Capítulo 19

La caverna era inmensa. Su descripción estaba escondida entre los versos:

… en el oscuro bosque de piedra

las tórtolas duermen un sueño encantado…

Ahí estaban, a la derecha, la estalactita donde el agua y el oro habían formado el perfil de cuatro tórtolas. Era necesario llegar a ella y de ahí buscar el paso siguiente:

… el sueño descenderá de lo alto…

¿El sueño? ¿Qué podía ser el sueño? Sueño y velo en lengua élfica eran una misma palabra: el velo de los sueños, la estalagmita ligerísima y transparente, al fondo a la izquierda, y además también a la derecha donde estaba:

… el espejo de la chica joven y orgullosa, El espejo de la vejez sabia y alter…

El pequeño estanque formado por el chorrito de agua que se filtraba desde arriba, en el cual se reflejaban unas estalactitas que tenían la forma de una mujer joven y de un viejo con bastón. Yorsh siempre se había preguntado qué querrían decir las poesías que su madre le había dejado. A decir verdad, siempre le habían parecido más bien insípidas, pero ahora adquirían sentido para mostrarle el camino. A medida que avanzaba iba recuperando el valor. Hubo un momento en el que el miedo lo invadió y le transformó el estómago en una masa helada, al pensar en el número de vidas de las que era responsable y del incalculable dolor que su fracaso provocaría. ¡No solamente estaba arriesgando la vida de Robi, que ya era la luz de sus ojos (¡como si no bastara con que fuera la hija del hombre y la mujer que lo habían protegido y salvado!), sino también la de esos dos pobres hombres y sus mujeres y sus hijos!

Poco a poco, mientras avanzaba por la enorme caverna que el agua del río Dogon había formado bajo la ciudad de Daligar durante los milenios pasados, Yorsh recobraba el valor. Ese lugar lo tranquilizaba. Los antiguos versos que describían el pasaje entre las estalactitas eran una guía segura. Sin duda se estaba dirigiendo hacia algún sitio. Estaba en los lugares que habían sido de los elfos. Era el último de su estirpe y quizá el más poderoso. Si no era él, ¿entonces quién?

El espejo del agua multiplicó las antorchas, la suya y la de Meliloto, y por ello no se dieron cuenta inmediatamente de que la luz estaba aumentando. Finalmente, un rayo de sol apareció imperioso entre las estalactitas de oro, iluminando el polvo como si fuera un enjambre de estrellas.

Bajo el haz de luz había un trono de oro sobre el cual la hiedra azul dibujaba espirales que se alternaban con letras élficas.

En el trono aún se hallaba sentado un antiguo soberano: su esqueleto estaba recubierto con vestidos de oro; sobre su cabeza, el oro esmaltado con el bajorrelieve de las hojas de hiedra azul se trenzaba formando una corona brillante. Todavía tenía entre las manos su espada, cuya empuñadura de oro estaba igualmente adornada con las ramas de hiedra. La hoja penetraba en la base de piedra. El collar que le colgaba del cuello y los anillos que llevaba en sus dedos también eran de oro y hiedra azul. Yorsh se acercó y la luz del día lo iluminó, dando a su cabello, por un instante, el brillo de una aureola. Rasgó las telarañas, que se desvanecieron en volutas de polvo, y leyó:

AQUÍ YACE

EL QUE LA CORONA HA LLEVADO

EL QUE LA ESPADA HA TENIDO

Cuatro columnas de oro flanqueaban las estalactitas. La hiedra azul se envolvía alrededor de ellas formando un altorelieve tan profundo que podía ser usado como una única y larguísima escalera de caracol. Yorsh levantó la cabeza; la luz lo cegó, pero alcanzó a ver una abertura bordeada de helechos. La parte más alta de la columna cercana a la abertura estaba cubierta de musgo y de algunos pequeños helechos que centelleaban con el sol.

—Ha dejado de llover —dijo Meliloto.

—Podemos irnos de aquí; esas columnas son unas escaleras de verdad —agregó Paladio, contento.

También Robi se había acercado al sarcófago. La luz iluminó sus ojos, que brillaron como estrellas.

