Capítulo 12

Yorsh había doblado el borde inferior de su vestido para evitar ensuciarlo y se lo había amarrado a la cintura con una especie de nudo. Nunca había usado un vestido más incómodo. Incluso los horribles trapos de cáñamo amarillo «de elfo» que le habían puesto desde el principio de su vida, que eran a la vez pesadísimos y fríos, eran más cómodos que esa nube vaporosa de lino blanco. De todos modos, había hecho todo lo posible para evitar que se ensuciara o rasgara. Había dormido en el alféizar de una de las ventanas que tenían el ámbar intacto, y antes lo había desempolvado cuidadosamente usando un plumero improvisado, hecho con las plumas que perdían al volar las numerosas urracas que se habían establecido debajo de los antiguos arcos.

Después de una noche llena de pesadillas en las que había visto la aldea arder y había oído los gritos de socorro elevarse inútilmente en la oscuridad, se despertó por la mañana con una angustia terrible que le oprimía el corazón. El deseo de partir crecía a cada instante. Su magnífico vestido casi no se había ensuciado. El dragón estaba fuera, al aire libre. El elfo lo alcanzó y le informó sobre su firme intención de emprender, lo más pronto posible, la búsqueda de la mujer y del cazador. Después, con calma y con su ayuda, quizá podría encontrar una esposa. De acuerdo, era un poco joven, pero los elfos tienen la costumbre de empezar a buscar pronto a la mujer que será su esposa, aunque después esperen muchos años antes de casarse. Y tienen sólo un amor en la vida. Para siempre, pues para ellos el amor es un asunto demasiado elevado como para no dedicarle toda la vida. Con frecuencia, en las historias sobre elfos había un juguete que los padres habían compartido durante su niñez y con el que después jugaban las criaturas que ellos traían al mundo. En su caso era su trompo azul: su papá, cuando era un niño, se lo había regalado a su mamá, y posteriormente se había convertido en su juguete.

Yorsh albergaba muchas dudas sobre cómo hacerlo. Le preguntó al dragón si su vestido era apropiado para buscarse una esposa y el dragón le aseguró, condescendiente, que cualquiera que lo aceptara vestido de esa manera tenía que ser una joya de tolerancia y mentalidad abierta.

Después de esto, el dragón bajó los ojos y siguió comiéndose las alas de un pájaro asado.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó el elfo perplejo.

—El desayuno —respondió el dragón muy contento. Mostró el pincho largo que se había fabricado con el tronco de un abeto joven, sobre el que yacía lo que quedaba de los esqueletos de una docena de urracas, búhos y urogallos—. De esta manera te estoy echando una mano para tu matrimonio. He hecho la mitad del trabajo para desocupar tu morada, y así tu esposa, cuando tengas una, estará más cómoda. Yo me he ocupado de los pájaros, a ti solamente te toca limpiar el suelo, te he reducido el trabajo a la mitad.

Yorsh lo miró fijamente, pasmado, horrorizado, frío. ¡Se había comido las urracas! ¡También los búhos! Esos pequeños, espléndidos búhos con su aspecto tan torpemente feroz, esas tiernísimas urracas. Era cierto que hacían un estrépito infernal, por no hablar de la increíble cantidad de excrementos que producían. En efecto, eran insoportables, pero eso no le daba derecho a nadie a devorarlos como si fueran guisantes en una vaina.

—¿Cómo has podido? —preguntó con lo que le quedaba de voz.

—Con romero —respondió serenamente el dragón—. Hay una mata un poco más allá del portal.

El dragón bostezó, después comenzó a limpiarse los clientes usando como palillo lo que quedaba del hueso de la pata de un urogallo.

—Bueno —dijo—, ¿cuándo partimos?

—¿Nosotros? —preguntó Yorsh perplejo.

—Nosotros —contestó serenamente el dragón.

Yorsh no se lo esperaba. Era lo último que hubiera esperado. ¿Andar por el mundo de los humanos con un dragón detrás? ¿Cómo? No era muy… en resumen…

—Presentable —objetó cohibido—, no eres muy presentable. Eres muy hermoso, me atrevería a decir que magnífico, pero debo pasar inadvertido entre los humanos, que se espantarán sólo con la idea de que yo sea un elfo, sin tener que sumar a su desconfianza el terror de un dragón. —No quería ser descortés. No quería ofender al dragón; le regaló una sonrisa radiante—. Ahora sabes volar, puedes ir a…, ¿cómo lo dijiste una vez? Ir de paseo a explorar el universo y a mejorar el mundo.

