No era que Robi realmente supiera leer.
Y no era que saber leer estuviera realmente vetado.
Tracarna y Stramazzo eran capaces. Leían los raros despachos que les llegaban de Daligar con una solemnidad exagerada, en realidad con auténtica petulancia, después de haber inflado el pecho como pavos. Para todos los que no tenían nada que ver con la Administración, leer no era muy aconsejable, o quizá sería más correcto decir que era desaconsejable, un conocimiento sospechoso. En Arstrid, el pueblo donde Robi había nacido, sabían leer un poquito y también tenían una especie de escuela. Arstrid era una aldea agradable, literalmente enclavada en medio de cosas ricas para comer: por un lado estaban las truchas del río y por el otro las manzanas de los frutales; en medio estaban las huertas y las gallinas y por detrás las colinas con las vacas; esto quería decir leche que luego se convertía en mantequilla.
Cuando no había truchas para pescar, manzanas para recoger, vacas para ordeñar o cercas para arreglar, es decir, dos veces al año, el jefe de la aldea reunía ruidosamente a todos los niños y trataba, sin ningún método, de manera incongruente y caótica, de enseñarles el alfabeto, que era todo cuanto sabía. Las lecciones transcurrían entre las risas de los alumnos y las muecas cómicas del jefe de la aldea, y finalizaban cuando, en un momento dado, llegaban las madres llamando a gritos a sus críos para mandarlos a ordeñar las vacas o a recoger manzanas. O a ahumar las truchas. O a poner las uvas sobre las cañas para que se secaran y se convirtieran en uvas pasas para hacer los panes de miel para la fiesta de invierno.
El jefe de la aldea conocía las letras gracias a un misterioso y legendario personaje de nombre impronunciable que muchos años antes de que Robi naciera había frecuentado Arstrid, y le había suministrado la mítica olla para ahumar.
De las absurdas lecciones, Robi conservaba las cuatro letras de su nombre: Robi.
R de Rosa: los pétalos de las rosas se podían sumergir en miel y transformarse en golosinas. O de Oca asada: la última se la habían comido el día antes de que aparecieran los soldados de Daligar como lobos hambrientos, exigiéndoles todo lo que tenían e incluso lo que no tenían, aduciendo una oscura historia de impuestos atrasados. Había sido durante el último verano.
El invierno siguiente, la aldea había sido destruida y sus padres arrestados; más bien, para decirlo en orden, sus padres habían sido arrestados y luego la aldea destruida, pero esto fue después, cuando ella ya estaba en la Casa de los Huérfanos. Lo supo porque Tracarna se lo había dicho. Los soldados habían ido en verano, exigiendo un montón de alimentos para el condado y para su Juez administrador: trigo, que ellos no tenían, y una cantidad exorbitante de truchas ahumadas, más de la que alcanzaban a recoger en todo un año. El jefe de la aldea ya no estaba, había muerto durante el invierno anterior poco después de la boda de su hija. Así que su padre tuvo que enfrentarse a los soldados, diciéndoles que el condado de Daligar jamás les había dado nada y que ellos no le debían nada, y había agregado que, en todo caso, a la gente se le puede pedir una parte de lo que posee, pero no todo o incluso más de lo que jamás ha tenido. Y fue entonces cuando uno de los soldados, uno alto, engreído, que parecía una lechuza, con una barba blanca como la nieve, había mirado fijamente a su padre y a su madre, y los había reconocido: eran los del elfo. Los protectores del terrible elfo que años antes había devastado Daligar. Robi no podía creerlo, sus padres no podían haber protegido a algo tan repugnante como un elfo. Tenía que ser falso.
B de Bueno para comer. También de Bueno para beber, como la leche o el mosto fresco.
I de Indigestión. Cuando Marcia, la hija del jefe de la aldea, se había puesto su bellísimo vestido hecho de velos sobre velos, con la M de su nombre bordada en la parte delantera y el cuello de encaje recogido, Robi había comido tanto, que le había dado una indigestión. Incluso había tenido que renunciar a una tercera porción de la torta de nueces: la nostalgia hacía que todavía se le llenaran los ojos de lágrimas cuando lo recordaba.
Si no conociera esas cuatro letras, ésa habría sido una mañana como todas las demás, una de las tantas mañanas que se alteraban un poco por la llegada del carro de Daligar con su habitual carga de nuevos y amados huéspedes para la Casa de los Huérfanos. Los nuevos y amados huéspedes eran dos muchachitos demacrados y rubios, sin duda hermanos, ambos con orejas de elefante y pecas en la cara. Los dos estaban acurrucados en medio de una diversidad de víveres y una olla de cobre enorme, abollada y sucia, pero sin agujeros, que evidentemente iba a reemplazar la olla donde les preparaban la misma sopa de siempre, que tenía innumerables agujeros e innumerables reparaciones y que ya era inservible. Alrededor del caldero había muchas cestas de mimbre cerradas, cada una con algo escrito en la tapa. Tracarna adoraba saber leer y no perdía oportunidad para hacer alarde de ello; además, era mejor no poner el queso en la misma cesta donde había estado una oca viva en el viaje anterior. El color y el olor del queso se podían alterar y, para quien no le gusten los excrementos de oca, no para mejorarlos.
El corazón de Robi dio un vuelco. Sobre la cesta más pequeña había tres de sus letras y una estaba repetida dos veces.
