Capítulo 21

Yorsh sintió que el horror lo invadía: los había arrastrado a todos, paso a paso, relato tras relato, hacia la catástrofe.

Se quedó anonadado mirando el sol que brillaba sobre las armaduras.

Los había conducido hacia una masacre. Lo más fuerte de todo era el deseo de no tener que escoger, de no decidir. Lo más fuerte de todo eran las ganas de que alguien le dijera: «No te preocupes, hijo. Aquí estoy yo, yo me hago cargo».

Yorsh se quedó en silencio. Todos se habían detenido. El dragón adelantó a la procesión, cargando su dolor de cabeza y su dolor en las patas, hasta donde estaban Rayo y Mancha. El sol llegó a las cimas de las Montañas Oscuras y dibujó sombras largas en el suelo y luego las nubes se lo tragaron todo.

—¿Cuál es el plan ahora? —preguntó Erbrow secamente.

—¿Tienes alguna idea? —preguntó Yorsh, esperanzado.

—¿Yo voy por la derecha y tú por la izquierda y los rodeamos? —propuso el dragón irónicamente.

—En la guerra con los troles, un dragón incendió la pradera para evitar el encuentro. Sucedió en el cuarto siglo de la segunda dinastía rúnica.

—En el quinto de la tercera —corrigió el dragón—. Y fue en verano. Un verano tórrido y seco: un estornudo habría sido suficiente. ¿Ves esa cosa marrón oscuro que está en el suelo entre un tallo y otro de hierba? Se llama barro. B-a-r-r-o. El barro tiene numerosas propiedades, entre las cuales está la de ser incombustible, que es lo contrario de combustible, no arde y no prende. Si quieres, puedo hacer algún anillito de hierba quemada siempre y cuando no llueva, pero dudo que eso los impresione.

Yorsh y Erbrow se quedaron mirándose. La noche cayó y comenzó a lloviznar.

Robi cerró sus ojos; todo se llenó de azul. Vio un grupo grande de figuras contra el mar que centelleaba: eran Yorsh, Cala, Crechio y Morón, aquel hombre alto y torcido, la mujer bajita que cojeaba… Todos estaban. Lo lograrían. Todos.

Esos dos podrían conseguirlo, sólo que no sabían cómo. Debía darse prisa. La desesperación se arrastraba entre la multitud como una serpiente en medio de las ratas y, como una serpiente en medio de las ratas, se tragaba todo lo que encontraba a su paso. El llanto se alternaba con gritos y maldiciones; de un momento a otro comenzarían a huir, todos se dispersarían por la llanura y serían presas fáciles y miserables para los caballeros armados, como un grupo de ranas para los buitres.

Robi intervino serenamente.

—Tú sabes volar —le dijo al dragón—, y escupes fuego, y Yorsh tiene una espada invencible. Sin duda lo podéis conseguir.

—Su espada no es invencible. No quiero dar la impresión de ser puntilloso y fanático de los detalles insignificantes, pero ninguno de nosotros dos es invulnerable. Él está herido, y mis escamas anteroinferiores, las de la barriga, en definitiva, son algo… ehm… blandas para las flechas. Yo escupo fuego de mis glándulas igníferas, que tampoco son infinitas. Y ahora ya que tengo… el…

—¿Hipo de la borrachera? —sugirió Robi solícitamente.

—Digamos que no estoy al máximo —respondió secamente el dragón—, puedo carbonizar a uno o dos caballeros, siempre que el guerrero aquí presente me lo permita, pero quedarán suficientes para hacernos saber que no lo encuentran divertido.

—Puedes asustarlos —sugirió Robi—, ellos no saben que estás… que estás… ¿vacío?

—Agotado.

—Agotado, exacto. Ellos no lo saben y si tú no carbonizas a ninguno de ellos, todos tendrán miedo de ser el primer seleccionado para el asado y todos se echarán atrás. Mira, no es imposible. El dragón los distrae por ese lado y nosotros escapamos hacia la garganta. Algunos atacarán, pero serán pocos; Yorsh se las arreglará, se enfrentó a un montón de soldados en Daligar.

