Un poco sobre mí

Durante mi larga vida son miles las preguntas que me han realizado mis discípulas. Me gusta llamarlas así, ya que espero que hayan aprendido todo lo que les he querido enseñar. Quiero creer que ellas se encargarán de transmitir por este ancho mundo, que cada vez lo es más, aquello que toda mujer, sea de la condición que sea, debería saber. En estos últimos años de mi vida, allí por donde he pasado, se repite siempre una misma pregunta:

—Madame Constans, ¿qué es lo que recuerda de la antigua Venecia?

Nadie se cansa de escuchar la respuesta, aunque siempre sea la misma:

—Sus sonidos, su olor, mi querido Puente de Rialto, situado delante del que durante muchos años fue mi hogar, mi prisión, mi celda de oro. Si algo puedo recordar de mi antiguo sestiere es el ruido bullicioso que llegaba a la tienda de mi padre. Las voces de los mercaderes ofreciendo sus mercancías, y las verduleras llamando a los posibles compradores. El ruido de los chapines de las damas, con sus tacones altos para evitar el agua, repiqueteando en los adoquines, mientras mantenían un perfecto equilibrio, apoyándose en sus esposos o criadas. El profundo aroma del agua del Gran Canal que, unido a la vieja madera del puente, llegaba en suaves oleadas, mientras recogía los diferentes perfumes con los que los nobles se bañaban. La fragancia de las viejas barricas de vino de la tienda vecina, el mismo vino que acompañaba nuestras comidas y que sabía mejor que olía.

¡Jamás podré olvidar el perfume de Venecia! Mis viejas rivas y fondamentas de Rialto. Sé que jamás volverán a ser como las rememoro en mis recuerdos infantiles. Ya nada es igual.

¡Cómo ha cambiado Venecia durante estos años! Recuerdo mi infancia, cuando la vida parecía fácil, pues no tenía más obligación que obedecer los deseos de mi señor, quien, de vez en cuando, me recompensaba mesándome los cabellos, o, incluso, muy pocas veces, con un guiño que nos convertía en cómplices, ante la terquedad y dureza de la férrea educación de mi madre.

Mi progenitora se llamaba Giulia, y sólo cuando tuve a mis propios hijos comprendí que, a pesar de todo, fue una buena madre. Mi padre la llamaba Giulietta. Ese era su nombre, y sé que le gustaba, ya que era una de las pocas decisiones de mi abuelo con la que siempre estuvo de acuerdo, aunque jamás dijera nada sobre las demás. Como buena hija aceptó sin rechistar los mandatos de su señor, aunque con los años pude entender aquel eterno rencor que siempre le guardó a causa del matrimonio que en su día le concertó. Nunca dijo nada, pero siempre sintió envidia de su hermana Lucrezia, pues ella fue quien se casó con Piero, sellando así la alianza eterna entre los Marconato y los Alario. Ahora sé que mi madre se preguntaba por qué no la casaron con Giovanni, el hermano de Piero, o incluso con Francesco, uno de sus primos. Ella sabía que su destino era otro, y al sellar su padre la vía política con el matrimonio de Lucrezia, era deber de mi madre sellar la vía económica casándose con el hijo de uno de sus socios, un rico comerciante y maestro joyero, al que llamaban Alessandro Filippo Contanti.

No era aquel un mal matrimonio. Los Contanti pertenecían a una vieja familia veneciana que, con la liberación de Constantinopla, había sido rescatada en 1229 de las garras turcas. Al llegar a Venecia, pronto crecieron económicamente como artesanos joyeros hasta tal punto que doscientos años más tarde su taller y hogar se encontraban en un lugar privilegiado delante del puente de Rialto, con vistas al Gran Canal, donde sólo los nobles y ricos tenían su palazzo.

A pesar de sufrir el carácter agrio de mi madre jamás llegué a saber sus más íntimos pensamientos, ya que nunca osé preguntar; no obstante, cuando ella creía estar sola la había descubierto a veces maldiciendo su suerte por no haber nacido antes que su hermana. Por muy rico que fuera su esposo, seguía siendo un simple maestro artesano, y ella la esposa de un simple mercader.

Con el tiempo aprendí que era un derecho de los varones que las mujeres pudiéramos ser usadas como moneda de cambio para conseguir alianzas, fortunas, títulos e incluso tierras. En este mercadeo de mujeres mi tía Lucrezia se llevó la mejor parte, pues la casaron con Piero de Alario, el hijo del gobernador de Fortefortezza.

