El problema era cómo.
El dragoncito dormía feliz, enroscado dentro de dos vueltas de su cola, como un pajarito en su nido. Fuera el viento ululaba y, a decir verdad, también ululaba adentro de la gruta porque el squeeeeek del recién nacido Erbrow había derribado, una tras otra, todas las láminas de ámbar, y Yorsh no tenía idea de cómo arreglarlas. De todos modos, dentro ululaba menos que fuera y además el vapor del volcán calentaba el ambiente. La temperatura estaba muy lejos de ser perfecta, pero en general era compatible con la supervivencia de un elfo semidesnudo.
Acurrucado sobre una estalactita, como un búho en una rama, Yorsh trataba de ver exactamente cuál era la situación.
¿Cómo conseguir ropa? No podía andar por ahí medio desnudo. El invierno estaba muy cerca. La nieve, que por ahora sólo había aparecido en las cimas más altas, de un momento a otro cubriría el mundo. Además, a los humanos no les gustan los elfos. Y probablemente les gustarían menos aún los que están medio desnudos, y, sobre todo, lo reconocerían aún más rápidamente. Una capucha le escondería el color del cabello y las orejas puntiagudas, lo protegería de un resfriado y también le protegería la cabeza en el caso, para nada improbable, de que lo apedrearan.
¿Cómo enseñarle al dragoncito a leer y a escribir? Trató de recordar cómo le había enseñado la abuela, pero su memoria no llegaba hasta el período en el que no sabía leer. Pero ¿en realidad había sucedido? ¿O uno viene al mundo ya sabiendo leer? Probablemente no. Uno viene al mundo sin saber hacer nada. Después aprende a hablar, y, solamente después de aprender a hablar, aprende a leer. Sí, ciertamente ésa tenía que ser la secuencia. Primero hablar, después leer. De hecho, Monser y Sajra no sabían leer, pero al menos hablaban. El lenguaje de ellos era algo burdo, no superaba la irracionalidad del pensamiento que lo producía, y sin embargo era indudablemente inteligible.
¿Cómo enfrentarse el mundo de los humanos sin terminar lapidado a muerte y/o desollado y/o colgado y/o quemado vivo, o muerto de cualquiera de las susodichas maneras y quemado después de muerto? La respuesta más fácil: tenía que encontrar a Sajra y a Monser. Ellos lo acogerían, lo ayudarían, lo protegerían y lo aconsejarían. Por lo tanto, el problema se trasladaba al paso siguiente: ¿cómo encontrar a Monser y a Sajra? Podría preguntar. Hacía años y años que no hablaba con nadie que no fuera un dragón. Deba entrenarse para preguntar, preparar la conversación.
«Excuse, excelencia…». ¿O imbécil? ¿Cuál de las dos era la fórmula de cortesía? Continuaba confundiéndolas.
No, desde el principio, tenía que preparar la conversación de manera impecable. En caso de equivocarse terminaría apedreado, cosa que no le deseaba a nadie.
«Excuse, noble señor (señora), ¿sabe dónde viven dos fulanos que se llaman Sajra y Monser y que son dos humanos?».
Era mejor quitar la parte de los humanos. De otro modo, al interlocutor le vendría la sospecha sobre su posible no pertenencia al género humano y por consiguiente terminaría apedreado.
«Excuse, noble señor (señora), ¿sabe dónde viven una mujer llamada Sajra y un hombre llamado Monser?».
Podría funcionar. Con mucha suerte y disponiendo de algunos años, quizá un decenio, tarde o temprano los volvería a encontrar.
¿Qué hacer con el dragoncito? No soportaba la idea de abandonarlo. ¿Llevarlo consigo?
¿Cómo hacer para esconder un dragón verde que ahora superaba los mil kilos y que los doblaría antes de terminar el mes? Imposible. Debía abandonarlo. Pero no así, como estaba ahora, perdido en el silencioso desierto de la ignorancia. Tenía que enseñarle a hablar y a leer. Una vez que tuviera suficiente instrucción, Erbrow podría pasar el tiempo cultivándose. Aun descontando los que habían sido carbonizados o roídos, quedaban libros suficientes para pasar agradablemente el tiempo sin sufrir por el abandono o la soledad.
Yorsh, por lo tanto, podría dejar solo al dragón el tiempo necesario para buscar a Monser y a Sajra, encontrar una esposa, evitar las lapidaciones, los colgamientos y las hogueras y regresar.
Máximo un decenio o dos.
Su esposa humana seguramente sería feliz de pasar la vida en la cima de una montaña inaccesible, junto a un dragón, porque no se encuentra un dragón todos los días, y además podría resultarle útil para encender el fuego y cocinar un poco de fríjoles, ya que los humanos siempre tienen el problema de su incapacidad al respecto. Además, ¿qué situación más idílica que quedarse toda la vida en una biblioteca que contiene todo el saber humano, o al menos lo que restaba de éste, que de todas maneras era considerable? Les enseñaría a sus hijos la lectura, la escritura, la astronomía, la geometría, la zoología y la danza, alimentándolos con habas doradas y pomelos rosados. A lo mejor así, sin comer conejos muertos, podrían llegar a ser menos toscos que su madre y también apestar un poco menos de lo que apestan los humanos generalmente.
