En las cincuenta y ocho jornadas que duraba el carnaval/ desde el 26 de diciembre hasta el Martedì grasso, Venecia se convertía en una ciudad libre, liberal y libertina. Todo estaba consentido y era lícito, y la mayoría de las «cuadrillas de virilidad» se constituían durante esa época, de manera que los jóvenes iban a tener mucho de lo que arrepentirse durante los cuarenta días posteriores de cuaresma. Desde que las familias nobles comenzaran también a celebrar estas fiestas, los ciudadanos se enmascaraban por igual, sin importar rango, dinero o procedencia, cosa que para algunos significaba cometer actos deleznables, con la impunidad que otorga no poder reconocer a la persona enmascarada.
La familia Contanti, a pesar los recelos de mi padre a cerrar la tienda, también asistía a muchas de las celebraciones que se realizaban por la ciudad. Como buena hija, mejor dama, y como toda mujer que apreciara su honor, en las pocas ocasiones que salía por la ciudad, siempre iba acompañada y caminando con la mirada pegada al suelo. Durante el carnaval, tenía absolutamente prohibido encontrarme a solas ni siquiera con los clientes que entraran en la tienda, y debía permanecer en ella junto al aprendiz de mi padre, que carecía del don de la charla y apenas contestaba con monosílabos cuando le preguntaba algo.
Estar vigilada no sólo por mi familia, sino por ese muchacho de mirada un tanto oscura y extraña, a veces me enervaba. Si bien es cierto que sabía que era por mi seguridad, nunca creí que el diablo viniera a buscarme justo a la tienda de mi padre, aun cuando mi madre siempre decía que este podía aparecer en cualquier sitio de la ciudad. Además, la zona donde vivíamos —cerca del Puente de Rialto, el único que permitía cruzar el Gran Canal— se había convertido en un lugar muy transitado, donde los gritos de las personas y sus modales no eran siempre los más correctos.
Durante las últimas décadas, gracias al poder marítimo que había conseguido Venecia, el agua llegaba casi a todas partes gracias a pozos y aljibes, y los comerciantes necesitaban gente que trabajara en sus negocios, de manera que la población de nuestra urbe había crecido desmesuradamente. La llegada de nuevos habitantes, con una cultura tan distinta a la nuestra, provocó que mi madre se pusiera en más de una ocasión las manos en la cabeza cuando, después del oficio, las damas comenzaban a cotillear sobre las noticias de sociedad y los distintos cultos considerados paganos, procedentes de regiones como Corfú o Creta. Para mi padre, en cambio, aquella multitud de gente, ávida de experimentar nuestras fiestas desenfrenadas, era una oportunidad de negocio que no dejó pasar, y por ello, unos meses antes de que empezara el carnaval, adquirió a un artesano de máscaras varias colombinas que dejaban al descubierto los labios, a las que pegó piedras preciosas en algunas, y en otras, simples cristales vistosos, pero de escaso valor.
Cuando mi hermano Flavio vio el trabajo de mi padre, dejó que su imaginación volara para convencerle, a través de Francesco, de que las máscaras serían aún más vistosas si las adornaban plumas de ave teñidas. Así pues, y sin saber que la idea no era de mi hermano mayor, mi padre añadió hermosas plumas de pavo real a las máscaras más valiosas, y plumas de tórtola blanca a las más simples.
Recuerdo el Carnaval de 1458 como si fuera ayer. Mi padre, para que todo el mundo viera el trabajo que había realizado con las máscaras, cogió mi colombina y la transformó en uno de los más bellos antifaces. Lo primero que hizo fue que el sastre la forrara de terciopelo rojo y la ribeteara con un pequeño brocado dorado. En la base de los ojos y por todo el lateral del brocado, le colocó una hilera de rubís rojizos, redondos e iguales en tamaño y forma, que hacían que brillara con la luz más tenue. Lo más fascinante fue cuando, tras toda una tarde hablando con los mercaderes recién llegados de las rutas del mar Negro, trajo unas maravillosas plumas largas y de color rojizo que colocó a un lado del antifaz como si de un ramillete de flores se tratara, uniéndolas todas debajo de un gran rubí en forma de pera. Cuando mi padre mostró cómo había quedado la colombina, me quedé fascinada, y al colocármela, mi pelo rubio hizo que todas esas tonalidades rojas resaltaran. Al verla, mi familia se quedó boquiabierta y pronto descubriríamos que no iban a ser los únicos.
—Giulietta, esta colombina se ha hecho para ser vista. Al anochecer saldremos de fiesta y llevaremos a la niña a San Marco —exclamó mi padre.
Levanté la máscara carraspeando.
—¿Qué ocurre, Constanza? —preguntó mi madre.
—La colombina es roja y no tengo ningún vestido rojo. —Esperaba que nadie se enojara por mi sinceridad.
Mi padre frunció el ceño, miró a su esposa, y mi madre, levantando los hombros, dijo:
—Es verdad, Alessandro. La niña no tiene ningún vestido de ese color.
De pronto, y antes de que mi padre se exaltara después de haber trabajado tanto en la colombina que iba a hacerle aún más rico de lo que era, mi madre me cogió de la mano, y con la máscara aún en la cabeza, me llevó corriendo a su habitación, sacó del arcón un maravilloso traje, y me dijo que me lo probara. El precioso vestido de terciopelo rojo llevaba un segundo ropaje interior ribeteado con bordados de flores de hilo rojizo, e incluía unas cintas de seda blanca que ataban sus mangas vaporosas al primero. Mi madre me ayudó a vestirme, colocando bien mi incipiente pecho para convertirlo en un bello seno de mujer, mientras se repetía que nada malo me ocurriría por llevar aquel escote tan pronunciado si me quedaba cerca de mi padre y de mis hermanos. Por la mirada de mi madre deduje que la vestimenta me quedaba perfecta, pues a pesar de que me llevaba veintiocho años, ella siempre había sido delgada y de brazos finos.
Al ser aquella una noche especial, mi madre me dio permiso para maquillar mi rostro, cosa que jamás había hecho, pues siempre decía que la verdadera belleza no era hija de arreglos superfluos, sino de un alma virtuosa. Cuando me puso los polvos de arroz, sentí cosquillas, pero al ver su expresión de aprobación supe que el resultado era de su agrado. Desconocía cómo se realizaban los potingues con los que mi madre me estaba maquillando, pero juro que si hubiera sabido que la débil línea negra con la que mi madre delineó mis ojos estaba realizada con huevos de hormiga y cuerpos de mosca aplastados, aquella pasta negra que agrandó mi mirada no hubiera tocado mi piel. Cuando mi madre untó mis labios con una pasta rojiza que olía al hierro que a veces usaba mi padre en el taller, me dije que era un bonito color.
Nada más salir mi madre de la estancia quise ver mi reflejo, y aunque quedaba diluido por el cristal, pude comprobar que aquella vestimenta me hacía parecer mucho mayor de lo que era. Al volver, mi madre, me ayudó a colocarme los altos chapines que hacían juego con el vestido, sabiendo de inmediato que iba a costarme mucho poder moverme con soltura sobre aquellos lindos zapatos, al menos al principio, y lo cierto es que casi caí de bruces contra el suelo cuando intenté andar sobre ellos.
Mi madre me advirtió que no me soltara del brazo de alguno de los varones que iban a acompañarme. Después, me bajó la máscara, y a través de los huecos a los que se adaptaban a la perfección mis ojos pude ver una leve sonrisa en su rostro, algo extraño, pues ella apenas sonreía.
Mi madre quiso velar por mi reputación, y aunque nadie hubiera logrado reconocerme, cubrió mis hombros con su capa de piel de marta, de un color azabache tan puro que lo llamaban «diamante negro», regalo de boda de mi padre, traído desde las lejanas tierras de Oriente por un mercader a través de la ruta del mar Negro.
Cuando volvimos a bajar, los hombres ya se habían cambiado de ropa y nos esperaban en el portego, vestidos con sus bautas, que se componían de un tabarro negro que cubría todo el cuerpo, el sombrero de tres puntas, y una larva blanca y fantasmal.
Mi padre se quedó prendado al verme, aunque no ocultó su preocupación por el gran escote del vestido, que no juzgó adecuado para mi edad. Cuando mi madre, a la que en ocasiones llamaba, sin saber que nosotros le escuchábamos, «la beata», dijo que aquello haría que los clientes se fijaran en mí y por ende en la máscara, mi padre se convenció de que si a mi progenitora, que iba a misa diaria, le parecía bien, quién era él, que sólo iba a la iglesia cuando su esposa le obligaba, para decidir lo contrario.
A pesar de no haber podido ver bien mi reflejo me sentí la mujer más hermosa, pues con ese traje ya no era una niña, y cualquiera me hubiera confundido con toda una dama. Creyendo que los ojos de mi padre y de mis hermanos estarían vigilándome acechantes para que nadie cruzara la línea del decoro y las buenas maneras, me sentí completamente segura al salir por primera vez de noche por Venecia.
—Y vos, señora, ¿no os vestís? ¿Acaso no vais a venir? —preguntó mi padre a mi madre.
—No, Alessandro, a no ser que deseéis que lo haga. La niña ha de lucir en todo su esplendor la colombina y no quiero hacerle sombra con mi propia belleza. Sé que cuidaréis de ella como el tesoro que es.
—No lo pongáis en duda, volveremos a casa de una pieza. Vamos, mi preciosa niña, coge el brazo de este pobre viejo, que se hará rico en cuanto todas las demás damas admiren la belleza de la obra de arte que llevas en tu rostro.
Como mi padre quería que la máscara causara un golpe de efecto, decidió coger nuestra galera para ir hasta San Marcos por los canales, para que, una vez en la plaza, toda la atención fuera a parar a mi rostro. Y así fue. Llegamos a la piazza y justo al salir de la galera, ayudada por la mano de uno de los varones de mi familia, las damas y los caballeros comenzaron a fijarse en mí.
