El día era gris. La niebla hacía que el mundo fuera indistinguible y mágico, con las sombras de los grandes pinos que se alternaban con la claridad de sus copas.
Erbrow se dirigió con decisión hacia arriba. Le preguntó al joven cuál era su plan, y esta pregunta resultó ser interesante, porque Yorsh se vio forzado a elaborar uno.
Irían a buscar a Monser y a Sajra, los dos humanos que lo habían recogido, salvado, protegido y consolado. Y también irían a conseguir ropa… No, era mejor invertir el orden: primero la ropa, luego los humanos. No sería adecuado aparecerse en medio de los humanos desnudo como una mariposa. A lo mejor no se decía «desnudo como una mariposa», sino «como una oruga»…
—Como una «lombriz» —sugirió el dragón.
Como una lombriz, exactamente. Conseguiría ropa, con la ropa encontraría a la mujer y al cazador, y luego, también con la ayuda de éstos, encontraría una esposa, humana obviamente, que estaría feliz de irse a vivir con él toda la vida en una gruta azotada por los vientos, en una montaña por lo demás inalcanzable para alguien que no tuviera alas, comiendo habas doradas junto a un dragón. Cualquier chica se entusiasmaría ante semejante perspectiva, no tenía la menor duda, claro que no, ¿por qué habría de tenerla? Para conseguir la ropa había pensado en ir a la aldea de Arstrid, que es taba inmediatamente después de las montañas: si seguían el río, meandro tras meandro, llegarían. Allí habían sido amables y no odiaban a los elfos. No era del todo imposible que el cazador y la mujer se hubieran establecido allí: era un buen sitio para vivir. El problema era cómo conseguir la ropa. Debía darles algo a cambio y no tenía nada; además se añadía el inconveniente de tener que comerciar desnudo como una oruga.
—Como una lombriz —corrigió de nuevo el dragón.
Tuvieron una compleja discusión sobre cómo conseguir algún tipo de vestido. Yorsh había pensado en una de las dos copias del tratado de astronomía múltiple de Gervasio el Astrónomo, cuarto rey de la tercera dinastía rúnica. Podría cambiar una copia por la ropa… No, no se le había ocurrido pensar que una humanidad pobre y analfabeta consideraría el tratado de astronomía de Gervasio el Astrónomo como un bien de dudoso valor… En todo caso, podrían mirar los dibujos. El tratado tenía grabados que eran sublimes, por decir poco… No, no se le había ocurrido que cuando uno se está muriendo de frío y lo único que tiene para comer es polenta y castañas, el sentido estético se vuelve estéril… En todo caso no se mencionaba el tema de robar la ropa… Imposible, a no ser que Erbrow insistiera; antes que robarla preferiría seguir andando desnudo como una oruga… Sí, está bien, lombriz, lo que fuera…
Finalmente, la niebla se abrió bajo ellos y se dieron cuenta de que estaban encima de Arstrid.
A Yorshkrunsquarkljolnerstrink le preocupaba que pudiera ser visto desnudo como una mariposa o una oruga, mmm… sí, como una lombriz, mientras revoloteaba en la espalda de un dragón, pero se dio cuenta de que su preocupación era en vano: lo que quedaba de Arstrid no era mucho y la única cosa que subsistía eran los cuervos.
Había un mayor número de casas que las que recordaba, pero estaban ennegrecidas por el fuego, con los techos hundidos, y lo que quedaba de las puertas chirriaba inútilmente en las bisagras.
Lo que habían sido viñas había quedado reducido a algunos pedazos de vides silvestres, que seguían creciendo en lo que quedaba de las cañas carbonizadas. Los manzanos habían sido derribados. Una barca yacía boca abajo y desfondada sobre la pequeña playa junto al esqueleto deshecho de una vaca y los huesos medio descarnados de algunos animales más pequeños, quizá ovejas o perros. En medio de lo que había sido la plaza de la minúscula aldea estaba la olla de la concordia, abollada, ennegrecida e inservible.
El dragón aterrizó.