Mi tío Piero no era un hombre fuerte, como los caballeros que guerreaban para los múltiples señores feudales que aún existían en otros territorios; era un hombre de ciudad, ilustrado y de porte fino. De cabello castaño y corte monacal, nariz recta, labios casi inexistentes y ojos color caramelo. Las crónicas de la época le llamaban «El débil», por sus numerosos achaques de salud. Aun así, disponía de una maravillosa cualidad que, con los años, aprendí que muy pocos hombres llegaban a tener: un gusto exquisito por todo aquello que consiguiera plasmar, ya fuera sobre tabla, roca o mediante notas musicales, la belleza del arte. Había heredado aquel don de su padre, mi tío abuelo Cosimo de Alario, y para mi fortuna, lo dejó en herencia a su hijo Lorenzo.

Desearía contaros todo lo que mi vieja mente recuerda sobre el gran Lorenzo, pero temo que si empiezo a evocar lo que aprendí y viví con mi primo, olvidaré hechos imprescindibles de mi infancia que debéis conocer, pues son parte de mi vida y, en consecuencia, responsables de haberme convertido en quien soy. Así que permitidme que siga con mi historia donde la dejé.

Nacida la tercera de cuatro hijos, sé que fui amada a pesar de ser mujer. Mi padre disponía ya de dos varones sanos y fuertes, que iban a continuar con el negocio y el orgullo del apellido. Mi hermano mayor se haría cargo del taller, y mi hermano mediano se convertiría en soldado para llegar a ser condottiero, o en sacerdote para acercarse a los puestos episcopales.

Maese Contanti, como era conocido en Venecia mi progenitor, era un rico comerciante que aspiraba ennoblecerse si concertaba un buen matrimonio para su hija, aun a pesar de la cuantiosa dote que debería donar a mi esposo para contribuir a mi manutención y a las cargas matrimoniales. Los beneficios serían muy superiores a los gastos, pues unir el apellido Contanti a la nobleza significaría para mi padre contactos importantes con las familias más ricas, los altos cargos del ejército, y con algo de suerte, con los círculos próximos a los príncipes de la Iglesia, quienes tenían fama de realizar grandes dispendios en joyas.

Un tercer hijo varón no hubiera alegrado tanto a mi padre como mi nacimiento, ya que de inmediato comenzó la búsqueda de un buen matrimonio afín a los negocios familiares, que concluyó desposándome legalmente a los diez años con el gran señor de Fondasini, que iba a convertirme en una dama de la nobleza.

Para que pudiera estar a la altura de un matrimonio noble, mi padre invirtió desde mi más tierna infancia en mi educación, permitiendo que el preceptor de mis hermanos se ocupara también de que mis conocimientos fueran suficientes para poder mantener una conversación con las damas de las casas más ricas. Así pues, a las labores de hilar, tejer, coser y bordar, se añadieron clases de canto, clavicordio, vida religiosa, retórica, latín, griego y literatura, y conceptos básicos de álgebra y geografía.

La religión católica dominaba nuestras vidas y las de los venecianos que pretendieran tener un buen nombre dentro de la sociedad. Como era natural, siendo yo mujer, desconocía totalmente qué significaba la política y el poder, pero mi insaciable curiosidad por aprender, gran defecto en una mujer de aquellos tiempos, me llevó a espiar en no pocas ocasiones las conversaciones que los hombres mantenían sobre el gobierno veneciano. Sabía que existía la Signoria, formada por la nobleza de la ciudad, así como la Quarantía, tres jueces con el cometido de juzgar y condenar a los criminales, y el Senado, compuesto de sesenta personas elegidas de entre las familias que formaban parte del Libro de Oro de Venecia, entre las cuales se contaba la mía. Si bien escuché en alguna ocasión nombrar al Consejo de los Diez, no supe hasta mucho tiempo después que el pueblo les consideraba una policía secreta… como no sabía tampoco que se les temía más que se les respetaba.

En una república tan cercana a los Estados Pontificios era imposible que la religión no interfiriera en nuestras vidas, sobre todo porque estas estaban regidas por los toques de las cinco campanas del campanile de la basílica de San Marcos; ellas nos indicaban cuándo debíamos despertarnos, cuándo comenzar a trabajar y cuándo terminar.

