El miedo se había apoderado del mundo. Todos parecían enloquecidos. Un dragón con un elfo en la espalda había reaparecido en Daligar, donde habían sido exterminadas todas las aves de corral del condado. Miles y miles de gallinas muertas se amontonaban bajo nubes de moscas en un hedor de podredumbre y putrefacción. Por lo menos éste era el rumor que corría.
Robi nunca había estado en Daligar porque su papá y su mamá siempre habían evitado ir allá; pero Glamo, uno de los niños más grandes, uno largo y flaco, con un cabello negro que le caía sobre la cara, provenía justamente de Daligar, y decía que la verdad era que allá ya no había más gallinas porque el Juez administrador no las quería, pues creaban desorden en las calles. Sólo había algunas en la parte alta de la ciudad, el lugar menos recomendable del condado, donde incluso los soldados raramente se dejaban ver. Sin embargo, también allí las gallinas eran pocas, sólo tantas como dedos tiene un niño, nunca tantas como para formar una colina. Si las amontonaran, no llenarían ni un saco. El problema era que Glamo era el mayor embustero que hubieran conocido. Era el hijo de dos vendedores ambulantes que iban de plaza en plaza vendiendo cacharros, antes de que la tos y el frío de un invierno más cruel que los demás los matara. Como todos los vagabundos, Glamo tenía la vanidad del que se las sabe todas, porque había visto un montón de cosas, y la convicción de que los demás eran todos tan tontos como para creer todo lo que él decía.
Era él quien afirmaba que en la parte baja de Daligar quedaba una sola gallina con vida, a la que nadie se atrevía a retorcerle el pescuezo porque era una gallina especial, mágica, que ya había muerto y resucitado.
Glamo había sido golpeado en varias ocasiones por gente que se exasperaba con sus tonterías, sobre todo por Crechio y Morón, pero aguantaba impasible, y seguía hablando de la gallina de Daligar que ya había estado en el reino de los muertos y había regresado; a menos que estuviera contando alguna de sus otras mentiras, como que en Daligar había plantas que florecían todo el año, o la vez que en las Montañas Oscuras se habían encontrado con un trol y dos gigantes que trabajaban como leñadores y que le habían ayudado a su padre a arreglar el carromato. Su padre les había regalado medio jamón como recompensa y ellos lo habían enterrado y desenterrado antes de comérselo. Glamo también había sido golpeado por esa historia…
Aun sabiendo que a Glamo no se le podía tomar en serio, la historia de la montaña de gallinas muertas no tenía mucho sentido. Si realmente un dragón había exterminado montones de ellas, ¿no se las habría comido en vez de dejarlas pudrir? ¿O dárselas a ellos? En la Casa de los Huérfanos se habrían comido las gallinas hasta con gusanos. Esa historia de los montones de gallinas exterminadas que se pudrían apestando el ambiente se parecía mucho a la del rapto de Lomir.
Según los rumores que corrían, el dragón había sido atacado por la guarnición de honor del Juez administrador, que, después de un valeroso combate, lo había dejado chorreando sangre y prácticamente moribundo, pero, evidentemente, los dragones se curan de su agonía más rápidamente de lo que tardan en curarse las ampollas de las manos de los niños, porque después había logrado sobrevolar la Casa de los Huérfanos e irse por sus propios medios, veloz y poderoso, casi tan alto como las nubes.
Las noticias volaban, se difundían, se exageraban. La única cosa segura era que el trabajo había aumentado, la polenta había disminuido y, cuando no estaban recogiendo manzanas para mandar a Daligar, estaban cavando trincheras en el barro. Habían cerrado el dormitorio con una puerta de verdad, asegurada con un cerrojo. Después de que la pobre Lomir había sido raptada por la bestia, todos debían trabajar rigurosamente en parejas, cada uno debía ser responsable del otro y debía responder frente a Tracarna y Stramazzo. Por fortuna, a Robi le había tocado con Cala. De todas las labores horribles que Robi había realizado, las trincheras eran las peores. El barro era blando. Resbalaba y volvía a resbalar y luego resbalaba de nuevo. Dentro había lombrices y una clase de gusanos peludos que parecían dormidos, pero que cuando se despertaban pegaban unos terribles mordiscos, que dolían por horas.