Yorsh se sentía como si se le hubiera muerto un amigo. Durante su larga permanencia en la gruta había fantaseado con su regreso al mundo de los humanos, dado que el de los elfos ya sólo existía en los libros de historia, y siempre sus fantasías comenzaban en Arstrid, a partir de Arstrid. Imaginaba que llegaría, compraría ropas cambiándolas por un libro antiguo o por algunas habas doradas, preguntaría dónde estaban Monser y Sajra y los habitantes de Arstrid le mostrarían dónde, porque seguramente no sería muy lejos. Era la aldea más acogedora que habían encontrado y la más alejada de los soldados de Daligar; seguramente sus amigos estarían allí. Se reencontraría con Sajra y Monser, que le dirían: «Oh, pero qué guapo estás, cuánto has crecido, cuánto nos alegra verte», y él les diría: «Pero claro, también me alegra veros, vengo a agradeceros el haberme salvado la vida cuando era un niño». Luego abriría su alforja y les mostraría las habas doradas, y ellos dirían que eran maravillosas y entonces se abrazarían.
La voz del dragón sobresaltó a Yorsh. Se había perdido nuevamente en sus fantasías.
En su vida, Erbrow sólo había visto una caverna, algunas montañas, un bosque y el mar, sin embargo era suficiente para saber que por donde se encontraban ahora era un lugar desolado, por no decir más. Era horrendo, para decir algo más. Del esqueleto de la vaca salían unos gusanos blancuzcos y gordos y un hedor pestilente. Los cuervos revoloteaban y graznaban alrededor. La niebla se disipó empujada por una brisa leve que hizo golpear violentamente una puerta; bajo esta luz más vivida el espectáculo no mejoró. El joven elfo estaba lívido. La desolación parecía oprimirlo y llenarlo, como cuando muere alguien que amamos mucho. El dragón buscó en sus diversos recuerdos: en los de su padre y en los del padre del que estaba antes de él, para saber cómo consolar a alguien, pero no encontró nada. Trató de pensar en algo que pudiera consolar a Yorsh.
—Las personas que vivían aquí no están muertas —dijo con decisión, señalando a su alrededor—, sólo hay huesos de vacas, ovejas y perros. Ningún humano, ni adultos ni niños. Todos se fueron. O los han echado. O se los han llevado a otro lugar… De esto me acuerdo, es una costumbre humana el mover a la gente de un sitio a otro, y si uno dice: «No, gracias, a mí me gusta este sitio», lo cuelgan de un árbol con una cuerda que pasa por el cuello y esto no es bueno para la respiración.
Funcionó. El joven elfo inmediatamente salió de su estado de inmovilidad y desesperación.
—¡Es verdad! —dijo. Luego dio una vuelta corriendo a lo que quedaba de las cabañas quemadas—. No hay nadie ni vivo ni muerto. ¡Sólo pueden estar en alguna otra parte! A lo mejor escaparon, o quizá los han…, ¿cómo se dice?, mmm… sí, desterrado. Es cierto, sabes, los humanos acostumbran desterrar a las personas, lo hicieron también con los elfos. Nos pusieron en ciertos lugares horribles llamados «Lugares para Elfos», y allí nos moríamos uno tras otro.
—¿De qué?
—De hambre, creo, devorados vivos por los piojos.
—Pero ¿los elfos no son magos?
—Tienen algunos poderes. ¿Y qué?
—Pero ¿no podían hacer algo? ¿Quemar a los agresores, fulminarlos, hacer que les cayera la peste? ¿La urticaria?
—No es tan simple. No todos los elfos son magos. Mi padre no lo era en absoluto. La mayor parte de nosotros sólo sabe encender fuegos pequeñísimos y resucitar mosquitos.
—Resucitar mosquitos. ¿Qué clase de poder es ése?
