Medio día no fue suficiente. Se necesitaron tres, enteros. Al final, no había nadie que no pareciera una estatua de barro. Tuvieron que esculpir su camino primero en la tierra y luego en la roca, usando piedras puntiagudas a falta de picos.
Sus brazos estaban tan cansados que les parecía increíble que pudieran dejar de estarlo.
Fue un descenso lento, fatigoso y magnífico. El mar se abría frente a ellos, la cascada rugía a su lado, en una miríada de gotas iridiscentes. El aire tenía el perfume de la sal, que se unía al del mirto y al del hinojo silvestre que crecía obstinadamente entre las fisuras de rocas inhóspitas golpeadas por el viento, junto a diminutas orquídeas salvajes. Poco a poco, mientras descendían, se hizo visible el laguito de agua dulce que la cascada formaba abajo, entre los pinos marítimos, antes de la larguísima playa blanca que bordeaba la bahía bajo ellos. Por un lado, la bahía continuaba en una costa plana, y por el otro estaba protegida y cerrada por un promontorio áspero y verdísimo sobre el cual brillaban lucecitas en las noches, ¡eran las nuevas casas de Arstrid!
Yorsh no tenía ni más fuerzas ni ideas para contar cuentos, pero los vagabundos sacaron sus instrumentos, y su música les dio a los que trabajaban fuerzas para continuar. Apretaron los dientes y no desistieron. Hora tras hora, palmo a palmo, cavaron su camino.
Mientras cavaban su camino, vieron pedazos de cuerda quemada que colgaban de las rocas y de las ramas más bajas de los castaños que se extendían hacia el horizonte.
Los habitantes de Arstrid debieron haber descendido con un sistema de escaleras de cuerda que luego, una vez a salvo, habían quemado.
Yorsh se dio cuenta de que la lluvia y la intemperie rápidamente harían invisible, y sobre todo intransitable, el camino que estaban dejando a sus espaldas.
Su herida estaba cerrada, pero aún no había cicatrizado, de modo que él no formaba parte de la cuadrilla que estaba abriendo el camino pegado contra el flanco de la montaña. Se quedó arriba, con las mujeres más viejas, los niños más pequeños y aquellos que descansaban después de haber trabajado. Cuando los Labradores Corteses encontraron una roca tan tan dura que era indestructible e infranqueable, mandaron a Cala para que llamara a Yorsh, Éste llegó y trató de pensar en algo. Se acordó de un libro de mecánica donde había estudiado las palancas, pero no había nada en qué apoyarse para hacer fuerza y mover la roca. Quizá con cuñas podría tratar de partirla en dos, pero no había ninguna fisura por donde meter las cuñas, y no había nada que pudiera servir de cuña. Se elevó un viento leve que trajo el grito de las gaviotas más claramente. Exasperado por su impotencia, Yorsh desenvainó su espada y la dejó caer con todas sus fuerzas sobre el granito, que se hizo añicos con el golpe de la hoja. La hoja quedó intacta y su brillo aumentó, como si el golpe la hubiera reforzado más. La sonrisa serena de Robi se hizo cada vez más grande y una ovación estalló alrededor.
El descenso también fue lento, un paso cada vez, cogidos todos de la mano como una única y larguísima serpiente, para estar seguros de que nadie se cayera.
Cuando llegaron abajo, la tensión y el cansancio eran tales que permanecieron en silencio durante un largo rato, mirando las olas y el movimiento suave con el que venían a morir a la orilla. Alguien se arrodilló y besó la arena. Muchos fueron a tocar el mar.
Yorsh había sentido el sabor del mar por primera vez mientras volaba en la espalda de Erbrow.
Entonces había pensado que tocar el mar divide la vida en un antes y un después, porque después nada vuelve a ser igual que antes. El silencio continuó, interrumpido solamente por las olas y por un grupo de gaviotas que volaban sobre la orilla.
Los primeros en moverse fueron los niños. Salieron en estampida por la playa, maravillados por el movimiento de las olas. Yorsh, que había leído cinco tratados sobre conchas, les enseñó a encontrar debajo de la arena las comestibles, y así comenzó una recolecta alegre y ruidosa.
También Robi se había acuclillado en la orilla, con las manos sumergidas en la arena húmeda y fina que rápidamente se resbalaba, de tal modo que las conchas lisas y alargadas de los grandes bivalvos rosados se le quedaban entre los dedos.
—Mi padre decía que lo que hay dentro de las conchas es sabroso para comer aunque piensa y a lo mejor entiende de poesía —le dijo riendo con sus grandes ojos, brillantes como estrellas. Yorsh se dijo que tarde o temprano tendría que contarle dónde y cómo se había acuñado la broma.
El campamento se hizo en el pinar cerca del laguito debajo de la cascada. Era un buen lugar y había agua en abundancia. El sonido de la cascada se confunda con el de las olas y parecía que alguien cantara una canción de cuna.
Había una pared vertical de roca blanca que delimitaba un claro.