—Explorar el universo solo no es divertido —objetó Erbrow tranquilo—. Tendremos cuidado. Volaremos de noche, y de día me esconderé dentro de los barrancos y en los claros de los bosques más grandes. No te preocupes, nos las arreglaremos para que no me descubran. Si nos descubren, nos iremos volando por encima de las nubes. ¿Recuerdas que tanto las escaleras como el camino que conducen a la biblioteca se han derrumbado? Lo vimos durante el vuelo. Y además, mira, yo soy un dragón. Te aseguro que mi presencia en los alrededores limitará considerablemente el número de los que puedan matarte, colgarte o hacerte daño.

En Daligar también había aquella extraña profecía que pablaba de él. Era un buen sitio para comenzar.

Su destino era la profecía que, grabada en el mármol, le mostraba el camino. No tenía madre ni padre. Su familia era un trompo de madera y el recuerdo de una abuela que le decía que se fuera y que nunca mirara hacia atrás, pero, en alguna parte, en los siglos pasados, hubo alguien que sabía de él, que había soñado con él mientras buscaba el rastro del futuro en las órbitas de lejanas constelaciones.

Alguien que había escrito, esculpiendo en el mármol, que él sería el último y que a la vez no lo sería. Tendría una esposa. Quizá. Eso le parecía recordar. Los primeros versos eran ciertos.

QUANDO EL AGUA SUMERJA LA TIERRA, El SOL DESAPARECERÁ,

LAS TINIEBLAS Y EL FRÍO LLEGARÁN

QUANDO EL ÚLTIMO DRAGÓN Y EL ÚLTIMO ELFO

ROMPAN EL CÍRCULO.

EL PASADO Y EL FUTURO SE ENCONTRARÁN,

EL SOL DE UN NUEVO VERANO BRILLARÁ EN EL CIELO.

Y lo condenaban a un destino de cruel soledad. El último es el último. El que está solo.

Lo que seguía le daba una esperanza.

No estaba seguro de lo que seguía. Pero recordaba que estaba escrito que él debería unirse a una esposa que tenía el nombre de la luz de la mañana y que veía en la oscuridad, una esposa que era…

… La HIJA DEL HOMBRE Y LA MUJER QUE…

¿Qué…?

Y además estaba ese extraño libro de dracología, que tenía algo escrito sobre los hijos de los humanos y de los elfos que se convertían en los autores de historias extrañas sobre princesas cambiadas por otras. Quizá los elfos y los humanos podían unirse en matrimonio. Evidentemente ya lo habían hecho, y de sus hijos nacieron las novelas que tanto gustaban a los dragones en incubación. Quizá ser el último elfo no lo condenaba a la soledad.

Quizá su camino era un sendero de flores y no un oscuro callejón.

Su camino estaba escrito en la piedra de Daligar.

Hubo una breve consulta sobre qué dirección tomar. Tanto el abuelo como el padre de Erbrow habían estado en Daligar, pero la verdad es que durante la incubación el sentido de la orientación tiende a perderse un poco, al contrario de la crónica histórica, que se conserva vivida. El dragón era capaz de mencionar los nombres, sobrenombres, patronímicos, fechas de nacimiento y número de hijos de todos los picapedreros que habían erigido los murallones de Daligar, pero simplemente no sabía dónde quedaba la ciudad. Yorsh tenía un mapa algo simplificado y resumido: todo lo que pudo deducir era que Daligar estaba hacia el sur, lo cual era un dato un tanto vago.

Decidieron volar sobre el río; así, tarde o temprano, llegarían a la ciudad.

El agua brillaba bajo la luna y, de noche, esto era un rastro suficiente. Cuando veían la luz cuadrada de la ventana de una cabaña, bajaban y volaban entre las copas de los alerces. Había varios tipos de oscuridad: el negro del cielo; el negro más fuerte de los bosques bajo ellos, cuyas copas, cuando ellos descendían entre los troncos, se veían más oscuras que el cielo donde las estrellas brillaban, y además, estaba la oscuridad aún más negra de la tierra por donde discurría la cinta del agua del río con sus destellos plateados.

Si Erbrow volaba alto, no tenían que seguir exactamente todos los meandros; cortaban por encima y el viaje se hacía menos largo. Yorsh recordaba la caminata larga y extenuante que había hecho de niño, recorriendo ese camino en sentido contrario. Extenuante era un modo de decir: cuando estaba cansado Monser lo cargaba; sin embargo, larga sí había sido. Llegaron a Daligar antes del amanecer. Los murallones, erizados con troncos puntiagudos como las espinas de un enorme puercoespín, se levantaban amenazantes, proyectando su sombra sobre el agua del río, que centelleaba dorada con la luz de la mañana. La ciudad estaba aún más llena de torreones, almenas y aspilleras que lo que Yorsh recordaba.