Yorsh sentía que su fuerza aumentaba cuando ella estaba cerca de él y que su miedo casi desaparecía. O quizá era el antiguo rey quien emanaba aquella extraña sensación de poder. Yorsh miró las órbitas vacías cubiertas de telarañas y experimentó una extraña sensación de pertenencia. Posó la mano sobre la empuñadura y la espada permaneció férreamente inmóvil. Probó con sus dos manos; nada que hacer. La espada estaba clavada en la roca y parecía que fuera parte de ella. Yorsh se quedó atónito, luego se echó a reír. Claro, estaba destinada para un elfo. Era sólo una trampa para estar seguros de que solamente la persona adecuada podría arrancar la espada, una simple cuestión térmica: al disminuir la temperatura, el volumen también disminuiría. Una vez que la hoja se enfriara, reduciría su tamaño de una manera imperceptible, pero suficiente para, que se deslizara fuera de la roca con la misma facilidad con que, una vez, igualmente fría, la había penetrado siglos antes. Afortunadamente, la necesidad de apagar los innumerables incendios causados por Erbrow recién nacido lo había entrenado para enfriar objetos. Puso la mano sobre la empuñadura, cerró los ojos y enfrió la hoja; luego la extrajo. Fue un movimiento suave y sin esfuerzo: la antigua espada brilló entre sus manos. La empuñadura con los espirales de hiedra se adaptaba a su palma como si hubiera sido hecha a su medida. Quizá el truco de enfriar era excepcional incluso para un elfo. Quizá la espada no había sido fabricada para un elfo sino para el más poderoso de los elfos. El último. Era como si la espada lo estuviera esperando, como si el rey la hubiera estado guardando para él.

Todo rastro de miedo desapareció. Sin embargo, el cansancio lo derribó y se sentó a los pies del trono esperando que la frente dejara de arderle; había, sido menos doloroso que apagar los incendios de Erbrow, pero igualmente necesitaba un poco de tiempo para recuperarse. Cuando se levantó, contempló al rey de nuevo. La corona, el collar y los anillos habían desaparecido. Atónito, Yorsh miró fijamente a los dos soldados, que a su vez lo miraban con disimulo.

—Yo, cuatro hijos, y él, cinco… —comenzaron a decir avergonzados.

—Al muerto no le sirven para nada, ya no tiene que llevarle pan a nadie…

—Él no sabe qué se siente cuando llegas a casa y no tienes qué darle de comer a todos y todos lloran.

—Si no lo hacemos nosotros, otros cogerán estas cosas…

—Quizá el Juez, él siempre se apodera de todo…

Yorsh los fulminó con la mirada, pero no tuvo tiempo de intimidarlos para que lo pusieran todo en su lugar. Los soldados del Juez, que debido a las rejas habían avanzado lentamente y que además se habían perdido en el laberinto, finalmente habían llegado. Ellos no habían entendido cuál era el rastro que debían seguir, pero tenían la ventaja del número; eran suficientes para seguir todas las bifurcaciones, desperdigarse en todas las direcciones y encontrar finalmente el camino.

