La luna iluminaba el mundo. Un viento fresco había venido a refrescarlo.
El dolor de cabeza había desaparecido; Erbrow estaba de nuevo en condiciones de volar.
Podía irse finalmente. Un buen vuelo vertical, dándole la espalda a los arqueros.
De todos modos quedarse no serviría para nada, tarde o temprano los masacrarían a todos. Mejor temprano que tarde: las esperas son molestas, las ejecuciones aplazadas son una crueldad.
Él, que era un dragón, llegaría a la biblioteca, donde, siendo un dragón, sobreviviría durante algunos siglos volando sobre el mar y devorando delfines y gaviotas. Cuando llegara el momento de la incubación, él, que era un dragón, se atrincheraría en su espléndida biblioteca donde las habas doradas, los pomelos rosados y una inagotable reserva de libros de cuentos lo entretendrían hasta que naciera su descendiente, que, siendo también un dragón, devoraría delfines y gaviotas durante siglos y así sucesivamente.
Porque él era un dragón, y ellos una banda de mendigos. Sin embargo, para salir de allí con la espalda hacia los arqueros, tenía que volar por encima de Yorsh, Robi y los demás; verlos por última vez mientras los abandonaba. Paciencia. La soledad siempre es el destino de un dragón, y la traición había sido siempre una necesidad tolerable para su raza. Quien es dragón no le debe fidelidad a nadie.
Erbrow recordó que nadie cuidaría de su recién nacido.
Nadie le enseñaría a volar.
Su pequeño estaría desesperado y solo. Quizá moriría en algún incendio provocado por él mismo estornudando o lloriqueando o por haber tropezado con su propia cola.
Se acordó de Yorsh cuando le había enseñado a volar.
Pensó que nunca podría hacerlo, irse dejándolos allí, solos, frente a un ejército. En su cabeza, a través de sus diferentes memorias, resonó la desaprobación de su padre y de sus abuelos, porque él, un dragón, pensaba arriesgar su vida por unas criaturas insignificantes que no eran más que una banda de mendigos.
Él era un dragón. El último dragón. El señor de la creación. Y un dragón no lucha por nadie salvo por sí mismo, porque no puede existir nadie que tenga un valor equiparable al suyo. Debía irse. Debía abandonarlos y salvarse.
Si él se iba en ese momento, seguiría viviendo. Una vida larguísima en una soledad total llena de hastío, una incubación larguísima en una soledad total llena de hastío. Tendría un pequeño dragón que también viviría en una soledad total y llena de hastío, siempre y cuando lograra sobrevivir de algún modo a su propia infancia desolada y vacía. Una existencia aún más despreciable que la del ave fénix.
Pensó que no había más dragones porque la soledad los había extinguido.
Pensó que no se puede vivir, siglo tras siglo, incubando la propia magnificencia y la propia soledad.
Pensó que lo importante no son las cosas, sino el sentido que nosotros les damos. Tarde o temprano, la muerte nos espera a todos. Darle un sentido a la muerte es más importante que aplazarla.
En la oscuridad, bajo la luna, la espada de Yorsh y la corona de Robi brillaban con una luz plateada. Erbrow pensó que las leyendas hablarían de él. Por siglos y siglos, los cantores le cantarían al último dragón, aquel que había llevado a un gran guerrero élfico y a una pequeña reina harapienta hacia su destino como fundadores de un lugar donde podrían ser libres.
El gran dragón alzó el vuelo y su vuelo trajo la salvación: un gran alud de barro que cerró la garganta con una pared enorme, inestable e infranqueable; sin embargo, al hacerlo descubrió su vientre, su parte vulnerable, donde las flechas no rebotaban como garbanzos sino que se clavaban en la carne profundamente, y grandes chorros de sangre mancharon el verde de sus escamas. El dragón voló con sus grandes alas abiertas a la luz de la luna; luego las flechas fueron demasiadas y la sangre que brotaba se agotó.
Erbrow, el último dragón, cayó derribado al suelo y allí permaneció, sobre la hierba pantanosa, sus últimos instantes.
Al final soñó que no moría, que podía vivir todavía un poco más, aun así, con el pecho traspasado por las flechas, mientras el pantano que lo rodeaba se empapaba con su sangre.
Luego otro sueño lo llenó; el primer sueño que había tenido en su vida. Soñó que volvía a ser un recién nacido, un cachorro, con la cabeza apoyada en el regazo de su hermano elfo, en un prado inmenso lleno de margaritas. Abrió los ojos por última vez. El milagro se había repetido nuevamente. Miles y miles de flores pequeñas lo rodeaban, iluminadas por la luz de la luna, bajo los pies de los soldados que se acercaban con cautela. Erbrow miró los pétalos y sintió que la felicidad lo envolvía, y luego cerró de nuevo los ojos, esta vez para siempre.