Erbrow planeó suavemente sobre un pequeño claro cubierto de hierba y tréboles que quedaba escondido entre grandes castaños. La profecía estaba en la parte sur, exactamente en el lado opuesto de la puerta grande con el puente levadizo. El plan era simple: el dragón permanecería agazapado en la sombra, casi indistinguible bajo la luz débil y rasante del alba, mientras Yorsh se escabulliría entre la multitud, después de haber evitado a los guardias de antes del puente levadizo, a los guardias del puente levadizo, a los guardias de detrás del puente levadizo y a los que patrullaban las calles. Para entonces, habría alcanzado el muro sur del palacio de justicia y leído la antigua profecía.

Yorsh se acercó con aire indiferente al puente levadizo. Uno de los velos de su complicado traje blanco le cubría la cabeza a modo de capucha, escondiendo sus orejas puntiagudas y su cabello demasiado claro. Su corazón latía frenéticamente. Eran ya muchos los años que había vivido aislado en una biblioteca situada en la cima de una montaña inaccesible, con un dragón como única compañía. La mera presencia de un número tal de criaturas humanas lo inquietaba. Además, estaban el miedo a ser agredido, la esperanza de encontrar un rastro de su destino y el recuerdo de Monser y Sajra, que continuamente lo invadía de nostalgia. Estaba a pocos pasos de la reja, cuando de algún modo lo identificaron. Todos dejaron de hacer lo que estaban haciendo: los que estaban cotilleando se interrumpieron, los que estaban atravesando el puente se detuvieron, los dos vendedores ambulantes de manzanas y coles suspendieron de inmediato sus gritos sobre el valor de la mercancía y se volvieron para mirarlo. Sin embargo, la palabra «elfo» no retumbó. Todos comenzaron simplemente a desternillarse de la risa. Un grupo de muchachitos harapientos, liderados por un cabecilla con unas enormes orejas de elefante, apareció de repente y comenzó a burlarse de él. Todos hablaban a la vez, y Yorsh no pudo entender nada, pero de nuevo no identificó la palabra «elfo». Pero entonces, ¿por qué la habían emprendido contra él?

Alguna piedra voló, pero no lo alcanzó. Si Yorsh se concentraba en la trayectoria de la piedra, lograba desviarla. Después del primer susto, entendió el sistema y comenzó a encontrarlo casi divertido. Un guardia de la puerta pensó que ya era suficiente y con un par de gritos roncos interrumpió el apedreamiento y también consiguió un poco de silencio. Era un hombre alto, delgado, con una gran barba gris. Se volvió hacia Yorsh y le hizo señas para que lo siguiera, probablemente para buscar a un superior y pedirle consejo. El muchacho entró a la ciudad seguido por el hombre: esto lo protegió de ataques posteriores. A él, que llevaba años recluido en los confines de una biblioteca, Daligar le pareció grandísima y, al igual que cuando era niño, lo sorprendió. Estaba llena de edificios inmensos, con columnas antiguas y arcos grandes que se cruzaban, dividendo el cielo en extrañas geometrías. Muchos de los arcos estaban partidos, las bóvedas medio caídas. Algunos de los antiguos edificios albergaban lazaretos y mercados miserables en donde, frente a bancos desvencijados, se formaban colas ordenadas para comprar algunas coles o unas pocas manzanas. Había un hedor insoportable estancado en el ambiente, que se mezclaba con el perfume de las flores de los jazmines que colgaban enormes y cargados de las paredes derruidas. Yorsh se preguntó cómo era posible que aún florecieran a finales del otoño.

Reconoció el empedrado de la ciudad, las fachadas de las casas con sus techos en punta pintadas de colores pasteles y las persianas pintadas con rayas rojas oscuras y verdes que se intercalaban en diagonal y que al cerrarse formaban un dibujo de rombos. Ahora, sin embargo, todo estaba deteriorado y ya no había geranios en las ventanas como cuando era niño. Pasaron junto a una fuente que tenía encima la escultura de madera de un oso rampante, que ahora estaba descabezado, mientras el agua era apenas un chorrito fétido. Frente a ellos había un muro altísimo de piedras cuadradas alternadas con ladrillos sobre el cual crecían diminutos helechos y flores rosadas. Era el palacio del Juez administrador, que se extendía hasta el tribunal debajo del cual estaban las prisiones. Quizá Yorsh había llegado al lugar preciso para obtener noticias de su familia humana.