Comenzaron a agruparse en la parte más baja y profunda de la gruta: aún no se veían. Uno detrás de otro, Yorsh el primero y Meliloto el último, treparon usando la columna como una escalera en caracol. Paladio se había, quitado la coraza y esta vez no se quedó atascado. Salieron por entre los helechos, junto al río. Estaban en la parte sur de la ciudad. El Dogon corría rebosante de agua y más allá de los diques estaba el palacio del Juez. Los soldados de la guardia los vieron y apuntaron sus arcos, pero Meliloto y Paladio lograron hacerles creer que ya habían arrestado a los dos fugitivos. Parecía realmente que los estuvieran escoltando. Cruzaron los diques y se encaminaron hacia el palacio. Los dos muchachos iban en el centro con las manos a la espalda, como si estuvieran encadenados, y los dos soldados a los lados, como escoltas de dos prisioneros. Robi fingió que se caía, y aprovechó para recoger piedras. Yorsh llevaba consigo el arco y la espada. Trataba de esconderlos entre los pliegues de su túnica. Tenía las manos detrás de la espalda y todo iba bien hasta que sus enemigos potenciales les salieron al encuentro. Cuando los primeros perseguidores aparecieron a sus espaldas, en medio de los helechos, sobre el arenal del río, la función se acabó. Meliloto y Paladio echaron a correr un segundo antes de que comenzaran a volar flechas. Fue un gesto astuto: todos estaban ocupados con los dos muchachos y nadie salió detrás de ellos. Eran particularmente rápidos, incluso Paladio, a pesar de su forma de barril. Yorsh no consideró la fuga como una traición, sino como una liberación. Ya no tenía que preocuparse por los dos fugitivos y tampoco por sus familias, porque de cualquier manera se las estaban arreglando solos. Por consiguiente, sólo tenía que enfrentarse a los ocho soldados que tenía enfrente, a los seis que estaban en lo alto y a un número indeterminado que tenía a sus espaldas; luego debía ocuparse, además, de los cuatro soldados de caballería que bloqueaban la calle, cruzar la puerta grande y recuperar su caballo, aún sin nombre, que esperaba encontrar donde lo había dejado. Esta vez no podía usar el río como vía de escape, porque Robi no sabía nadar y era aún muy pequeña y frágil para resistir el frío del agua, pero de lodos modos lo lograría. No tenía miedo. No mientras empuñara su espada.

Se inclinó para decirle a Robi que no tuviera miedo. Vio que la pequeña tenía en su mano una honda de verdad y trataba de apuntar. Asintió convencida, sin desviar la mirada.

Una flecha por poco la alcanza. Yorsh apretó su espada. La furia lo inundó ante aquellos soldados pesados, con sus armas y armaduras, que apuntaban sus arcos contra dos pobres diablos que no le habían hecho daño a nadie y que sólo querían irse de allí. Su rabia se convirtió en una tempestad. Un viento feroz se levantó contra los soldados. Cegados por el polvo, los soldados no podían ver y las pocas flechas que tiraban eran abatidas por la furia del aire antes de alcanzar su objetivo. Los caballos enloquecieron e hicieron caer a sus jinetes. Yorsh pudo entrar en contacto con la mente de uno de los animales, la mula grande y negra que estaba más cerca de él. Le habló de libertad y de habas doradas. Creó en su cabeza la imagen de sus arreos sueltos. La mula permaneció un rato indecisa y perpleja, luego comenzó a acercársele lentamente. Un grupo de soldados rodeó a los dos fugitivos: eran tres, jóvenes, altos y armados con espadas, tres espadas militares comunes, rectas y de buen acero. La de Yorsh brillaba con luz propia; las otras, al chocar contra su hoja, se astillaban y se hacían añicos. Yorsh sintió en su cabeza el dolor del hombre, el más joven de los tres, a quien había herido en un hombro, pero el odio contra todo aquel que se propusiera matar a Robi eliminó el dolor. Otros soldados se unieron, y luego otros, en un amasijo de yelmos, escudos y espadas del que Yorsh ya no alcanzaba a distinguir los rostros ni las expresiones. Los derribó uno tras otro. Con cada espada que se cruzaba con la suya, astillándose, él se llenaba de valor y los otros lo perdían. Un oficial con una armadura llena de condecoraciones estuvo a punto de atacarlo por la espalda, pero una pedrada de Robi lo tumbó. De repente, la mula se decidió y echó a correr hacia ellos derribando a los soldados. Yorsh logró detenerla y montar a Robi en la grupa, pero para hacerlo tuvo que bajar su espada. Esto bastó para que el soldado de barba grisácea, que lo había arrestado la última vez, se le acercara lo suficiente para poder herirlo. Un golpe de su espada alcanzó a Yorsh en la pierna y le abrió una larga herida de la que saltó sangre; luego el hombre levantó su espada hacia la cabeza de Robi. La espada de Yorsh bajó y él sintió en su cabeza la muerte del hombre: sintió el recuerdo de su infancia, el miedo a la oscuridad y al vacío, la nostalgia por una mujer con la que no se había casado. Mientras el horror y el dolor llenaban su cabeza, Yorsh logró subir a la mula, detrás de Robi. Tomó las riendas, pasando sus brazos alrededor de Robi, y espoleó el animal hacia la puerta grande. Atravesaron la plaza principal donde ya estaban preparadas dos horcas: una grande para él, una más pequeña para Robi. El Juez administrador, impulsado por la rabia, había renunciado también al ambiguo vestigio de decencia de querer evitar la ejecución de un niño en público. La visión de la horca destinada a Robi le devolvió a Yorsh el deseo de combatir a toda costa, aunque esto significara tener que herir o matar a alguien. Tenía que ponerla a salvo de inmediato antes de que su herida lo debilitara, tenía que ganar la batalla deprisa. La mula volaba por las calles de Daligar. La reluciente espada élfica estaba desenfundada y sucia de sangre, su feroz resplandor bastó para intimidar y alejar a cualquiera que quisiera detenerlos.

