Yorsh no tenía ni la más mínima idea de qué hacer, ni cómo hacerlo. La única idea que se le había ocurrido había sido entregarse a los soldados de la puerta grande, y no estaba muy seguro de que hubiera sido una idea brillante.
Había hecho un intercambio, él se entregaba sin combatir a cambio de la jovencita. No sólo porque estaba en deuda con Monser y Sajra, sino porque desde que la había visto lo único que le importaba era ella. Entregarse a cambio de la joven era la única idea que se le había ocurrido. Él no sabía combatir: ¿qué otra cosa podría haber hecho?
Con frecuencia, en las complicadas fábulas que le leía a Erbrow el Viejo durante la incubación, alguien intercambiaba algo con alguien más: yo te doy media libra de calabacines y un cuarto de judías ahora, y tu hija será mía al nacer. O si me traes tres plumas de la cola de un buitre dorado, te daré la mitad de mi reino, o si no, siete octavos del tapete mágico y cinco onceavos de la olla de la abundancia. Y todos respetaban todo. Por lo tanto, le faltaba saber que era posible que los pactos no se respetaran y que era necesario negociar desde una posición fuerte antes de cederla. Primero debió hacer que liberaran a Robi y luego entregarse. La verdad era, ahora se daba cuenta, que le había parecido descortés suponer que no eran personas de honor, y tomar precauciones al respecto. Haberse presentado solo, ante la puerta de la guarnición armada hasta los dientes y con los arcos preparados, tampoco había sido muy astuto. Debió haberlos amenazado con las represalias del dragón; probablemente ninguno habría pensado que no lo había traído consigo, pero su antigua incapacidad de mentir y la intolerable vergüenza ante la idea de ser descubierto haciéndolo, lo habían paralizado. Ya era tarde. Se había dejado capturar y, por lo tanto, el plan era la horca para todos. Él en la plaza y Robi en el fondo del subterráneo.
Yorsh tenía encima una cantidad tal de cadenas que a duras penas podía respirar. El número de soldados que lo rodeaban era tan grande que no alcanzaba a contarlos. El único consuelo era que lo estaban llevando al lugar preciso: a los subterráneos del palacio de Daligar, donde sabía que se encontraba Robi. Algo se le ocurriría. En todo caso no estaba muy preocupado por sí mismo, sin duda se las arreglaría de algún modo: si una antigua profecía se refería a su futuro, quería decir que aún tenía algún futuro. Y él no se salvaría sin llevarse consigo a Robi.
Continuó bajando las escaleras, que cada vez eran más estrechas y empinadas, atravesando corredores cada vez más bajos y oscuros, cada vez más hundidos en las profundidades de la Tierra, cada vez más alejados de la luz del día, hasta que las paredes se alargaron y, a la luz de las antorchas, vio una figura lujosamente vestida de blanco que, curiosamente, olía a cerveza rancia y que reconoció como el Juez administrador.
Detrás de él, más allá de las rejas la oscuridad ocultaba, apenas perceptible, la figurita de Robi.
El Juez no perdió tiempo.
—Te esperaba, elfo —dijo con voz dura—, has venido a buscar a tu futura esposa, ¿no es cierto? Yo lo sé.
Yorsh se quedó sin palabras. ¿Cómo podía saberlo? Robi era poco más que una niña, y él todavía era un muchachito, pero los elfos escogen a su esposa desde muy jóvenes y para siempre. Cada vez que pensaba en Robi, en su cara, su ternura y la valentía con la que había tratado de consolar a la niña más pequeña, a la que le faltaba un dedo, ¡sentía que era ella o ninguna!