La idea de las trincheras era de Stramazzo, que sabía de estrategia militar tanto como de astronomía, es decir, absolutamente nada, ya que sólo a un idiota que no había usado el cerebro en años se le podía ocurrir enfrentarse a una criatura alada hundiéndose en el barro sin ningún tipo de protección.
Cuando el dragón había aparecido por segunda vez, la fiesta de la victoria había sido sustituida por un terror abismal. Stramazzo, que ya se había enfrentado y vencido al dragón a golpes de cesta, y por lo tanto tenía experiencia, había sido nombrado comandante de campo encargado de la defensa de los «territorios limítrofes», es decir, de lo que estaba fuera de los murallones de la ciudad de Daligar. El resultado había sido una serie de estremecimientos histéricos que se alternaban con la enésima repetición de la historia de la cacería del dragón. Primero habían cavado trincheras alrededor de los pantanos, luego las habían abandonado para cavar debajo de las vides, luego habían comenzado a erigir un terraplén que abandonaron poco después de haberlo empezado y que jamás terminaron, para finalmente regresar a la idea inicial de las trincheras alrededor de los pantanos.
Robi se detuvo un instante. No podía más. Los brazos le dolían y tenía ampollas en las manos. Además tenía hambre.
No se podía robar nada mientras se cavaban las trincheras. Estaba cansada, la verdad era que no podía más.
Se decía que el dragón había resultado herido. Quizá muerto. Quizá ya no regresaría. Quizá todo estaba perdido. Quizá el dragón que había visto y vuelto a ver era solamente un sueño insensato. Quizá nadie iba a venir, nadie la salvaría, ni a ella ni a los demás. Todo seguiría igual.
De repente, una imagen paradisíaca centelleó por el barro, la esperanza renació y el espíritu se animó: acababa de pasar la rata más gorda que Robi jamás hubiera visto. No sólo ella, también Cala la había visto. Las dos muchachitas intercambiaron una mirada: carne. Y mucha. Una rata completa, de las grandes. Una verdadera rata, una auténtica rata de alcantarilla.
Cuando fue a la Casa de los Huérfanos, le habían quitado la ropa, los zapatos y el chal de lana virgen que su mamá le había tejido, pero Robi había logrado salvar su honda. Su papá se la había hecho: era una tira de cuero que tenía una parte más ancha en el centro para poner la piedra. Robi la había salvado de inspección tras inspección porque la había cosido con hilos de paja en el interior de su sucia chaqueta de arpillera.
Tracarna y Stramazzo estaban en el extremo opuesto de la larguísima trinchera y, además, ni Robi ni Cala habían aprovechado aún el permiso de «necesidad corporal» que le correspondía una vez al día a cada «pequeño trabajador». Las dos muchachitas se fueron detrás de la rata, que afortunadamente se escondió detrás de los matorrales de espino blanco y mora que bordeaban el claro antes del bosque, donde Robi tuvo la posibilidad de sacar la honda, agarrar una piedra y lanzarla sin que nadie la viera. Pam. Un tiro limpio y certero. La rata cayó. Las dos niñas se apresuraron a ocupar su puesto en la trinchera. La mañana siguió pasando lenta e inexorable hasta la hora del mediodía, cuando cada chico excavador debía hacer fila para recibir las seis castañas y la media manzana que le estaban destinadas gracias a la generosidad del condado de Daligar.