Estaban en la puerta grande. El puente levadizo se estaba alzando frente a ellos. Era un sistema rápido, hecho con cuerdas, que superaba al de cadenas, que era más lento. Yorsh le entregó las riendas a Robi, tomó el arco que llevaba colgado y una de las tres flechas que estaban en un carcaj minúsculo pegado al mango, y disparó. Se había entrenado durante años para hacer caer las frutas más altas cortándoles el pecíolo. Sabía que debía ver el blanco con los ojos de la mente y no con los del cuerpo. En cuanto la flecha abandonó el arco, él le prendió fuego a la punta; ésta golpeó de llenó una de las dos cuerdas gruesas que sostenían el puente, la cortó parcialmente y comenzó a quemarla. Después le tocó el tumo a la segunda. Las dos cuerdas, cortadas por las flechas y quemadas por las llamas, cedieron.

El puente volvió a bajar frente a ellos con un estruendo que hizo crujir las viejas vigas y levantó una nube de polvo rojizo.

La mula lo atravesó como el viento. Los soldados de la puerta grande, en vez de intervenir, se apartaron. La polvareda les impidió a los arqueros ver claramente.

¡Eran libres! ¡Lo habían logrado! ¡Eran libres! ¡Libres!

Yorsh tenía una herida en la pierna, una espada élfica entre las manos, un caballo, o más bien dos, y un arco con una sola flecha. Y tenía a Robi consigo. Lo había logrado. Robi estaba sana y salva, y estaba con él. El dolor por el soldado muerto regresó, y Yorsh supo que no lo abandonaría nunca, como era lo justo. Sabía también que, sin embargo, estaba dispuesto a luchar de nuevo por Robi y por los demás, por sí mismo y por sus hijos cuando los tuviera.

Atravesaron un claro y un bosquecillo de castaños. El caballo estaba allí. Yorsh no lo había amarrado (como se lo había prometido), y él no se había ido. El sol estaba cayendo. El aire estaba enfriándose. Yorsh tuvo una curiosa sensación en la boca del estómago que no experimentaba desde hacía años, trece para ser exactos, y que identificó como hambre. Un hambre terrible. Era evidente que su destino desconocía los términos medios. Bajó de la mula con un movimiento lento y siguió apoyándose en ella. La herida no le dolía demasiado, y la pierna lo sostenía. Rasgó un pedazo de su túnica, afortunadamente hecha de velos superpuestos, y se la vendó. Recogió algunos puñados de castañas y las compartió con Robi, que había permanecido sobre la mula para evitarse el problema de tener que subir de nuevo.

Yorsh tenía ganas de decir algo. Quería decir que lo habían logrado. Que estaban vivos. Que estaban juntos. Que eran libres. Habría querido decir lo feliz que era porque ella estaba viva, porque ella era libre, porque ella estaba junto a él.

Por algún motivo que no logró comprender, los pensamientos de las cosas que habría podido decir rebotaban en su cabeza y se chocaban unos contra otros como en una pelea de urracas, y al final, entre todas esas cosas, la que salió fue la menos importante, una que realmente no le importara mucho.

