Capítulo 20

Desde que su papá y su mamá habían muerto, Robi no le echaba mano a un muslo de pollo. La carne se deshacía deliciosamente entre sus dientes; tenía el aroma de su madre cocinando y de su padre cazando, ¡y también le habían puesto romero! No sabía si comer deprisa, para que le pasara el hambre, o lentamente, un pedacito a la vez, para que la carne durara un poco más.

Había gente por todas partes. Todos estaban harapientos. Parecían cansados. Algunos quizá estaban enfermos.

Yorsh estaba tratando de reunirlos; tenían que marcharse deprisa. Tarde o temprano, más temprano que tarde, llegaría la caballería de Daligar y entonces todos añorarían la esclavitud en las granjas como una edad de oro feliz, porque lo que les sucedería sería inmensamente peor. Yorsh estaba herido, cojeaba. Trataba de reunir a la gente, pero ésta parecía un rebaño de ovejas con un perro pastor cojo. Cuando creía que ya estaban todos y que podían partir, algunos comenzaban a dispersarse nuevamente para coger algo, buscar otro racimo de uvas o esperar hallar un último pedazo de pan o una jarra de cerveza, quizá escondida en algún lugar.

Robi comprendió: durante tanto tiempo habían estado tan desesperados, que ni siquiera eran capaces de tener la esperanza de salvarse. Cuando se arrastran años de hambre y debilidad, «el mañana» se convierte en un pensamiento difícil. Lo único que ocupa tu mente es el «aquí y ahora». Tener un poco menos de hambre, ahora. Quedarnos aquí porque irnos implica esfuerzo. Alguien que sólo ha obedecido órdenes y que ha sido molido a latigazos cuando trata de hacer algo que no se le ha ordenado, no logra hacer nada que no le sea ordenado, ¡ni siquiera salvar su vida!

La verdad era que estaban tan acostumbrados a tener miedo que la amenaza de un posible ataque de la caballería de Daligar no los asustaba, no les parecía que pudiera ser peor que esa sensación de no valer nada que siempre los oprimía. Y además pensaban que a los esclavos no se les mata, porque el que lo haga después tiene que trabajar en su lugar. Pero, por el contrario, si no se iban de allí deprisa, el destino que los esperaba no era el de esclavos, sino el de cadáveres. Un cadáver sin nombre y sin tumba, abandonado en medio del barro para los gusanos, los buitres, los cuervos y las ratas. El Juez administrador no permitiría que después de una rebelión, aunque sólo fuera una comilona hecha con los pollos de «su» condado, alguien quedara vivo.

Además no tenían ninguna confianza en la posibilidad de escapar de allí realmente, era evidente que no podrían lograrlo. Lo único que querían era encontrar todavía cualquier migaja y luego abandonarse, y que pasara lo que tuviera que pasar. Por otro lado, estaban habituados a tener hambre siempre, por ello les parecía más importante no dejar escapar ni siquiera el grano más pequeño de trigo o de uva, que evitar el encuentro con la caballería.

Robi cerró los ojos. El azul apareció detrás de sus párpados: ahora las olas eran distinguibles, sintió también su sonido y vio pájaros blancos que volaban hacia el horizonte. Vio una playa y reconoció a varias personas en ella: la viejita, algo encorvada y con bastón, que estaba jugando con Cala; el hombre con la nariz aguileña que en ese momento estaba entre las vides; Crechio y Morón en una barca con una red. ¡Estaban destinados a lograrlo! Yorsh evidentemente era capaz de guiarlos. Él no lo sabía, pero era capaz de hacerlo. Había algo que él consideraba carente de importancia, o de algún modo inútil en ese momento, pero que, por el contrario, era fundamental.

—¿De qué eres capaz? —le preguntó Robi a Yorsh bruscamente cuando lo alcanzó.

Yorsh se quedó perplejo, luego comenzó a enumerar. Lo primero que se le ocurrió decir fue que sabía resucitar mosquitos. Robi tuvo que valerse de toda su fe para no perder el coraje, luego la lista aumentó con… encender el fuego sin yesca…, abrir cerrojos sin llaves… Sabía levantar el viento para confundir a sus adversarios como lo había hecho en Daligar, pero eso lo fatigaba muchísimo; había logrado hacerlo por unos pocos instantes y luego durante medio día había sido incapaz de hacer algo más mientras recuperaba sus fuerzas. Sabía curar heridas…, no, las suyas no, sólo las de los demás… Sabía resucitar mosquitos, ¿ya lo había dicho? También ratas…, gallinas…, un conejo una vez… En los últimos trece años lo que más había hecho era leer. Leía muy bien, sabía leer siete lenguas diferentes sin contar la élfica… Había pasado trece años en una biblioteca donde había de todo…, también libros sobre tácticas militares, pero ésos explicaban cómo ganar cuando había dos ejércitos, y ahora tenían un ejército de un lado y una banda… de…, bueno, mejor olvidar lo de la táctica militar. Además había leído libros de astronomía, alquimia, balística, biología, cartografía, etimología, filología, filosofía…, cómo hacer mermelada de uva… por no hablar de los cuentos. ¿Qué cuentos? Los que le leía al dragón, no, no a éste, sino al otro, al padre del que estaba allí, mientras incubaba… Los dragones incuban… ¿Hembra? No lo sabía, no había podido entender nunca si era macho o hembra… De todos modos cuando un dragón incuba, el cerebro no le funciona bien porque se cansa durante la incubación… No, los dragones no tienen el cerebro en el trasero, lo tienen en la cabeza como todo el mundo, pero cuando incuban no les funciona muy bien… y entonces es necesario hacerles compañía contándoles cuentos, como la historia de la princesa de las habas… ¿Cómo era la historia de la princesa de las habas?… Bueno, había una vez una reina que no podía tener hijos y estaba terriblemente triste porque su vida transcurría mes tras mes, estación tras estación, sin alguien a quien arrullar…