Al principio sentí vergüenza, pues yo, que jamás alzaba mi mirada del suelo, pude, oculta tras aquella máscara, ver sus miradas y escuchar los elogios y alabanzas que se confundían con la pregunta que mi padre esperaba, que no era otra que dónde había conseguido aquella obra de arte, momento que él aprovechaba para, henchido de orgullo, dar la dirección de su joyería. Pronto la vergüenza desapareció y, amparada en el anonimato, incluso llegué a sonreír levemente, cosa que fue del agrado de los hombres que nos rodeaban, a quienes en más de una ocasión sorprendí deslizando su mirada hacia mi pronunciado escote.
Mi padre estuvo un buen rato exhibiéndome como si fuera una pieza de colección, sin cansarse de repetir dónde podían encontrar colombinas parecidas ni de hacer contactos con las personas que allí se encontraban para que realizaran pedidos especiales de máscaras únicas. Dos horas más tarde, la gente comenzó a calmarse, aunque mi padre continuaba hablando con sus futuros clientes. Mis dos hermanos habían desaparecido, pues querían disfrutar de la fiesta, y yo, ansiosa por escuchar la melodiosa música de los laúdes y comer los dulces que los panaderos habían adquirido para la ocasión en los diferentes conventos, fui alejándome de mi padre y de la marabunta de la gente que le rodeaba hasta llegar al puesto de pasteles, embriagada por el dulce aroma a miel y licor que emanaba de unas pastas caliente que su aprendiz acababa de traer del cercano monasterio benedictino de Santa Apolonia.
Aquel hombre de barba y pelo blanco, a juego con su máscara, me ofreció amablemente uno de aquellos pastelitos junto a un cazo de vino. Cuando acepté el presente diciéndole que no tenía con qué pagar, me dijo:
—Deduzco por vuestra preciosa colombina que sois una bella mujer, y las mujeres hermosas no han de pagar por comer este dulce y pecaminoso bocado de cielo.
—Señor, no puedo aceptarlo sin daros nada a cambio. Pediré a mi padre que os dé unas monedas.
—Si no tuviera una esposa que me vigila desde la esquina, os pediría a cambio un beso, mas no creo que fuera lo mejor para vuestra reputación, mi bella dama.
Aquella conversación, en lugar de ruborizarme, me gustó. Primero porque aquel hombre se creía que yo era toda una mujer, y segundo, porque no imprimía en su tono malicia alguna.
Comer aquel delicioso trozo de bizcocho caliente, borracho de licor y miel fue lo más agradable que me había ocurrido en toda la noche pero, sin darme cuenta, me había alejado demasiado de mi padre, y al volver sobre mis pasos no pude reconocerlo entre el tumulto de gente que se había congregado en la plaza, al paso de la rúa de los soldados de nuestra república que provenían del Arsenale, del cercano barrio de Castello. Como todos, excepto los soldados, vestían la misma bauta, era imposible reconocer a mi padre o a mis hermanos entre el gentío. Mi corazón empezó a latir rápido, pero enseguida se calmó: si bien era difícil reconocerlos, no lo era tanto reconocerme a mí, pues a pesar de que las mujeres competían en belleza con sus vestidos de vivos colores, no había en la plaza otra máscara como la mía. Así pues, acabé con el trozo de pastel, que acompañé con el último trago de vino, y no bien iba a devolverle al amable panadero el cacito de barro, de pronto noté una presencia a mi espalda acompañada de una profunda respiración que me encogió el corazón. No sentí miedo, a pesar de la inusual cercanía de quien quiera que fuese la persona que estaba detrás de mí, pero no reconocí el delicioso aroma mentolado que me llegaba y que no pertenecía a ninguno de los hombres de mi hogar. Al volverme sin temor me encontré con una figura que llevaba la misma bauta que todos los demás. Fuera quien fuera aquel personaje, era muy alto, pues a pesar de mis chapines, podía ver sus ojos a la altura de los míos. No dijo nada pero, con la osadía del que nada teme perder, se atrevió a coger mi mano y acercársela a los labios por debajo de la larva para besarla, mientras posaba la suya sobre mi pecho, acariciando suavemente mi piel. Me miró a los ojos y me dijo con una bella y ronca voz:
—Hace un buen rato que os observo. Desde que habéis llegado no he podido dejar de miraros. ¿Quién sois, bella señorita, que no sé reconoceros?
Sin esperar mi respuesta y con un gesto sumamente dulce, aquel desconocido me levantó la máscara y al ver mi rostro, exclamó:
—¡Por Dios que sois la dama más bella que he visto jamás! ¿Cómo os llamáis?
Antes de que pudiera decir nada, escuché la voz de Francesco desde lejos llamándome por mi nombre. Pude reconocerlo pues llevaba la larva levantada, y le sonreí levantando mi mano como si no pasara nada. El desconocido que me había tocado la mano, que había rozado mi pecho, me dijo:
—Costanza, bello nombre para una bella dama. En carnaval todo está permitido.
Y arrancando una pluma roja de mi máscara, desapareció al tiempo que Francesco me alcanzó.
—¿Cómo osaba estar ese hombre tan cerca de ti? ¿Acaso no sabe qué es el decoro? ¿Podrías reconocer a ese facineroso? —gritó mi hermano mientras le buscaba entre la multitud.
Y yo, que aún olía su fragancia, que aún notaba sus suaves manos rozando mi pecho, y que aún escuchaba su ronca voz traspasando mi alma, murmuré:
—Todos vais vestidos igual, Francesco, no puedo reconocerle, pero no te preocupes, sólo me dijo que todo estaba permitido en carnaval.
—¡Malnacido! Costanza, dame ahora mismo una cinta de tu vestido, la ataré a mi tabarro para que no vuelvas a perderme de vista, así podrás reconocerme.
Aquella noche, mi padre volvió más que contento a casa, ya que Francesco y yo decidimos no contar nada de lo que había ocurrido. Mi madre, al pensar en todas las máscaras decoradas que se iban a vender y en los nuevos clientes que iban a tener, se durmió satisfecha, no sin antes hacer una selección de las más bonitas joyas hechas por su esposo para exponerlas al día siguiente en la tienda. Sobre mí, ¿qué os voy a contar si no sabía qué era un hombre? Aquella noche soñé con aguerridos caballeros con máscaras blancas y capas negras, y a pesar de no haberle visto la sonrisa a mi desconocido, soñé con una magnífica boca rosa, de labios finos y blancos dientes, que sólo existía en mi imaginación.
Al día siguiente no escuché el tañido de la Marangona. Tan enfrascada estaba en mis sueños, que había dormido plácidamente, y me desperté, sin darme cuenta, casi a la hora de comer. ¿Por qué nadie me había despertado? Tras asearme, vestirme y rezar mis oraciones, bajé al segundo piso de la casa, y entre el comedor y la cocina me encontré con una malcarada Ruth que no estaba para zarandajas. Un ruido de voces abigarradas llegaba desde la tienda de mi padre. Me acerqué a nuestra cocinera al tiempo que le robaba un pedazo de pan aún caliente, pues a bien seguro no iba a prepararme el desayuno en ese momento, enfrascada como estaba en los preparativos de la comida.
—¿Sabes qué ocurre ahí abajo, Ruth? —le pregunté mientras mordisqueaba un trozo de blanca miga.
—Ahora que la señorita se ha dignado a levantarse, sabrá que hay cola para comprar las máscaras de su padre desde prima hora. Esto ha sido una locura, incluso sus dos hermanos y su madre están despachando en la tienda —dijo ella mientras desplumaba una gallina.
—¿Mi madre despachando? Pues sí que debe de haber gente, Ruth. ¿Dónde está Ginevra?
Era raro no verla por allí.
—¿Acaso veis vos, señorita, que tenga tiempo de ocuparme también de su hermana? ¡No sé dónde estará! —dijo malhumorada.
Continué comiendo aquel delicioso trozo de pan mientras buscaba a mi hermana por el salón, donde mi madre recibía a las visitas; en la sala de costura y música sólo encontré mi precioso clavicordio, algo abandonado desde que habían comenzado las fiestas; la busqué por la sala de juegos y estudios, e incluso por el despacho de mi padre, al que teníamos prohibida la entrada. La llamé por su nombre, no contestó. Comencé a preocuparme al subir al último piso y ver que no había rastro de ella. De pronto, el aire que llegaba desde la altana me provocó un escalofrío. Aquel lugar era el bastión de mi padre, allí subía a dar de comer a sus palomas mensajeras, pero quise subir para descartar el sitio, y me encontré con un palomar donde las tórtolas se replegaban para paliar el intenso frío.
¿Dónde estaría mi hermana? Ya sólo me quedaba un lugar donde mirar, pero si bajaba al patio, me arriesgaba a encontrarme con uno de mis progenitores y no quería alertarles. En silencio y con sumo cuidado, descendí por las escaleras y atravesé el taller de mi padre, en el que por suerte sólo se encontraba Paolo, el joven aprendiz de mirada distante que vivía en el taller, y que siguió limpiando unas piedras preciosas sin dedicarme siquiera un gesto. Las voces, casi gritos, que provenían de la tienda, me alarmaron. ¿Cómo podía la gente desear tanto una cosa, sólo por el mero hecho de ser una novedad?
Seguí caminando, y al entrar en el patio que daba al canal me encontré cerca del aljibe a Ginevra, completamente mojada, como si hubiera estado chapoteando con el agua acumulada en el suelo.
—¿Qué haces aquí? Pero… ¡Si tienes todo el vestido empapado! —exclamé alzando mi voz tanto que la chiquilla se asustó y se puso a llorar desconsoladamente.
La acaricié para que se calmase, pues no quería que mi madre acudiera. La envolví con uno de los paños que mi padre tenía para limpiar el taller y al cogerla en brazos se calmó, y pudo decir entre sollozos:
—Agua, agua…
La arropé y la llevé a la habitación de mis padres, donde ella aún dormía en su cuna con dosel de gasa. La desvestí, la sequé con un trapo de lino y le puse uno de los vestidos que había heredado de mí. Ojalá mi hermana no hubiera bebido de aquella agua infecta que se filtraba de las paredes del aljibe, pues era un líquido corroído por el tiempo, de un color verduzco y que tenía incluso hongos en su superficie.
Me pregunté entonces si la pequeña aún estaría en ayunas, pues si yo me había quedado sin puré de cereales, supongo que nadie le habría dado el pan mojado en caldo que ella tomaba por la mañana.
