Capítulo 23

El alba despuntó fría, neblinosa y gris. Yorsh temblaba. No era sólo por la herida, sino también por el cansancio y el frío; ya no tenía energía suficiente para combatir.

Haber perdido a Erbrow le pesaba como si tuviera un peñasco encima.

Había sido su familia, su hermano.

Parecía que todos los seres que amaba o que lo amaban estaban destinados a morir.

Todos menos Robi.

Robi estaba viva. Debía tener sus pensamientos fijos en Robi, en su respiración, en su sonrisa, y entonces la carga que lo oprimía se hacía un poco más ligera y le permitía respirar.

Después del gigantesco alud, los fugitivos cayeron postrados y se amontonaron unos al lado de otros para calentarse, entre los restos de las cabañas de Arstrid. Luego habían encendido algunas hogueras.

Para Yorsh, la noche fue una cadena ininterrumpida de desilusiones. A cada instante esperaba ver las alas abriéndose de nuevo, esperaba ver la llamarada. Tenía que ser un simulacro, un truco, una especie de burla. No podía ser otra cosa que un simulacro, un truco, una especie de burla. Quizá lo habían herido y capturado. Lo habrían llevado encadenado a Daligar como prisionero. Él, Yorsh, iría a liberarlo con su espada, se enfrentaría a toda la guarnición y luego huirían juntos; Erbrow con sus grandes alas abiertas y él encima.

Sin embargo, al mismo tiempo, lo sabía. Una parte de su cerebro seguía contándose cuentos, pero otra lo sabía. La mente de Yorsh era capaz de percibir la de Erbrow exactamente como sus ojos podían verlo y su nariz olerlo. La mente de Yorsh sabía que Erbrow estaba muerto. En el lugar donde antes estaba la percepción del dragón, ahora había un negro agujero de gélida muerte.

Yorsh estaba triste porque ahora estaba en un mundo donde ya no existían dragones, donde Erbrow ya no vivía y no pondría ningún huevo.

Hizo una cuenta rápida que lo heló como si le hubieran echado encima un cubo de agua del río. La costumbre de considerarlo una especie de hermano mayor, con un juego complicado de memorias múltiples y heredadas, que le permitían hablar en primera persona de eventos sucedidos años o siglos antes, le había hecho olvidar que Erbrow, en realidad, había vivido menos de dos meses. Había sido como un meteorito. Recordó que erbrow en la antigua lengua élfica quiere decir «cometa».

Robi había sollozado un largo rato. También a ella, como a su madre, cuando estaba desesperada le chorreaba líquido por los ojos. La nariz se le llenaba de mocos, los ojos se le enrojecían y los párpados se le hinchaban como cuando uno no ha dormido en dos días. Por un lado, Yorsh seguía encontrándolo extremadamente raro, poco higiénico e incómodo, pero por otro habría querido con todo su corazón poder llorar también.

Como si no fuera suficiente, también tenía que sumarle a todo esto el horror de haber tenido que matar a otros.

Desde que el alba había iluminado el mundo, estaba el problema de la comida. Todos tenían hambre. Todo lo que habían cargado, los restos del banquete en el claro de la Casa de los Huérfanos, hacía tiempo que se había acabado. Los manzanos y las vides de Arstrid habían sido derribados o quemados. La única cosa que quedaba eran las truchas.

En ese momento los peces pululaban en el Dogon. Sus escamas plateadas resplandecían a través del agua, y Yorsh contaba con un arco y una flecha élfica. Nadie se había atrevido a pedírselo, pero en un momento dado, sintió que el hambre de toda esta pobre gente y de los niños era insoportable. La vida y la muerte son un único engranaje, había dicho Erbrow.

La muerte de unos se engrana en la vida de otros. Nunca más se lo oiría decir. Nunca más. Nunca más lo oiría roncar. Nunca más lo vería respirar. Nunca más. Nunca más. Cualquier cosa que hacía provocaba que esas dos palabras resonaran en su interior. Nunca más. Nunca más. Nunca más.

Yorsh puso la flecha sobre la cuerda de su arco y apuntó. Nunca más escucharía su voz. Su puntería de elfo era infalible, porque miraba con los ojos de la mente, pero siempre lo atormentaba el deseo de errar el blanco para no sentir el dolor del pez al morir. Lanzó. Nunca más vería sus alas en el cielo. Yorsh vio la flecha alcanzar a la trucha y sintió dentro de sí la desolación de la trucha ante su propia muerte. Le tocaría hacer esto todavía unas cincuenta veces más antes de que terminara el día. Debía alimentar a noventa y nueve personas, y una trucha alcanzaba para un adulto, o dos muchachitos o tres niños pequeños. El leñador se tiró al agua para recoger la trucha. Él y uno de los dos labradores eran los únicos que sabían nadar y debían turnarse en la helada tarea de rescatar del agua tanto la presa como el único dardo del que disponían.

Nunca más. Nunca más. Nunca más. Nunca más. Nunca más. Nunca más. Nunca más. Nunca más. Nunca más. Nunca más. Nunca más.