La rata era una comida comunitaria. Uno podía engullir por cuenta propia uvas, moras, nueces, huevos y miel sin tener que darle las gracias o los buenos días a nadie. Pero para que una rata fuera comestible había que despellejarla y asarla, dos tareas sólo realizables por el bloque de la comunidad de los «amados huéspedes» de la Casa de los Huérfanos. Moviéndose disimuladamente a lo largo de las trincheras, Robi logró llegar al lado de Crechio y Morón y advertirles sobre la caza. Le dolía el corazón por tener que hacerlo, pues esto significaba que la mitad de la rata sería para ellos dos solos. La otra mitad se repartiría entre todos, porque el despellejamiento y la cocción tenían que hacerse en el dormitorio, usando el pequeño brasero que los calentaba. Esto representaba un pedacito pequeño para cada uno, pero un pedacito pequeño era, de todos modos, mejor que nada, sin olvidar que sería toda una fiesta. Cuando llegó la hora de la repartición, Morón fue solo, mientras Crechio se dirigió hacia los zarzales con Robi y Cala para recuperar la presa. Se llevaron el saco de las castañas, que ahora estaba vacío, para hacer desaparecer la rata adentro y meterla de contrabando en el dormitorio por la noche. Una rata no era «hurto» y no implicaba castigo, pero igualmente habría sido confiscada por «distracción del trabajo», sin contar con las acusaciones de ingratitud y barbarie.
«¿Cómo habéis podido?», habría graznado Tracarna. «Con todas las cosas ricas que se comen en la Casa de los Huérfanos. ¡Todo abundante y bien cocinado!».
«¡Son bárbaros!», habría mascullado Stramazzo, saliendo de su habitual condición cataléptica. «Hijos de bárbaros… Por suerte estamos aquí nosotros, que somos inteligentes, que les podemos enseñar…».
La rata muerta ya no estaba en el claro. O, para ser más exactos, sí estaba, pero en vez de estar donde y como la habían dejado, es decir, en el suelo y tiesa, estaba en los brazos de un tipo que parecía una nube con las piernas peludas, pues llevaba un vestido de novia increíblemente sucio, doblado y atado en la cintura. El tipo era muy joven, un muchacho, un poco mayor que ellos. Robi se preguntó si en caso de que el vestido hubiera tenido menos mugre, el conjunto hubiera resultado menos ridículo. El problema no era tanto lo sucio, sino el insoportable e inconfundible hedor a excremento de pájaro que esa porquería emanaba. Incluso ellos, que se alojaban en un viejo redil medio derrumbado y que nunca se bañaban, salvo cuando trabajaban bajo la lluvia, lo encontraban insoportable. El desconocido tenía la rata sobre las rodillas y le hablaba mientras la acariciaba como si fuera un pariente o un amigo muy querido. La rata lo miraba feliz moviendo la cola suavemente. Evidentemente, Robi sólo la había atontado, y también, evidentemente, el hedor a excrementos de pájaros le sentaba bien. Los dos siguieron mirándose tiernamente por un buen rato, luego la rata bajó al suelo y se alejó perezosamente adentrándose en el espino blanco. Ni siquiera en dos años de convivencia con Stramazzo, Robi había presenciado una escena tan cargada de idiotez: un fulano disfrazado con un vestido de novia sucio y que apestaba a excremento de pájaro que mimaba a una rata como si fuera su propio hijo.
Cala dio un paso atrás, asustada por lo absurdo de la escena. Robi la tranquilizó agarrándola del brazo. No debía temerle a nada, ella estaba ahí.
El extranjero notó el gesto y sonrió.
El primero en recuperarse fue Crechio.
—Estúpida mocosa, niñita cretina, ni siquiera sabes si has matado una rata o no —masculló, cargado de desprecio.
—Pero estaba muerta —protestó Robi estupefacta. La única cosa parecida a la humillación es el estupor.
—Ahora ya no lo está —dijo dulcemente el desconocido.
Cala se echó a llorar. Hacía horas que pensaba en ese asado de rata, que soñaba con el momento de la noche en que ponía el pedacito de carne entre sus dientes, y todos dirían que ella y Robi habían sido muy listas, dos auténticas cazadoras, y todos estarían contentos y la carne asada habría hecho scrunch bajo los dientes…
—Robi la había matado —insistió Cala—. Nos la habríamos comido —agregó desconsolada. La tristeza por el sueño frustrado de su ínfimo y miserable banquete le ahogó la voz. Robi todavía seguía muda.
—Nunca hay que comer algo que haya pensado —le reprochó suavemente el desconocido.
La afirmación era tan absolutamente rara que Cala, por lo menos, dejó de llorar.
El desconocido se puso de píe sin dejar de sonreír. Era el muchacho más bello que Robi había visto. ¡Si al menos no fuera tan absolutamente estúpido y tuviera un olor menos apestoso! Y si hubiera tenido algo de comer, pues alguien con una sonrisa tan extraordinariamente ingenua tiene cara de ser de esos que se dejan quitar la comida.