Al ser mujer de casa rica, pocas veces me levantaba antes de las ocho de la mañana en verano, y de las diez en invierno. En cambio, Ruth, nuestra criada, se despertaba con los primeros rayos del sol, para que cuando la Marangona del campanile de la piazza diera el toque de laudes, mi padre encontrara su escudilla de cereales y su vaso de vino preparados en la mesa.

Si las jornadas de los venecianos eran completamente monótonas, la mía, aunque más relajada, también lo era. Me levantaba con el toque de tercia, me aseaba con el agua de la jofaina de cerámica que mi padre compró a un mercader de Faenza, en Ravenna, y que estaba decorada con suaves pinceladas azules que dibujaban flores jamás vistas por mis ojos; tan reales que podía incluso imaginar su profundo aroma.

Tras rezar mis oraciones y encomendar mi vida a Dios, me reunía con mi madre y hermanos para tomar el espeso puré de cereales que Ruth preparaba. Recuerdo su sabor seco, su textura grumosa y que sólo conseguía tragarlo gracias al fragolino caliente, que no era sino un vino dulce, mezclado con canela de Ceilán y azúcar de Sicilia.

En algunas ocasiones, sólo cuando Ruth disponía de tiempo, pues había mucho trabajo que hacer en casa, el puré de cereales era sustituido por un delicioso pastel de frutas, que era una de sus especialidades.

Tras la primera comida del día, llegaba la hora de nuestro preceptor, el maestro Castriotto. Recuerdo aburrirme mucho en sus clases, ya que, aunque jamás osé decirlo en voz alta, yo era mucho más inteligente que los varones de mi casa, siempre entendía a la primera lo que nos explicaba, y tenía que esperar a que mis hermanos lo comprendieran para continuar avanzando. Tras tres o cuatro horas de estudio, según la estación del año en la que nos encontráramos, mi hermano mayor Francesco iba al taller a aprender su oficio, mientras Flavio, mi hermano mediano y yo, continuábamos con nuestras clases de canto y música hasta la hora del ágape principal.

Cuando se escuchaba el toque de nona llegaban las labores que toda mujer debía aprender, aunque a veces mi madre me permitía que le leyera, mientras ella hilaba y tejía.

Durante mi infancia, una de las leyendas que gozaba de una mayor aceptación en Venecia fue la de la doncella y el unicornio. Sé que era la preferida de mi madre, ya que no se cansaba de escucharla, si bien solía inclinarse por la lectura de su viejo devocionario.

Cuando el campanile daba las nueve, todos sabían que debían retirarse a sus hogares, aunque, como decía mi madre, eran muchos los hombres que se quedaban rezongando por los numerosos mesones de la ciudad hasta su hora de cierre, tres horas más tarde.

Como buen ciudadano también mi padre cerraba su tienda a las nueve. Cuando subía, la mesa estaba ya preparada, para que cuando tomara asiento pudiéramos comer la sopa con sabor a carne, donde en alguna que otra ocasión flotaban un par de huevos que mi padre repartía entre toda la familia, una vez él se había servido una de las mitades.

Al cumplir quince años, mis estudios quedaron relegados a un segundo plano, pues mi padre decidió que debía despachar en su comercio; una decisión tomada debido a los acontecimientos que más adelante os detallaré. Para mí, ayudar a mi padre en la tienda habilitada en la planta baja del edificio, al lado de su taller, se convirtió en una vía de escape diaria. Me gustaba mirar la calle y deleitarme con el trajín diario de la gente, el ir y venir de los recaderos, y los paseos a media tarde de las grandes damas, quienes reposaban gentilmente su brazo en el de su esposo, normalmente mucho mayor que ellas, tal como dictaban las normas de la sociedad.

Pese a las reticencias de mi madre, que pensaba que una doncella virtuosa debía evitar puertas y ventanas dado que su hermosura podía llamar a la lujuria, seguí ejerciendo como ayudante en la joyería hasta que tuve edad suficiente para contraer matrimonio; al final, mi señora, que siempre veía una oportunidad aun en las situaciones más críticas, comprendió que trabajar en un lugar asiduamente visitado por las mejores familias y las figuras más notables de la ciudad me ayudaría a hacer buenos contactos para nuestra familia.