—Debimos dejarle la corona… al rey.

—Pero estaba muerto —refutó Robi con convicción—. Realmente muy muerto —insistió.

Yorsh se sentía cada vez más incómodo y tonto. ¿Cómo había podido, con todas las cosas que quería decirle, meterse en una conversación tan… insulsa?

—Así estaba escrito en el libro —explicó—: «El que tiene el destino del guerrero tendrá la espada; el que tiene el destino del rey, la corona…» —recitó—. Él era el rey, debimos dejarle la corona, creo —añadió dudoso.

—Oh, por eso —dijo Robi—. ¡Entonces no es tan grave! ¡Mira!

Metió la mano en su enorme bolsillo de tela sucia y la corona élfica, trenzada con la hiedra azul, brilló mientras la sacaba.

Yorsh miró fijamente la corona, boquiabierto.

—¿La has cogido tú?

—No, fue Paladio, el más robusto de los dos. Se agachó delante de mí cuando salimos al aire libre y fue fácil sacársela de la bolsa. De todas maneras le quedan los anillos para sus hijos, que eran muchos… los anillos, quiero decir. ¡Como ladrona, soy muy hábil! ¡Sé cómo robar cualquier cosa! —agregó con una sonrisa tímidamente orgullosa—. Pero si tú dices que es importante, la próxima vez que pasemos se la devolvemos al rey, así estará más contento. ¿Él también puede resucitar como la rata o se queda muerto?

—Se queda muerto.

«Insulso» era poco decir. ¡Pero en definitiva era la primera vez que hablaba con Robi! ¿Pero por qué no le decía… algo más? Yorsh siguió sintiéndose tonto, pero se consoló porque ya habría tiempo. Después. En aquel momento no lo tenían. Probablemente ya se estaría organizando una persecución a su espalda; era necesario irse de allí.

La mula se llamaba Mancha (Yorsh lo había leído en su memoria), pero su caballo permanecía aún sin nombre. Debía de haber cambiado con frecuencia de propietario, pues tenía una confusión sobre sus nombres, y ninguno de ellos se había quedado en su memoria.

Tenía que darle un nombre. Un nombre que fuera tan apropiado para el caballo como lo había sido Fido para el perro. Pensó en algo que diera a la vez la idea de velocidad y belleza. ¡Un rayo de luz!

—Te llamaré Rayo —dijo en voz alta.

Robi pensó que de todos los nombres que se le podían dar a un caballo, ése era el más extravagante. Un caballo debía de llamarse Mancha o Pata o Cola o simplemente Caballo. Pensó que ése sería probablemente el primer y último caballo que se llamaría Rayo, porque era un nombre realmente ridículo, pero no dijo nada.

La mente del caballo respondió, asintiendo.

Yorsh sobre Rayo y Robi sobre Mancha se pusieron en camino hacia la Casa de los Huérfanos; cada uno iba mordisqueando lentamente su puñado de castañas crudas, para hacerlas durar más.

Durante la primera parte del viaje, Yorsh sintió un cansancio atroz, ese que le daba después de haber usado toda su fuerza; una fatiga tan grande que se convirtió en sufrimiento, pero después mejoró. El cielo se despejó. La luz de las estrellas brilló.

De vez en cuando, él y Robi se cruzaban una mirada.

Yorsh tenía dentro de sí el dolor de haber asesinado a un hombre, una herida en una pierna y un ejército siguiéndolo a su espalda; sin embargo, a pesar de todo, éste era el momento más feliz de toda su vida, aun cuando su vida incluía volar sobre un dragón.

Llegaron a la Casa de los Huérfanos al alba. El cielo estaba nublado pero no llovía. Una niebla tenue y helada se levantaba del suelo. Estaban cansados, felices, hambrientos y libres. Cuando estaban pasando a través de un viñedo de rojos y dorados resplandecientes, dos salteadores de caminos les salieron al encuentro. Estaban enmascarados, armados con los garrotes de Tracarna y Stramazzo y llevaban encima los inconfundibles harapos de la Casa de los Huérfanos. Los amenazaron con cosas horribles si no les daban los caballos inmediatamente. Hubo un instante de perplejidad bilateral, luego todos se reconocieron. Los dos salteadores eran Crechio y Morón, que estaban muy alegres, felizmente ebrios y dijeron que había sido el dragón en persona, antes de que la cerveza lo durmiera del todo, quien les había pedido que consiguieran tantos caballos como pudieran para transportarlos a todos hacia el mar. Ellos eran los dos primeros jinetes que pasaban por allí.

