En el momento en el que el elfo había entrado, rodeado de guardias y más guardias, el corazón de Robi había comenzado a latir más rápido. Era aún más guapo de lo que recordaba. Ahora estaba vestido con una túnica normal que evocaba a los antiguos sabios. Le habían encadenado las muñecas detrás de la espalda, y una mezcla de fragilidad y poder emanaba de su ser.
Había venido por ella. Se había entregado para liberarla a ella.
Desde que sus padres dejaron de existir, Robi había experimentado el agudo sufrimiento de no ser más la niña de alguien. Su vida, su muerte, su hambre, sus rodillas raspadas ya no le interesaban a nadie. Ahora, de repente, era el centro del mundo. Un joven grande, de carne y hueso, con poderes inmensos y hermoso como el sol, estaba arriesgando su vida por ella. Estaba allí, con las manos atadas detrás de la espalda, sin tener miedo a nada porque sabía que podía salvarla.
Después, el Juez administrador había hablado de la profecía y entonces el corazón de Robi realmente se había inundado de luz. ¡Era ella! Ella tenía las visiones que le decían lo que iba a ocurrir. Era ella la que se llamaba… Estaba a punto de decir, a punto de gritar que Robi era un diminutivo. Su papá y su mamá le habían dado un nombre que encerraba dentro de sí ese momento mágico de la mañana cuando la luz comienza a cubrir el mundo y está intacta la esperanza de que ése puede ser un buen día. Su mamá se lo decía todas las mañanas cuando la despertaba, aunque fuera lloviera o nevara o no hubiera luz alguna. Ella era Rosalba, la luz con la cual todos los días renace la esperanza de un buen día. Por suerte, la prudencia la había silenciado y, además, cuando el Juez había comenzado a hablar de su propia hija, Aurora, el rayo de sol que le iluminaba el corazón se había transformado en una cascada de barro helado y lo único que le había dejado era una sensación extraña en la parte alta del estómago, algo como un intermedio entre el hambre y el hipo, como lo que sentía cuando Tracarna se daba cuenta de que había robado algo.
Robi conocía a Aurora. La había visto cuando había entrado a Daligar escoltada por la mitad del ejército del condado. Se habían cruzado rápidamente después de la puerta grande, Robi en su asno y Aurora sobre su palanquín marfil y carmesí. Robi se había quedado muda; era la chica más hermosa que jamás hubiera visto. Tenía un rostro angelical, enmarcado arriba por sus cabellos rubios y abajo por el cuello de su vestido de brocados dorados. Estaba peinada con una serie de trencitas que se cruzaban formando unos rombos que recordaban las puntadas de su corpiño. Le había lanzado a Robi, que se había quedado boquiabierta contemplándola, la inconfundible mirada de alguien que está viendo una cucaracha. Robi se había sentido como una cucaracha. Bueno, sí, a decir verdad tenía cierto parecido con una cucaracha. Hacía dos años que no se peinaba. El baño más reciente se remontaba al penúltimo aguacero del verano anterior, el último aguacero había sido de noche y no pudo aprovecharlo. Las lluvias otoñales empapaban y helaban los pies, pero por debajo uno quedaba sucio. Y además, ¡Aurora era por lo menos dos palmos más alta que ella!
Cuando sus padres todavía vivían, su mamá le decía que tenía los ojos de su papá y su papá le decía que tenía la sonrisa de su mamá, y ambos se iluminaban cuando la miraban. ¡Pero ahora hacía tanto tiempo que sus padres ya no estaban, para alegrarse y decirle esas cosas!
Hasta unos pocos minutos antes, lo único que ella quería era poder seguir con vida; ahora, no le bastaba sólo que Yorsh la salvara, quería que fuera suyo. ¡Pero la otra era infinitamente más hermosa que ella! ¡Y era mayor!
Al diablo.
Era ella, Robi, Rosalba, la esposa anunciada por la profecía. Lo sabía. Eso que el Juez había descrito como las «predicciones de Aurora» eran estupideces. Era ella la que veía tales cosas, sí, definitivamente «clarividencia» quería decir eso, ver las cosas antes de que sucedieran. ¿La hija del hombre y de la mujer que siempre lo odiaron? ¡Vamos! ¡Qué tipo de profecía sería ésa! Medio mundo odiaba a los elfos. Todos odiaban a los elfos. Todos menos algunos. Todos menos unos pocos. Todos menos Monser y Sajra. La palabra era «salvaron» y no «odiaron».