—Depende del punto de vista; para los mosquitos es importante. Tú notas en tu cabeza su alegría por estar vivo de nuevo y te sientes muy bien. Dejando los mosquitos de lado, ningún elfo sabe causar ningún tipo de enfermedad, ni lo querría. Sólo algunos entre nosotros, algunos casos raros, tienen poderes que podrían ser útiles durante una guerra, pero los hombres creen que éstos son unos conocimientos generales y por eso la emprendieron contra todos nosotros. Como no tenían poderes verdaderos, salvo algunas excepciones, los elfos no pudieron evitar el destierro, y cuando se dieron cuenta de que en los Lugares para Elfos los esperaba la muerte por inanición, ya era tarde, ya estaban diezmados, empobrecidos y entristecidos. La magia se ahoga en la tristeza, sabes. Cuando a una madre se le muere un hijo pierde para siempre la capacidad de hacer cosas mágicas.
—Pudieron haber usado las armas viejas: espadas, flechas, alabardas. ¡Los elfos han sido grandes guerreros, arqueros grandiosos!
Yorsh se quedó pensativo. No sabía qué decir. Habían sido guerreros, claro, pero eso había sido antes. Antes de que aprendieran a leer el dolor y la alegría en la cabeza de las personas. Si la felicidad de un mosquito es tan grande cuando revive, cuan grande será el horror de un hombre cuando lo están matando. Debió de ser eso lo que los paralizó. Y además eran pocos y desunidos. En los siglos pasados ya había habido persecuciones. Persecuciones homicidas. La última vez, los estaban desplazando de un lugar a otro, o por lo menos ésa era la impresión que ellos tenían. Podían llevar sus libros con ellos. No debió de parecerles tan grave. Cuando se dieron cuenta de lo que estaba sucediendo, ya había sucedido, ya habían cedido tanto… No les habría servido para nada combatir, solamente para aumentar su sufrimiento… Y había algo más; mientras más lo pensaba, más percibía lo fundamental que había sido: todo el mundo quería verlos muertos…
—¿Y moristeis para quedar bien con ellos? ¿Para no desilusionarlos? Muy corteses, realmente. —El tono del dragón estaba nuevamente yendo hacia el sarcasmo, pero esta vez Yorsh no se ofendió.
Se quedó pensando, porque ahora que hablaba sobre esto con alguien, los pensamientos se iban aclarando en su cabeza. Al hablar sobre el tema lograba entenderlo.
—La magia se ahoga en el odio. —Ése era el problema—. No, espera, el pensamiento se ahoga en el odio. El deseo de vivir, el de combatir… Cuando todos te gritan el camino, es más fácil dejarse ir, dejarse llevar… No, no el camino más fácil, el único posible… El cazador y la mujer arriesgaron sus vidas por salvar la mía… Esto quiere decir que ellos… pues sí, me amaban; quizá me amaban a pesar de ser un elfo, no porque fuera un elfo, no importa, para ellos valía la pena arriesgar la vida para que yo viviera… Eso es, sí, cuando todos gritan contra ti es suficiente que una sola persona luche por ti para que recuperes tu fuerza, tu capacidad de lucha… Si esta persona no existe, estás muerto y tu gente se muere contigo…
El muchacho sacudió la cabeza. Luego la bajó. La brisa se transformó en viento. La puerta golpeó violentamente. El joven elfo se estremeció. El dragón se enterneció.
—En cuanto tengas ropa, buscaremos a los habitantes de esta aldea. —Yorsh se animó. Levantó la cabeza. Asintió—. Aquí ya no hay nadie —añadió el dragón—. Quizá podrías dar simplemente una ojeada alrededor para ver si hay algo que te pueda servir para cubrirte.
—¿No sería un hurto?
—No —el tono del dragón se había vuelto dulce—, claro que no. Sería simplemente tomar cosas que ya no le sirven a nadie.
El joven elfo volvió a recorrer la aldea. Todo estaba destruido o quemado. En la que debió de haber sido la cabaña más grande, encontró lo que quedaba de una barquita de juguete y una muñeca de trapo, que se llevó consigo y que le atravesaron el corazón con una nueva puñalada de tristeza. Algo blanco se materializó entre la bruma. Era un perro grande, viejísimo, escuálido: había estado agazapado entre los cañaverales hasta ese momento, quizá asustado por el dragón. Pero cuando Yorsh tocó los juguetes el perro consiguió levantarse y ahora se arrastraba hacia él, mientras agitaba la cola débilmente. Tenía una pupila totalmente blanca por la ceguera, pero conservaba algo de su olfato.