El plan era perfecto, el problema era cómo.
Yorsh trató de bajarse de su estalactita. No era fácil porque Erbrow le había roído sus zapatos de junco de mandarino silvestre trenzado, pocos días después de salir del huevo, hacía dos semanas, cuando le estaban saliendo los dientes posterolaterales, que deben de molestar muchísimo. Además, como si no bastara con esto, el tapete de mariposas amarillas y doradas del suelo de la gruta había sido reemplazado por una gruesa capa de excrementos de pájaro.
Yorsh no era el único que había advertido que la temperatura en el interior de la caverna era mucho más tibia que la temperatura helada del exterior, y a través de las ventanas quebradas todos podían buscar refugio. Prácticamente la parte de arriba de casi todas las estalactitas estaba ocupada por nidos de alguna cosa. Había cañizas y algunos estorninos, pero la gran mayoría eran urracas. Yorsh no pudo dejar de notar que éste era el animal que más fuerte batía sus alas, el que más gritaba y peleaba y el que más excrementos producía. Dando saltitos rápidos y cortos de un punto limpio a otro, el joven elfo alcanzó las enredaderas de habas doradas. En un rincón, un pichón de urraca cazaba las últimas mariposas aterrorizadas, que estaban luchando valientemente contra la extinción. El pajarito aleteaba feliz hasta que un enorme búho lo agarró.
El pichón no tuvo tiempo ni de gritar; plumas y sangre volaron por doquier, sobre las habas doradas, el suelo y el pecho del joven elfo, que sintió por un instante que el estómago se le contraía por la mezcla de exasperación y horror que ya se había vuelto su humor de costumbre.
El estrépito había despertado al dragón, que abrió los ojos y levantó la cabeza. Yorsh lo alcanzó saltando sobre montones de excrementos, plumas y residuos de huesillos descarnados por los búhos.
Después del magnífico vuelo sobre el mar del día anterior, habían regresado a la biblioteca; pero el tiempo que habían pasado fuera había sido lo suficientemente largo para transformarla en una especie de madriguera para animales. Sólo la habitación central, aislada de todo, cerrada y llena de libros, estaba aún limpia y decente, pero, precisamente, aparte de los libros, allí dentro no cabía ni un canario, y mucho menos ellos dos.
Yorsh se organizó con calma. El dragón lo estaba mirando. Adormilado, pero atento. Yorsh le sonrió, la enseñanza tenía que ser una experiencia placentera para el alumno.
Ninguno de los libros que había leído se refería a los niños pequeños, pero una buena parte de los textos de filosofía hablaba sobre cómo enseñar. Más o menos dos terceras partes de ellos recomendaban los palmetazos en los dedos para mejorar el proceso de aprendizaje, mientras la otra tercera confiaba en la teoría del juego para enfocar la atención del alumno. Los dragones no tienen dedos, y darle palmetazos a una criatura de mil kilos o más (en el caso de que él encontrara el valor para hacerle daño a Erbrow) podría ser incompatible con la supervivencia; por lo tanto Yorsh decidió confiar en el sistema suave. La enseñanza debía parecer un juego.
Puso en el suelo las habas: un haba a un lado, dos al otro, luego tres juntas y así hasta llegar a tener seis. Quizá podía enseñarle lenguaje y matemáticas a la vez.
—Haba —dijo señalando el haba que estaba sola. Sonrió y aplaudió—. Ha-ba; ha-ba. —Otra sonrisa, un saltito y un aplauso con cada letra.
Erbrow había levantado la cabeza y lo miraba perplejo. Perplejo, pero interesado: ¡funcionaba!
—H-a-b-a —repitió Yorsh—. H-a-b-a: un haba, dos habas. Haba, haba. Uno, dos. Un haba. Dos habas. Más habas. —Un saltito, dos saltitos, más saltitos. Aplauso y risotada.
El dragón no le quitaba los ojos de encima. Cada vez más perplejo, pero cada vez más interesado. Definitivamente era el método apropiado.
—Haba, habas. Uno, dos. Un haba, dos habas. Hache-abe-a: ¡haba! —Yorsh sonrió radiante y satisfecho.
—¿Te has transformado en un imbécil esta noche, oh jovencito elfo, o ya lo eras y yo no me había dado cuenta? —preguntó el dragón educadamente—. Y por favor, ¿no hay algo más de comer que no sean habas doradas y mandarinas rosadas? Si las veo de nuevo, podría revolvérseme el estómago, y este suelo, como está ahora, es ya una indigna y sucia letrina.