Indignada como estaba, bajé a la planta noble, senté a Ginevra en el comedor y dirigiéndome a la cocina, le dije a Ruth con una voz crispada:
—¿Tanto trabajo tienes que no puedes ni siquiera darle de comer a mi hermana?
—¿Qué ocurre, señorita? Incontables son las veces que le he dicho a la señora que esta casa es demasiado grande para que una sola persona lo haga todo. ¿Ha ocurrido algo grave? —preguntó lamentándose, de manera que me arrepentí de mis palabras.
—Ginevra estaba completamente mojada en el aljibe. Reza para que la niña no haya bebido del agua putrefacta —exclamé.
—Por Dios, señorita. De veras que no me di cuenta de que la niña había bajado. No le digáis nada a vuestra madre, no quiero que me azote —dijo Ruth arrepentida.
—La niña está temblando. ¿Hay algo caliente? —exclamé un poco más calmada.
—Tomad, señorita, dadle este plato de sopa con pan, esto la calentará —dijo mientras me ofrecía una escudilla a rebosar de caldo de gallina.
Ginevra se tomó la sopa y engulló los trozos de pan como si fuera su primera comida del día. Pronto recuperó el color sonrosado de sus mejillas.
Mientras yo comía un segundo trozo de pan para sosegar mi apetito, mis remordimientos me acusaban de ser demasiado dura con Ruth, aunque había usado las palabras que utilizaba mi madre cuando la criada hacía algo mal. Era mi obligación aprender a dominar al servicio, pero realmente creía que la cocinera tenía razón al afirmar que la casa era demasiado grande para una sola persona.
El día pasó, y a la hora de comer todos nos reunimos ante la mesa. Nadie preguntó dónde me había metido yo durante toda la jornada, pues estaban demasiado contentos reviviendo las grandes ventas. La mayoría de las colombinas se habían vendido y las que no era porque los compradores querían algunas modificaciones que se llevarían a cabo en el taller durante esa semana. Mi padre estaba exultante de felicidad, y mi madre ni siquiera había puesto reparos a despachar en la tienda, aunque ella siempre había pensado que una mujer de alta cuna no debe actuar nunca como una vulgar plebeya, ni siquiera cuando no dispone de un título nobiliario.
Aquella tarde, cuando Ruth marchó al mercado, me quedé sola en casa, puesto que todos estaban de nuevo en la tienda despachando. Se me ocurrió entretener a Ginevra cantando un poco para ella. Las primeras notas de Nuper Rosarum Flores, del gran maestro franco-flamenco Guillaume Dufay, comenzaron a surgir de mi garganta. Sin llegar a ser una virtuosa, la música se me daba bien, y a pesar de ser un motete a cuatro voces, sonaba melodioso.
Tan enfrascada estaba con aquella melodía que ni siquiera escuché los pasos en la sala, aunque sí los toques que sonaron en la puerta. En la entrada descubrí a un apuesto joven de media melena oscura y lisa, piel blanca, y ojos grandes y oscuros. Por su porte, se parecía a los nobles que a veces veía pasear por la calle cuando levantaba mi mirada a escondidas de mi madre. Sin embargo, parecía mucho más joven y bello que ellos.
—¿Quién sois? ¿Qué hacéis vos aquí? —pregunté algo asustada, mientras me levantaba y protegía a Ginevra situándome delante de ella.
—Disculpad, señorita. La puerta de la casa estaba abierta y busco a maese Contanti. No había nadie en los pisos inferiores, así que he subido hasta aquí al oír vuestro canto angelical —se disculpó educadamente sin intención de entrar.
¿Dónde había escuchado yo esa voz?
—Encontraréis a mi padre en la tienda de al lado —dije acercándome a él, aunque sabía que no podía estar a solas con un hombre y menos durante esas fiestas.
—¿Sois vos Costanza? ¿La que anoche llevaba una colombina roja bellísima? —preguntó de pronto.
—¿Cómo sabéis vos mi nombre? ¿Quién sois? ¿Es que acaso nadie os ha enseñado qué es la educación? —exclamé enojada por su desfachatez.
—Disculpadme, señorita. Tenéis razón. Soy Giovanni Antonino Enrico Acade da Vicenza. No era mi intención asustaros y ser descortés. Ayer hablé con vuestro padre para encargarle una de sus máscaras artísticas. Me instó a reunirnos en su casa hacia las seis, y supongo que pronunció vuestro nombre mientras hablaba sobre la belleza de la máscara.
—¿Y por qué no vais vos como todo el mundo a la tienda?
—Porque la colombina que yo quiero es especial. Única —dijo con una seguridad impresionante.
—Acompañadme, señor, el salón de visitas está en la sala de abajo —exclamé pasando por su lado con Ginevra de la mano.
Y bastó con pasar por su lado para que su aroma mentolado llegase hasta mí de nuevo. Me volví, y parada delante de él, le dije con insolencia:
—¿Nos conocemos, don Giovanni? ¿Acaso nos hemos visto vos y yo antes?
—¿Cómo podemos conocernos si vos sois una dama y yo un caballero?
Y con esa respuesta me descolocó, ya que yo apenas tenía diez años y nada sabía de la picardía de los adultos.
Continué caminando y aunque no podía verlo, supe que él me estaba observando. Me volví de nuevo pues notaba su mirada clavarse en mi cuerpo, y me quedé paralizada, mirándole sin decir nada.
—¿Os ocurre algo, señorita?
A punto estuve de decirle que sospechaba que había sido él quien me había acosado la noche anterior, el que me había robado la pluma, el mismo que me había encandilado de tal manera que no podía apartarlo de mis sueños. No le dije nada, pues me ofendió cuando con el descaro propio de un hombre de su edad me sonrió para exhibir su magnífica y blanca dentadura.
Azorada y ruborizada, bajé las escaleras y aposenté al invitado de mi padre en el salón para visitas. En ese momento, Ruth apareció por las escaleras con unas codornices recién sacrificadas, me asustó y le grité:
—¡Ruth, esas no son maneras de aparecer!
No sé quién se asustó más, si nuestro invitado, si yo misma, o la pobre criada que corriendo entró en la cocina a desplumar las aves para la cena. La seguí tras disculparme con el invitado de mi padre y le dije a la cocinera en tono cómplice:
—Me asustaste, Ruth, pensé que eras madre. Este caballero es don Giovanni Acade. Ha llegado cuando tú estabas en casa, tú le has abierto la puerta, y has sido tú quien le ha acompañado a la sala. ¿Está claro?
—Tan claro como que esta mañana vos no habéis encontrado a vuestra hermana en el aljibe —dijo sabiendo que estaba en sus manos.
No era bueno para una dama tener secretos compartidos con una criada, pero nada podía hacer yo, pues si mi padre se enteraba de la desfachatez de don Giovanni, no le querría como cliente, y eso significaría no verle nunca más.
Antes de que enviara a Ruth a buscarle, mi progenitor, agotado por todo aquel trabajo, subía por las escaleras para saber si su invitado había llegado. Se estrecharon las manos, y armado con su cuadernillo, mi padre comenzó a diseñar una máscara especial y única.
Desde donde me encontraba, podía escuchar algunas palabras que en boca de aquel noble señor sonaban tan melodiosas:
—Ha de ser completamente blanca… ¿Sería una locura poner algún diamante por esta zona? ¿Y las plumas? ¿De qué ave pueden ser?
¡Qué poco me gustaba el nombre de don Giovanni! Me recordaba a mi viejo preceptor, y eso le restaba todo encanto. ¿Qué otros nombres me dijo? Giovanni, Antonino, Enrico. ¡Sí! Así iba a llamarle yo en mis sueños, en mis anhelos, en mis pensamientos que jamás verían la luz: Enrico, mi bellísimo y joven Enrico.
Aquella noche, mientras dábamos cuenta del riquísimo guisado de codorniz que Ruth nos había preparado, sólo hubo una conversación:
—Don Giovanni es un hombre poderoso, procede de una noble familia de Vicenza. El encargo que me ha realizado es una obra de arte, de una belleza sutil y de un gusto excelente. Nada me ha preguntado sobre precios, pero, en cambio, me hablaba de diamantes y piedras preciosas como si su valor no le importara. Incluso me ha pedido plumas de cisne real —dijo mi padre con absoluta sorpresa.
—Padre, permitidme haceros una pregunta —dijo mi hermano Francesco—. Es un encargo complicado, tendréis que buscar esos materiales tan especiales, deberéis contactar con mercaderes portugueses que son los únicos que pueden traer esas piedras desde el reino de Ghana. ¿Os dio algún pago como adelanto el caballero Acade?
—¿Un adelanto? Me ha entregado una bolsa con doscientos cuarenta y ocho sueldos. Eso son dos ducados de oro. Por mucho que cuesten los materiales, no creo que la máscara llegue a costar más de dos libras y media de plata.
—¿Cómo es que Acade tiene tanto dinero? —interrogó algo azorada mi madre, que cuando oía hablar de fortunas, perdía el norte.
—Lo desconozco. Sólo sé que ha realizado el pago pues parte mañana a un largo viaje que le llevará al reino de Nápoles y a Barcelona. Me ha pedido que realice la máscara y me ha entregado un sobre que contiene una dirección donde debo hacerla llegar si no regresa en cinco años.
—¿No es eso algo inusual? ¿Quién manda realizar este tipo de trabajo antes de partir hacia un viaje tan peligroso? —preguntó nuevamente mi madre mientras a mí se me encogía el corazón al oír la marcha de mi hombre soñado.
—Yo le comprendo, mujer. Apenas tiene veintitrés años. Tiene edad para vivir aventuras, o puede que el viaje sea para buscar a una mujer de buena familia con la que unirse en matrimonio. Esa máscara sería un magnífico presente para una esposa —contestó mi padre mientras a mí me brotaban lágrimas de los ojos.
—¿Qué te ocurre, Costanza? —indagó mi madre sin apartar sus ojos de mí.
—Nada, madre. Creo que es una preciosa historia que alguien podría convertir en un romance —respondí yo sin saber qué decir, mientras enjuagaba las gotas saladas que ya corrían por mis mejillas.
