La prisión era mucho más fría que la Casa de los Huérfanos: era de piedra y además no estaban los otros niños, que al respirar todos juntos en un lugar pequeño lo calentaban. Por otro lado, era más seca, la paja donde se dormía era mejor y te daban un poco más de comida. Tampoco había que hacer ningún trabajo. Si no fuera porque periódicamente resonaba la palabra «colgamiento», habría podido ser una especie de casa de veraneo.
Estaba encerrada allí dentro desde la tarde anterior. Poco después de su llegada había comenzado un viento gélido y una lluvia fuerte que no daba señales de menguar. Robi se preguntó si aquella tempestad detendría al príncipe o si de todas maneras vendría. Ya sabía que el príncipe y el dragón no eran una fantasía: existían. ¡El dragón era enorme y el príncipe era el elfo al que, cuando era un niño, sus padres habían salvado la vida! El príncipe la estaba buscando. Se preguntó cuál de sus poderes usaría para llegar hasta ella. Quizá derribaría los muros haciendo sonar una trompeta, o pasaría a través de ellos como un espíritu, o volaría hasta allí en el dragón, o haría caer el techo a golpes de piedra. O bien…
Sus sueños eran verdaderos. Desde que las imágenes habían comenzado a formarse detrás de sus párpados, Robi se había preguntado qué otro sentido podrían tener, si es que no eran una tranquila, insensata y consoladora locura, algo inocuo para llenar su vida destruida por el frío, la nostalgia y el hambre. Ahora sabía que eso que soñaba sucedía, no exactamente como ella lo había soñado, pero sucedía. El príncipe existía y tenía un dragón, contrariamente a su teoría anterior de que los dragones, al igual que los príncipes benévolos, se habían extinguido. El príncipe existía y era bueno, quizá un poco difícil de entender, pero indudablemente era una gran persona, y sus padres lo habían querido. El hecho de que tuviera una deuda de gratitud con sus padres aumentaba la posibilidad de que, bueno, en definitiva (a pesar de que ella le había dado patadas y también le había escupido) no se ofendiera demasiado.
Los dos soldados de la prisión entraron: Meliloto, pequeño y delicado, y Paladio, grande, gordo, con la cara roja, siempre a la caza de media jarra de cerveza. Eran dos hombres de mediana edad, probablemente padres de familia, que no eran muy malos con ella, sino más bien amables; sin duda más gentiles que Tracarna y Stramazzo. Le habían dejado también su muñeca y su barquita, y ahora le habían conseguido una manta para pasar la noche.
Ahora estaban asustados e inquietos; el Juez administrador en persona iba a bajar a hablar con ella en los subterráneos. Era un acontecimiento absolutamente extraordinario, nadie recordaba algo semejante. Los dos soldados iban de un lado a otro como dos flechas, tratando desesperadamente de desenterrar algún vestigio de decencia en ese lugar tras años de suciedad y abandono. Invirtieron un tiempo ridículamente largo discutiendo si debían dejarle o no los juguetes y la manta a Robi. En el primer caso sería evidente que allí se cuidaba a los detenidos y en el segundo, que no eran excesivamente indulgentes con ellos. Al final decidieron dejárselo todo con la orden de que escondiera los juguetes debajo de la manta, en el rincón más oscuro de la celda. Encendieron las antorchas, que no se habían prendido desde hacía años, y que estaban en parte húmedas o enmohecidas. También esta operación les llevó un tiempo excesivo y llenó el subterráneo de un humo molesto, acre y de un curioso color amarillento.
Los montones de paja abandonados en los rincones, recorridos por ratas enormes, no mejoraron con la luz. Los dos trataron de remover al menos la paja, así quizá también disminuirían las ratas y todo el conjunto comenzaría a parecerse más al subterráneo de un palacio con pretensiones de realeza, y menos a un establo. La discusión sobre cuál de los dos era el más idóneo también les ocupó mucho rato y sólo al final, cuando ya era muy tarde, los dos se dieron cuenta de que la tarea más urgente era sacar las jarras de barro amontonadas junto al puesto de guardia, prueba irrefutable de que la actividad fundamental durante el servicio de guardia era beber. Finalmente Paladio, con los brazos llenos de paja, y Meliloto, cargado de jarras vacías, se precipitaron hacia la salida exactamente en el mismo momento en que el Juez había decidido entrar, de modo que se chocaron. El Juez y Paladio terminaron en el suelo. Meliloto logró quedarse de pie, pero no fue lo suficientemente hábil para sostener las jarras vacías; éstas, por consiguiente, cayeron sobre los dos que estaban abajo, y, dado que Paladio fue lo bastante astuto para esquivarlas, le cayeron encima al Juez. La penúltima que le fue encima tenía todavía tanta cerveza dentro, que la ropa del Juez cambió del blanco azucena con tendencias sutiles hacia el marfil, al inconfundible color amarillento de la cerveza, y el humor del Juez pasó del «realmente furibundo» al «dame a alguien para estrangular, y que sea, por favor, antes de la cena».
