Yorsh estaba desesperado. Había sido un idiota, un completo idiota. Le daban náuseas al pensar en lo estúpido que había sido. De una idiotez abismal, mundial, cósmica, descomunal, colosal, épica, infinita, inmensa, oceánica, vasta como la luna y además inexcusable. Incurable. Irremediable.
—De acuerdo, fuiste algo tonto, pero no es cierto que no haya esperanza, sólo la muerte no la tiene, y ayer realmente nadie murió…
Las palabras del dragón se perdieron en el viento, que soplaba furioso desde el mar tempestuoso.
Yorsh todavía estaba demasiado débil para hacer algo distinto a estar acostado, acurrucado sobre sí mismo, temblando como una hoja abatida por la tempestad, mientras un dolor intolerable como la hoja de un cuchillo ardiente le atravesaba los pulgares de ambas manos. La fiebre lo quemaba, el viento helado era un alivio para su piel ardiente. Estaba sobre la hierba empapada, con las manos sumergidas en el pequeño pozo de agua helada que se formaba entre las rocas frente a la caverna, después de días de lluvia.
Era evidente que la niña no podía ser más que la hija de Monser y Sajra; tenía las facciones de su mamá en la piel oscura de su padre; debió haberse dado cuenta por sí mismo. Tenía la generosidad y la valentía de su padre y de su madre. En ningún momento había dejado de proteger y tranquilizar a la niña más pequeña. ¡Lástima que, como su madre y su padre, se enfadara tan fácilmente, y por motivos más que incomprensibles! Yorsh debería haberse dado cuenta por sí mismo de que la pequeña estaba desesperada, desnutrida, miserable, vencida por la fatiga y, ante todo, tendría que haberla protegido y habérsela llevado, en vez de abandonarla allí, después de haberla puesto en un peligro mortal.
La verdad era que el dolor de la otra niñita, la que tenía la manita mutilada, lo había golpeado como una pedrada y no se había dado cuenta del orden en el que habría sido sensato hacer las cosas: primero llevar a los niños a un lugar mejor, luego curar sus heridas, sanar sus llagas y consolar sus penas…
El dragón asintió convencido, mientras atacaba el tercer urogallo, que tenía ensartado en un pincho hecho con una rama de sauce y que se cocinaba lentamente sobre una deliciosa hoguera de romero y pino, para que el aroma de las ramas quemadas se fundiera con el sabor de la carne asada.
—¿Cómo puedes comer eso? —preguntó el elfo con voz afligida.
—Muerdo con los dientes anteriores y mastico con los posterolaterales —respondió cortésmente el dragón—. Sigamos con la historia, ¿por qué te desmayaste?
—Reconstruir el dedo de la niña fue terrible; tendría que haberlo sabido, tendría que haber recordado lo extremadamente agotador que fue curar tu herida y multiplicarlo por una infinidad de veces. Debí prever que quedaría fuera de combate y comprender que ése no era el momento. Pero lo peor fue después, saber que ellos murieron por culpa mía… por culpa mía… —Los ojos de Yorsh se perdieron en la nada—. Todo esto es tan… tan… —No encontraba la palabra.
—¿Tonto, ridículo y risible? —propuso Erbrow el Joven mientras atacaba su cuarto urogallo. También se estaba carcajeando. Yorsh se dejó llevar de tal manera por la rabia que se sintió casi mejor.
—Pero ¿cómo te atreves?… ¿Cómo puedes?… —Gesticuló buscando palabras que pudieran herir a Erbrow tanto como él lo estaba—. Bestia inconsciente, estúpida, hijo de una bestia aún más estúpida, más inconsciente, idiota, que además solamente escuchaba fábulas tontas. Cómo puedes reírte, esa niña maravillosa y desesperada está huérfana porque yo… porque ellos… ¡me salvaron a mí!
El dragón no se molestó. Mordió tranquilamente su quinto urogallo.