—¿Y después? ¡No puedo distraerlos para siempre! Tarde o temprano lograrán entrar en la garganta. ¿Y la cascada? La garganta se estrecha formando una cascada vertiginosa, ¿no lo recordáis? Se llama el Despeñadero del Dogon y es infranqueable. Las escaleras que suben hasta la biblioteca están bloqueadas por un deslizamiento: lo vimos el día de nuestro primer vuelo.

—La cascada no es infranqueable: los habitantes de Arstrid la pasaron. Nosotros también pasaremos.

—Bueno —dijo el dragón—, entonces también pasarán ellos. En vez de ser masacrados aquí seremos masacrados en una playa.

Se hizo un largo silencio. Robi sintió algo en la parte alta de su estómago, que no era hambre sino miedo. Había aprendido a confiar en sus visiones, pero sabía que eran incompletas. Quizá todos alcanzarían el agua azul del mar y eso era lo que ella veía, pero después llegarían los soldados del Juez, y el azul se convertiría en rojo claro o en un rosado muy oscuro. Después se recuperó. El mar era azul y así se quedaba. Centelleaba cristalino bajo el sol.

—Nosotros pasaremos y ellos no —gritó con firmeza—, porque nosotros somos inteligentes y ellos estúpidos. Nosotros estamos escapando para salvarnos y para vivir, y ellos sólo están obedeciendo órdenes. Se nos ocurrirá algo que ellos no saben. Podemos hacerlo. Ahora. Ellos tienen capas y armaduras, la lluvia los entorpece más a ellos que a nosotros. ¡Ahora! Sus caballos se hunden más en el barro que nuestros pies. ¡Ahora!

—¿De verdad? —dijo Cala, que se había empapado como un pollito y estaba abajo en el barro, pues se acababa de resbalar—. ¿Realmente la lluvia los entorpecerá más a ellos que a nosotros?… ¿Estás segura?… ¿Entonces todavía no estamos realmente muertos? ¿Todavía podemos salir de ésta?…

Robi no le respondió.

—¡Ahora! —les gritó por última vez al elfo y al dragón. Luego se volvió y miró a su miserable banda, que se dispersaba bajo la lluvia. Tuvo la idea de subirse a la grupa de Mancha, pero los tres niñitos que estaban encima de ella se aferraron tan tenazmente que fue imposible soltarlos. Trató de reunir a la muchedumbre, porque unidos tenían la posibilidad de alcanzar su meta, mientras que si se desperdigaban, estarían perdidos.

Corría de un lado a otro, resbalándose en el barro.

—Había una vez —gritó Yorsh con todo el aliento que le quedaba en la garganta. Su voz retumbó por encima de los gemidos y del llanto—. Había una vez una muchedumbre de héroes, que… que… habían sido esclavos. Había una vez un pueblo de esclavos, que… que… decidió… irse… para convertirse en un pueblo de gente libre y para ello…, para ser libre… quiero decir…, llegaron hasta el mar…

Yorsh comenzó a contar una historia larga y magnífica. Inventó nombres, creó ejércitos, describió uno a uno los fugitivos, y cada uno encontró la descripción de sí mismo con otro nombre y otra historia. El miedo comenzó a esfumarse. El cansancio que se había apoderado de sus piernas cansadas y de sus mentes exhaustas comenzó a disminuir.

Dejó de llover. Un viento leve se levantó y despejó las nubes. La luz de la luna iluminó la llanura y la garganta de Arstrid, al otro lado de la cual estaban la libertad y el mar. La banda de harapientos comenzó a reunirse.