El palacio se levantaba en medio de la ciudad. La base era algo así como un polígono asimétrico, cuya forma exacta no era identificable. No tenía torres, simplemente una parte era más alta que la otra, dándole a la totalidad un aspecto desbaratado y provisional, un punto intermedio entre algo que no se ha terminado de construir y algo que ya ha comenzado a derrumbarse.

Contrariamente al Daligar que recordaba, ya no había gallinas en mitad de la calle. De repente, apareció una, que salió a la calle desde un portal medio derruido. Era una gallina viejísima, se arrastraba con esfuerzo sobre sus patas, pero venía resuelta hacia Yorsh, que la reconoció. Hacía trece años la había resucitado. Evidentemente su curioso destino de resucitada la había salvado de la olla y del asador, pero el vínculo que se había creado entre ambos le había impedido morirse. Ahora ya no daba más. Había sentido a Yorsh. La mente del muchacho se había fundido con la suya cuando había regresado de la muerte, y esto los unía. Se había arrastrado hasta él. Yorsh se agachó y la tomó entre sus brazos; se miraron por última vez y finalmente la gallina se dejó morir. El muchacho sintió que la paz la llenaba y que su corazón se detenía. Levantó los ojos para ver a los presentes. No era el único que conocía la historia de la gallina ni el único que la había reconocido. En la calle, además del soldado que lo acompañaba, había cuatro hombres, dos matronas, una chica y el consabido grupito de muchachitos harapientos y esqueléticos, peligrosamente armados con hondas. Todos lo estaban mirando. La palabra «elfo» retumbó fuerte y clara. El apedreamiento volvió a comenzar, esta vez multiplicado, de modo que era imposible estar pendiente de todas las trayectorias.

Yorsh se preguntó hacia dónde podía escapar. Todas las posibles vías de fuga estaban bloqueadas, sólo quedaba el muro. Le bastó con pensar que era una lagartija para encontrarse en la parte de arriba del muro, perseguido por los gritos y las piedras, envuelto en su vestido como en una nube. Al otro lado del muro había un jardín con árboles enormes, fuentes que salpicaban y un estanque donde se reflejaban los cisnes. Sobre el muro se apoyaban enormes glicinias, cuyos troncos nudosos le facilitaron a Yorsh el descenso. Estaban cargadas de flores, y le dieron a Yorsh la impresión de estar en una especie de paraíso, un paraíso extraño, en cierto modo excesivo. Yorsh se preguntó otra vez cómo era posible esa increíble floración en el umbral del invierno. No sabía nada de glicinias, pero también su perfume le parecía exagerado. No muy lejos de él, una chica también vestida de blanco estaba montada en un columpio, entonando una antigua canción que hablaba de chicas, chicos y nuevos amores. Yorsh se acercó, siempre escondido tras la sombra de las glicinias: la joven era alta, delgada y muy bella, con la piel blanca y grandes ojos verdes. Llevaba un vestido claro, con dibujos dorados y el cabello rubio peinado en una serie de trencitas que se cruzaban como las puntadas del alto cuello almidonado, y en cada cruce había un anillito de oro. Todo parecía un cuadro o una representación teatral. Entre otras, la chica era un poco mayor para pasarse el tiempo holgazaneando y cantando en un columpio. Finalmente, el dudoso engaño de la escena se hizo añicos: junto a la chica que se columpiaba había una niña, pequeña y morena, que, cuando la otra terminó de cantar, tomó aire y valor y se atrevió a preguntarle algo. Hubo una especie de caos, y Yorsh pudo oír algunos fragmentos de la conversación que siguió. El motivo de la discusión era la posibilidad de turnarse en el columpio, cuyo uso, al parecer, era un derecho intransferible y permanente de la chica rubia.

—… Porque yo, entiendes, soy la hija del Juez administrador, pero cómo puedes tú…, insoportable muñeca tonta hija de… cualquiera… insignificante y cualquier… —La pequeñita lloraba desesperada—. Eres gorda, fea y estúpida. Y eres una cualquiera. Cualquiera. Mi padre, entiendes, mi padre es el que…

Qué insoportable gallina. ¿Pero cuántos años tenía? ¿Dos y medio mal llevados? ¿Y qué habría querido decir con «cualquiera»? ¿Era un insulto? Aparte de que los columpios son cosas de niños pequeños y la damisela parecía ya en edad de conseguir marido, su alteza era una verdadera hiena. Yorsh tuvo la tentación de ir a defender a la niña más pequeña, pero ya tenía suficientes problemas y era mejor no aumentarlos.