—¡Eres una niña soñadora! —dijo como si eso fuera malo—. ¡Te he dicho cientos de veces que leer esas novelas de caballería sólo te llevará al pecado de la vanidad! ¡Pero eso es culpa de tu hermano! ¡Francesco, te prohíbo que le dejes leer esas historias!
Cuando nos retiramos a dormir y a pesar del frío que hacía, abrí mi ventana para oler el aroma del Gran Canal, pues la intensa oscuridad de la noche impedía que pudiera ver su suave movimiento. Pensaba que era una niñería por mi parte llorar por un hombre del que tan sólo sabía que era un joven bellísimo de perfecta dentadura y aliento mentolado.
Un hombre trece años mayor que yo, a veces indecoroso, otras pícaro, siempre descarado, pero un hombre con quien no me hubiera importado que mi padre me desposara.
Un escalofrío recorrió mi cuerpo, y al cerrar la ventana pensé que aquel largo viaje haría que me olvidara de mi bellísimo Enrico. Todos mis pensamientos anhelaban que fuera el descarado que robó mi pluma, el que rozó mi pecho, y el que me hizo sentir por primera vez las turbulencias del deseo, con apenas diez años. Supongo que en ese momento ni siquiera pensé que estaba fuera de mi alcance. Aquella noche me dormí cansada de llorar, y descubrí que una se puede quedar sin lágrimas que derramar.
Los días pasaron, y a pesar de disfrutar más que nunca del carnaval, seguía pensando en mi acosador, en su impertinencia propia de los jóvenes sin familia que nada tienen que perder, y que me había robado mi joven corazón. Y aunque le recordaba cada día en mis oraciones, pidiendo que nada turbara su viaje y pudiera venir de nuevo a recoger la máscara de mi padre, con cada nuevo día que pasaba su recuerdo se iba diluyendo poco a poco en mi mente.
Siendo una dama, sólo podía salir de noche en carnaval si iba acompañada por alguno de mis progenitores. Nunca viviría esas fiestas con la misma libertad que mis hermanos varones, aunque sí estaba acostumbrada a las fiestas suntuosas de la piazza San Marcos a las que iba con mis padres, a la música melodiosa y tranquila, a las justas de nobles, e incluso a las muestras equinas que se realizaban fuera de Venecia, donde las buenas familias exhibían sus corceles, deseosos de que ganaran posteriormente el palio a la tonda, un juego que enfrentaba a sus caballos en varias carreras.
Por eso, no dejó de sorprenderme que el último día del carnaval, mientras seguía con mi mala costumbre de escuchar a escondidas las conversaciones de los adultos, sorprendiera a mis progenitores inmersos en una curiosa conversación:
—Pero ¿no crees que es algo peligroso dejarla ir? —preguntó mi madre preocupada.
—Mujer, ¿qué peligro puede tener? Irá con sus hermanos. Debe disfrutar algo antes de ser desposada. ¿Acaso tú no lo hiciste? —contestó mi padre.
—Sí, pero fue diferente. Antes de que me desposaran contigo pasé el verano en la villa de Castello. Allí no podía sucederme nada malo —exclamó mi madre con sinceridad.
—Vamos, Giulietta. Tienes demasiado miedo. Sabes que cuando se convierta en mujer deberá abandonar esta casa. Quiero que tenga un buen recuerdo de su padre, y si ahora disfruta de esta fiesta, creo que no olvidará que este año fue especial para ella. Mañana es Martedì grasso, has de decírselo a primera hora para que se vaya haciendo a la idea —sentenció mi padre y después apagó la vela, dando por concluida la conversación.
No era yo una persona que careciera de intelecto. Para la época, se podía decir que era una persona privilegiada, con ansias de aprender, de preguntar, y de saber todo lo que ocurría en mi pequeño mundo. Imaginaba que era la protagonista de esa conversación, pero me moría de ganas de saber qué era lo que mi madre tanto temía. No tuve que esperar mucho tiempo, sólo hasta que el nuevo día amaneció, para poder enterarme de todo.
Aquel martes, 21 de febrero de 1458, amaneció inusualmente claro y con un maravilloso sol. Incluso la meteorología quería despedir al carnaval con sus mejores deseos.
Mi madre me llamó a su alcoba antes de desayunar. Siempre había sido una persona seria que jamás sonreía, pero aquella mañana, no sé si por el maravilloso sol que alumbraba la estancia, mi madre parecía algo más humana, más cariñosa y me miraba como si tuviera que decirme algo trascendental para mi vida. Así pues, tras exigir dulcemente que me sentara en su lecho, se sentó junto a mí y me dijo:
—Bambina, el carnaval se termina y llega la serena Cuaresma en la que todos hemos de arrepentimos de nuestros pecados y volver a entrar en la casa de Dios, para que nuestras conciencias y nuestras almas sean lavadas, y así poder recibir la gran noticia de la resurrección del Señor con júbilo y alegría.
Sabía muy bien de qué me hablaba, pues la religión formaba parte de mi vida desde pequeña, pero supongo que fue mi mala conciencia la que hizo que pensara de inmediato en lo ocurrido con Enrico. Imaginé que podía ser un gran pecado, y a punto estuve de confesarle a mi madre aquel hecho que hubiera trastocado nuestras vidas. Suerte que ella prosiguió:
—Durante este último día que queda de fiesta, tu padre ha decidido que podrás asistir al carnaval junto a tus hermanos.
La miré con curiosidad, con sorpresa, y sin creer lo que estaba oyendo, tan sólo pude llegar a preguntar:
—¿Por qué?
A lo que ella contestó seria y tajante:
—Porque este va a ser tu último carnaval.
—¿Por qué, madre? —volví a preguntar.
—Costanza, hija. Sabes que como mujer que proviene de una familia de ricos comerciantes y artesanos has de cumplir con tus obligaciones filiales con la familia. Cuando termine el tiempo pascual, conocerás a tu futuro esposo, quien vendrá con su familia a nuestra casa para desposarte.
Intenté decir algo, pero la mano de mi madre me instó con un gesto para que la dejara continuar:
—Así pues, este será tu último carnaval. Después te convertirás en la esposa de una noble familia y deberás comportarte como tal. Sé que piensas que aún eres joven, pero para tranquilizar tu mente has de saber que no abandonarás la casa de tu padre hasta que seas una mujer completa y tengas tu primer sangrado. Ahora hija mía, dime, ¿tienes alguna pregunta?
¿Que si tenía alguna pregunta? Mi mente estaba tan llena de ellas que la cabeza me parecía a punto de explotar. ¿Desposada? ¿Qué quería decir eso? ¿Quién era mi supuesto esposo? ¿Sería guapo? ¿Sería bueno? ¿Tenía una buena posición? ¿Dónde vivía? ¿Tendría que irme lejos de mi querida Venecia? ¿A qué se dedicaba? ¿Era su primera boda? ¿Y qué era eso del primer sangrado y por qué nadie me había dicho hasta ese día que para casarse una debía antes sangrar?
Todas esas cuestiones se amontonaron de tal manera en mi cabeza que esta, completamente colapsada, sólo alcanzó a contestar:
—La decisión de padre me parecerá bien.
«¿Eres boba Constanza? ¡Pregúntale!», me repetía una y otra vez mi mente, pero mi lentitud a la hora de pensar en cómo preguntarle a mi madre todo lo que me preocupaba, hizo que ella decidiera dar por concluida la conversación:
—Esta tarde, cuando toquen a víspera abriremos tu cassone para ver qué es lo que falta, y así comenzar a completarlo. Luego, irás con tus hermanos.
Salimos de la habitación de mis padres, ella satisfecha con lo buena que era su hija, que ni siquiera había rechistado, y yo reprochándome una y otra vez lo tonta que había sido por no aprovechar esa oportunidad para que mi madre contestara a todas mis preguntas.
Esa mañana estuve completamente distraída mientras acompañamos a Ruth, con mi madre y mi hermano Flavio, a una zona del puerto, en la que un mercader conocido que comerciaba con mercancía de Damasco le esperaba para ofrecerle una especia que jamás se había visto en la ciudad. Paseábamos enmascaradas con nuestras simples colombinas de terciopelo negro bajo las capuchas de las capas. Acompañar a Ruth durante esas fiestas era algo indispensable para que las cuadrillas de virilidad supieran que no era una amancebada, y evitar así algún ataque imprevisto. Aunque la mayoría de estos ocurrían cuando la noche se cernía en la ciudad, mi madre me exigió que me mantuviera a su lado, quieta y callada, pues a pesar de ir con Flavio, debido a que mi padre deseaba que se despertara en él el valor que necesitaría si iba a ser caballero, ella sabía que su enclenque hijo no habría podido defendernos de ningún mal ni aunque hubiera querido. Como siempre, obedecí a mi madre sin levantar la cabeza, hasta que al entrar en el puerto oí sonidos que hasta ese momento jamás había escuchado.
Al levantar la mirada me encontré con un lugar totalmente diferente a cualquiera que hubiese visto antes. Contemplar aquel puerto de especias lleno de grandes cajones de madera que pesaban varios cahíces, sacos con cientos de onzas de grano y quintales de hierbas varias venidas de todas las tierras conocidas, fue como adentrarme en un nuevo mundo y descubrir que había gente muy distinta a la que habitaba en mi sestiere. Aquella visión hizo que me diera cuenta de que la vida no era sólo aquello que me contaban, y que nada de bucólico tenían los rudos hombres que descargaban los sacos, que escupían en el suelo, que se rascaban sus partes sin pudor, mientras hurgaban en su nariz con sus dedos llenos de mugre. Comprobé que aquellas sucias calles estaban atestadas de ratas y cucarachas, que ya había visto en alguna ocasión aunque Ruth era muy rauda en darles caza y muerte, y me di cuenta de que hablaban un idioma extraño en el que pude reconocer palabras latinas, y que mi madre calificó de lengua vulgar.