La hija del hombre y de la mujer que siempre lo salvaron, la hija de Monser y Sajra, aquella que tiene en su nombre la luz de la mañana.
¡Ella evidentemente era la nieta de una nieta del Señor de la Luz! Ese señor debía de estar entre los abuelos de sus abuelos o de sus bisabuelos o entre los bisabuelos de los abuelos de sus bisabuelos; además, por otra parte, ¿quién sabe quiénes son los abuelos de sus bisabuelos? Podría ser cualquier persona, ¿por qué no el de la luz (como habían dicho que se llamaba)? Robi quiso confirmarlo preguntándole a Yorsh: «descender» quiere decir tener la misma sangre y la clarovi…, en fin, eso, quería decir que el futuro se forma dentro de tu cabeza y tú lo conoces antes de que pase. Cuando el joven elfo le había hablado del mar, al fin había comprendido cuál era el azul que le llenaba la cabeza siempre que cerraba los ojos.
Mientras escapaban por las galerías cada vez más estrechas y oscuras, donde los magníficos dibujos élficos continuaban por las paredes, Robi sentía que la alegría y la calma aumentaban de galería en galería, de hoja de hiedra en hoja de hiedra. Arst… Ard… el tipo de la luz nunca habría soñado con ellos para que murieran colgados de una horca o en el fondo de las entrañas de la tierra como dos ratas. Estaba pensando en decirle a Yorsh su nombre, en hablarle sobre sus visiones, cuando de nuevo la alegría se le contrajo adentro y se convirtió en una especie de piedra fría en la parte alta del estómago. ¿Él sería suyo porque así lo quería, o porque estaba escrito en un muro? Es decir, ¿el Señor de la Luz, Ar…, bueno, ése, veía las cosas que uno quería hacer o las que debía hacer? ¿Y si él, Yorsh, se pasara la vida con ella pero pensando en la otra? ¡Aurora! De nuevo ese rostro le atravesó por la mente. ¡Casi tan hermosa como un elfo! ¡La otra no era sólo codos, rodillas y dientes salidos! Una vez Tracarna la había examinado de arriba abajo y le había dicho con un tono dulce y triste que, siendo así de morena, realmente parecía una cucaracha. Una cucaracha con dientes de rata. Luego había susurrando que no todos podíamos ser guapos. Y además ella, Aurora, probablemente sabía escribir y se comería las habas como toda una señora, ¡no se atiborraría como había hecho ella! Cuando Yorsh le había dado las habas, sus manos se habían rozado: su mano larga, pálida y perfecta había tocado la suya, pequeña, sucia, con las uñas comidas y negruzcas. Robi se miró las rodillas esqueléticas, empapadas y raspadas, y se sintió otra vez como una cucaracha. Le preguntó a Yorsh por Aurora y su gesto de asentimiento la ahogó en la aflicción.
De nuevo cerró la boca. No le diría que ella era su futura esposa. Jamás. Prefería no serlo que saber que él la había escogido «a la fuerza».
Finalmente, después de haberla examinado cuidadosamente y durante un largo rato, Yorsh supo cómo funcionaba la reja. La parte central estaba pegada del resto por cuatro diminutos rabitos de oro sutilmente atornillados alrededor de un hilo de las ramas. Él le explicó que bastaba con aumentar la temperatura para «fundirlos», o sea derretirlos, como le pasa a la última nieve bajo el sol en primavera. Él lograba hacer calor con su cabeza, y no en el sentido de calentar las cosas a cabezazos, sino que si pensaba en el calor y en los pestillos que tenía la reja, éstos se calentarían tanto que se, derretirían como la nieve bajo el sol.
Al quitar la reja el mundo se abría. Al otro lado había una gruta enorme con grandes columnas de roca, unas que subían desde el suelo y otras que caían desde el techo como lluvia. Se oía un fuerte ruido de agua. La gruta tenía por todas partes incrustaciones en oro, que brillaban con la luz de la antorcha como si la gruta estuviera cubierta de estrellas. Yorsh le explicó que esas columnas que subían desde el suelo se llamaban estalag… algo, y las que venían de abajo, tenían otro nombre muy parecido. La caverna estaba debajo del río Dogon. El agua había cavado todo eso, y como el Dogon es un río que contiene oro, la caverna estaba recubierta completamente por él. Robi no había entendido bien cómo lo hacía el agua para cavar, pues para ello eran necesarias una pala y dos manos que la agarraran, y el agua no tenía ninguna de esas tres cosas. De todas formas no pidió más explicaciones; la voz y la sonrisa de Yorsh cuando explicaba eran, de cualquier manera, espléndidas, aunque lo que dijera no tuviera ni pies ni cabeza y, además, probablemente «la otra» lo habría entendido y ella no quería representar el papel de la tonta.