—¿Las ratas piensan? —preguntó Crechio, perplejo.
Robi respondió levantando los hombros con un gesto vago; si Stramazzo pensaba…
—Pero ¿qué quiere decir? —siguió preguntando Crechio. Robi levantó los hombros con un gesto aún más vago—. ¿Según tú, esto es un elfo? —preguntó Crechio bajando la voz.
Al extranjero se le había caído el velo de la cabeza, revelando su cabello clarísimo y sus orejas en punta.
—No —dijo Robi, convencida.
—¿Por qué estás tan segura?
—Los elfos, tal vez por el hecho de ser malvados, son malvados, sin embargo tienen que ser inteligentes —susurró Robi en respuesta.
El desconocido la miró y sonrío todavía más profundamente, luego hizo una inclinación.
—Yorshkrunsquarkljolnerstrink —dijo.
—Salud —replicó educadamente Robi, como siempre le había dicho su mamá que dijera cuando alguien estornudara.
—Salud a vosotros —contestó el extranjero—. Si queréis podéis llamarme Yorsh. Busco a alguien que venga de la aldea de Arstrid.
Cala y Crechio señalaron a Robi con el brazo estirado y apuntando con el índice, uno el izquierdo y el otro el derecho ya que estaba cada uno a un lado de la muchacha.
Los ojos del extranjero se quedaron fijos en la manita de Cala, a la que le faltaba el pulgar. La miró un buen rato y luego dijo la frase idiota.
—¡Te falta el pulgar!
Cala bajó el brazo y luego los ojos, humillada y mortificada. Su labio inferior comenzó a temblar de nuevo y un silencioso sollozo comenzó a sacudirla. Robi miró al extranjero con odio, y deseó ser lo suficientemente grande y fuerte como para poder abofetearlo.
El extranjero se acercó a Cala, le tomó la mano izquierda entre las suyas y la sostuvo durante largo rato, con los ojos perdidos en el vacío. Cala estaba asustada, pero extrañamente no se movió ni intentó retirar la mano. Permaneció allí, con los ojos perdidos en el azul de los ojos del extranjero, que a su vez se perdían en el vacío. El extranjero comenzó a palidecer, se puso lívido y un estremecimiento comenzó a sacudirlo. Robi se preguntó de pronto si sería una enfermedad contagiosa y se acercó para separarlo de Cala. No hubo necesidad; las manos largas, grandes y ágiles del extranjero se abrieron y la manita de Cala, sucia y mutilada, de nuevo fue libre. Yorsh se dejó caer de rodillas en el fango, dado que no podía sostenerse más en pie, y luego dijo una segunda frase idiota.
—¿Sabes?, tu mano se pondrá bien. Los adultos no pueden curarse, pero los niños sí.
Cala se quedo mirándolo fijamente, encantada. Robi estaba cada vez más furiosa. Deseó ser aún más grande para abofetearlo; patearlo y abofetearlo.
El extranjero, jadeante y de rodillas, se volvió de nuevo hacia Robi.
—Sabía que aquí había un niño que venía de Arstrid —le dijo alegre—, ¡alguien dejó un caminito de piedras y eso es algo que sólo un niño puede hacer!
¿Niño? Crechio le lanzó una mirada a Robi, la mirada inconfundible con la que se mira a los deficientes mentales, y Robi sintió que odiaba al extranjero con toda el alma.
—Mis respetos, señora mía, te ruego me digas qué sucedió en tu agradable pueblo, y por qué razón ahora te encuentras aquí trabajando.
Al oír las palabras «señora mía», Robi se había vuelto a toda prisa pensando que Tracarna estaba detrás de ella. Cuando estuvo segura de que no tenía a nadie a su espalda, y que por lo tanto el extranjero se estaba dirigiendo a ella, su frustración y su rabia contra aquel insoportable bufón (Yorsh, había dicho llamarse) que, después de haberle robado la esperanza de una cena, venía a burlarse y a mofarse de ella, colmaron los límites, por lo demás estrechos, de su paciencia. Se agachó para recoger un pedazo de rama y se lo mostró decidida al extranjero.