También oí idiomas desconocidos por mí, y sus voces eran casi gritos, aderezados con exagerados gestos que a menudo terminaban en algún que otro empujón al que nadie daba importancia. La mayoría de aquellos hombres escupían al hablar debido a la carencia de dientes y muelas, y la suciedad ennegrecía sus trajes hasta el punto de que no se sabía cuál era su color. Me pregunté qué estábamos haciendo allí, y supe que la especia había sido sólo una excusa para que Ruth pudiera ver a su enamorado cuando descubrí las caricias que se prodigaban a escondidas de mi progenitora, quien, con la cabeza gacha, pasaba las cuentas de su rosario como si aquello le reconfortara y la mantuviera a flote de tanta desagradable realidad.
Ante aquella montaña de inmundicia de desperdicios, suciedad, bichos y ratas, que a saber qué enfermedades podían transmitirnos, pude reconocer a lo lejos un tabarro que llevaba colgando una cinta de seda blanca. ¿Qué hacía Francesco en aquel lugar? Miré a mi madre, que continuaba con la cabeza gacha, y descubrí que Flavio se encontraba alejado de nosotras, curioseando unas piedras traídas de lejanas rutas marítimas. Francesco, mi otro hermano, estaba hablando con un tipo de larga barba castaña. Era corpulento y mucho más alto que él, y le tocaba los brazos para comprobar su fuerza, mientras le ordenaba levantar la larva para que le mostrara la dentadura, como si mi hermano fuese un ejemplar equino listo para competir en una carrera de caballos. Yo no comprendía qué hacía allí mi hermano mayor, pero supuse que si había ido disfrazado hasta aquel lugar era porque no quería que nadie se enterara de sus planes, y por eso callé.
Ruth volvió al rato con una pequeña bolsita de tela, atada con una cinta, que le entregó a mi madre. Ella, sopesando el paquete y levantando la cabeza mientras guardaba el rosario, le dijo:
—Pero desgraciada. ¿Cuánto hay aquí? ¿No has pagado un alto precio por tan poca cantidad?
—Señora… yo… lo que me ha dado el mercader…
Al intuir que Ruth se iba a llevar una buena reprimenda, le pregunté:
—Ruth. ¿Cuánto has pagado?
—El denaro que me dio vuestra señora madre, señorita.
—Madre, según reza el cartel, por un denaro nos han de dar una onza, tres quilates y tres adarmes de especia. Creo que en el paquete no hay esa cantidad.
—En la vida no puedes creer las cosas, debes estar segura —dijo mi madre intentando enseñarme una lección.
—Madre, soy buena en el estudio del álgebra y el maestro Castriotto me ha enseñado a sopesar paquetes con diferentes materias. Creedme, estoy segura de que esta no es la cantidad indicada —exclamé seriamente.
Mi progenitora, con gesto serio y enfadado, hizo que nos dirigiéramos hacia el mercader mientras bajaba su capucha y se quitaba la máscara. Cuando este se dignó a hacerle caso, le espetó en tono ofendido:
—Buen señor. Creo que se ha confundido con las cantidades entregadas a mi criada. Según reza su cartel, por el pago de un denaro nos ha de dar una cantidad que os aseguro que no está en este paquete. Espero que subsane el error de inmediato.
El mercader de nariz aguileña, cara huesuda y cejas gruesas, tenía cara de pocos amigos. Subió la vista hasta el rostro de mi madre, que gracias a los chapines era más alta que él, me miró a mí, y volviendo a mirar a mi madre dijo:
—Señora mía, debe de haber sido un error de mi aprendiz. Ya se sabe, estos chiquillos no saben ni pesar bien. Lamento lo ocurrido. Tomad, ahora sí es el peso correcto.
Mi madre cogió el paquete, se volvió sin soltarme la mano y comenzó a caminar en dirección a la salida de aquel puerto infecto, mientras le refunfuñaba a Flavio que no había servido de gran ayuda. Antes de salir del lugar, el mercader, alzando la voz más de la cuenta, exclamó:
—Señora, ¡tened mucho cuidado con esas espectaculares joyas que lleváis!
Incluso yo, que nada sabía de la vida, supe que esa simple frase había sido la venganza de aquel mercader sefardita por la desfachatez de mi madre, una mujer que al señalarle su error le había retado. Ella ni siquiera contestó, cogió el brazo de Ruth para mantener el equilibrio en sus altos chapines y siguió caminando, esta vez con un paso más rápido, para poder salir de aquel lugar, aunque era mayor el peligro que imaginábamos que el que íbamos a enfrentar.
Cuando llegamos al Puente de Rialto, una zona ya más segura, mi madre se paró en seco y dijo:
—Flavio, nada ha de saber padre de lo ocurrido hoy con ese mercader. Ruth, te prohíbo volver a esa zona y te prohíbo volver a ver a ese indeseable. Costanza, has demostrado ser una mujer inteligente, pero espero que lo que ha sucedido te haga comprender que una mujer que se precie jamás ha de ir sola por este mundo, pues ningún hombre la tomará en serio. Espero de veras, Ruth, que el guiso de esta noche valga la pena y que esta… ¿nuez moscada la has llamado?… bien… que esta especia sea tan preciada como dices.
Entramos en casa justo cuando sonaba el toque de víspera. Mi madre no quiso que me entretuviera y me pidió que la siguiese a su alcoba.
La temperatura de la estancia era más que agradable, pues mi padre, que estaba al corriente de nuestros planes, había encendido el hogar y grandes leños de carrasca ardían ya con fuerza en su interior, lo cual agradecí, pues me preocupaba el intenso frío de la tarde. Los nervios al abrir el baúl con mis pertenencias se hicieron latentes en mis manos temblorosas.
Ahora disponía de un tesoro, pues tal como me contó mi madre aquella víspera el arcón mismo ya significaba un valioso regalo al estar fabricado por un maestro ebanista que pertenecía a una de las corporaciones de artes y oficios con más reputación de toda Fortefortezza. Aquella joya de la artesanía tenía una estructura de madera de cedro, enmarcada por pilares dorados tallados sobre el mismo armazón que formaban sendos cuadrados en cada cara. En los huecos, unas finas tablas pegadas al baúl recreaban pinturas de la antigüedad con mujeres religiosas acompañadas de ángeles infantiles de blancas alas. Yo no sabía qué era el matrimonio, pero que la única pertenencia que llevaría a casa de mi esposo, la que iba a ser mi única herencia, como lo había sido de mi madre y de mi abuela, estuviera cubierta con imágenes de mujeres pías y beatas, me daba la tranquilidad de que aquello que tanto temía no podía ser tan malo.
Mandaba la tradición que el arcón debía vaciarse el mismo día en que nacía la nueva propietaria, para volver a llenarse con todas las pertenencias que iba a necesitar cuando abandonase el hogar paterno. Tener un cassone era un privilegio sólo al alcance de las nobles y ricas damas, y aunque desde bien pequeña supe que aquel baúl, que descansaba a los pies de la cama de mi madre, era su tesoro, jamás pude imaginar que me perteneciera por herencia. Ella custodiaba la llave, y a mí se me hubiera antojado como un precioso regalo de no haberse empañado por la noticia de mi desposamiento.
El baúl se abrió al dar tres lentas vueltas de la llave de hierro en su labrada cerradura de bronce, y como en las historias mitológicas que Castriotto nos contaba cuando madre no estaba presente, surgió de su interior algo maravilloso que no había visto antes. Cuando ella levantó aquel precioso vestido de terciopelo verde, las cintas de seda roja surgieron brillantes y suaves de los lados. El cuello era redondo y rematado con un brocado dorado y rojo que formaba pequeños ramos de hojas y flores, dispuestos por toda la pieza. Mi madre lo miró mientras lo dejaba con sumo cuidado sobre la cama, y creí atisbar en su rostro un rastro de melancolía, una sospecha que se vio confirmada cuando me dijo que ese había sido su primer vestido de baile de boda. Debajo del vestido, enfundados en un trapo de lino blanco aparecieron los chapines más hermosos que había visto nunca y que hacían juego con el terciopelo verde del vestido y su brocado. Surgieron después las mangas abombadas también de terciopelo, rematadas por los mismos brocados y las cintas de seda rojiza para atarlas al vestido. Nunca hasta ese momento, cuando colocó todas las partes que conformaban la vestimenta sobre el lecho y pudimos ver el traje completo, había visto algo tan maravilloso.
Sin pensar, y envenenada por aquel lenguaje vulgar que había escuchado, tuteé a mi madre, cosa que jamás había hecho, al decirle:
—Debiste de ser una novia preciosa.
Ella me miró con enojo por la confianza con la que le había hablado, pero pronto esbozó una sonrisa diciéndome:
—Fui una novia muy bonita. Igual que lo vas a ser tú.
Me gustaba lo que estaba viendo, pero no me sentía novia, ni mujer, ni futura esposa. Aquel vestido era una imagen preciosa para regalar a los demás, pero no significaba para mí ni compromiso ni obligaciones, sólo la idea de tener que separarme de mi familia para ir a vivir lejos de mi querida ciudad. No tuve tiempo de pensar mucho, pues tras ese vestido, mi madre sacó del cassone uno más sencillo de satén blanco, que parecía una simple camisola de dormir. Ese era realmente el traje de boda que llevaría en la procesión, pues el de baile quedaba reservado para cuando me encontrara ya en mi nuevo hogar.
Desde el día de mi nacimiento mi madre había empezado a llenar el cassone con todo aquello que en un futuro iba a necesitar, pero tal como me explicó, mi esposo ya se había reunido con los varones de mi casa —en la primera ceremonia de las tres que conformarían la boda— para entregar la donación y así poder completar mi ajuar.
Si el vestido de boda era bonito, cuando mi madre sacó el ajuar del tálamo nupcial, me quedé con la boca abierta. No había visto antes un hilo tan fino y suave sobre unas sábanas. La colcha de seda dorada que iba a cubrirlas estaba finamente pespunteada por un encaje de hilo blanco que remataba finamente la pieza. Unas sutiles, largas y espigadas flores de hilo rojo aparecían inmensas en el centro de la misma, y a juego con la colcha, las colgaduras, el dosel, la antecama y el cielo, se unían en un juego digno de la mismísima duquesa de Milán.
Rematando todas esas maravillas, dos fundas de almohadones también doradas llevaban mi nombre bordado en el medio:
Costanza
¡Jamás me había parecido tan bonito mi nombre!