El inconfundible ruido del metal de las armaduras de los soldados resonó a sus espaldas. Paladio se había quedado atascado en la reja y Meliloto lo estaba empujando con todas sus fuerzas.
Mientras estaba atrapado en la reja en medio de las espirales de la hiedra de oro y de plata, Paladio sonrió.
—Os hemos seguido paso a paso —les comunicó triunfante—, siguiendo vuestras voces.
—De otro modo nos habríamos perdido en ese laberinto —dijo Meliloto.
—¡Ese loco nos quería colgar! —prosiguió Paladio, enrojecido por el esfuerzo—. ¡Por media pinta de cerveza que le hemos derramado en la cabeza!
—¿Os importa si nos unimos a vosotros? —preguntó Meliloto—, sólo para escapar de aquí dentro. Luego nos vamos por nuestra cuenta.
—¡Además, si os están persiguiendo, hemos logrado que se retrasen! —concluyó Paladio, mostrando feliz el gran manojo de llaves—, ¡nosotros tenemos las llaves! Ellos deberán encontrar un cerrajero y no es fácil. El último que había lo ahorcaron hace dos días.
—También os hemos traídos vuestras cosas —dijo Meliloto mostrando la barquita, la muñeca, el arco, las flechas y el libro—. Nos pondréis a salvo también, ¿verdad?
Yorsh y Robi se quedaron sin habla. Permanecieron en silencio mirando a los dos recién llegados, con la misma cara con la que hubieran mirado a peces que hablaran o a un asno con alas. Meliloto, que seguía empujando a Paladio con todas sus fuerzas sin moverlo ni un palmo, les pidió con cierta impaciencia que si en vez de quedarse allí mirándolos como dos graciosas estatuillas podrían lomarse la molestia de echarles una mano.
—¿Cómo os ha ocurrido seguimos? —preguntó Yorsh cuando recuperó la voz.
Los dos comenzaron a hablar al mismo tiempo.
—Te lo dije: ése nos colgará… Media pinta de cerveza sobre el cráneo…, tú no lo conoces… Ah no…, al contrario, pensándolo bien, también tú lo conoces muy bien… Nosotros no queremos morir… Y como… —concluyeron finalmente al unísono— tú eres mago. Incluso Arduin sabía que estabas destinado a sobrevivir. ¡Si estamos contigo, también sobreviviremos y saldremos con vida de aquí! —agregaron con voz alegre.
Por algún motivo misterioso, Yorsh puso una cara extraña. Era, sin duda alguna, la cara de alguien que no estaba contento; más o menos la cara de alguien que acaba de saber que la única cosa que había para comer acaba de resucitar, o que le han dicho que hay que cavar trincheras. Es decir, la cara de alguien que no sólo no está contento, sino que además tiene fiebre. Yorsh se acercó a la reja y comenzó a buscar otro punto por donde romperla, pero evidentemente el diseño élfico original no había previsto que pasaran soldados con forma de barril. Al final todo se resolvió: Yorsh tiraba con todas sus fuerzas mientras Meliloto empujaba con todas sus fuerzas y Paladio maldecía con todas sus fuerzas, y, al fin, entre los tres, el soldado se desatascó y aterrizó en el suelo con un preocupante ruido de hierro, que, sin embargo y por fortuna, no tuvo consecuencias irreparables.
—Bien —dijo Paladio, después de que milagrosamente se pusiera de pie—, ahora, sin embargo, por favor démonos prisa. En cuanto estemos lejos de aquí, nosotros os dejamos y vamos a resolver nuestros asuntos, y resolver nuestros asuntos significa que debemos ir a nuestras casas a rescatar a nuestras familias.
—Yo tengo cuatro hijos y él, cinco —explicó Meliloto—, debemos ir a buscarlos, y escapar todos juntos, si no, cuando el loco se dé cuenta de que hemos huido, irá a por nuestras mujeres y nuestros niños.
El gesto de Yorsh empeoró: parecía la cara de alguien con fiebre, picor y también ganas de vomitar.