—Había una vez un pueblo de esclavos que se hizo libre atravesando el desierto y el mar… y luego una garganta… Seguid a Robi: quedaos juntos y caminad hacia la garganta. Ella conoce el camino porque vivía aquí. El dragón y yo os protegeremos. Quedaros juntos y seguid a Robi.

Robi necesitaba ser lo más visible posible bajo la débil luz de la luna. La luz era poca y además muchos la confundían con Cala, y seguían un rato a una y un rato a la otra. Todavía tenía la corona del rey en el bolsillo. La sacó y se la puso en la cabeza. La luna la iluminó y la corona brilló en la oscuridad.

En aquel momento, la caballería se movió. Comenzó el ataque. Yorsh desenvainó su espada. Rayo estaba exhausto, sus patas tenían encima un día, una noche y otro día más de marcha, pero recobró su fuerza. Se levantó en dos patas. Robi vio la espada de Yorsh brillar bajo la luna, como su corona.

Por un momento fue como si la luz de la luna hubiera detenido el tiempo, como si la realidad y los sueños se hubieran fundido en un instante de inmovilidad; luego todo se hizo pedazos.

Erbrow finalmente decidió intervenir.

Un rugido aterrador resonó.

Una llamarada terrible rasgó la oscuridad, transformando la humedad en una fina niebla.

La caballería se detuvo dudosa. El ejército de los harapientos recobró su valor. Entre ellos y las lanzas de los soldados de Daligar estaba la luminosa espada de un guerrero y la fulgurante llamarada de un dragón. En el interior de cada uno estaba la historia de un pueblo esclavo que había cruzado el mundo para convertirse en un pueblo de gente libre y, así, transformarse en un pueblo de héroes. Delante de ellos, la corona de la pequeña reina brillaba en la oscuridad como la espada del guerrero.

Crechio y Morón, armados con garrotes, se acercaron a Yorsh para protegerlo uno a cada lado. Los dos hombres que habían escapado de la mina, donde eran «trabajadores de excavación del condado de Daligar», llevándose sus palas con ellos, ahora las empuñaban para combatir. Un leñador, antes «trabajador de troncos», se había llevado su hacha, sumando el delito de «hurto de las herramientas de trabajo» al delito de «abandono del cargo asignado», igual que los otros. Ahora había decidido utilizar sus herramientas de trabajo. Todos los hombres, las mujeres sin niños y los muchachos más grandes se reunieron en torno a Yorsh, que no dejaba de hablar. Ahora estaba narrando la gesta heroica de Pintrore y Farnuche, ladrones callejeros que se convertían en lugartenientes; de Prart, que venía de la selva con su hacha mágica; de los Labradores Corteses, que acababan de despertar de un encantamiento…

Se acercó una descarga de flechas como una bandada de gavilanes, pero el dragón se había interpuesto entre ellos y la caballería, y las flechas rebotaron como garbanzos lanzados con una cerbatana sobre las duras y numerosas escamas de su espalda.

—Lo estamos logrando —gritó Robi, feliz.

«¿Hasta cuándo?», se preguntó Yorsh.

El cielo se despejó del todo. Las nubes se dispersaron. El frío aumentó. La luna iluminó de lleno las ruinas esqueléticas de Arstrid sobre el meandro del río, que brillaba plateado en la oscuridad. Arriba, por un lado, el despeñadero rocoso bajaba verticalmente, y por el otro, la pendiente era un poco más suave, hecha de tierra y de un bosque de enormes robles antiguos que sostenían, entre sus raíces negras, bloques gigantescos de granito blanco en los cuales se reflejaba la luz de la luna.