—Yo lo sé. Yo también sé leer las lenguas antiguas, también leí la profecía antes de hacerla destruir al igual que todos los demás escritos que ensuciaban las paredes de este lugar. Leer no le hace bien al pueblo: ¡si es que hay alguien que pueda hacerlo! Yo he evitado esa desgracia. ¡La profecía había sido escrita por Arduin, el gran brujo, el Señor de la Luz, el Fundador! Daligar fue una ciudad élfica, ¿sabías esto, no es cierto? Después de que los orcos la destruyeran, Arduin la reconquistó y la volvió a fundar. Arduin estaba completamente loco, amaba a los elfos. Aunque reconozco que tenía una cierta agudeza militar. Es verdad que liberar a la ciudad de los orcos, cuando estaban en la cúspide de su poder, atacándolos y venciéndolos con un ejército que no era ni la mitad del de ellos, fue una hazaña que requería de cierta habilidad, de cierto coraje y también de cierta sagacidad, debo reconocerlo, ¡pero nada comparable conmigo! Yo soy el verdadero fundador de Daligar, su verdadero libertador. Yo estoy liberando a Daligar de las pasiones, del egoísmo; la estoy encaminando por la senda de la virtud y la humildad, la estoy depurando con mi justicia y mi severidad. ¡Y embelleciendo! Yo también soy un mago, mucho más grande que Arduin, que todo lo que sabía hacer era predecir el futuro y destruir el encantamiento de la Sombra con el que los orcos sometían al mundo. Yo he hecho más, ¿no lo has notado? ¿No has visto mi extraordinario prodigio? ¡Mi triunfo!
Silencio. Un largo silencio. Yorsh se preguntaba si se esperaba que él dijera algo. Probablemente sí, pero francamente no tenía idea de cuál era el extraordinario prodigio del Juez administrador. La única cosa que se le ocurrió era que Daligar le había parecido un lugar de pobreza extraordinaria y que era prodigioso que se hubiera convertido en eso después de sus pasados esplendores. El molesto silencio continuó y finalmente el Juez prosiguió.
—¡Las flores! —prorrumpió exasperado—. ¡Las glicinias siempre florecidas, el perfume de los jazmines! Dejando pudrir enormes cantidades de fruta y de trigo que nos llegan de los campos, se obtiene un fertilizante especial que permite esta floración permanente, estos perfumes intensos. ¿No es extraordinario? Esto realmente es extraordinario, ¿no es cierto?
Yorsh miraba fijamente al Juez, impresionado. Estaba completamente loco, visiblemente demente. No podía existir la más mínima duda sobre su demencia. Lo que era incomprensible para él era por qué sus espectadores, numerosos y armados, continuaban en posición de firmes ante su locura, en vez de tomarlo de la mano y acompañarlo de forma cortés, pero decidida, a un lugar donde lo ayudaran con su delirio o al menos pudieran neutralizarlo.
—Tuve que destruir también el antiguo palacio real de Arduin; arcos por todas partes, arcos y columnas sin gracia que se alternaban con esos patios insulsos alrededor de esos absurdos cedros. Todo anticuado. Arduin construía como las dinastías rúnicas, o peor aún, como los elfos. Yo, el Juez, hice derribar casi todo, sólo faltan los pórticos para que «lo nuevo» finalmente surja: una nueva era. Una era nunca antes vista, de la cual mi palacio será el símbolo mismo. —Se hizo un silencio. El Juez estaba sumido en la autocomplacencia—. Arduin —prosiguió— escribió su profecía antes de morir: «El último elfo se unirá en matrimonio a una chica, descendiente y heredera del propio Arduin. La chica tendrá, al igual que su abuelo, el poder de la clarividencia y en su nombre estará la luz de la mañana; será hija del hombre y de la mujer que siempre… a este elfo». Ahí falta una palabra, borrada por el tiempo y la intemperie. Yo intuyo que debe ser «odiaron». Cuando me dijeron que habías estado en mi jardín y habías visto a mi encantadora hija Aurora, comprendí que volverías a buscarla y que entonces podría y tendría que destruirte.
¿Aurora? ¿La hija del Juez? ¡La hija del Juez se llamaba Aurora! ¿Esa joya de maldad, arrogancia y prepotencia tenía en su nombre la luz de la mañana?