Mi madre lo tenía todo preparado. Me estaba mostrando todo lo que iba a ser mío cuando mi padre me ofreciera en matrimonio, como si eso fuera el premio por ser buena hija y acatar los deseos de mi señor.
Y continuó enseñándome los tesoros que atenuarían nuestra separación. Abrió una pequeña arqueta finamente tallada y con aplicaciones de lo que más adelante supe que eran amatistas y ágatas en tonos violetas, y me mostró las joyas que llevaría el día de mi boda y que reposaban sobre un terciopelo también de color violáceo. Entre todas ellas, la más bonita, una tiara de perlas y diamantes que cubriría mi frente, y que hacía juego con unos preciosos pendientes y con una pulsera, brillaba aunque el sol estaba a punto de esconderse. Pocas damas tenían la fortuna de lucir diamantes el día de su boda, supongo que era el privilegio de la hija de un artesano joyero.
La verdad es que en ese momento comenzó a gustarme la idea de casarme, de sentirme una princesa mientras duraran los festejos, y recordé las historias que mi hermano mayor me leía acerca de amores cortesanos, donde las mujeres eran el ser amado por las palabras de los poetas y se las situaba en un pedestal casi inalcanzable desde el cual eran veneradas. Pero… ¡Qué extraño! ¿Por qué salía de mi interior una pequeña y casi inaudible voz que, poco a poco, fue ganando fuerza y me preguntaba cuál era la parte mala de toda aquella historia? Aquella era mi ocasión. Era ahora o nunca, debía aprovechar esos momentos para preguntar y así lo hice:
—Madre…, ¿os disgustaría que os hiciera algunas preguntas?
—Las estoy esperando, Costanza. Sé que eres una buena niña que acogerás como acertadas las decisiones de tu padre, pero también sé que eres una persona curiosa, y que debes de tener miles de preguntas bullendo en esa cabecita tuya —contestó con un lenguaje cariñoso que jamás le había escuchado.
Y seguro que les parecerá tonto, pero lo primero que pregunté fue:
—Madre…, ¿es bello mi esposo? Ella sonrió y empezó a contarme:
—Costanza, tu esposo se llama Oddantonio de Fondasini y pertenece a una familia muy importante. Él es el primer duque de Castelforca, y tú te convertirás por matrimonio en duquesa de Castelforca. Es un caballero de treinta años de edad. Aún es joven y sus guerras como condottiero de los Orsatti no han dejado mella en su cuerpo, aparte de alguna leve cicatriz en su rostro. Es fuerte y un gran capitán que sabrá protegerte de este mundo tan lleno de batallas.
—¿Qué he de hacer cuando me case? ¿A qué se dedica una duquesa? —pregunté algo preocupada.
—Yo no he sido nunca noble, Costanza. Pero una esposa debe contentar a su marido, dominar al servicio, que seguramente será abundante, y tener una numerosa prole para que sobreviva algún varón que herede el título. Más adelante te hablaré de los deberes de una esposa, no te preocupes, todo a su tiempo.
—¿Viviré en Venecia?
—Tienes la obligación de partir con tu marido a sus tierras. A tenor de lo que dice la gente, el duque posee un hermoso palacio reformado hace muy pocos años.
Se hizo un silencio entre nosotras que mi madre aprovechó para encender las velas del cuarto y alumbrar nuestras caras. Una pregunta asomó a mi mente y sin saber si podía preguntar sobre aquello, al final dije:
—Madre…, ¿cómo se hacen los hijos?
—¡Niña descarada! ¿Cómo preguntas eso si aún no has sangrado por primera vez? ¡Qué curiosa eres!
—Pero madre…
—¡Espera, Costanza! Serás desposada cuando termine el tiempo pascual, pero sólo tienes diez años, hija mía, y no abandonarás esta casa hasta que seas una mujer, algo que suele suceder entre los catorce y los quince años. Así que no te preocupes, conversaremos sobre ese tema en otra ocasión, cuando seas algo mayor.
Me quedé cabizbaja, persuadida de que había hecho algo malo, aunque no sabía qué era, y mi madre, compadeciéndose de mí, dijo:
—No estoy enfadada, sólo que no tienes edad para saber según qué cosas. ¿Tienes más preguntas?
—No, madre —contesté con miedo de preguntar nada más.
Ella se levantó, recogió todo mi ajuar y lo guardó con sumo cuidado en el precioso baúl, y yo comencé a soñar con mi guapo y maduro condottiero, del que ni siquiera pude ver ni un retrato.
A la hora de la cena nos dimos cuenta que había merecido la pena ir a buscar la especia al puerto. Ruth había cocinado unos capelletti rellenos de carne de gallina, aromatizados con romero, ajo y cebolla, regados con una salsa de leche y queso parmesano que aderezó con la famosa nuez moscada. Mi padre se relamió felicitando a la cocinera. ¡Qué poco sabía él lo que había costado traer a casa el secreto de esa receta!
Cuando terminamos de cenar, mi padre subió a su despacho, y antes de que pudiera ir a vestirme para salir de fiesta con mis hermanos, mi madre me retiró a un rincón para decirme:
—Costanza, ¿sabes por qué no le he dicho nada a tu padre sobre lo ocurrido en el puerto? —Y sin dejarme contestar continuó—: Porque uno de los deberes de la esposa es velar por el honor de su marido. Si él hubiera sabido lo ocurrido, puede que hubiera querido pedir explicaciones a ese mercader, cosa que le hubiera llevado a un careo que podría haber terminado mal. Como futura esposa has de saber que hay cosas que tu esposo no tiene por qué conocer, siempre y cuando sepas que nadie se lo va a contar. ¿Comprendes?
Yo asentí sin saber muy bien a qué se refería. Y en esas estaba, pensando que aún me quedaba mucho tiempo para aprender los entresijos del matrimonio, cuando mi madre me dio permiso para retirarme. Subí corriendo a mi habitación, donde Ruth me había preparado mi traje de varón para vivir mi último carnaval.
Si he de ser sincera, no me disgustó vestirme con atuendo masculino, aunque, mientras Ruth me ayudaba con las calzas negras, el jubón interior de lino blanco, el ancho cioppa de terciopelo azul vistoso y el cordel dorado que me lo ataba a la cintura, pensaba que el tabarro negro me cubriría casi por completo sin poder lucir ninguna de las bellas piezas que conformaban el traje; pero como lo único que quería era salir de casa sin la vigilancia constante de mis padres, no quise hacer más preguntas de las necesarias.
Acostumbrada a usar chapines de tacón alto, en un comienzo me fue algo difícil andar con los zapatos planos de cuero de mi hermano mediano, a los que él llamaba por su forma, pico de pato, y así comprendí por qué el paso de hombres y mujeres era tan diferente.
Cuando Ruth me colocó el tabarro negro ya supe que tendría frío, acostumbrada como estaba a mi capa forrada de piel, pero aun así seguí sin decir nada, no fuera que mi padre se desdijera y me quedara sin salir de casa. Al ir a colocarme el tricornio nos dimos cuenta de que mi pelo iba a ser un problema de difícil solución, pues era imposible ocultar mi larga, rubia y ondulada melena en aquel sombrero de fieltro negro. Al fin lo logré con la ayuda de mi madre, que me recogió el cabello en una media melena. El último paso fue colocarme la simple pero preciosa máscara elaborada con cerámica blanca que cubría toda mi cara, desde la frente hasta la barbilla, de manera que nadie pudiera reconocerme como Costanza Contanti y tener la fortuna de ver Venecia por primera vez en mi vida a través de los liberados ojos de un varón.
Sólo pensaba en ver el barrio de Dorsoduro, que jamás había pisado, ya que al ser el sestiere de los artistas, mi madre siempre decía que era el mejor lugar para encontrar al demonio en cualquiera de sus esquinas. Pero a pesar del miedo que me daban las palabras de mi progenitora, sabía que era mi ocasión para ver a sus saltimbanquis, a los tragadores de fuego, a los títeres y a las bestias amaestradas que bailaban al son de la música de ese barrio, muy diferente a la que se escuchaba en Rialto o en la piazza San Marco.
Al encontrarme a mis dos hermanos vestidos igual que yo, cuando bajé al portego de la casa, ellos, levantándose las larvas, se pusieron a reír al unísono.
—¡Por Dios Santo —me espetó Francesco—, si parece nuestro primo Lorenzo!
Cosa que provocó que mi madre le diera un capón y exclamase:
—¿Es que acaso el carnaval permite ahora que se blasfeme en esta casa?
Mi hermano, doliéndose aún por el golpe recibido en el cogote, hizo que diera una vuelta sobre mí misma y felicitó a Ruth entre risas por haberme dejado hecha todo un caballero. Pero las cosas no iban a salir tal como yo las había planeado, pues mi madre, dirigiéndose a mi hermano mayor, le dijo:
—Francesco, tu hermana está bajo tu responsabilidad. Ya sabes qué opinión me merece Dorsoduro, ese barrio no es para una dama como Costanza, por muy vestida de varón que esté.
—¡Madre! —conseguí exclamar lamentando lo que oía.
—Costanza, no olvides que sigues siendo una doncella. Ese lugar está prohibido y más durante el carnaval. Dice el padre Doménico que el mismísimo demonio marca los pasos de baile con su batuta de la gente que allí se acerca. Una cosa es pasar una noche despreocupada, y otra muy diferente, trabar amistad con Lucifer.
—No os preocupéis, madre. No saldremos de San Marco y San Polo. Podéis estar tranquila —exclamó mi hermano al ver que mi madre se disponía ya a reñirme por mi falta de educación al contestarle.
Íbamos a salir cuando mi padre consiguió que se desvaneciera el enfado que la decisión de mi madre hubiera podido provocar en mí, pues detuvo mis pasos y me entregó una bolsa llena de monedas. Acostumbrada a no llevar dinero, no supe cómo reaccionar, y fue él quien, apartando el tabarro, ató la bolsa al cordel que ataba mi cioppa:
—Si vas a ser un varón, has de poder pagar tu vino —me dijo—, así que vigila, pues en esa bolsa llevas cinco dineros y algunos gruesos. Fíjate en tus hermanos y no dejes que te roben.