¿Y quiénes eran todos? Todos los que se les habían unido. Cuando había dejado de llover y el aroma de su asado se había esparcido por los alrededores, elevándose sobre aldeas miserables y granjas donde los conejos estaban mejor alimentados que las personas, todos los muertos de hambre habían llegado para unírseles. Los que no tenían nada. Los que no tenían a nadie. Habían congregado a todos los pobres y miserables, a los que ya no tenían tierras y soñaban con tener una nuevamente; y eran muchísimos.

Robi y Yorsh, siempre sobre sus caballos, llegaron al claro de la Casa de los Huérfanos. Había restos de hogueras por todas partes; algunas todavía humeaban, y el humo se levantaba mezclándose con la niebla. Plumas de oca, gallina y pato se mezclaban en el suelo con las hojas del otoño. Había tres barriles de cerveza vacíos y tirados en el suelo alrededor del dragón. Había gente que estaba durmiendo dentro: figuras amontonadas con manos oscuras y delgadas que salían de las mangas rasgadas. Otros estaban en la casita de Tracarna y Stramazzo, y algunos otros en las eras. La Casa de los Huérfanos ya no existía. En su lugar, un increíble número de piedras formaban casi una minúscula colina. Había sido derribada a pedradas. Robi, con la ayuda de Crechio y Morón, descendió de la grupa de Mancha y se detuvo a mirar la Casa de los Huérfanos; luego se agachó, cogió una piedra y golpeó lo que quedaba de la pared norte, cerca de donde solía dormir. Se quedó allí un largo rato, inmóvil, con la mirada perdida en el vacío. Cala la localizó y corrió a su encuentro gritando; le había guardado un buen muslo de pollo que había defendido valientemente contra todo y contra todos. Las gallinas no pensaban muchísimo y sabían mejor que las ratas.

El dragón estaba de un humor francamente desagradable y tenía un dolor de cabeza insoportable.

Yorsh le preguntó furibundo cómo se le había ocurrido pervertir a dos inocentes convirtiéndolos en salteadores de caminos y ladrones de caballos. El dragón le contestó que la palabra «inocente» tenía un significado obviamente discutible, y que esos dos tenían tanto talento natural para ser bandidos que sería una crueldad no dejar que lo fueran. En todo caso, si Yorsh era tan listo como para tener una idea mejor sobre cómo organizar el transporte hacia Arstrid de toda la gente que había llegado, él estaba dispuesto a escuchar sus consejos. Estaban los niños de la Casa de los Huérfanos, entre los que había desde bebés hasta muchachos; los muchachos caminan, los otros no y es necesario cargarlos.

Además, estaba el grupo de vagabundos que de repente habían aparecido de la nada; no de repente, en realidad, habían llegado cuando el aroma a pato asado se había comenzado a extender por la llanura. Se habían instalado allí, sosteniendo que alguno de los niños de la Casa de los Huérfanos era un pariente lejano y, por consiguiente, ellos también formaban parte de la comitiva.