—Mi hija Aurora, en su nombre está la luz de la mañana. La he educado en la perfección absoluta. Ella es la doncella perfecta. Toca el laúd, lee poemas antiguos y canta mientras se mece en un columpio como las princesas de reinos pasados. Por lo menos así están representadas en las imágenes de los pergaminos. Y por consiguiente nunca le he permitido, a Aurora, quiero decir, desde que tiene uso de razón, sino tocar el laúd y mecerse cantando entre las flores, porque ésta es la perfección para una doncella-Laúd, cantos, columpio y flores de la mañana a la noche, día tras día.
Yorsh empezó a sentir un destello de simpatía por la pobre Aurora, obligada a vivir como la imitación perfecta de algún relato absurdo de alguna princesa que a lo mejor nunca existió. Por eso era tan insoportablemente tonta: la perfección debe de ser una carga inaguantable.
—Aurora es mi hija y por lo tanto heredera de Arduin, porque al ser la cabeza de esta ciudad, como él lo fue, soy su sucesor. —El Juez había elevado el tono de su voz y ahora vocalizaba mejor las palabras, como para darles más peso—. Además, Aurora tiene la capacidad de predecir el futuro, ¿sabes? Una vez predijo que tendría el collar de oro de la mujer del jefe de los guardias, y adivina qué. Se descubrió que él era un traidor, lo ahorcaron y sus bienes fueron confiscados, y el collar de oro ahora es de Aurora… También predijo que, tarde o temprano, la sequía del verano anterior terminaría y que en el otoño llovería, y tenía razón.
Una vaga sonrisa de complacencia ennobleció por algunos instantes los rasgos del Juez. La mente de Yorsh estaba inquieta. ¡Aurora! ¿La vil e insoportable tonta del columpio? ¿Capaz de hacer llorar a un niño pequeño por horas? Lo sentía por ella: a su modo de ver, ella también había tenido un destino difícil, más bien insoportable, pero ¿fundar una nueva estirpe junto a ella? ¡De eso ni hablar! Jamás. Prefería la horca. Jamás. Por nada del mundo. Hasta ahí llegaba su destino y al diablo con Arduin y sus profecías. Quizá también el pobre Arduin se había deteriorado con la edad. Seguramente la luz lo cegaba de vez en cuando y las sombras se le confundían en la cabeza. Pelear una guerra contra los orcos no debió de haber sido cosa de niños. Seguramente en uno de esos asedios debió de golpearse la cabeza contra algo muy duro y se le había ocurrido que Yorsh tendría que casarse con Aurora.
Ahora el problema era cómo rescatar a Robi y despedirse rápidamente, dejando al Juez y a su encantadora hija con sus geniales predicciones.
El Juez tenía entre sus manos su arco con las tres flechas y su bolsita de terciopelo azul.
—Veamos qué habías traído para destruirnos, elfo. Tu arco y tus flechas están en mis manos. ¿Qué más hay?
El Juez rasgó la bolsita de terciopelo. Las habas doradas se esparcieron por el suelo.
Su aroma era muy ligero para la nariz de los humanos, pero no para la de un elfo.
Mientras se desparramaban por el suelo, Yorsh volvió a sentir su olor, un olor suave pero inconfundible, dulce y penetrante como el del pan recién horneado.
Yorsh se acordó de las ratas.
Las ratas gordas y grandes de las prisiones de Daligar ya lo habían ayudado una vez, cuando era un niño.
Ellas también percibieron el olor de las habas y sus mentes se llenaron de él. La mente de las ratas es fácil de controlar. Allí había miles. Yorsh lo sintió. Sintió su hambre constante e insaciable, su rabia, el rencor por todas las patadas, las pedradas, los dardos tirados en broma, los cebos envenenados. Miles en todos los subterráneos, hambrientas, enfadadas, perversas.
Yorsh respiró y sintió que el aire le llenaba los pulmones y que su fuerza aumentaba: sabía qué hacer. Usaría a las ratas. Multiplicó el aroma de las habas doradas y con éste buscó sus mentes y las guió.
