—Contestad a mi pregunta. ¿Qué os parezco?

—Muy bello, mi señor —dije sincerándome y ruborizándome a la vez.

Él sonrió y me dirigió una mirada más paternal que propia de un esposo. No en vano nos separaban veinte años. Continuó indagando:

—Me han contado que os gusta la música y el baile y que tenéis una bellísima voz. ¿Es eso cierto?

—Me gusta cantar y mi maestro dice que lo hago bien. También toco el clavicordio y un poco el laúd, aunque mi madre dice que es un instrumento para hombres y he de hacerlo a escondidas.

—Aún pasarán varios años, Costanza, hasta que vengáis a vivir conmigo, pero tened por seguro que cuando estéis en Castelforca ya no tendréis que esconderos de nada y de nadie —exclamó como si se opusiera a los pensamientos de mi madre.

A pesar de ser educado y amable, él era un completo desconocido para mí, y aunque con Enrico no me mordí la lengua, sobre todo por su desfachatez, Oddantonio era mi esposo y se suponía que le debía respeto, así que no respondí nada.

—Sois muy tímida —afirmó más que preguntó.

—¿No debe ser así, mi señor? Si no os gusta puedo cambiar. Como decís, no iré a vivir a vuestras tierras hasta dentro de unos años, tengo tiempo para aprender cómo queréis que sea —contesté.

Él sonrió. ¡Qué dulce era cuando lo hacía! Entonces, apartó con su mano el pelo que cubría mi escote y rozándolo, dijo:

—Es cierto, tenéis razón. Habéis de cambiar mucho, ni siquiera tenéis pecho aún. Pero me gusta como sois, aunque intentad no ser tan tímida la próxima vez que os vea.

Aquella caricia no tuvo nada de lasciva, a pesar de que mi marido tenía derecho a cualquier cosa sobre mí. No fue como la del desconocido de la máscara, ni siquiera llegó a ruborizarme y apenas me hizo cosquillas.

Sin saber qué decir para romper aquel molesto silencio, le pregunté:

—¿Está Castelforca lejos de aquí?

—A unas doscientas millas.

—¿Eso es mucho? —pregunté sin saber nada sobre distancias.

Él volvió a sonreír y dijo:

—A dos días a caballo.

—¿Sólo dos días? Entonces debe estar cerca de Careggi. Entre el burchiello y el carruaje, nos separan tres días hasta la villa de verano de mis tíos.

—No es lo mismo ir por mar que por tierra, pero tenéis razón, Castelforca está a menos de doce horas a caballo de Fortefortezza.

Entonces fui yo la que sonrió al pensar que, a pesar de tener a mi familia lejos cuando me trasladara, mi otra familia, mis tíos y primos, a los que adoraba, no quedaban tan lejos de mi nuevo hogar para no poder visitarme.

—Es la primera vez que os veo sonreír, mi señora. Sois en verdad un ser bellísimo y angelical —dijo Oddantonio sorprendiéndome.

Creo que me ruboricé, pues mis mejillas comenzaron a arder.

—Adoro la belleza. He visto imágenes cruentas en mi vida y he decidido que es hora ya de rodearme de objetos bellos, personas con un alma preciosa y rostros angelicales. De veras que no veo el momento de que os podáis trasladar a mis tierras.

—Aún no os conozco, mi señor —alcancé a decir sin mirarle.

—Es cierto, pero no os preocupéis, lo haréis, y creo que os gustaré. Ahora vamos, no es hora para que una dama siga levantada —exclamó, y dio por terminada la conversación, pues se levantó y encaminó sus pasos hacia la escalera.

Seguí a mi esposo aunque, antes de que comenzara a subir las escaleras, le dije:

—Mi señor, ¿permitís que os haga una pregunta?

—Ahora sois mi esposa. Podéis preguntarme lo que deseéis.

—¿Guerreáis mucho?

Se acercó a mí y acariciando mi cuello para apartarme el pelo, me susurró justo en la oreja:

—Guardadme el secreto, mi señora. Eso se lo dejo a mi hermano.

Mi esposo depositó sus labios en mi cuello con suavidad, y esta vez un escalofrío recorrió mi cuerpo. Subió las escaleras y yo detrás de él sin entender palabra de lo que me había dicho. ¿Su hermano? ¿Qué hermano? Si tenía un hermano, ¿por qué no había acudido a la ceremonia? Eran ya las nueve de la noche y me despedí de los invitados de mi padre y de mi esposo, que me besó la mano, no sin antes mirar a mi padre para que diera su consentimiento silencioso. Mi progenitura le ofreció a Sveva, la hermana del condottiero, que se echara en su cama mientras los hombres terminaban de conversar.