Poder ayudar en la tienda de mi padre fue algo que jamás le agradecí lo suficiente, pues de ese modo pude conocer a Enrico, aunque antes de hablar sobre él, o sobre mi esposo, debo explicaros miles de cosas.

Quisiera proseguir contándoos cómo eran mis hermanos. Francesco era el mayor, nos separaban cuatro años y era alto y espigado. De pelo oscuro y liso como mi padre, llevaba el mismo peinado que él, justo por debajo de las orejas. Sus rostros eran idénticos y a veces la gente los confundía en la iglesia. Su faz era estrecha, de pómulos altos, barbilla prominente y nariz recta, aunque sus ojos pequeños, algo rasgados y oscuros, se parecían más a los de mi madre. Su piel era más clara que morena, debido a que siempre cubría su testa con el típico casquete cilíndrico que todos llevaban en la ciudad. Sus manos eran rudas, y en sus palmas asomaban algunos callos causados por las horas que pasaba en el taller.

A pesar de ser la hermana pequeña, conocía muy bien a mi querido hermano, y sé que él, de haber podido, no hubiera elegido la joyería. Francesco era un lector voraz de leyendas, historias de viajes, epopeyas de insignes navegantes, y soñaba con embarcarse en una de esas galeras venecianas que dominaban los mares, para poder ver el mundo que los escasos mapas que llegaban a nuestras manos nos mostraban. Era un soñador y hubiera sido un gran mercader por su magnífica labia, y mejor navegante todavía, pues de todos los hermanos era él quien se sabía de memoria los mapas geográficos que nuestro maestro nos enseñaba, y el único que siempre se preguntaba qué había allende las fronteras. Pero su sino como hijo mayor y heredero era seguir los pasos de mi padre y, aunque tenía buena mano para la fabricación de joyas y un gusto exquisito, yo sé, aunque él nunca dijera nada, que no era lo que él quería ser.

Mi hermano mediano, Flavio, me llevaba dos años. Era un muchacho introvertido, tímido e incluso algo endeble. Tenía las manos finas y los dedos largos, y adoraba tocar el laúd, estudiar música y todo lo que estuviera relacionado con el arte. Sé que a escondidas Francesco enseñaba a Flavio el oficio de joyero, aunque él se inclinaba más por dibujar diseños imposibles, que jamás mostraba a nuestro padre por miedo a llevarle la contraria, y sé que muchas de las joyas creadas por mi hermano mayor habían sido diseñadas por el pequeño y enclenque Flavio. Su rostro era algo más dulce incluso que el de mi hermano mayor, y la sonrisa de sus finos labios, que jamás perdía, le convertía en un muchacho encantador.

Siendo yo una chica curiosa, había escuchado en conversaciones de mis padres que el destino de mi hermano mediano se encontraba entre el ministerio sacerdotal y ser armado caballero al servicio de algún señor feudal, aunque, sinceramente, me costaba imaginar a Flavio guerreando para los señores terratenientes ¿Cómo iba a imaginármelo si apenas era algo más alto que yo? Sus brazos, delgados y pequeños, nunca tendrían la fuerza suficiente para sujetar un arma en condiciones, y por ello rezaba cada día para que llegara una buena oportunidad que le abriera las puertas de alguna orden cercana a Venecia.

Al ser esta la crónica de mi vida, es probable que os preguntéis cómo era mi aspecto. A pesar de que espero que hayan sobrevivido los retratos que diversos artistas de la época me pintaron, debo decir que siempre fui algo más alta que las otras muchachas de Venecia, y que durante mi infancia y juventud estuve demasiado delgada, de manera que las visitas del doctor a casa fueron asiduas. Me prescribía potingues que sabían a rayos, pero que mi progenitora me obligaba a tomar después de examinar el color de mi lengua.

Si mis hermanos se parecían a mi padre, yo era la viva imagen de mi madre. Tenía su talle, su finura, su blanca tez y su piel sin mácula. Mi rostro era algo más relleno que el de mis hermanos y mi barbilla no era tan prominente como la suya.

Si bien mi nariz recta y los pómulos altos eran herencia de mi padre, los labios carnosos, los ojos grandes y expresivos, la frente alta y despejada, y las cejas finas, eran sin duda un legado de mi madre, a pesar de ser yo la única que había heredado el maravilloso color verduzco de los ojos de mi progenitor. Aunque hasta bien entrado el año 1463 no descubrí su verdadero color.