—Un juguete —el Juez dejó caer el trompo al suelo y lo rompió de una patada—, y… ¡un libro! Interesante, ¿verdad?…
Las ratas comenzaron a salir de la oscuridad desde detrás de las rejas, desde los pasillos laterales. Algunas corrían sobre las paredes usando los frisos que había entre las antorchas. Todavía no eran muchas, sólo unas docenas. Yorsh alejó el miedo de sus mentes. Llegaron otras y detrás otras más y aún más. Se dirigían hacia las habas, sin hacer caso de los soldados, sin ningún temor, una ola de carne, pelo y minúsculos dientes, que sumergieron los pies de los hombres como una marea. Los soldados trataron de sacudírselas, de esquivarlas, chocándose unos contra otros. El Juez tenía entre las manos el libro de poesía de la madre de Yorsh y estaba demasiado absorto en él como para darse cuenta de nada.
—¿Qué son, encantamientos? ¿Poesías? ¡Qué tonterías! «Sigue la ra… ma… sigue la rama de la hiedra». Yo también conozco tu lengua, elfo, ¿lo sabías? Siempre es necesario conocer la lengua de tus enemigos. «Sigue la rama azul de la hiedra». La hiedra es verde, yo lo sé, los elfos siempre mienten, ¿no es verdad? Hasta en las poesías.
Sigue la rama azul de la hiedra: te conducirá a donde el cielo brilla. Busca el lugar donde borbotea el agua. El futuro depende de nuestra fuerza…
Las ratas estaban empezando a morder no sólo las habas doradas, sino todo lo que encontraban a su paso, es decir, los pies y las piernas de los soldados y del Juez, que dejó caer el libro con un grito. Sólo Yorsh y Robi estaban indemnes: sus pies estaban libres de la capa uniforme de ratas que lo cubría todo como un tapete hormigueante, inestable, móvil y dotado de dientes.
Algunos comenzaron a escapar apoyándose en las paredes para no perder el equilibrio. Clank: el cerrojo que aseguraba las muñecas de Yorsh se abrió y las cadenas cayeron a sus pies; clank, también liberó sus tobillos. La desbandada era general, mientras que la marea de ratas arrasaba con todo. El Juez se tropezó con lo que quedaba del trompo y cayó al suelo. Los pocos soldados que quedaban se apresuraron para protegerlo y levantarlo, dejando completamente descuidada la celda de Robi. Clank. También ésta se abrió.
Yorsh la cogió de la mano y la sacó fuera de allí, luego se alejaron casi lentamente, caminando de espaldas para no perder de vista a los soldados y al Juez mientras la marea de ratas se abría obediente a su paso. Yorsh sacó una antorcha de la pared y le dio una última ojeada al grupo: el Juez ya estaba en pie, pero ahora había otras cosas más importantes que hacer que ocuparse de ellos. Los soldados se movían por las escaleras, había otras escaleras con más soldados y luego más y más.
En cambio, en la mente de las ratas estaba la imagen de un mundo subterráneo inmenso, laberíntico, que se extendía por debajo de la ciudad y por debajo del río. Robi y Yorsh empezaron a correr en dirección opuesta a las escaleras. Una reja les impedía el paso; afortunadamente estaba cerrada con un cerrojo que se abrió, y más allá continuaba el corredor. Yorsh cerraba todos los cerrojos tras de sí para retrasar a sus posibles perseguidores, que tarde o temprano probablemente llegarían. Esperaba ardientemente ver un rayo de luz, un rayo de sol que le mostrara alguna salida para volver a subir, pero no había nada parecido. El corredor se inclinaba hacia abajo, siempre hacia abajo, a lo largo de galerías que cada vez eran más oscuras. Las ratas comenzaron a disminuir. Otras rejas, otros cerrojos, otros pasillos, cada vez más abajo, más profundos y más oscuros. La persona que había construido el antiguo palacio real, probablemente Arduin, había decidido aprovechar los antiguos subterráneos élficos, transformando una parte de ellos en una prisión que estaba separada del resto por rejas antiguas e insuperables. Su antiguo palacio real había sido derribado y sobre éste se erigía el curioso palacio del Juez, con su forma incomprensible; sin embargo, las prisiones se habían conservado intactas.