Ella no tuvo tiempo de decir nada y fue su esposo, Alesandro, quien educadamente contestó:

—No se inquiete, mi señora Contanti, nuestro criado la llevará ahora mismo hasta la posada, ya que parte a primera hora de la mañana hacia su convento. Nosotros vinimos a caballo y no volvemos a Castelforca hasta la tarde.

Desaparecimos por la escalera, y antes de que pudiera preguntar nada, mi madre me hizo entrar en su cuarto. Mientras metía a Ginevra en la cuna, me dijo:

—No viven juntos. Sveva fue recluida a los cinco años de la boda, con la excusa de una conjura de la familia Vecellio contra los Orsatti, pero según las habladurías está algo ida y por ese motivo la encerraron en un convento.

Algo loca sí que me pareció esa mujer capaz de asustarme de la manera que lo había hecho. Tan sólo debía mirar los ojos de Oddantonio para saber que no albergaba ningún tipo de maldad.

—Y bien, señora de Fondasini, duquesa da Castelforca, ¿qué os ha parecido vuestro esposo? —dijo de pronto mi madre sorprendiéndome con una grata sonrisa.

—Madre… Es de una gran belleza… ¿No? —contesté azorada.

—¡Ay, Costanza! ¡En qué cosas te fijas! Lo que importa es que cuidará de ti, y que en cuanto te traslades pronto le darás un heredero.

Mi madre hizo una pausa, pero al ver que yo iba a preguntar por aquello que me suscitaba tanta curiosidad, espetó:

—¡No diré nada más! ¡Aún sigues siendo una niña! ¡Sube a tu cuarto y descansa!

Y obedecí, pues cuando mi madre alzaba su voz, era el momento de hacer lo que me pedía sin rechistar. Pero al llegar a mi cuarto, y aunque Ruth me desvistió, me puso el camisón, me arropó y apagó las velas, dejándome a oscuras, no fui capaz de conciliar el sueño, y cada vez que cerraba los ojos veía a mi esposo rozándome con sus dedos o posando sus labios en mi cuello. Era tan dulce, tan educado, tan caballero… Era como si uno de esos príncipes andantes de los romances y cantares se hubiera convertido en un ser de carne y hueso.

Oddantonio de Fondasini, mi Señor de Castelforca. No había manera. Por mucho que insistía, Morfeo no quería apoderarse de mí, y en mi inconsciencia se me ocurrió que nada malo podía pasar si escuchaba la conversación de los varones mientras charlaban sin tapujos con la libertad que les daba la ausencia de mujeres en la sala. Me cubrí con la colcha y bajé sigilosamente hasta donde se encontraban, escuchando sin ser vista desde una privilegiada posición. Pero lo que oí no fue de poema, ni un cantar, ni un romance.

—Ya se sabe, mi señor Contanti: el universo de las mujeres, siempre lleno de menudencias; no podemos elevarlas en igualdad, no vaya a ser que nos arriesguemos a que se crean superiores.

—Tiene usted razón Oddantonio. Pero no me negaréis que mi Costanza no es de esas. Además ya os dije que si por algo destacaba no era por su rebeldía, sino por su beldad. Espero que sea de vuestro agrado —exclamó mi padre.

—Por supuesto, mi señor. Si ahora que aún es niña es de extremada belleza, imaginaos cuando se convierta en mujer —contestó mi esposo.

—Oddantonio, ¿no os preocupa que sea demasiado bella? ¿Acaso la mantendréis en casa para que los perros de caza no la olisqueen en cuanto se quede sola? Deberéis vigilar, no vayan a asediarla abriéndole los ojos al placer sexual —dijo algo ebrio el señor de Orsatti.

—Mi señor. Agradecería vigilaseis esa lengua, no sea que alguien pudiera arrancárosla de cuajo. Habláis de mi esposa y de la hija del señor Contanti. Jamás dudaría de su fe y de su dignidad —le espetó mi esposo, cosa que me gustó muchísimo.

Aunque lo que añadió a continuación ya no me gustó tanto:

—Es el hombre perfecto quien debe dirigir a la imperfecta mujer. Yo sé mandar y sé que ella sabrá obedecer. Recordad que es el gallo quien domina a la gallina.

Corrí a mi habitación llorando y me acurruqué debajo las sábanas. ¿Con qué horrible hombre me habían desposado? ¿Ese era mi caballero andante? ¿El que me llamaba gallina, imperfecta e inferior? ¿Qué se había creído? Seguro que yo sabía leer el griego y el latín mucho mejor que él, seguro que en álgebra no iba a ganarme, y seguro que conocía yo mucha más geografía que un simple capitán de ejército, siempre guerreando y sin otra cultura que las armas y la muerte.

Lloré tanto que me dormí y en vez de soñar con andantes caballeros, mis pesadillas las habitaron dragones, brujas y duendes, que aterraron mi mente durante horas, hasta que el nuevo día amaneció.