—Soy más pequeña que usted, pero golpeo más fuerte —le informó amenazante—, y no se atreva a tocarla más —agregó señalando a Cala con un movimiento de su cabeza, sin quitarle los ojos de encima.
El extranjero se quedó ahí, muy débil. Seguía temblando y respirando con dificultad, y como no era capaz de sostenerse en pie, Robi y su bastón se elevaban por encima de él.
—Perdóname, señora mía, si ofendí las buenas costumbres, ¡fue involuntario!… Mmm… excel… ¿no? Imbécil…, no, tampoco.
La expresión de Robi se volvió más amenazante, sus manos apretaron la rama con más fuerza. El extranjero puso cara de haber recordado algo de repente, abrió una bolsita azul de terciopelo bordado que llevaba en bandolera y de ahí sacó una barquita de leño y una muñequita de trapo, con los cabellos hechos de lana de oveja teñida con corteza de nuez, para que fueran rizados y negros como los de Robi.
—¿Son tuyos, verdad? —dijo el extranjero ofreciéndoselos—. Los encontré en Arstrid. ¡Te los he traído de nuevo!
Esta vez la mirada de Crechio estaba realmente cargada de conmiseración burlona. Por un lado, Robi deseó que el extranjero desapareciera, se sumergiera en el pantano, se hundiera en el barro, viniera un dragón a llevárselo lejos, pero por el otro miró su barquita y su muñeca con el deseo feroz de poder tocarlas una vez más. Le vino a la mente el recuerdo de su padre mientras esculpía en un pedazo de haya el casco de su barquita, y el de su madre cortando de su propia falda la tela para el vestidito de la muñeca. Era todo lo que le quedaba de ellos.
Alargó la mano y las tomó sin decir una palabra.
—¿Qué ocurrió en Arstrid? —preguntó el extranjero con voz dulce.
Robi se quedó mirándolo enfadada; luego, lentamente, bajó la rama.
—Fue destruida —dijo deprisa.
—¿Por qué?
Robi se quedó callada. No tenía ganas de recordarlo. No tenía ganas de hablar.
—¿Por qué? —repitió el extranjero.
—E-go-ís-mo —silabeó cansadamente Robi.
—¿Y qué significa?
Robi se quedó callada.
—No pagaron suficientes impuestos —explicó Crechio, interviniendo en la conversación—. No quisieron pagar —explicó a continuación, con una calma indiferente, recalcando la palabra «quisieron», imitando a Tracarna.
—¡No podían! —protestó Robi, desesperada—. ¡No se podía!
El extranjero asintió pensativo, luego se dirigió de nuevo a Robi.
—¿Sus habitantes están vivos?
Robi asintió.
—¿Y dónde están? —continuó el extranjero.
—Escaparon hacia las partes altas de las Montañas Oscuras, más allá de la cascada; ahora viven a orillas del mar.
No era un secreto. Los soldados lo sabían. No habían ido nunca a perseguir a los fugitivos simplemente porque le tenían mucho miedo a la cascada.
—¿Conoces a un hombre llamado Monser y a una mujer llamada Sajra? —preguntó el extranjero. Silencio—. ¿Conoces a un hombre llamado Monser y a una mujer llamada Sajra? —repitió el extranjero.
Silencio. Robi sintió que sus labios empezaban a temblar; sus ojos se llenaron de lágrimas. Apretó fuertemente la barquita y la muñeca, y ni siquiera Crechio se atrevió a dejar de estar serio.
—Eran mi papá y mi mamá —dijo despacio. Si respiraba profundamente y hablaba lentamente, a lo mejor conseguiría no ponerse a llorar.
—¿Eran? —insistió el extranjero.
No, no lo conseguiría, ni siquiera hablando lentamente y respirando hondo. Robi se puso a llorar.
—Los colgaron —dijo Crechio.
El extranjero se puso lívido.
—¿Por qué? —preguntó con voz ahogada una vez que la hubo recuperado después de un largo instante en el que le había faltado el aire—. ¿Por qué?
Silencio.