Tal como siempre decía mi madre al peinarme por la noche, mi pelo dorado y ondulado era idéntico al suyo, aunque jamás la vi a ella con el cabello suelto, pues siempre se lo cubría, como dama esposada que era, con una toquilla de fina gasa blanca. Al ser yo una niña me estaba permitido llevarlo descubierto, aunque mi madre, por decoro, siempre me lo recogía en varias trenzas que ataba con lazos de seda; y como lo tenía tan largo, pues jamás me lo había cortado, lo enrollaba alrededor de mi cabeza con un alto moño que aún me hacía parecer más esbelta.

De los hermanos y hermanas que me siguieron sólo recuerdo el nombre pues ninguno de ellos vivió más que unas pocas semanas, aunque mi madre siempre tenía una oración para Violante, Gaspara, Giovanni y Vittoria, que fueron bautizados por ella misma justo después de nacer.

En el año del Señor de 1454 llegó Ginevra, mi última hermana. Yo era muy pequeña, pero recuerdo que me sorprendió cuán rechoncha era. Sé que recé por ella cada noche pidiendo a Dios que no se la llevara, pues quería alguien con quien poder jugar; sin embargo, nadie le daba mucha esperanza de vida, pues se pasaba las noches llorando hasta que por la mañana se la llevaba a su casa Renata, la mujer del panadero Gavino da Fiesole, que siempre había sido nuestra nodriza y que nos había amamantado a todos hasta los tres años de edad.

Por aquella época contaba sólo seis años, pero me disgustaba sobremanera que mi madre dejara a mi hermana en su capazo junto a la escalera, pues su llanto ascendía hasta mi cuarto y no me dejaba dormir. Ella decía que la niña lloraba porque sabía que la muerte la acechaba, aunque una noche comprobé que no era así: al acunarla en mi pecho, mientras le cantaba un cantar de gesta y la cubría con la colcha de mi cama, dejó de llorar. Ginevra permanecía en silencio cuando dormía conmigo y quise creer que así la mantenía alejada de la parca.

Mi madre podía estar orgullosa de que le hubieran sobrevivido cuatro hijos de ocho embarazos. Los Contanti eran longevos, de salud robusta, y encontrar esposa para mis hermanos no iba a ser difícil. Cuatro vástagos era una buena cifra, pues de haber sobrevivido todos ellos mi padre se hubiera arruinado.

No sé si nuestro padre, Alessandro Filippo Contanti, sabía qué era el amor, pero procuró darnos todo lo necesario para convertirnos en adultos, e intentó con nuestros matrimonios dar a los Contanti la oportunidad de tener un lugar en la historia. Estoy segura de que no nos amó por igual, pues no todos teníamos el mismo valor, si bien recuerdo mis tardes infantiles, llenas de cantares y oraciones; los atardeceres tranquilos, sin lloros ni gritos; la maravillosa educación gracias a la cual supe que había muchas cosas que descubrir tras mi querida ciudad de Venecia; y los valores que a su manera imprimió en nuestras mentes y en nuestros corazones, y que intentamos transmitir a los que comparten nuestra sangre.

¡Qué poco duraba la infancia en aquella época, pues todos los sabios decían que los niños tan sólo éramos adultos en pequeño!

Casaban a las mujeres entre los doce y quince años, aunque eran desposadas mucho antes, y obligaban a los hombres a elegir una profesión que jamás iban a abandonar. Al menos, eso era lo que esperaba cualquier padre de familia para poder vivir en paz y tranquilidad.

No sé cuántos años habrán pasado cuando se descubran estas memorias, y desconozco si la vida habrá cambiado con el paso del tiempo, o si la persona que lea mis palabras estará pensando cuán equivocada he estado durante toda mi vida. Realmente quiero creer que el mundo será diferente, pues por lo que han visto mis ojos, ahora que mi vida llega a su fin, aún se siguen descubriendo nuevas tierras y objetos curiosos que facilitarán el día a día de los que seguirán en este mundo cuando yo ya no esté. Puede incluso que la sociedad se haya transformado hasta tal punto que las personas hayan aprendido a discernir entre niños y adultos. Nada me haría más feliz. Mas, para entrar en estas crónicas, se ha de comprender que la vida no estaba hecha para los niños, y que en esa época, o crecías rápidamente o sucumbías en el intento.