El leñador había recuperado la flecha y se la devolvió. Yorsh volvió a comenzar. Capturó un par de truchas más, luego la multitud se puso en camino. Si alternaban la marcha con la pesca y algo de descanso, llegarían a las cascadas. Yorsh recordó cuando las había sobrevolado montado en la espalda de Erbrow. Nunca más. De nuevo deseó poder llorar.

Caminaban, pescaban, algunos lograban encontrar bayas. Montaban el campamento antes del atardecer. El leñador cortaba ramas grandes de pino o de abeto con las que formaba un refugio improvisado. En los cuatro rincones había leña ardiendo mientras las truchas se asaban encima. Siguieron avanzando día tras día, con la curiosa impresión de que, de algún modo, su vida estaba suspendida, a la espera.

Yorsh recordaba la primera vez que había hecho ese recorrido. Había sido en una barca, acostado sobre la espalda, con dos personas maravillosas que se esforzaban incluso por no comer frente a él sus truchas ahumadas, y tenían sacos llenos de fríjoles y maíz para llenarse el estómago. Por tierra el camino era más largo, más accidentado, más fatigoso, para no mencionar el hambre. Y todo esto no era nada comparado con la herida que tenía en el corazón, aquellas dos palabras, «nunca más», que resonaban en su cabeza con cada respiración; sin embargo, estaba esa increíble e inesperada riqueza, Robi, que caminaba junto a él.

Era necesario apresurarse. El otoño ya estaba muy avanzado. En cualquier momento llegarían las primeras nieves y todo se volvería más difícil.

A veces el camino era fácil y podían caminar a lo largo de las orillas bordeadas de pequeñas playas; otras veces tenían que trepar por rocas empinadas, lisas; resbalándose sobre el musgo o, cuando las orillas eran intransitables, hacer largas travesías cruzando los bosques, cuidando de no alejarse del agua para no desorientarse y perder el camino.

De repente, las cascadas aparecieron frente a ellos. No fue realmente de repente, habían sido anunciadas con antelación por el estruendo que hacía el agua al saltar, pero de todos modos la visión daba vértigo. El agua caía en un salto altísimo en el cual la luz producía reflejos de colores. Frente a ellos se abría el mar. El horizonte tocaba el cielo con una larga línea que nada interrumpía excepto una isla diminuta sobre la que un cerezo salvaje perdía sus últimas hojas. Tras las rocas, a su derecha, a partir de una minúscula playa a la que sólo se llegaba desde las tumultuosas aguas del río, subían las escaleras estrechísimas que llegaban a la altísima roca sobre la cual se veía el escrito:

HIC SUNT DRAGOS

Una parte de las escaleras estaba irremediablemente derrumbada y el escrito había pasado a ser una mentira. La biblioteca, sobre el pico ahora inaccesible, aislada de todo y de todos, custodiaba sus inútiles tesoros.

Si ponía toda su atención en Robi, Yorsh lograba que la angustia no lo dominara.

HIC SUNT DRAGOS

Nunca más, sino hasta el fin de los siglos.

Pero estaba Robi, en el mundo estaba Robi. Y también los otros. Ahora los conocía. A todos, uno por uno. Era una curiosa sensación después de su vida pasada en soledad.

Robi existía y estaba con él. Debía seguir pensando en esto.

—¿Cómo pasaremos? —preguntó Grechio, anonadado frente a ese salto magnífico y vertiginoso.

—No lo sé —respondió Yorsh, honestamente.

—¡Nunca podremos hacerlo! —agregó Morón, desmoralizado.

—Pero claro que lo lograremos —les aseguró Robi, serenamente—, tenemos que hacerlo. Los habitantes de Arstrid también pasaron por aquí. ¡Tiene que ser posible!

Yorsh recuperó el coraje. Erbrow no podía haber muerto en vano. Lo conseguirían. Tenía que pensar más. Miró alrededor. El mar era azul. Alrededor de ellos, las hojas resplandecían rojas y doradas en los árboles casi desnudos, mientras que las cimas de las Montañas Oscuras estaban blancas de nieve. Debía de haber una forma.

No se le ocurrió nada.

—Oye. No es difícil en absoluto, ¡sólo hace falta cavar! —murmuró una voz, más bien dos.

Los dos trabajadores de excavación del condado de Daligar se habían rebautizado como los «Labradores Corteses», porque se identificaban con los personajes de una historia heroica y curiosa (personajes que Yorsh había inventado, por supuesto, a su imagen y semejanza). Desde entonces, después de haberse pasado la vida considerándose poco menos que animales de carga, se habían sentido investidos con una nueva luz de dignidad e importancia. Por primera vez en sus vidas, que habían transcurrido murmurando entre sí, se atrevían a hablar en voz alta para decir algo en público. Los dos Labradores Corteses habían trepado sobre la parte sur del despeñadero, donde no había solamente roca, sino también tierra. Se podía excavar un camino entre las rocas debajo de la caída de agua si se apuntalaba con algunas ramas. Necesitaban una cuadrilla que fuera retirando la tierra a medida que ellos cavaban, algunos hombres para reemplazarlos cuando se les cansaran los brazos y madera firme y puntiaguda para sostener la excavación.

Si todos echaban una mano, podrían hacerlo.