—Egoísmo —dijo Robi entre sollozos; no lograba calmarse—, y… —Robi no pudo continuar.
—¿Y…? —la animó el extranjero.
—Y además dicen que habían protegido a un elfo, pero yo sé que no es verdad, no puede ser…
Robi no pudo terminar.
—¡Nooooooooooooooo! —gritó Yorsh—. No, no, no, no. ¡Dieron su vida, están muertos, te dejaron huérfana por salvarme a mí!
El extranjero se cubrió la cara con las manos. Estaba arrodillado en el suelo, doblado sobre sí mismo, temblando cada vez más, sacudiéndose como una hoja en una rama con el viento del invierno. Crechio sonrió triunfante.
—¡Ves como es un elfo!
Robi dejó de llorar. Levantó la cabeza y bajó la mirada sobre la criatura llorona que estaba a sus pies. ¿Realmente eso era un elfo? O mejor, El Elfo, eso por lo que… ¿Realmente sus padres habían muerto y la habían dejado huérfana por salvar eso? ¿Por eso que estaba allí? ¿Ella era huérfana por eso que estaba ahí? ¿Ya no tenía ni papá ni mamá por eso? ¿Ya nada de manzanas secas ni perdices asadas, ni una camita caliente, ni leche con miel por las mañanas… por ese ser innoble que lo único que sabía hacer era burlarse de un grupo de niños hambrientos y de una manita mutilada? No era cierto, no era posible. Finalmente, después de que el extranjero hubiera nombrado a Arstrid, Robi reconoció el vestido que llevaba puesto: ¡era el vestido de novia de la hija del jefe de la aldea, horriblemente sucio! Incluso su mamá había ayudado a bordar la M que tenía delante. La rabia superó al dolor. Robi le dio una ligerísima patada con el pie desnudo a Yorsh, que, por lo demás, ni siquiera se dio cuenta.
—Vete, vete —gritó Robi—. Nada de lo que has dicho es cierto. ¡Vete de aquí! —También le escupió encima, pero Yorsh se quedó inmóvil; se había desmayado.
Robi no tuvo tiempo de pensar algo más para decir o hacer; el grito de Tracarna a sus espaldas le hizo saber que el descanso hacía rato que había terminado, y que lo malo no termina nunca.
—Es un elfo —gritó Crechio, señalando a sus pies la figura del joven postrado por la desesperación.
La palabra de nuevo hizo eco y llegó hasta donde estaban los soldados. Algunas flechas volaron. Robi, Cala y Crechio se tiraron al suelo y se cubrieron la cabeza con las manos. Yorsh permaneció inmóvil, apenas respiraba. La colina que se alcanzaba a ver detrás de la Casa de los Huérfanos de repente se movió: había un dragón oculto en la hierba. Estaba muy cerca y era enorme. La desbandada fue general, excepto por los tres que estaban en el suelo, que no podían ver nada y que se quedaron tendidos con las manos en la cabeza sin saber qué estaba sucediendo. Lo descubrieron cuando un viento cálido y fétido los cubrió y, al levantar la mirada, se encontraron cara a cara con las fauces de un dragón, y vieron claro que el viento era el aliento que salía de una boca con dientes tan largos como un brazo.
Por suerte el dragón ni siquiera los había mirado, estaba buscando la forma de atrapar a Yorsh entre sus fauces de manera segura y sin hacerle daño.
—¡Robi! —llamó Cala.
—Ssshhh. Silencio, ahora.
—Robi, me he hecho pipí en los pantalones.
—No es grave, a lo mejor es una buena idea —susurró Robi, tratando de tranquilizarla—, así estarás menos sabrosa para comer. Ahora cállate.
De todas maneras, el dragón no estaba interesado en ellos ni en lo más mínimo. Seguía buscando la forma de llevarse a Yorsh. Después de algunos intentos con los dientes se decidió por las garras: con la de la pata izquierda lo agarró de los tobillos y con la de la derecha, de las muñecas. Luego el dragón abrió sus enormes alas color esmeralda y levantó el vuelo lentamente.
Cuando estuvo arriba en el cielo, muy, pero muy arriba, otro par de flechas volaron con intención de alcanzarlo.