Yorsh tomó la espada y escribió «Erbrow» en la pared, primero en caracteres élficos y luego en los corrientes.
Un corrillo de personas lo miró fascinado. Algunos se aproximaron lo suficiente para tocar las letras con sus dedos. Preguntaron qué querían decir y Yorsh se lo explicó.
—Bueno —dijo el leñador, antes trabajador de troncos del condado de Daligar—. Era el nombre del dragón, ¿verdad? Ése será el nombre de nuestro pueblo. Lo llamaremos Erbrow.
Hubo un coro de humilde aprobación.
Uno de los «trabajadores de la tierra del condado de Daligar» dijo entonces:
—Escribe también: «Lo que produce la tierra es de quien la trabaja y nadie puede quitárselo».
Yorsh lo escribió en caracteres cuidadosamente nítidos, pero sin cambiar ni una sílaba, porque el que ha luchado para tener la posibilidad de hablar tiene derecho a que lo que diga no sea cambiado.
Después añadió todo lo que se le dictaba:
Al que no le guste esto se puede ir, y si luego regresa nos da lo mismo.
Nadie puede golpear a nadie.
El azadón con el que siempre has trabajado y que antes era de tu padre, es tuyo.
Tampoco se puede colgar a nadie.
Se puede intentar leer.
También escribir.
Lo que pesques en el mar es tuyo y no tienes que pagarle nada a nadie.
Si un papá y una mamá mueren, sus mejores amigos se convierten en los padres de su pequeño.
Ningún niño pequeño debe trabajar.
Los niños trabajan menos que los grandes y hacen cosas fáciles.
Cavar en el barro no es una cosa fácil y ningún niño debe hacerlo.
Se hizo un largo silencio.
—Cada uno puede tratar de ser feliz como pueda —dijo una mujer.
—No está prohibido ser un elfo —añadió la voz de Morón.
Yorsh escribió eso también. Robi y Cala estuvieron confabulando un buen rato en medio de risotadas, y luego Cala, roja hasta las orejas, mientras Robi se escondía detrás de ella, expresó la última ley:
—Uno puede casarse con quien quiera, pero realmente con quien quiera, aunque sea un poco diferente, y nadie puede decirle nada.
Cuando terminó, Yorsh lo releyó todo y todos lo aprobaron.
Después se separaron para organizar su primera noche en Erbrow, pueblo de hombres, mujeres y niños libres.
Cala y Crechio se miraron.
—Robi había dicho que alguien vendría a buscarme para llevarme lejos de la Casa de los Huérfanos.
—Vinieron un elfo y un dragón.
—Sí, lo sé, pero ellos vinieron por todos. Yo pensaba que alguien vendría sólo por mí. No es lo mismo.
Crechio se sentó en la arena.
—Yo también soñé durante años que alguien venía a buscarme expresamente a mí a la Casa de los Huérfanos. Todavía lo sueño, de verdad, ahora que ya no estamos allí dentro. —Cala permaneció en silencio; luego Crechio prosiguió—: Entonces hagamos lo siguiente: yo te busqué a ti y tú me buscaste a mí, así nosotros también tenemos a alguien que fue a buscarnos precisamente a nosotros.
Cala dijo que sí con la cabeza y luego se sentó en la playa junto a él.
El sol descendió sobre el mar. Una raya rosada y dorada iluminó el horizonte, y el cielo se llenó de luz, mientras en el este, en la oscuridad reciente, brillaban las primeras estrellas. Una gaviota voló hacia ellos.
Robi y Yorsh se acercaron al agua, donde rompían las olas.
—¿Sabes? —comenzó Robi—, mi nombre es…
No tuvo tiempo de terminar. Yorsh la interrumpió.
—Tu nombre es muy hermoso, me gusta muchísimo.
—¿Te gusta «Robi»?
—Sí, es como el sonido de una gota que cae, de una piedra que rebota en el agua; es un nombre muy hermoso.
Robi se quedó dudosa y pensativa, con un esbozo de sonrisa en el rostro; luego la sonrisa se abrió un poco más y luego del todo.
—¿Y la profecía? —preguntó—. ¿Y tu destino? ¿La chica con la luz de la mañana en su nombre?
Yorsh levantó los hombros y la miró, enrojeció intensamente e hizo un gesto vago.
—Nuestro destino es el que queremos, no el que está grabado en la piedra; es nuestra vida, no el sueño que otros soñaron.
Robi asintió. Se agachó sobre el agua, puso en ella su barquita con la muñequita dentro y la vio flotar suavemente. Eran los juguetes que le habían fabricado sus padres; era todo lo que le quedaba de ellos, a parte de una honda, su nombre y ella misma.
—Mis hijos jugarán con ellos —dijo con certeza. Lo sabía. Lo había visto.
Se preguntó si debía decirle a Yorsh lo de su nombre, el de la profecía.
Podía pensarlo con calma.
Tenía toda la vida.