No había dudas: burro[2].
La mantequilla era sin duda el bien más preciado, blanco como la leche, suave como una caricia. Su madre la ponía sobre la polenta los días de fiesta.
La mantequilla era el sueño de la normalidad, el sabor de la abundancia. Con la mantequilla se hacían, a veces, no siempre, sólo cuando las cosas marchaban bien, las galletas que se comían en el solsticio de invierno para saludar, en el día más corto del año, la luz que comenzaba de nuevo a aumentar.
Robi no lograba ni siquiera imaginar cuál podría ser el castigo por robar mantequilla. Estaba probablemente más allá de las posibilidades de su mente, pero desafortunadamente no de la de Tracarna. ¿O quizá sí? Cuando uno persigue a alguien por llevarse a la boca una miserable mora, quizá ni se le ocurre que pueda tener la audacia de echarle mano al bien supremo, al placer total, a la mantequilla.
Uno de los niños, el más pequeño, se puso a llorar. Robi tenía la orden de hacerlo bajar del carro y, como era horriblemente estúpida y torpe, como después se lo gritó Tracarna durante un buen rato, hizo caer la olla de cobre, que rodó fuera del carro con un estruendo infernal. Cuando todo fue puesto otra vez en su sitio, la mantequilla había desaparecido. Tracarna lo registró todo y a todos, principalmente a Robi, pero el cesto de la mantequilla se había evaporado. Al final, la única explicación fue que había habido un error: quizá no lo habían enviado de Daligar. A Robi la registraron de nuevo y la golpearon más; de todos modos, en ese momento se cerró el caso, porque no había nada que hacer.
Los dos muchachitos nuevos se llamaban Merty y Mondy. Cuando cayó la tarde y se encontraron en el redil sucio y en ruinas, los dos ya no tenían ni siquiera lágrimas para llorar. Crechio y Morón habían distribuido la manzana y la polenta, y los niños estaban en un rincón, cada uno sobre su capa, tratando de hacer durar la cena el mayor tiempo posible. Robi los miró a todos un largo rato: a los dos nuevos, a Crechio y Morón, a Cala y a todos los demás. Luego se miró los moretones, los que se había ganado por la tarde. Después miró de nuevo a los demás y, una vez más, sus moretones. Merty y Mondy comenzaron a llorar de nuevo, y Cala trató de consolarlos sin éxito. Crechio y Morón les dijeron que se callaran, pero esto no funcionó; por el contrario, empeoraron. Finalmente Robi se hartó, se levantó y salió antes de que Crechio y Morón pudieran impedírselo y regresó con la mantequilla entre sus manos.
—¡Al diablo! —dijo—. ¡Quería tenerla y me la merezco! Mirad qué moretones… El truco es distraerlos, cuando el caldero se cayó, por un instante todos miraron hacia otro lado y yo escondí la mantequilla debajo del carro. Si los distraes por un instante, puedes hacer cualquier cosa. Si eres veloz, puedes robar cualquier cosa. Le robaría la corona a un rey… Recuperé la mantequilla cuando ya nadie estaba mirando… Pero… dejad de llorar… Un dedo de mantequilla para cada uno…, sobre la polenta…, como en casa… Si trato de comérmela yo sola, duraría mucho tiempo, y tarde o temprano me descubrirían.
Hubo una ovación.
Hubo una fiesta.
No fue como estar en casa, pero, al menos por una noche, nada de tristeza, nada de hambre. Incluso Crechio y Morón estaban demasiado sorprendidos, demasiado admirados y demasiado contentos para agredir o fastidiar, amenazar o confiscar como de costumbre.
Los llantos se interrumpieron. Incluso los dos nuevos, pegaditos uno contra otro, se calmaron.
Robi explicó una y otra vez cómo se roba. Hizo también algunas demostraciones. Luego le preguntaron cómo supo dónde estaba la mantequilla y ella les explicó todo el asunto: la B de Bueno para comer, las dos R de Robi, la O de Oca. Esto fue todavía mejor que cuando explicó los principios esenciales del arte del robo. La verdad era que todos, quién más, quién menos, habían creído siempre que saber leer era una especie de…, ¿cómo decirlo?…, ¡de magia! Una capacidad inexplicable e inasequible, que dividía el mundo entre los que sabían leer, seres de alguna manera superiores, y los que, como ellos, no sabían y nunca sabrían. Robi, en cuclillas, continuaba trazando las cuatro letras sobre la tierra apisonada en la que dormían, y la magia se hizo posible. Robi también conocía la M, porque estaba bordada en el vestido de boda de la hija del jefe de su aldea, y los dos niños recién llegados dejaron de llorar por un rato mientras, con su dedo, también dibujaban en el suelo las dos colinas que formaba la primera letra de sus nombres. Robi también recordó la A de Arstrid y de ese modo las letras fueron seis.
Todos las dibujaron durante un buen rato antes de irse a acostar. Robi tuvo la impresión de que esos signos hechos sobre la tierra apisonada eran de algún modo importantes, quizá incluso más importantes que la mantequilla. Era como si, en ese momento, se hubieran vuelto menos miserables.
Luego apagaron la vela y se durmieron.
Apenas Robi cerró sus ojos, todo se tomó verde, con complicados dibujos dorados.