Robi se quedó tumbada en el suelo sin saber qué hacer hasta que las manos de Tracarna la agarraron por los hombros y la levantaron.
—Tú… —comenzó con la voz sofocada por la ira—, tú… tú, miserable canalla, amiga de los elfos… Sí, así es, amiga de los elfos…, como tu padre y tu madre, gloria a Daligar por haberlos condenado a muerte…, miserable canalla… Pero yo te tenía en la mira, sabes… yo lo sabía, sabes…, Eres tú la que nos lo has echado encima… Es culpa tuya, ¿verdad…?
Robi ni siquiera intentó negar nada. Sabía que eso solamente habría aumentado la rabia de Tracarna y la furia de los golpes. Trataba de recuperarse como podía. Estaba tan mal que los insultos de Tracarna eran el menor de sus problemas. Su madre y su padre se habían hecho condenar a muerte y a ella la habían condenado a la desgracia por un cretino miserable. El sueño que la acompañaba desde que su vida y su familia habían sido destruidas (un dragón con un príncipe vestido de blanco) se había realizado, y un elfo canalla con un vestido de novia lleno de caca de pájaro y otros líquidos malolientes, sobre los cuales era mejor no indagar, había aparecido para liar más su ya complicada existencia.
Cuando Tracarna se calmó, Robi estaba llena de moretones. Stramazzo también había llegado y estaban decidiendo qué hacer. Él iría a Daligar a pedir los refuerzos necesarios para transportar allí a la pequeña bruja.
—Sí, bruja —añadió dirigiéndose a Robi—, exactamente bruja, así es como llamamos a las amigas de los elfos…
Se necesitaría medio día. Pero no podía arriesgar su preciosa vida escoltándola él solo: el dragón y el elfo podrían atacar de nuevo. Sin duda habían atacado para liberarla.
«Bueno», pensó amargamente Robi. Estaba por partir hacia Daligar a la celda de una prisión, a la que probablemente seguiría la horca apenas hubiera alcanzado la edad mínima, siempre y cuando no fuera ya considerada adulta. La segunda parte de su sueño también estaba a punto de cumplirse: dejaría la Casa de los Huérfanos para siempre, gracias al dragón y al príncipe.
Se dejó llevar hacia una de las garitas donde la encadenaron. Los dos arqueros montarían guardia mientras esperaban las otras tropas. Robi se acurrucó sobre sí misma con la cabeza entre los brazos, apretando la barquita y la muñeca entre sus manos, dejando que el tiempo transcurriera, mientras los mismos pensamientos continuaban dando vueltas en su cabeza como una bandada de cuervos enloquecidos.
El tiempo pasó. De vez en cuando, los ojos de Robi se cerraban de cansancio, pero ninguna imagen se formaba, excepto la de una pequeña mano izquierda con los cinco dedos abiertos. Stramazzo regresó acompañado de una guarnición completa. Fueron a buscarla, le quitaron las cadenas y le pusieron unas más ligeras, apropiadas para el viaje. Luego la hicieron subir en un asno. Era la primera vez que Robi cabalgaba, pero estaba demasiado desesperada como para darles importancia a estas cosas. Era un día triste y nublado que borraba los colores del otoño.
Los otros huérfanos estaban alineados en silencio en el claro frente al viejo redil. Una mano se levantó para saludaría y se quedó abierta en el aire separando los cinco dedos. Tracarna gritó algo, pero la manita permaneció obstinadamente en el aire y Robi se dio cuenta de que no era un saludo: Cala le estaba mostrando su manita izquierda con sus cinco dedos perfectos.
También el pulgar, el que se había cortado con el hacha hacía dos años.
Robi miró las manos de Cala, que ahora las había levantado juntas: le faltó el aire y por un instante se le nubló la vista. Al fin lo comprendió: ¡una criatura poderosa y benévola, más allá de lo imaginable, se había cruzado en su camino, y todo lo que había hecho ella era pegarle patadas y escupirle encima! Siguió mirando a Cala fijamente hasta que fue apenas visible, mientras el asno se alejaba escoltado por una tropa de soldados que habría sido suficiente para enfrentarse a un ejército de troles.