Capítulo 13

La herida de Erbrow no era grave ni profunda; Yorsh se la curó en unos pocos instantes. Cuando el dragón se elevó sobre la ciudad de Daligar, ya había expulsado la flecha y la sangre había dejado de manar. Antes de llegar a la biblioteca, la cicatriz ya se había formado y poco después de llegar ya había desaparecido y en su lugar había nuevamente piel. Durante el resto del día, Erbrow, que se sentía muy bien, pasó el tiempo alegre como un pájaro en las cimas de las montañas nevadas, deslizándose en la nieve y cazando urogallos que después cocinaba sobre una hoguera crepitante de pinas y romero. Yorsh estaba acostado sobre el suelo de la caverna. Estaba completamente desanimado, tenía náuseas y un escalofrío febril lo sacudía con violencia. Era como si la energía necesaria para extirparle la flecha y curarle la herida a Erbrow hubiera salido de su pecho, que le dolía tan agudamente como si la flecha lo hubiera atravesado a él mismo. La terrible desilusión de no haber sabido dónde podían estar Monser y Sajra, siempre y cuando aún estuvieran con vida, empeoraba las cosas. Yorsh se recuperó por la tarde y se arrastró hacia fuera, hasta el pozo de agua fresca, donde bebió. Su vestido tenía el barro que le habían tirado encima, lo que quedaba de las pedradas, la sangre que le había chorreado desde la frente, unas salpicaduras de la de Erbrow, y, sobre todo, excrementos de pájaro, principalmente urracas y búhos, que había recogido del suelo de la caverna cuando se había arrastrado descompuesto después de bajarse de la espalda del dragón. Sólo algunos pedacitos de encaje, junto al cuello, seguían siendo blancos. El color del resto del vestido iba del terracota al rubí pasando por el marrón, el negro y el gris, e incluía el inconfundible verde guisante claro de los excrementos del herrerillo.

Al día siguiente, Yorsh se sentía lo bastante bien para seguir con la exploración. Decidieron regresar a Arstrid.

Partieron al atardecer para resultar menos escandalosamente visibles. La tarde no estaba muy despejada, pero tampoco estaba nublada. Volaron sobre los bosques de alerces que estaban inmóviles como estatuas bajo la última luz, y luego sobre los bosques de castaños, desde los cuales caían hojas amarillas como una lluvia lenta y suave, brillando bajo la tenue luz de las estrellas.

El dragón batía perezosamente sus alas mientras perdía altura con suavidad y comenzaba a describir grandes círculos sobre la planicie de Arstrid. Una pequeña luna apareció y brilló sobre el meandro del río. Las ruinas quemadas de la aldea aparecieron bajo la luz, que se reflejaba entre el cielo y el agua con toda su desolación. Una nube tapó la luna y el mundo se oscureció. Yorsh estaba caliente y cómodo en la espalda del dragón. Se sentía desconsolado por no haber podido obtener ninguna noticia. Iba a conquistar el mundo y a salvar a sus amigos, lástima que no supiera en lo más mínimo qué dirección debía tomar.

El dragón aterrizó. Los dos hablaron sobre lo que debían hacer. No tenían ninguna idea.

La nube se levantó. La luna brilló de nuevo. Yorsh bajó la mirada: algo brillaba a sus pies, medio escondido entre la hierba. Se agachó para recogerlo. Era una piedrita blanca sobre la cual se reflejaba la luz de la luna. Apartó la hierba con sus manos. A un paso de la primera había una segunda, después una tercera y después otra más. Desde arriba no se veían, pero una vez que uno se ponía a cuatro patas, las piedritas blancas brillaban bajo la luna.

Yorsh le mostró el rastro al dragón.

—Nos han dejado un rastro —dijo triunfante.

—¿A nosotros? ¡Pero si ni siquiera tienen idea de que existimos en este mundo!

—Pues quizá no nos lo han dejado a nosotros, ¡pero han dejado un rastro! —dijo Yorsh, obstinadamente.

—¿Y quién puede ser tan tonto como para dejarle un caminito de piedras a no se sabe bien quién? ¿Con qué objetivo?

—Para encontrar el camino a casa otra vez. Ha sido un niño. Cuando me fui del lugar donde estaba mi abuela, yo también dejé un caminito de piedras para poder volver a encontrarla. La lluvia las sumergió, y de todas maneras se me acabaron antes de la mitad del primer día. Es algo que un niño hace cuando lo obligan a abandonar un lugar que no quiere dejar. Va dejando piedritas a su paso, porque así puede volver a encontrar el camino y eso le da seguridad. O puede soñar que volverá a encontrarlo. Cuando todo te da miedo, necesitas un sueño incluso más que algo de comer. Pero esto nos está mostrando ahora el camino a nosotros. Debemos seguirlo a pie. Las piedritas son demasiado pequeñas para verlas desde arriba.