Robi no pudo contener la risa. Sabía que no debía y que además no era realmente divertido; en definitiva eran tres personas que se habían caído y quizá se habían hecho daño. Pero cuando hay tanta tensión y no se ha dormido durante mucho tiempo, se hacen cosas estúpidas como soltar esas carcajadas agudas, insoportables e interminables cuando alguien se cae. Cuando logró controlarse, el Juez estaba frente a ella con las manos apoyadas en la reja, y ahora sí que estaba realmente enfurecido.
—¿Has sido tú, verdad? ¡Tú has provocado todo esto! Yo lo sé —farfulló. El Juez era alto, delgado, con bigotes, barba y cabellos plateados que estarían ensortijados en bucles suaves si la cerveza rancia no los hubiera apelmazado en un amasijo maloliente y amarillento—. Los has embrujado y por eso se han caído, ¿no es cierto? ¡Yo lo sé! Has venido aquí con el único objetivo de desacreditarme y ridiculizarme, ¿cieno? ¡Desacreditar mi cargo y mi persona! Yo lo sé.
Robi se preguntó si venía al caso tratar de responder y disculparse, tratar de decir que ella no era capaz de embrujar a nadie, que nunca lo había sido y nunca lo sería. Además, ella no había ido allí voluntariamente, sino que la habían llevado obligada; si tuviera algún poder, lo habría usado para hacerse abrir la celda y dejar de molestar lo más pronto posible, pero el Juez siguió hablando sin darle tiempo de dar ninguna respuesta.
—Tú sabes sin duda quién soy yo, ¿no es cierto?
Robi dudó por un instante. La mitad de su cabeza, en la que prevalecían el orgullo y el coraje, habría querido responder, «el asesino de mis padres, el que firmó su pena de muerte, el miserable y cretino criminal que propaga la injusticia y la desolación como una vela emana luz». La otra mitad de su cabeza, aquella que a toda costa quería seguir viviendo la vida que sus padres le habían dejado, pensaba quedarse con la descripción oficial: «Usted es el Juez…», quizá agregando también alguna característica más:«… grande…, noble…».
Tampoco esta vez fue necesario elegir; lo del Juez no era un diálogo sino un monólogo mezclado con interrogativas. No estaba previsto que ella contestara.
—Yo soy el que ha venido a traer la justicia a esta tierra, a erradicar la glotonería, la codicia, el orgullo. Es una tarea demasiado alta y noble para dejar que la piedad la entorpezca. ¡Yo lo sé! Como un cirujano que valientemente amputa una extremidad cuando la gangrena la invade, yo sanaré el cuerpo de este infortunado y amado condado. ¿Sabes por qué razón me he rebajado a hablarte, yo, que soy el representante del condado de Daligar?
Esta vez, Robi no hizo ningún esfuerzo por cerrar la boca porque realmente no tenía ninguna idea.
—Porque quiero que tú comprendas. Puede parecer cruel matar a un niño, yo sé. Éste es el motivo por el cual no serás colgada en la plaza pública como tus miserables e insignificantes padres, sino aquí, a salvo de las miradas que podrían no entenderlo. Sin embargo, quiero que lo comprendas, porque de otro modo, yo lo sé, en tu miserable e insignificante cabeza puedes tachar mi magnificencia de injusticia, ¿no es cierto? Esto sería intolerable para mí. ¿Sabes que el mendigo de tu padre se atrevió a decir en voz alta que la única cosa que le interesaba en el mundo, entiendes, por encima de Daligar y de mí, entiendes, era su miserable e insignificante mujer y su aún más miserable e insignificante hija?
Robi cada vez estaba más perpleja. Con frecuencia había pensado en el Juez administrador y lo veía como una especie de Señor del Mal, con un cierto orgullo por su propia crueldad, más o menos como un orco, pero más civilizado e inteligente. Error: a parte de los orcos, nadie se declara «Señor de las Tinieblas». El Juez administrador, al igual que Tracarna y Stramazzo, creía que él era bueno y que los malos eran los demás, esos que trataban de quedarse con algo para aliviar el hambre de sus propios hijos, esos que no querían acabar muertos de hambre con los huesos devorados por los perros en fosas comunes. El objetivo de sus leyes no era tener un pueblo de esclavos medio muerto de hambre, que no amara nada y que no estuviera dispuesto a combatir por nada. Al contrario, el verdadero objetivo era que un montón de gente lo amara sólo a él, el Juez administrador, que lo amara realmente, que realmente creyera en él.
—¡Hemos capturado a tu elfo! —le informó el Juez con cruel orgullo—. Se entregó voluntariamente ante nuestros guardias hace poco. Sabe que somos invencibles, ni siquiera trató de combatir. Yo lo sé: ¡éste es el momento de nuestra gloria! ¿No es cierto?
Bien, he ahí cuál había sido el camino escogido por el príncipe para llegar hasta ella. Entregarse: un plan simple y genial. Robi respiró aliviada. Por suerte, la única cosa parecida a la crueldad era la estupidez. Evidentemente, al Juez administrador le parecía normal que un señor que tiene poderes extraordinarios y que entre otras cosas cabalga nada menos que sobre un dragón, no quisiera sino hacer feliz al susodicho Juez administrador, entregándose voluntariamente, con el fin de permitir que los colgaran sin más contratiempos.
Robi jamás se había sentido tan segura como en aquel momento: el príncipe había venido a buscarla. Él sabía qué hacer y cómo hacerlo.