El silencio fue total. Incluso los que estaban mordisqueando algo habían dejado de hacerlo. Robi también se había olvidado de todo, hasta de acabar de roer su hueso de pollo, para escucharlo. Le pareció que todo lo que estaba pasando, incluso la caballería de Daligar, que probablemente ya estaría llegando, era de cualquier manera menos importante que la terrible tristeza de esa infortunada reina que ahora la estaba invadiendo.

Yorsh dejó de hablar y la miró perplejo.

—¡Continúa! —gritó Robi.

—¿Y entonces? —gritó alguien más.

—¡Oye, no te detengas!

—¿Cómo termina?

Los que habían escuchado la historia desde el principio se la contaban a otros que no la habían oído y que estaban llegando.

Yorsh los miró un largo rato, cada vez más sorprendido, y luego prosiguió.

Levantó el tono de voz, y, siempre sin interrumpirse, miró alrededor; todos estaban reunidos en torno a él, que narraba. Comenzó a contarlos, siempre sin parar de narrar, más bien incluyendo el recuento dentro del cuento; en el punto en que la reina comienza a comerse las habas, las enumeró una por una. Estaban todos. Podían partir. Arstrid estaba a menos de un día de marcha. Había agua a lo largo del camino en forma de riachuelos y torrentes. Todos tenían la barriga llena. A lo mejor podrían lograrlo. Sin dejar de narrar su interminable historia, Yorsh despertó a Erbrow (que había dejado de roncar), montó a los dos niños más pequeños sobre Mancha y él cogió a Rayo, porque su herida le impedía caminar, y montó en la grupa al revés, con la espalda hacia el frente y su rostro mirando hacia atrás, hacia su río de harapientos, y se puso en marcha. El dragón cerraba la fila. No dejó de quejarse ni un segundo, porque a cada paso el dolor de cabeza se le sumaba el dolor de las patas posteriores, por no hablar del dolor de espalda; pero mantenía la voz lo suficientemente baja para que se pudiera oír la historia de Yorsh. El cuento era interminable: cada vez que parecía que iba a terminar, volvía a comenzar con un nuevo hallazgo, un nuevo rapto, un reconocimiento más, alguna otra maldad, un duelo… El sol salió. El barro disminuyó. Las piernas comenzaron a cansarse. Las ganas de sentarse un rato al borde del camino aumentaban con cada paso. Los niños más pequeños se turnaban en la grupa de Mancha, pero los otros tenían que caminar. La voz de Yorsh estaba ya ronca, pero no se detenía. Los vagabundos habían sacado sus flautas y con ellas subrayaban las partes relevantes de la historia; cuando la princesa de las habas había comenzado a huir con su gente frente a los orcos, la música se había vuelto fuerte y arrebatadora, y Yorsh había podido parar para beber un sorbo de agua. Cuando continuó, la historia que contaba, curiosamente, se iba pareciendo mucho a la de ellos. Había una muchedumbre de fugitivos que solamente podría salvarse si seguía caminando. Robi le oyó hablar de la desesperación, la esperanza, el miedo y la valentía de todos ellos, y sintió dentro de sí un deseo feroz de no detenerse, de seguir paso a paso hasta alcanzar el último tramo del camino soñado, ese que sólo se detiene al llegar al mar. Miró alrededor; el cansancio también había desaparecido de los rostros de los demás. El único que estaba mal era Yorsh; no sólo su voz se estaba enronqueciendo cada vez más, sino que sus manos temblaban nuevamente. El sol comenzó a ponerse hacia el oeste; dentro de poco se escondería detrás de las Montañas de la Sombra, las Montañas Oscuras.

Inmediatamente después de la última curva, cuando vislumbraron los restos de lo que había sido la aldea de Arstrid, todos entendieron finalmente por qué la caballería de Daligar no los estaba persiguiendo: la tenían frente a ellos, desplegada en Arstrid, cerrando la garganta.