—Me río de ti, no de ella. Esa maravillosa niña está huérfana y desesperada no por tu culpa, sino por culpa de los criminales que anudaron una soga alrededor del cuello de sus padres y, no contentos con esto, la metieron en un lugar al lado del cual una fosa de serpientes es una casa de veraneo. Nosotros sólo somos responsables de nuestras acciones, sólo de ésas. Marcio y Sila, o como diablos se llamaran esos dos, eligieron salvarte y estaban en su derecho. Fue su elección. Entre otras, sin ti, quizá nunca se habrían unido y su maravillosa niña no existiría. Pero el punto no es éste; ¿recuerdas la historia de los enanos en la segunda dinastía rúnica? Primero los perseguían porque se dejaban barba, luego porque ya no se la dejaban. Simplemente querían sus minas. Las expediciones estaban partiendo hacia las costas orientales y necesitaban plata para sus naves. —El dragón se interrumpió para tragarse el sexto urogallo, y prosiguió—: Quien está al mando en Daligar quiere súbditos estúpidos y miserables, y esos dos no tenían vocación ni para la estupidez ni para la miseria. Si no hubiera sido por ti, habría sido por cualquier otra cosa, igualmente los habrían destruido. Es más: piensa que les debes la vida, por lo tanto disfrútala y aprovéchala. Deja de graznar como un urogallo que ha perdido la cola, mueve el trasero y ve a salvar a la muchachita, ¿cómo se llama?
—Robi, la otra niñita la llamó Robi.
—¿Robi? Los humanos evidentemente tienen talento para los nombres que no quieren decir nada. Se les escapa el concepto de que un nombre es importante. ¿Cuál es el plan?, ¿cómo vamos a regresar a buscarla?
Yorsh comenzaba a sentirse realmente mejor.
—Vamos de noche. Una noche sin luna. Una noche como ésta. —Yorsh se dio cuenta de que su fuerza iba aumentando a cada instante. Nada se había perdido. El dragón tenía razón—. Regresemos esta noche. Vámonos ya —dijo decidido.
—Déjame terminar la merienda —suspiró el dragón. Era el séptimo urogallo, y sobre el sauce había veintiuno—. Nunca se puede comer en paz en este lugar.
Yorsh engulló algunas habas doradas y recogió sus cosas: el arco y las flechas élficas (porque, Erbrow insistió, «nunca se sabe»), y la legendaria bolsita de terciopelo bordado que contenía el libro de poesía de su mamá y el trompo de su infancia, que había sido el juguete con el que habían jugado sus padres cuando eran niños.
—Eso me parece un equipaje fundamental; si los arqueros nos atacan, les puedes leer poesía y ponerlos a jugar con el trompo —comentó Erbrow sarcástico.
Yorsh no respondió. Llenó el resto del espacio del saquito con habas doradas, así al menos uno de los problemas de los niños, el hambre, se podría resolver rápidamente.
El vestido de Yorsh apestaba a excremento de pájaro (aunque la noche pasada bajo el viento y la lluvia lo había dejado ligeramente menos apestoso) y, además, ahora Yorsh tenía la sensación cada vez más fuerte de que había algo equivocado en esa forma de vestirse. No teniendo ningún tipo de alternativa, se limitó a hacerle algunas variaciones. Cortó la capa más externa del vestido, donde estaban los bordados y los dibujitos hechos con huequitos, eso que llaman encaje. Cortó las mangas abombadas, que le estorbaban, y cortó la falda por encima de los tobillos para no tener que llevarla atada a la cintura. El resultado fue una especie de sayo de un color gris indefinible, de un olor casi pasable, que recordaba un poco la ropa de los alquimistas y de los antiguos sabios.