Sonreí, y pensé que, aunque gracias a nuestro preceptor conocía el valor de las monedas de la ciudad, poco sabía yo del valor de las cosas, pero lo importante para mí no fue el dinero sino la confianza que mi padre depositó en mí.
Jamás olvidaré el año 1458. El año de mi último carnaval, el año en el que los hermanos Contanti desobedecimos a nuestros padres, el año en que descubrí la libertad y lo duro que era la vida de una mujer, pero también el año en que conocí a mi estimado Enrico Acade.
Cuando cruzamos el Puente de Rialto y nos encontrábamos ya lejos de casa pude comprobar que mis hermanos tampoco estaban muy contentos con la prohibición de nuestra madre, pues Francesco se paró en seco y le dijo a Flavio:
—¿Quieres dejar de arrastrar los pies? Madre ha dicho que no podemos ir a Dorsoduro y hemos de acatar sus órdenes, nos gusten o no. ¿Acaso quieres que algo malo le suceda a Costanza?
—¡Vamos, Francesco! También hay cortesanas en San Polo. Vayamos a donde vayamos, Costanza verá cosas que jamás habrá visto. ¿Hemos de perdernos la Brucia della Vecchia y el final del carnaval por ella? —exclamó alzando la voz mi hermano pequeño.
Francesco calló como si estuviera meditando acerca de las palabras de Flavio, cosa que aproveché para preguntar:
—¿Es verdad que el diablo mora en Dorsoduro?
—No, Costanza. Sólo que con las fiestas la gente se desmadra, hay cortesanas campando medio desnudas, hombres acechándolas, y la música y los bailes no son como tú los conoces —contestó Francesco.
—¿Sabéis que este va a ser mi último carnaval? Después del tiempo pascual, conoceré a mi futuro marido —exclamé yo arrastrando mis palabras.
—¿Te ha dicho eso madre? ¿Por eso te han dejado salir esta noche con nosotros? —preguntó Flavio.
—Sí —contesté lacónica.
Los minutos pasaron en silencio y entonces Flavio dijo:
—¡Lorenzo! ¿Cómo tú por aquí? ¿Es tu primer carnaval? ¡Qué bien! La Brucia della Vecchia es la mejor fiesta de todo el carnaval.
Me quedé mirándole como si se hubiera vuelto loco, pero al parecer era la única que no le entendía pues Francesco, siguiéndole la corriente exclamó:
—¡Hola, primo! Vamos a mostrarte el verdadero carnaval, pero cuidado, nadie debe saber quién eres y lo que en realidad eres. Imita nuestra forma de andar, beber, bailar, hablar y jugar, y nadie notará nada.
Empezamos a andar. Bueno, ellos empezaron a andar, pues yo me quedé plantificada en el puente sin saber de qué iba todo aquello hasta que Francesco, dándose cuenta de que no entendía nada, se acercó a mí, me cogió de la mano y al borde del Gran Canal me dijo:
—¡Mírate, Costanza! Con esa ropa y esa máscara puedes ser quien nosotros digamos. Eres un hombre, y esta noche serás nuestro primo, Lorenzo de Alario.
Miré mi reflejo en el agua, mientras mi hermano me alumbraba con el faro de cristal. No se veía gran cosa, pero sí pude distinguir la blanca larva que cubría mi rostro, escondiendo mi identidad.
—De acuerdo, hoy seré Lorenzo de Fortefortezza, sólo espero que el diablo no se me lleve esta noche —exclamé algo asustada pues era la primera vez que desobedecía a mis padres por voluntad propia.
—No te preocupes, primo. Tú mantente cerca de mí y no te asustes por nada de lo que veas. El desenfreno se apodera de Venecia durante el carnaval en Dorsoduro, pero nadie desea pasarlo en otro lugar —sentenció Francesco, que me sostuvo la mano con la suya enguantada mientras encaminábamos nuestros pasos hacia una aventura que para mí tenía connotaciones de las novelas épicas que tanto me gustaba leer a escondidas de mi madre.
Caminamos deprisa por la riva del ferro, la riva del carbón y la calle dei Frati, hasta llegar hasta un precioso palazzo blanco que disponía de seis columnas de estilo corintio en la fachada, y que al parecer era propiedad de la familia de uno de los grandes amigos de mi hermano mayor, Leonardo Loredan. Si bien le había visto en alguna ocasión cuando venía a buscar a Francesco a casa, él ni siquiera me miró hasta que mi hermano me presentó como su primo.
—¡Lorenzo! Bienvenido a Venecia. Si nunca has asistido al carnaval, es como si fueras una virgen, amigo mío, hoy te vamos a desflorar —dijo soltando una carcajada sin percatarse de que yo era una mujer, provocando una risa colectiva entre todos los asistentes.
—¡Despacio, despacio, Leonardo! Mi primo Lorenzo es un chico muy tímido y algo vergonzoso. ¿Sabes si llegamos a tiempo para la Brucia? —preguntó Francesco para cambiar de tema.
Una ronca voz sonó en las escaleras de piedra blanca del espectacular portego donde nos encontrábamos:
—¡Los Loredan jamás se pierden la llegada de la Vecchia! Nuestra galera nos está esperando. ¿Haces las presentaciones, Leonardo?
—A Francesco Contanti ya le conocéis, padre, es hijo de maese Alessandro, el joyero. Ellos son Flavio, su hijo pequeño, y su primo Lorenzo, de la casa de los Alario de Fortefortezza —dijo Leonardo haciendo las presentaciones formales.
—¿Lorenzo de Alario? ¿Cómo está tu padre Piero? Espero, muchacho, que su salud sea mejor que la última vez que nos vimos. Cuando vuelvas a la ciudad, dale recuerdos de parte de Gerolamo Loredan.
Me quedé callada, primero porque aquel hombre de cara estrecha y ojos pequeños y hundidos asía mi mano estrechándola con fuerza y no estaba acostumbrada, y segundo, porque no sabía que hacerme pasar por Lorenzo podía traerme complicaciones. Miré a mi hermano, quien gesticulando, me instaba a que dijera algo, y sin pensar en lo que decía, contesté imitando la voz de un varón:
—Don Gerolamo, presentaré vuestros respetos a mi padre. Sé que los aceptará de buen grado.
—Se nota la buena educación de los Alario. Ahora, muchachos, vamos a la fiesta —dijo aquel hombre y después instó a su criada a que avisase con urgencia a su esposa Donata.
Subimos en la magnífica galera de los Loredan que nos llevó al barrio de Dorsoduro, donde tuvimos el tiempo justo de llegar por el canal hasta el campo de San Trovasso, para ver las comparsas que acompañaban a la Vecchia, aunque aún faltaban muchas horas para su quema. Casi estuve a punto de esperar a que me dieran la mano para ayudarme a salir de la galera, pero un golpe en el hombro de mi hermano me ayudó a salir por mí misma. Fue entonces cuando me di cuenta de la ventaja de llevar unos zapatos atados a los tobillos y no los chapines sueltos que solía usar.
Por elegantes y nobles que fuesen las fiestas en la piazza San Marco, jamás podré olvidar lo que vi en el campo de San Trovasso: los músicos, armados con sus laúdes, tambores, cornamusas y chirimías, sacaban las más alegres notas, dándole un aire alegre a una fiesta que sin música no hubiera sido lo mismo. Los saltimbanquis daban saltos imposibles sobre sí mismos, apoyándose en una sola de sus manos, mientras alzaban su cuerpo como si el mundo estuviera del revés, e incluso, en ocasiones, mantenían el equilibrio con un solo pie sobre una finísima cuerda atada entre dos estacas. Los tragadores de fuego escupían enormes llamaradas que teníamos que evitar, y los adiestradores de animales hacían bailar cabras que se alzaban sobre sus patas traseras. En esos momentos me imaginé qué hubiera sido de mi madre de estar allí, y la vi con las manos en la cabeza santiguándose siete veces por ver al mismísimo Belcebú bailando al ritmo de esas horribles melodías que hacían brotar del interior de todo ser humano las ganas de disfrutar sin pensar en las consecuencias.
Aunque las fiestas de ese sestiere aún tenían mucho que enseñarme, todo me parecía increíble. Mis hermanos corrieron junto a sus amigos y yo les seguí como si fuera uno más de ellos.
Tomamos vino, comimos pasteles que sabían a carne, y rematamos las risas y las historias subidas de tono con pastelillos de canela y miel, y licores de hierbas que abrasaron mi garganta, poco acostumbrada a aquellos mejunjes que pronto se subieron a mi cabeza. La noche pasaba, y no tardé en dejar de mirar a las cortesanas que mostraban sus pechos al descubierto, ataviadas con simples vestidos interiores, si bien antes tuve tiempo de asombrarme de su escaso sentido del pudor, de la soltura de sus lenguas y de algo en lo que supongo ningún hombre se había fijado: las tristes miradas que asomaban en sus cuerpos bañados de alcohol cuando las invitaban o las rociaban con el vino que podía calentarlas. Al verlas, era como si se estuvieran divirtiendo tanto como nosotros, pero yo podía escuchar sus sollozos internos, sus anhelos hundidos en el fango de aquel horrible modo de vida, en un mundo donde eran difamadas y vapuleadas incluso por las mismas personas con las que compartían su sexualidad.
El maravilloso vino blanco de las uvas llamadas verduzzo que corría por mi garganta hizo que pronto dejara de pensar en estas mujeres para convertir aquel universo de música y colores en algo jamás vivido por mí. Por consejo de mi hermano, no bebía un solo vaso de aquel maravilloso líquido sin comer algo, y supongo que eso evitó que me emborrachara, aunque sí provocó que me comportara como jamás lo hubiera hecho, riendo con la boca abierta aun cuando esta no se viera bajo la máscara; piropeando a las mujeres, como si en verdad fuera yo un varón; bailando con los amigos de mis hermanos, sin tener que guardar la separación entre nosotros; saltando por sobre las cajas del puerto, en una carrera donde aposté dos gruesos y gané cuatro, y un sinfín de cosas más, que en la mente de mi madre procederían directamente de manos del diablo.