—¡Fido! —gritó Yorsh—. Fido. Fido, Fido. —¡Era el perro de ellos! Mejor dicho, de Monser y Sajra—. Fido. Fido. ¡Fido!
El perro también lo había reconocido. Yorsh se arrodilló en el suelo, pasó sus brazos alrededor del viejo cuello cubierto de pelo ralo, grisáceo y sucio. El perro le cubrió el rostro a lametones. Cuando las manos de Yorsh tocaron la frente del perro, llegaron recuerdos confusos a su conciencia: gritos, olores ásperos, fuego, miedo. El perro recordó que mientras la aldea ardía, un caballo le había dado una patada que lo había dejado cojo. Además había otros recuerdos, otros olores: el hambre, la soledad, la nostalgia, los días pasados peleándose con los gusanos por los viejos esqueletos, con la esperanza de que alguien regresara. Y ahora alguien había regresado. Ya no tenía que vigilar más. Ya había logrado su objetivo. Yorsh había llegado, había encontrado la casa, de alguna manera pondría las cosas en su lugar. Regresarían los olores de antes, los antiguos olores a manzanas secas, a perdices asadas, olores sabrosos de gente que se ama. Yorsh volvió a ver, por un instante, en la memoria del perro las figuras de la mujer y del cazador y por un segundo una sombra vaga y pequeña, alguien que jugaba con la muñeca y la barquita.
Fue un abrazo larguísimo. Yorsh estaba inclinado y sus brazos rodeaban el pecho del perro. El elfo percibió en él un cansancio infinito; ahora que su guardia había terminado sólo deseaba descansar. Sintió que la respiración del perro se hacía cada vez más lenta hasta que se detuvo por completo. Sintió que el corazón daba un latido, luego otro más débil, luego, después de un intervalo, todavía otro y, finalmente, el último. Y después nada más. Yorsh se quedó quieto, abrazando al perro durante largo rato, sintiendo el calor que abandonaba su cuerpo y los músculos que comenzaban a ponerse rígidos. No había hecho nada para retenerlo, pero se resistió a soltar su abrazo. Ya no tenía dudas, Monser y Sajra habían vivido allí, en la aldea, en la casa donde estaban los juguetes. Algo terrible debía de haberles sucedido; ahora más que nunca tenía que buscarlos.
Yorsh dejó de abrazar al perro, le hizo aún una última caricia sobre los ojos y luego lo sepultó en la playa en un hueco que Erbrow excavó rápidamente de un coletazo. Continuó buscando afanosamente algo de ropa; ahora la necesitaba más que nunca para moverse en el mundo de los humanos.
Yorsh estaba por renunciar cuando tuvo un inesperado golpe de suerte. En la cabaña más lejana encontró un viejo baúl escondido debajo de un pedazo de escalera, las piedras de las gradas lo habían protegido del fuego. Era un baúl pequeño, hecho de fina madera de nogal. La cerradura de hierro forjado con flores grabadas por encima estaba cerrada, pero el dragón resolvió el problema con un zarpazo. Adentro había un largo vestido blanco hecho de lino puro, completamente cubierto de florecitas bordadas. Debió de haber costado años de trabajo. Alrededor de las mangas y en el borde inferior de la falda tenía enganchados unos pequeños pedazos de tela con dibujos hechos con agujeritos. El dragón dijo que eso se llamaba encaje. La parte anterior del corpiño tenía una M bordada.
Yorsh se quedó atascado entre los diversos velos que se superponían, pero finalmente logró ponérselo. Al menos ya un problema estaba resuelto.
El dragón creía recordar que, entre los humanos, los hombres nunca, por ningún motivo, se ponen vestidos blancos hechos de encajes, bordados y puntilla, y que las mujeres sólo los usan un día en la vida, exactamente el día de su boda, pero como esto no le parecía importante, decidió no mencionarlo. Los dragones nacen desnudos y así se quedan hasta el final. Las complejas costumbres humanas sobre el vestir estaban almacenadas en algunas de sus memorias como un oropel inútil, una tradición extraña e incierta, nada por lo que valiera la pena entablar una discusión.