A medida que pasaban los días, el dragón se volvía más grande; ahora era casi del mismo tamaño de Erbrow el Viejo y sus alas extendidas eran más largas que el claro que albergaba las rocas con el pequeño pozo. Cogió al muchacho entre sus alas y se elevó, estable y seguro, entre el viento y la tempestad. Se desorientaron en la oscuridad total de la noche, donde la lluvia formaba paredes de agua, luego discutieron entre ellos para decidir cuál era la dirección, después se perdieron otra vez y finalmente volvieron a discutir para establecer quién era el culpable de haber perdido el rumbo. Finalmente, hacia el alba, llegó la luz, y la sombra de las colinas, empapada y pálida, emergió de la oscuridad y el redil medio desbaratado con su empalizada feroz apareció en el horizonte. Yorsh se había secado, pero las alas de Erbrow estaban tan mojadas que ya casi no podía volar. Aterrizaron detrás del pequeño bosque que bordeaba el famoso claro donde Yorsh se había lucido con la resurrección de la rata, y los dos se preguntaron qué hacer. Yorsh había leído sobre tácticas y estrategias militares, y con orgullo mal disimulado comenzó a explicar sus dos planes, el principal y el de reserva. La idea era que penetrara silenciosamente en el redil el más… ehm… discreto de los dos, es decir, Yorsh, mientras Erbrow permanecía en la retaguardia, listo para interceptar cualquier maniobra circundante y cubría la vía de escape…
En ese momento, los gansos comenzaron a graznar. En un universo grisáceo, de pantano y lluvia, en el gallinero de Tracarna y Stramazzo, frente a su encantadora casita de madera y piedra por la que trepaba la uva, un grupo de cuatro gansos reflejaban sus propias alas blancas como la nieve en un charco que las duplicaba. Cuando Yorsh se acercó, comenzaron a emitir los sonidos más fuertes que el jamás hubiera oído. El joven elfo recordó que los gansos eran usados como guardias en los palacios de los antiguos reyes contra los intrusos, ladrones e invasores, y comprendió la astucia del asunto. Tracarna y Stramazzo salieron presurosos hacia el redil, obviamente en paños menores. Los soldados se precipitaron fuera de las garitas, obviamente con sus armaduras y sus arcos preparados. Todos se miraron por algunos instantes, luego el dragón salió de su inmovilidad, abrió la boca y lanzó un rugido aterrador, acompañado de una larguísima lengua de fuego, que atravesó la lluvia haciéndola evaporarse en una fina raya de niebla, detrás de la cual todos emprendieron la fuga: a la cabeza, Tracarna; en segundo lugar, los soldados entorpecidos por sus armaduras, y, por último, Stramazzo, arrastrando su enorme trasero cubierto por una prenda de un delicado verde guisante. Sólo habían quedado los niños, encerrados en su repugnante dormitorio.
—¿Cuál era el plan de reserva? —preguntó el dragón educadamente.
Para la cerradura bastó con el pensamiento de Yorsh (clank).
La puerta se abrió; una docena de muchachitos aterrorizados se habían amontonado en un rincón y miraban a Yorsh, pero sobre todo miraban la sombra de Erbrow al otro lado de la puerta.
—Me he hecho pipí en los calzones —susurró con voz lastimera uno de los niños más pequeños.
—Bueno, ha sido una buena idea —lo consoló Cala—, así serás menos sabroso para comer.
—Yo me llamo Yorsh —se presentó el elfo. Ya estaba harto de que le dijeran «salud» y había decidido limitarse a usar la abreviatura.
Los niños permanecieron amontonados y aterrorizados. El lloriqueo espantado continuó y alcanzó un tono más estridente.
—Haz algo para tranquilizarlos —le dijo el elfo al dragón.
Erbrow se quedó perplejo, gesticuló buscando una idea dentro de sus diversas memorias, luego su boca se alargó en un intento por sonreír, con lo cual dejó al descubierto sus dientes inferomediales y posterolaterales, y el aullido de los niños aumentó aún más.
—¡Alguna cosa mejor! —gimió Yorsh.
La sonrisa se hizo más grande; aparecieron también los dientes inferoposteriores, que además de ser largos también eran curvos. Muchos niños se tiraron al suelo suplicando que no se los comieran.