Los vagabundos eran dos abuelos, seis bisabuelos, siete progenitores entre padres y madres, más un total de veintitrés niños, también desde bebés hasta muchachos, y prácticamente ninguno estaba en condiciones de caminar más de unos kilómetros. Además estaban los viejitos, escapados de la granja del norte, que, al parecer, era un lugar donde metían a los ancianos, igual que metían a los huérfanos en la Casa de los Huérfanos. Allí la gente comía proporcionalmente a lo que aún lograra trabajar; en vista de que eran viejitos, ya algo achacosos por los años que tenían en los huesos, con el trabajo útil que realizaban no alcanzaban a comer más que lo que come una rana, criatura que, en general, come menos que una criatura humana. Uno de los soldados de la guardia de la Casa de los Huérfanos había regresado y había preguntado si podía quedarse. Era un muchachón que tenía granos y cabello rojo, y que después de haber sido a su vez un huésped de la Casa de los Huérfanos había tenido el honor de ser uno de sus vigilantes. Aparte de los patos asados, había regresado porque no existía realmente ningún otro lugar adonde pudiera ir, ni nadie más con quien pudiera estar, y no tenía ni la capacidad ni el valor de estar solo e irse a la aventura por su propia cuenta, y no comprendía por qué debía tenerlo dada la vida que siempre había llevado. Por lo menos, él podía clasificarse como un hombre valioso, y lo mismo podía decirse de los «trabajadores voluntarios» del condado de Daligar, dos alhamíes armados de azadones y un leñador carpintero armado de hacha y sierras, que se habían escapado de la mina de hierro de más allá de la colina al norte. Sí, el olor del asado también había llegado hasta allá; el viento soplaba en esa dirección y uno se vuelve muy sensible a los olores cuando deja de sentirlos durante años. Ellos tres estaban en la posición más vulnerable, por decirlo así, porque habían traído consigo sus herramientas. Los tres sostenían que les pertenecían desde siempre, desde mucho antes de que el Juez se pusiera a gobernar y dijera que todas las cosas que había bajo el sol entre las Montañas Oscuras y el valle alto del Dogon eran de Daligar, aunque el leñador hubiera heredado el hacha directamente de su padre. La verdad era que esas cosas habían sido declaradas propiedad del condado de Daligar y, por consiguiente, además de incurrir en el hurto de patos, también eran responsables del robo de herramientas de trabajo, y por lo tanto tenían derecho a ser colgados no una vez, sino dos. En fin, como si no bastara con esto, la casa de salud, que estaba al este, al otro lado de la fosa de las zarzas, se había vaciado. Afortunadamente, nadie tenía ninguna enfermedad infecciosa; solamente había cojos, lisiados, escrofulosos e individuos tan cansados que a duras penas se tenían en pie y que habían declarado que, antes de regresar al lugar de donde venían, preferían morirse allí; y con éstos se completaba el cuadro.

No, no todos estaban en condiciones de escapar. Si el grupo completo estuviera en condiciones de caminar durante un día entero, no habría habido necesidad de recurrir al bandidaje para conseguir caballos. Los más viejos, los más maltrechos y la multitud de niños no podrían llegar a pie hasta las Montañas Oscuras, al menos no de una sola vez; y no se podían dar el lujo de parar a merendar en la hierba y hacer un día de campo entre las flores cuando todo el ejército del condado seguramente ya los estaba persiguiendo. No, él no podía volar, no antes de haber digerido la cerveza y de que se le pasara el dolor de cabeza. De hecho, si fuera capaz de volar, ya habría regresado a las Montañas Oscuras porque él era un dragón, el último de su estirpe, el último de su especie, y ellos, los dragones, nunca se habían mezclado con alguien que no fuera un dragón, y él ya comenzaba a estar harto de niños llorones, de harapientos malolientes y de elfos moralistas, por no mencionar su terrible dolor de cabeza. Podía hablar más bajo, por favor, tenía la impresión de que alguien lo estaba golpeando por dentro con un pico, y cada golpe era un espasmo de dolor, atenuado pero insoportable, entre el cuarto y el quinto hueso parietal; y dado que habían tocado el tema, tampoco se le había quitado el dolor en las patas posteriores, por no hablar del dolor de espalda. A Yorsh le parecía recordar que los dragones no tenían sino tres huesos parietales en total, pero después de los años que había pasado con Erbrow el Viejo durante la incubación, había adquirido una sensibilidad considerable para saber cuándo debía tener la boca cerrada.

La niebla se despejó y dejó ver la cima de la colina donde media docena de pequeños espacios quemados interrumpían el diseño regular de las hileras de vides. Yorsh las miró atónito. Crechio le explicó que la cerveza le daba hipo al dragón.