Yorsh y Robi se detuvieron sin aliento. Yorsh tenía miedo, no era cierto que fuera capaz de salir de allí. Tarde o temprano las ratas se distraerían, o alguien recordaría que basta con una antorcha para hacerlas huir, y ellos tendrían que discutir con todo el ejército de Daligar las ventajas improbables de su supervivencia contra las de su muerte, y no sería una discusión amigable. O simplemente se perderían en medio de las galerías semidestruidas, esperando a que el hambre reemplazara la horca.
—No sé adonde ir —confesó; apenas fue capaz de hablar.
Robi le sonrió tranquila. Se limitó a hacer un gesto con la mano, señalándole el techo de la galería donde la luz débil de la antorcha iluminaba un fresco larguísimo que representaba una rama de hiedra azul. ¡El libro de poesía de su madre también era un mapa! ¡Bastaba con seguir el camino!
La verdad era que la hiedra estaba por todas partes: en las bifurcaciones; en las encrucijadas de tres y de cuatro caminos; en galerías que terminaban en la nada, estrechándose cada vez más, obligándolos a avanzar reptando, y en galerías que terminaban bruscamente en paredes decoradas con frescos de fuentes y jardines.
Al observar con atención, Yorsh notó que en algunos sitios la rama formaba letras élficas: cuando la palabra escrita era «vas», el camino no se interrumpía. El lugar en que se encontraban era un antiguo laberinto. Las galerías se cruzaban entre sí, todas tenían en común el mismo tipo de frescos y era necesario reconstruir el rastro con las letras escondidas en los dibujos de las ramas. A veces aparecía la palabra «no», a veces, algún verso burlón: «Ahora la vía has errado, y el camino has aumentado», o: «Si atención has de poner, nunca más la vía has de perder».
Para cualquiera que no conociera la lengua élfica, el laberinto era indescifrable, pero un grupo adecuado de personas armadas de paciencia, tiempo y un ovillo de hilo para reencontrar el camino, podría explorarlo y superarlo. Era necesario actuar deprisa, pues aunque los soldados del Juez se habían tomado su tiempo, tarde o temprano aparecían. El juego se complicó. La palabra «vas» comenzó a guiarlos hacia paredes ciegas o escaleras que no conducían a ninguna parte. Una de las paredes representaba el juego del ajedrez élfico: ninfas blancas y dos dragones negros combatían alrededor de una reina que tenía una corona sobre la cual se envolvía la hiedra azul. La clave era el libro, las poesías se habían mezclado con adivinanzas:
Cuatro somos.
En el corazón tenemos
valor de guerrero;
espada empuñada,
mirada fiera,
la reina protegemos.
¡Las ninfas! Yorsh miró con atención; en los puntos donde las manos de las ninfas empuñaban las espadas había cuatro fisuras sutiles e imperceptibles, escondidas dentro de la sombra de la empuñadura. Metiendo la mano, Yorsh encontró unas palancas que sus dedos alcanzaron a tocar pero no a mover. No era grave: lo importante era que comprendiera cuál debía ser el movimiento para guiarlo, exactamente como con los cerrojos. Clank. La pared era un panel y se abrió. Sin embargo, las palancas, deterioradas por el tiempo y el polvo, se rompieron al abrirse y no fue posible volver a colocar la pared en su lugar; de ese modo les estaban abriendo el camino a sus perseguidores, guiándolos a ellos por los antiguos subterráneos.
Otra pared cerraba bruscamente una vertiginosa escalera en caracol, que los había llevado tan abajo que Yorsh empezaba a pensar que estaban muy por debajo del río. En las paredes estaba pintado el mar.