—Pero en definitiva, ¡qué tontería! ¡Los dragones nunca se comen a la gente! —dijo Yorsh exasperado. En ese momento se dio cuenta de que Robi no estaba. Debía tranquilizar a alguno deprisa para que le dijera dónde había ido ella a parar.
El bullicio continuó aumentado: los gemidos se alternaban con súplicas de piedad. Ahora le suplicaban a Erbrow que no se los comiera, y a él, el terrible elfo, que no los matara con su rabia.
Yorsh no sabía qué hacer. Todo cuanto se le ocurría (gritar, agitar los brazos, encender la pequeña antorcha junto a la entrada) solamente lograba asustar más a los niños.
Finalmente, un rugido superó el bullicio y la luz de una nueva llamarada iluminó la oscuridad. Un olor a carne entre asada y quemada llenó el ambiente. De repente se hizo un silencio total.
—¿Quién quiere un poco de pato asado? —preguntó el dragón—. Un pato gordo y hermoso, mientras vosotros estáis esqueléticos y miserables, ¿os parece que con un gallinero a mi disposición me rebajaría a devorar un montón de huesos y piojos? Oíd, vosotros dos, los más grandes —se dirigió a Crechio y Morón—, uno que vaya a buscar un poco de romero, y el otro, una rama de sauce o de pino para que pongamos a asar el resto del gallinero.
No tuvo tiempo de acabar; los muchachitos salieron raudos hacia fuera, hacia el cerco de donde venía el inconfundible olor a algo caliente donde podrían hundir sus dientes y sentir que se llenaban sus estómagos vacíos eliminando el hambre, la nostalgia y la tristeza que siempre albergaban.
—La única cosa que puede superar el miedo es el hambre —explicó el dragón rápidamente—. Esto vale para perros, gatos, humanos, peces rojos, dragones y troles; no conozco tanto a los elfos como para emitir un juicio al respecto sobre ellos.
Cala se había quedado. Se acercó a Yorsh, respiró profundamente, tragó saliva y luego se quedó allí. Yorsh se arrodilló para que su cabeza quedara a la altura de la de la niña.
—¿Adónde han llevado a Robi? —preguntó con voz suave.
Cala se tranquilizó, tragó saliva otra vez, y luego pudo hablar.
—A Daligar, la han llevado a Daligar. Oí a Tracarna y a Stramazzo hablando. La han llevado a un lugar llamado «el subterráneo del antiguo palacio».
—Sé dónde es —dijo Yorsh—, yo también estuve allí cuando era niño.
Cala tragó saliva otra vez.
—Dijeron… dijeron… Creo que le harán daño… Tracarna la golpeó… mucho.
—No tengas miedo, ahora iré a buscarla. No tengas miedo, todo saldrá bien.
Yorsh lo repitió varias veces, no sólo para tranquilizar a Cala, sino también para tranquilizarse a sí mismo. Todo saldría bien, sin duda.
Cala asintió y los ojos se le llenaron de lágrimas, pero se las tragó y no lloró.
Yorsh se dio la vuelta para irse de allí. Estaba ya en la puerta cuando Cala murmuró algo.
—¿Perdona? —preguntó, y se volvió.
Cala levantó tímidamente la manita izquierda, separando los dedos, y suspiró nuevamente.
—Gracias por mi mano —dijo, y esta vez sí fue comprensible.
Durante los pocos instantes que estuvo Yorsh con Cala, Erbrow el Joven había ya organizado a los niños. Había puesto a los más pequeños a salvo en la casita con los patitos y los corazoncitos. Tracarna y Stramazzo la habían dejado con la puerta abierta de par en par, y los más grandes le estaban echando una mano para organizar, a pesar de la lluvia, un asador gigantesco. En la casa de Tracarna y Stramazzo, los niños habían encontrado pan de verdad, hecho con trigo de verdad, y una cosa amarilla con un color muy particular que llamaban cerveza. Por todas partes volaban plumas de pato y de gallina, y Yorsh miró con horror las pobres criaturas a las que estaban a punto de retorcer el pescuezo.