—¿Estás seguro? Yo detesto caminar. Los dragones no caminamos. No nos gusta pasear. Somos capaces, claro, pero la misma estructura de nuestras rodillas y de nuestros metatarsos…

La luna brillaba. Frente a ellos se abría un sendero que luego se ensanchaba en un camino estrecho. Las piedritas estaban en la hierba, al lado del camino, para que no se confundieran con las piedras que estaban en el centro. Pero allí estaban: todas iguales, todas redondas, todas blanquísimas. El niño que las había ido dejando debió de haber ido recogiéndolas durante años de exploración en las playas a lo largo del río. Habían sido recogidas y conservadas como un tesoro que luego había regado a lo largo del camino a cambio del sueño de poder regresar.

Inicialmente, el camino iba en dirección opuesta a las Montañas Oscuras, hacia la ciudad de Daligar, luego torcía hacia el este. Las piedritas comenzaron a espaciarse, como si la persona que las estaba distribuyendo hubiera decidido economizarlas. Cada vez menos y más espaciadas. El dragón no dejó de lamentarse ni un instante por el dolor en sus patas traseras, para no mencionar la espalda, ni de explicar cuan evidentemente superior era volar a caminar. De hecho, su forma de caminar, que recordaba la de una gallina monumental, era tan ridícula como espléndidas sus alas al abrirse en el cielo.

La luna se ocultó y llegó el alba. Sólo había piedritas en las pocas bifurcaciones que había en el camino para indicar cuál era la dirección correcta. Estaban a algunos pasos después de la bifurcación, así que no podían haberse equivocado.

El sol naciente brilló sobre una última piedrita que señalaba un sendero estrecho, pantanoso y medio borrado por los zarzales que allí crecían. Después de algunos pasos, el sendero se empantanó y se hizo indistinguible. No había más piedritas. Un terreno pantanoso se abrió frente a ellos. Los acogieron nubes de mosquitos. El sol se levantó definitivamente, y las moscas se despertaron con la luz del nuevo día.

Avanzaron con mucho esfuerzo, ya que el terreno estaba completamente encharcado.

Finalmente se abrió una especie de valle ante ellos y vieron, al fondo, medio hundido en el pantano, una choza hecha con ramas secas y barro y, a juzgar por el olor, con excrementos de vaca y de cabra. No tenía ventanas. La puerta era un hueco cubierto por una piel de oveja.

—No hay más piedritas —dijo Yorsh—, y hemos llegado a alguna parte.

—Bien —replicó el dragón—, es una buena noticia. Mis patas traseras parecen dos salchichas a la parrilla, mis rodillas crujen como un haz de madera rodando por un barranco, por no hablar de mi espalda. Mi estómago ruge como el viento entre las copas de los árboles. Podemos acampar aquí, descansar, dormir y recuperar el aliento. Mejor todavía: yo acampo, descanso, duermo y recupero el aliento, y tú te acercas y ves de qué se trata.

Yorsh estaba cansadísimo, pero no había cansancio alguno que pudiera detenerlo. El dragón se ocultó en la parte alta del minúsculo valle, bajo dos grandes robles, logrando camuflarse con el paisaje. La larga caminata nocturna lo había ensuciado y, mientras se acostaba, se le sumaron otras manchas de lodo. Las complicadas espirales que las escamas formaban en su espalda, que alternaban diferentes matices de verde, hacían que fuera todavía más difícil distinguirlo de los pantanos.

El joven elfo se puso en marcha hacia la choza. De vez en cuando se daba vuelta para asegurarse de que el dragón era como una mancha indistinguible en el verde. Cuando estuvo cerca, notó que al lado de la choza había una bonita construcción hecha de una preciosa piedra blanca y rosada, con un friso superior de granito, donde estaba esculpida una larga hilera de minúsculos patos, cada uno con una pajarita en el cuello y un ramillete de flores en el pico. También había una puerta de madera que tenía pintada una chimenea con una larga hilera de corazoncitos multicolores, por donde salía un penachito de humo, y una cerca de juncos que tenía en su interior una pequeña bandada de patos que picoteaban junto a las gallinas. Al otro lado de la cerca había un claro rodeado por una empalizada cruel y miserable, llena de viejas lanzas oxidadas, pedazos de madera puntiagudos, zarzas y espinas, con dos garitas para los arqueros. En el claro, el joven elfo vio una escena extraña para sus ojos: un grupo de niños sucios, uniformados, demacrados y harapientos, estaban cavando fosas larguísimas en la tierra fangosa.