¡Cómo me divertí aquella noche y qué poco me acordé de Enrico! Al menos hasta que el olor a menta, cuando pasé por el bajo portal de una casa que daba al canal, me sobresaltó y me obligó a quedarme quieta hasta que mis hermanos y sus amigos desaparecieron de mi vista. Pensé, medio embriagada, aunque aún en mis cabales, que el olor podía venir de las mercancías agolpadas al borde del canal y que era imposible que él estuviera allí pues debía de estar camino a Nápoles. Pese a todo, cometí la locura de separarme del gentío y al acercarme al canal pude ver por primera vez aquello con lo que mi madre me asustaba para que nunca se me ocurriera salir sola de casa. Una cuadrilla de virilidad, formada por cuatro muchachos, forzaba a una desdichada sobre los paquetes amontonados del oscuro porche de agua en el que me encontré sin darme cuenta. Y sin temer lo que pudiera pasarme si me acercaba a ellos, lo hice para ver algo que jamás pude olvidar. La muchacha se hallaba sobre un fardo envuelto, acostada sobre su pecho. Sus vestidos levantados sobre la cintura descubrían su blanco trasero, que aceptaba sin quererlo las fuertes embestidas de un muchacho apenas mayor que Flavio, pero que era lo suficientemente alto como para poder asirse a su cuerpo, al que se agarraba con fuerza, clavando sus uñas en las carnosas caderas de la desgraciada. Ella intentaba gritar, pero un pañuelo sujeto por la mano de uno de los amigos del joven que se estrenaba lo evitaba. Un farol alumbraba su cara lo suficiente para que pudiera ver cómo las lágrimas surcaban sus mejillas.
Desconocía lo que le estaban haciendo, pero sabía que si bien para ella no era placentero, para el muchacho que seguía embistiendo lo estaba siendo mucho, así como para los compañeros de su cuadrilla. En un momento dado el chiquillo se derrumbó, algo había pasado, como si hubiera terminado de hacer lo que estuviera haciendo. Para desgracia de la muchacha, otro de ellos la giró haciendo que se apoyara sobre su espalda y, apartando sus vestidos de nuevo, alojó su miembro en lo que yo creía era sagrado e intocable, haciendo que ella profiriera un gemido que incluso con la boca tapada todos pudimos escuchar. El muchacho, bastante mayor que el primero, le gritó:
—¡Disfruta, furcia! ¡Bernardino, aprende cómo se hace!
La pobre doncella arqueó su cuerpo en una contracción involuntaria que por algún motivo les encantó a todos, pues comenzaron a jalear al muchacho, que al parecer tenía mucha práctica. Yo tenía diez años, no podía saber nada de sexo, ni siquiera conocer esa palabra. Pero no sé si fue por el alcohol en mis venas, que me pareció ver un cambio de actitud en la muchacha. Ya no gritaba, sino que gemía profundamente, tanto, que incluso le quitaron la mordaza para que se escucharan los gemidos. Y… ¡que Dios me perdone!, pero sin haber sentido jamás deseo sexual, pues mi cuerpo aún no estaba preparado para ello, aquellos quejidos, los gritos de los amigos, y sobre todo la cara del muchacho que ahora embestía a la mujer, hicieron que sintiera el placer de aquel muchacho como mío, notando un cosquilleo en mi vagina que jamás antes había notado. También este joven se derrumbó tras un rato más largo que el primero.
Sin ser consciente de ello y por la escasez de la luz, me había acercado demasiado al grupo que seguía manoseando a la muchacha como si de un vulgar trozo de carne se tratara. El más mayor se fijó en mí y me gritó:
—¡Eh! ¿Qué haces aquí? ¡Búscate a otra fulana para mostrar lo valiente que eres! ¡Esta es nuestra! ¡Lárgate de aquí si no quieres que te lance al canal!
Y yo eché a correr como alma en pena y me escondí en el primer callejón que encontré, demasiado cerca de donde aún ellos disfrutaban de la pobre chica que ahora ya no gritaba ni lloraba. De nuevo me llegó el olor a menta; pensé que era una jugarreta de mi imaginación, pues era como si ese aroma me persiguiera. De pronto escuché un ruido de algo que caía al agua, y el grupo de muchachos salió corriendo del porche entre gritos y risas. Al salir de nuevo a la plaza escuché un chapoteo en el canal, y por fin me encontré con Francesco y Flavio, quienes ni siquiera habían advertido mi ausencia. Les exigí un faro para poder alumbrarme y mientras les arrastraba al porche, les conté lo que había visto, diciéndoles que habían tirado a la muchacha al agua. Todos usaron sus faros para alumbrar el canal, pero sólo encontraron un pañuelo flotando, el mismo con el que le habían tapado la boca.
Y nadie hizo nada. Ningún caballero se tiró al canal para buscar a la desdichada, ninguno de ellos parecía preocupado por el destino de aquella joven forzada, e incluso uno de los amigos de mi hermano se atrevió a decir:
—Bueno, muchachos, el cuerpo de esa pobre desdichada ya estará llegando a la Spinalonga, creo que podemos continuar con la fiesta.
Y si asombrosa fue su conclusión, más increíble fue la reacción de todos, incluso de mis hermanos, que volvieron a la plaza sin importarles en absoluto la vida de esa chiquilla. Yo me quedé allí, contemplando a la luz del farol que llevaba en la mano la oscura agua del canal, mientras un torrente de lágrimas surcaba mis mejillas. Fue entonces cuando Francesco vino a buscarme.
—Vamos, niña —me dijo—. No puedes hacer nada por ella. Esa desdichada ya estará muerta, el agua está muy fría hoy. —Pero, es que tú no sabes lo que le han hecho.
—Sí lo sé, Costanza. Soy un hombre de catorce años. Conozco lo que ocurre en esas cuadrillas de virilidad —dijo quitándose su larva y haciendo lo mismo con la mía.
—¿Tú también has hecho eso, Francesco?
—No. Padre me llevó a un burdel, pero conozco a gente a la que sí le gusta hacer prevalecer su derecho —contestó.
—¿Derecho? ¿A qué? ¿A maltratar a una dama? ¿A mancillar su honor degradándola por la fuerza? —pregunté algo alterada.
—Costanza, esas chicas ni son damas ni tienen honor. No te digo que nadie tenga derecho a mancillarlas de esa manera, pero hay gente que así lo cree, y la ley les da la razón. Son mujeres sin amo, amantes de sacerdotes o criadas amancebadas de su señor. No son damas, son mujeres de la calle. Pequeña, el mundo no es como en los romances y en los cantares. El mundo real es a veces muy cruel.
Parecía tan sincero… Yo estaba tan triste que le creí, e incluso llegué a pensar, como la mayoría de la gente de la época, que esas pobres desdichadas sólo servían para que un grupo de bastardos con ansia de demostrar su virilidad profanasen su cuerpo cuando otros lo habían hecho ya.
—¿Por qué la han tirado al canal? ¿No tenían bastante con abusar de ella? ¿Por qué matarla? —pregunté sin entenderlo.
—Costanza, hay gente mala en el mundo, por eso madre no quería que conocieras este lugar, para que no supieras qué es la maldad —dijo mi hermano.
—Entonces ¿esa gente estaba endemoniada? —seguí preguntando.
—Niña. ¿Aún crees que el diablo tiene cola? ¿De veras piensas que es el carnero con cuernos y pelo que te cuenta madre? Cuando ella dice que el diablo vive entre nosotros, se refiere a los actos malignos que cometen los hombres, no es que Belcebú vaya a aparecerse ante ti. No es que estuvieran endemoniados, es que ellos eran el mal —exclamó Francesco.
Me quedé callada, intentando asimilar todo cuanto mi hermano me estaba contando. Descubrir la verdad de según qué cosas hizo que abriera los ojos y que me diera cuenta de que lo que me habían contado de la vida no era del todo real.
—Entonces… ¿el mal puede estar en cualquier lugar? ¿Incluso en nuestro propio barrio? —pregunté de nuevo.
—¡Claro! El mal se abre camino en tu alma sigilosamente, Costanza. Poco a poco, como si de una serpiente se tratara, se va apoderando sibilinamente de tus pensamientos y de tus acciones. Pero no te preocupes. Tú eres una dama y no volverás a ver estos actos jamás. Tu mundo siempre estará rodeado de almohadones de plumas. Primero las de padre y luego las de tu esposo. No has de preocuparte por nada. Ahora, vamos, están a punto de quemar a la vieja —dijo al tiempo que me ponía la máscara de nuevo y me arrastraba hasta la plaza.
Aún seguía yo pensando en las palabras de mi hermano, cuando nos acercamos a la gran pira de fuego que los vecinos habían construido en el centro del recinto con muebles y enseres viejos. El calor de las llamas atenuó el frío que ya calaba en mis huesos, y la música de los tambores, junto a un vaso de vino que mi hermano me ofreció, templó mis nervios. El recuerdo de aquella muchacha que había desaparecido en el canal se fue diluyendo con el vino que recorrió mi garganta; sin embargo, volvió cuando colgaron el muñeco de paja con aspecto de vieja sobre las llamas y empezó a arder. Eso era lo que les ocurría a las herejes en otras partes del mundo.
En Venecia, si eras condenado por herejía, te hundían en el canal hasta que terminabas ahogándote. ¿Eso fue lo que aquellos muchachos pensaron de la pobre desgraciada? ¿Que era una vulgar hereje? ¿Que tenían el derecho de matarla ahogándola en el canal?
Pese al intenso olor a madera quemada, aspiré de nuevo el aroma mentolado que tanto me recordaba a Enrico. De pronto, a mi lado apareció un joven alto y espigado, que en lugar del tabarro típico para esas fiestas vestía un jubón verde ricamente decorado. Quise fijarme en él, pero la máscara le cubría el rostro, aunque por un momento me pareció ver, a la luz de su farol, que tenía el pelo mojado y que unas gotas de agua corrían por su largo cuello. El muchacho me miró a través de la larva, y un escalofrío recorrió mi cuerpo al reconocer su ronca voz, cuando, ofreciéndome un vaso de vino, me dijo:
—El fuego quema todas las penas, pero recuerda que «il n’est rose sans espine».