—Cuando salgamos de aquí, nos iremos a vivir al mar —le dijo Yorsh a Robi, quizá para animarse a sí mismo y también a ella.
«… Pequeños frutos por el sol enrojecidos, rociados por las olas saladas…», decía el libro. Observando cuidadosamente, Yorsh localizó la pequeña isla que tenía un cerezo silvestre encima, la misma que había sobrevolado montado, en la espalda de Erbrow. ¿Existía desde hacía siglos, con un cerezo que tenía que ser el bisabuelo del actual, o simplemente el pintor la había imaginado o soñado? Las cerezas brillaban en el árbol con un esmalte rojo que se oscurecía en los lugares de sombra, en los cuales estaban las fisuras que escondían los mecanismos. Clank. El panel se abrió, y fue imposible, una vez más, volverlo a colocar en su lugar cuando pasaron. Lo único importante en ese momento era darse prisa.
Estaban descendiendo cada vez más, debajo de las entrañas de la ciudad, en lo que habían sido los subterráneos del palacio real de la capital de los elfos.
El camino estaba cubierto por enormes telarañas y estrechado por pequeños deslizamientos que se alternaban con inundaciones que las filtraciones habían causado. Esto los obligaba a avanzar arrastrándose por el barro en medio de un aire cada vez más escaso y denso, cargado de polvo y de antiguos olores a tierra, agua y hojas podridas. Yorsh estaba aterrorizado. Quizá estaba dirigiéndose hacia la muerte y, lo que era infinitamente peor, también arrastraba a Robi hacia ella. Hasta ese momento no había tenido realmente miedo de nada, porque en cierta manera la profecía lo protegía. El hecho de que alguien, en este caso Arduin, Señor de la Luz, hubiera formulado una hipótesis sobre su destino, indicaba que, en todo caso, él tenía uno. ¡Pero ahora sabía que estaba fuera de la profecía! Antes que unir su vida a esa perversa gallina llamada Aurora, prefería hacerse devorar por un trol. O morirse en los subterráneos de Daligar. Si la profecía sólo era parcialmente cierta, entonces su supervivencia también pasaba a convertirse en una opinión. Arduin estaba a favor de esa opinión; el Juez administrador estaba totalmente en contra, y éste estaba mucho más cerca de él que el primero y contaba con una compañía más numerosa. ¡Si sólo pudiera salvar a Robi!
De repente, la galería simplemente se acabó. Estaban gateando a través del barro y se toparon con una reja. Al otro lado de ésta, se extendía la oscuridad y el aire era frío y limpio. Evidentemente, la galería desembocaba en una caverna. La reja estaba hecha de complicadas espirales parecidas a la hiedra: las hojas eran de plata, las ramas de oro y se estrechaban en arcos que se entrelazaban. El trabajo era, sin lugar a dudas, élfico, e igualmente cierto era que no dejaba entrever ninguna posibilidad de apertura, no tenía ni cerraduras ni goznes. Se trataba exactamente de una reja, no de una verja.
—Debo hacerte una pregunta —dijo Robi. Bajo la luz incierta de la antorcha, sus ojos oscuros brillaban como estrellas, y una sonrisa tímida le iluminó el rostro. Yorsh esbozó una sonrisa de aprobación y esperó que no le fuera a preguntar si tenían alguna esperanza de sobrevivir, porque era un tema sobre el cual prefería no extenderse.
—¿Ahora? —preguntó. Robi asintió. La timidez le invadió el rostro borrando su sonrisa, pero asintió tercamente—. Está bien, ¿qué quieres saber?
—Eso que dijo el Juez, mmm…, él dijo «descendiente»: ¿eso significa que hace el mismo trabajo o que tiene la misma sangre? Es decir, que es la hija del hijo del nieto de la hija…, algo así. ¿Entiendes?