¿Ésa era la hija del Juez administrador? Un motivo más para no dejarse pillar en ese jardín. Al otro lado del muro continuaban resonando gritos con la palabra «elfo». Yorsh calculó que si el muro norte, ese que había acabado de escalar, daba a la calle principal, el muro del otro lado, del sur, podría dar al río. Demasiado tarde, el portal se había abierto y decenas de soldados se apresuraban a entrar, mientras la chica, con grandes gritos de terror, escapaba hacia la construcción cubierta de rosas trepadoras que se hallaba al fondo. Las rosas también estaban florecidas. Yorsh se preguntó si la niña más pequeña habría podido montarse en el columpio.

El problema era cómo atravesar el jardín. Yorsh se subió al muro de nuevo y trató de moverse por arriba, pero uno de sus pies se enredó en una rama de glicina y cayó en el punto de partida en la calle principal. Los soldados se habían desperdigado y estaban dentro del jardín, pero los muchachitos se habían agrupado. El apedreamiento comenzó de nuevo, esta vez con mayor intensidad. Las piedras, cada vez más numerosas, golpearon a Yorsh, y su frente empezó a sangrar. Su vestido blanco se manchó de sangre. Trató de correr. Corrió como corren los elfos: soñando con ser un águila que vuela en picado. Le faltaba muy poco para dejar atrás a sus agresores, pero tropezó en su vaporoso vestido y cayó aparatosamente. Consiguió levantarse y arrastrarse hacia la parte alta de la ciudad, donde las casuchas se amontonaban unas sobre otras como un hormiguero gigantesco recubierto de plantas de alcaparras y alguna que otra vid raquítica con unos pocos y escuálidos racimos de uva. Las casas eran de tierra y de corteza de árbol, las calles estaban cubiertas de barro por el que corrían riachuelos y charcos, que se cruzaban formando una red continua de agua sucia que reflejaba el blanco de las nubes y el cielo. En las calles fangosas, los niños abandonados se revolcaban con los perros callejeros, disputándose el corazón de una col o de una manzana. Nadie se distrajo para burlarse de él ni para perseguirlo. Yorsh corrió por callejones estrechísimos, por donde a duras penas cabía una persona, que se empinaban entrelazándose con escaleras destartaladas. Ninguno de los miserables habitantes con los que se cruzó (una viejita encorvada, un hombre joven y lisiado que usaba una muleta de palo para caminar y una mujer que llevaba un niñito de la mano) dio un paso para detenerlo, al contrario: se pegaron contra las paredes para no obstaculizarle el paso y después salían a tropezarse con los soldados. Yorsh intuyó que se trataba de la solidaridad de que podía disfrutar, por esos lados, cualquiera que tuviera problemas con la justicia del Juez. Consiguió dejar atrás a sus perseguidores y alejarse lo suficiente como para alcanzar una explanada que estaba encima del meandro del río. Desde allí podía ver a Erbrow y el dragón podía verlo a él.

El mundo se volvió verde. Los gritos de triunfo se transformaron en gritos de terror. Erbrow el Joven había venido a salvarlo. El dragón aterrizó. Hubo un rugido y una lengua de fuego atravesó el aire. La explanada era lo suficientemente grande para que Erbrow pudiera aterrizar. Yorsh subió a su grupa y luego sobrevolaron la aterrorizada ciudad hasta la puerta sur. Yorsh reconoció el porticado y las escalinatas y encontró el arco con la profecía. El dragón descendió un poco y se puso a volar lentamente en círculos, para darle tiempo de ver y leer. La profecía ya no estaba, había sido borrada con un cincel. Las huellas del cincel habían quedado en la piedra como cicatrices descuidadas, eliminando cualquier duda.

Uno de los soldados, recuperándose del terror, puso una flecha en su arco y disparó. Erbrow dio un brinco, y la sangre comenzó a brotar de su pecho. Yorsh comprendió por qué ya no había más dragones: la parte anterior, que es la que el dragón le ofrece al mundo mientras vuela, está completamente indefensa ya que sólo la cubren escamas pequeñas, no más duras que las de una culebra o una lagartija. El dragón levantó inmediatamente el vuelo.

Volaron directamente hacia las Montañas Oscuras. Sobrevolaron de nuevo las colinas de vides y frutales que habían sobrevolado la primera vez, y en esta ocasión, Yorsh, sin la luz en los ojos, pudo distinguir numerosas figuritas que corrían sobre el pasto. No todas: junto a una cerca, dos personas minúsculas se habían quedado mirándolos sin moverse, siguiendo con la cabeza su vuelo hacia el sol. Luego el dragón viró y se lanzó en picado detrás de las cimas de las Montañas Oscuras; apareció el pico donde estaba la biblioteca y, detrás, el mar.