—¿Alguien quiere un poco de habas doradas? —preguntó.
Ni siquiera le respondieron.
—¿De verdad algunas veces comes hombres? —estaba averiguando uno de los niños más pequeños.
—Sólo excepcionalmente —respondió el dragón con cierta solemnidad—, el sabor no es de los mejores y los zapatos son una complicación después…
—¿Podrías comerte a Stramazzo? —preguntó el pequeño, esperanzado.
—¿Es ése con el trasero enorme de color verde guisante? —preguntó el dragón, vagamente interesado.
—Los dragones ya no comen seres humanos. Los dragones nunca comen seres humanos. ¡Nunca! —gritó Yorsh que comenzaba a exasperarse realmente.
Si no otra cosa, por lo menos logró que se hiciera el silencio por un instante.
—Voy a Daligar a rescatar a Robi —le dijo al dragón.
—¿Daligar es ese simpático lugar donde los soldados tiran flechas? ¿Te molesta si me quedo aquí defendiendo a los demás niños? Podría haber peligro. No sé…, no quisiera que un pato los atacara… —dijo vagamente el dragón.
Yorsh lo pensó.
—Sí, es una buena idea, quédate aquí y protege a los niños. Los soldados podrían regresar, o esos dos horrendos humanos adultos, a quienes estaban, digamos, confiados. —Se volvió hacia los niños—. Cuando regrese, los que quieran pueden seguirnos hasta el mar, al otro lado de las Montañas Oscuras.
No lo había pensado todavía, pero finalmente sabía qué hacer: rescataría a Robi y los llevaría a todos a salvo al mar.
—En la orilla del mar hay conchas que quizá piensan y escriben poesía, pero se pueden comer —dijo, citando a Monser, el cazador; más que decirlo, lo pensó en voz alta.
Cala se echó a reír.
—Robi también decía eso, a ella se lo había dicho su papá.
—Ya. ¿Cuánto voy a tardar de aquí a Daligar? ¿Un día de camino?
—Si vas a pie, creo que sí —respondió Cala—, pero está el caballo. La última vez que Stramazzo fue a Daligar regresó a caballo, ahora está atado al otro lado de la casa.
—Entonces lo cojo, y mejor me doy prisa, antes de que también lo preparen con romero —dijo Yorsh, dándole una última ojeada al dragón y a la multitud de niñitos famélicos—. Ahora ve tú a… comer tu pedazo de carne.
—¿Aunque haya pensado?
Yorsh tragó rápidamente para disminuir la sensación de náusea que le producía el olor de carne en el fuego. Miró las mejillas chupadas de la niña, sus grandes ojos y sus piernas esqueléticas, y pensó que los patos y las gallinas se transformarían en fuerza, sangre y carne.
—Sí —dijo convencido—, aunque haya pensado.
Cala sonrió y se fue corriendo, feliz.
Yorsh fue a buscar el caballo. Era un magnífico bayo con dos grandes ojos color avellana. Yorsh le puso una mano sobre la frente y sintió su pelo suave mientras una serie de sensaciones le atravesaron la mente: la nostalgia de la madre del potro, el horror por la silla y los arreos, el rencor por ese interminable viaje desde Daligar bajo el enorme trasero y el látigo de ese horrible individuo, un deseo enorme de darle de patadas.
—De acuerdo —susurró—, nada de silla ni de arreos; nosotros los elfos no los necesitamos.
El caballo lo miró a los ojos y comprendió que lo que estaba en la mente del elfo también estaba en la suya. Yorsh se subió en la grupa y el caballo partió de inmediato. Era como ser uno solo con su fuerza y su velocidad, la sensación más hermosa que había experimentado, aparte de volar sobre Erbrow.
A pesar de la luz húmeda de la mañana, era fácil orientarse. Antes del mediodía divisó los muros amenazantes de Daligar.