Yorsh estaba perplejo. Perplejo y conmovido. La sed de conocimiento de la muchachita era tan grande que incluso ahora, ante la perspectiva de elegir entre un nuevo encuentro con el Juez y sus horcas o una muerte más serena por inanición, se perdía en cuestiones semánticas.
—Puede tener ambos significados —explicó.
Robi asintió contenta.
—¿Ese señor, el de la luz, tuvo muchos hijos?
—¿Preguntas por Arduin?
—Sí.
Yorsh trató de acordarse; los libros de historia no se detienen mucho en sucesos familiares.
—Mmm… sí, ahora lo recuerdo: tuvo un hijo, Gesein el Sabio, que lo sucedió y que después murió sin dejar hijos, y por lo menos seis hijas, dos de las cuales, al casarse, se fueron a vivir fuera de Daligar.
»Y estas hijas tuvieron hijos o hijas que a su vez tuvieron otros hijos e hijas, que tuvieron otros hijos e hijas, ¡así que hoy ya no se sabe quién es descendiente de Arduin! ¡Quizá hay descendientes suyos que ni siquiera saben que lo son! —concluyó triunfante. Yorsh lo meditó un instante; esa conversación era en efecto un poco absurda, pero por lo menos así aplazaban el momento en el que tenían que decirse que no había esperanza—. Sí, creo que sí —confirmó.
Después de la interrupción histórica la conversación regresó a la semántica.
—Claro… mmm… veo claro…
—¿Clarividencia?
—Sí, clarividencia. ¿Es cuando tú cierras los ojos y ante ti aparecen las imágenes de cosas que después suceden?
—Sí —respondió Yorsh con convicción. Luego se hartó de la conversación—. No hay ninguna manera de abrir esta reja.
—Pues claro que la hay —rebatió Robi, tranquila—. Tiene que haberla. Es imposible que no la haya. Es sólo que no lo has pensado lo suficiente. ¿Hay algo de comer? ¡Incluso comida estúpida, si quieres!
—¿Comida estúpida? —La conversación era cada vez más absurda.
—¡Que no piensa!
Yorsh había hecho dos bolsillos internos y secretos en su túnica, usando las instrucciones de los veintiséis manuales de costura y bordado de la biblioteca, y ahora miró dentro de ellos: aún le quedaban algunas habas doradas. Se las dio a Robi, y al entregárselas sus manos se rozaron. Yorsh tuvo una extraña sensación en el estómago; algo como un intermedio entre el hambre y el hipo; era la primera vez que lo experimentaba.
Robi se llenó la boca de habas. Yorsh sabía lo buenas que eran. Sonrió ante la expresión de satisfacción de Robi, ante la felicidad con que comía; sintió dentro de sí su alegría y fue con un huracán. Pero claro que lograría sacarla de allí. Estaba fuera de la profecía, pero él seguía siendo un elfo. El último y el más poderoso. El camino existía, bastaba con encontrarlo. Y para encontrarlo, bastaba con tener la certeza de poder encontrarlo. Tuvo la tentación de decirle a Robi cuánto la amaba, que para el sólo existía ella en el mundo, pero afortunadamente se detuvo. Robi no era un elfo, sino una criatura humana, y las criaturas humanas no escogen a sus compañeros desde niños, sino cuando son adultos. Debía aguardar y esperar que Robi lo aceptara. Tenía más probabilidades si lo aplazaba algunos años. Y además, él era un elfo. La mayoría de los humanos odian a los elfos. ¡Incluso Monser y Sajra al principio! Debía esperar a que Robi lo conociera mejor si quería tener alguna posibilidad.
De repente, Robi le preguntó por Aurora, ¿la conocía? ¿Había visto cuan bella era? Yorsh estaba por responder que la consideraba una odiosa y perversa gallina cuando le vino otro pensamiento a la mente: Robi estaba tan increíblemente tranquila porque estaba segura de que él era parte de la profecía y esto garantizaba su supervivencia. Si le dijera la verdad, el miedo, como un halcón, la atraparía. Se limitó a hacer un vago gesto de asentimiento.