Protegidos por Yorsh y su pequeño grupo de guerreros improvisados, y sobre todo por la amenazante y sólida espalda del dragón, uno tras otro fueron entrando a la garganta. Robi pasó junto a las cenizas de la que había sido su casa; sus ojos se llenaron de lágrimas y rozó con sus manos los muros carbonizados, que era todo lo que quedaba. Recordó cuando la habían sacado a la fuerza de allí, dos años antes, y había dejado una hilera de piedritas del río, blancas, redondas e idénticas para volver a encontrar el camino. Desde entonces nunca más había llorado. Su perro Fido había tratado de protegerla y lo habían dejado cojo. En todos sus sueños, cuando regresaba a Arstrid, Fido corría a su encuentro, cojeando. Lo buscó con la mirada, con la esperanza de que se hubiera quedado allí, cuidando la casa y esperándola, pero obviamente era una esperanza absurda, porque ningún perro es tan fiel como para esperar tantos años. La silueta torcida del perro no apareció por ninguna parte. Los ojos de Robi se llenaron de lágrimas que no descendieron por sus mejillas; se las tragó, como siempre.

Era necesario seguir adelante.

Robi se dio la vuelta. Todos los harapientos estaban a salvo en la garganta. Yorsh y los demás cerraban la fila de héroes involuntarios, que ahora resaltaba contra el río color plata, y el dragón obstaculizaba el paso a la garganta. ¿Hasta cuándo? En el momento en que se moviera, la caballería los atacaría y los tendrían a todos encima. La caballería estaba descansada. En cambio ellos se habían puesto en marcha por la mañana. Algunos estaban comenzando a tirarse al suelo del cansancio. Ya no había ninguna historia que pudiera darles la fuerza para caminar. Los niños más pequeños lloriqueaban por el frío y el hambre. Mancha parecía ya no dar más. Rayo también se había detenido.

El dragón levantó el vuelo.

Sus alas se abrieron. Las magníficas espirales verdes se dibujaron bajo la luz de la luna.

Era magnífico.

Magnífico.

Magnífico.

Magnífico.

Magnífico.

Levantó el vuelo en medio de una lluvia de flechas, e incluso bajo la luz tenue de la noche, Robi pudo distinguir las estelas rojas de la sangre que chorreaba de las heridas que se abrían, una tras otra, en las escamas delgadas de su pecho. Como en un sueño, Robi escuchó el largo «Nooooooooo» de Yorsh perderse en la oscuridad como una súplica inútil. Una última llamarada rasgó la noche, iluminándola definitivamente. Los robles fueron cubiertos por una oleada de fuego mortífero y, aunque estaban empapados, se quemaron. Las raíces carbonizadas se hicieron pedazos y dejaron de sujetar los bloques de granito, que comenzaron a rodar hacia abajo arrastrando el barro junto con lo que quedaba de los troncos aún en llamas. El dragón golpeó con todo su peso los últimos bloques que sostenían todo ese lado de la colina, y para hacerlo tuvo que permanecer en el aire con el pecho hacia los atacantes, recibiendo unas flechas más, y luego otras y luego otras más.

Se formó una masa inmensa de tierra, piedras y hielo, que con un bramido espantoso se hundió en las profundidades de la garganta, cerrándola.

Había bloques de piedras y barro, y más bloques de piedra y barro, y todavía más bloques de piedra y barro y árboles despedazados.

Todo el flanco de la montaña había caído y había cerrado la garganta de Arstrid para siempre.

Erbrow batió sus alas por última vez, luego descendió y desapareció para siempre al otro lado de la infranqueable pared de tierra, piedras, barro y árboles despedazados que ahora los protegía.

Robi cerró los ojos. Todo se volvió azul, las figuras de todos ellos se dibujaban contra el mar centelleante.

¿Cómo no se había dado cuenta antes? No había verde por ningún lado.

En su visión nunca había estado el dragón.

Todos ellos se habían salvado porque el dragón había muerto por ellos.

Apenas hacía medio día que conocía al dragón. Había intercambiado con él sólo unas pocas palabras hurañas, pero sin él su sueño de ser libres habría sido una locura.

Desde hacía dos años, la imagen de sus grandes alas verdes consolaba su desesperación.

Robi estalló en un largo llanto que se unió al lamento de Yorsh.