Yorsh se despertó y se desperezó. Las quemaduras del brazo derecho y de la frente estaban prácticamente curadas y casi no las sentía, mientras que las de la espalda le hacían ver las estrellas. Se levantó cojeando. La última estalactita, que la cola del dragón le había hecho caer encima, le había golpeado en los tobillos. Ambos. Estaba anquilosado, rígido y adolorido.
Sus miembros estaban entumecidos por el frío y las rodillas no le respondían.
Se sentía como un camarón que hubiera dormido dentro de un glaciar.
El cazador le había comprado ropa caliente y cómoda de lana gris y azul en Arstrid, la última aldea señalada, pero las ropas no crecen, mientras que los niños sí; eso sin tener en cuenta que estaban rotas, descosidas, y que había puntos donde simplemente ya no había tela porque se había desgastado. Todo lo que quedaba era un trapo alrededor de sus caderas, y en el resto se moría del frío.
Recordó los buenos tiempos cuando dormía a una temperatura perfecta, con una capa perfecta de mariposas que le daban calor. ¡Y aún así se había lamentado! Sus deseos habían sido cumplidos por un destino que tenía un gran sentido del humor. Ahora la imperfección y la incertidumbre abundaban, incluso rebasaban los límites; habría dado mucho por tener un día previsible y tediosamente igual a los demás.
Recordó cuando él, siendo pequeño, casi de tres años, se estaba muriendo de frío, temor y hambre dentro de la oscuridad y la lluvia, y le había pedido al destino un poco de calor y de abundancia. Durante trece años los había tenido hasta hastiarse. El destino, evidentemente, carecía de términos medios.
El dragoncito aún dormía. Una nieve ligera recubría el bosque de alerces donde habían pasado la noche. Era mejor estar fuera de la biblioteca, no solamente para salvar algo del saber humano, sino también porque el pequeño tenía un corazón alegre, siempre alegre; no paraba de menear la cola, y las estalactitas derribadas a coletazos podían ser mortales.
El joven elfo se encaminó al claro que había fuera. El árnica montana crecía en el límite con el glaciar. Yorshkrunsquarkljolnerstrink había hecho de todo para comunicarle al dragoncito el concepto de una plantación de árnica montana, con la esperanza de verla nacer a sus pies. Lo único que había conseguido era un desolado squeeeeek de incomprensión, acompañado de la inevitable y mortífera llamarada: la espalda todavía le ardía al recordarlo.
Evidentemente, la materialización sólo funcionaba cuando había emociones extraordinarias: montones de alegría y manojos rebosantes de afecto. La mera necesidad de un poco de árnica para curar o evitar las quemaduras no provocaba el júbilo necesario para ello.
Además al pequeño le estaban creciendo los dientes; los centrales estaban ya casi completos, y habían aparecido los esbozos de los posterolaterales. Esto le provocaba picores en las encías, y él buscaba alivio royendo cosas. Entre los libros consumidos por el fuego y los consumidos por el mordisqueo, el saber de las generaciones futuras corría el riesgo de reducirse. Era como tener en casa una rata de setecientos kilos.
Yorsh había logrado llegar cojeando hasta el árnica. Había unas pocas plantitas, pero serían suficientes para la espalda y el hombro. Para apagar al dragoncito o al menos para atenuarlo un poco, serían necesarios también el acónito y la digital, pero el problema era que el libro no especificaba las dosis. Recomendaba «pocas» flores para la infusión, porque «muchas» serían tóxicas. Mortalmente tóxicas. ¿Cuántas eran «pocas» y cuántas eran «muchas»?
Mientras la duda persistiera, tenía que seguir con las quemaduras. Era necesario tratar de reducirlas un poco evitándole al pequeño cualquier tipo de emoción repentina.
Yorsh había terminado. Se puso de pie. Detrás de él las cimas nevadas de las Montañas Oscuras blanqueaban en el cielo azul, y a sus pies se abría el valle.
Dejó vagar su mirada. El bosquecito de abetos rojos donde había aparecido de improviso una borrita espantando a Erbrow, todavía humeaba. En cambio el zarzal cerca del laguito donde Erbrow había descubierto un magnífico enjambre de mariposas, ya se había apagado. Yorsh se puso en marcha hacia el bosque de alerces, cojeando. Si Erbrow se despertaba y se daba cuenta de que estaba solo, se asustaría y otra buena cantidad de árboles terminaría convertida en tizones ardientes.
El dragoncito aún dormía entre los alerces. Yorsh se sentó y luego lo acarició. Sus dedos pasaron lentamente sobre el suave y tibio pelo color esmeralda. «Un dragón recién nacido pesa setecientos kilos», narraba el libro.
Setecientos kilos de desastres y destrucciones. Setecientos kilos de pelo tibio y ternura.
Setecientos kilos de catástrofes y quemaduras. Setecientos kilos de afecto y escamitas luminosas.
El dragoncito se despertó, se desperezó y abrió la boca en un gran bostezo que redujo a cenizas la copa del pino centenario en el umbral del claro.
Luego Erbrow notó la presencia del elfo, lo miró feliz y estalló en risas por la alegría de volverlo a ver. Yorsh consiguió apartarse a tiempo: ahora tenía los reflejos de un felino; sin embargo, una mata de romero terminó en llamas. Yorsh continuó acariciando al dragoncito, que meneaba la cola feliz. Yorsh y el dragoncito se estrecharon el uno contra el otro junto al romero que ardía calentando el aire y produciendo reflejos dorados en la niebla. El pequeño lo miró extasiado y el muchacho le dio un besito en la punta de la nariz. Era como tener un hermanito menor. Erbrow estaba realmente feliz, el meneo de su cola aumentó y uno de los alerces cayó al suelo, partido en dos. Esta vez Yorsh logró esquivarlo. Sí, definitivamente estaba volviéndose ágil como un felino. Sí, definitivamente era como tener un hermanito recién nacido. Setecientos kilos de hermanito menor.
Setecientos kilos de los cuales al menos media docena eran de glándulas igníferas.
No estaba ya «solo hasta el horizonte», pero, indudablemente, el destino, al menos el suyo, no tenía talento para los términos medios. ¡Si sólo la espalda le doliera un poco menos!
Yorsh cogió su vieja alforja bordada que llevaba en bandolera. La abrió, sacó su pergamino y un puñado de habas doradas para el pequeño. Éste enloqueció con ellas, y muy alegre y tranquilo, empezó a comérselas una por una, muy lentamente, como todos los dragones cachorros.
El dragón deja de ser un recién nacido cuando aprende a volar. Sólo entonces comienza su infinita sabiduría, sólo entonces aprende a hablar, a escribir et la correlación entre su fuego et los daños que el mismo produce…
«Cuando» y no «quando». Después y como consecuencia. Como consecuencia del hecho de aprender a volar, después de su primer vuelo, el dragón deja de ser un recién nacido. Había un dibujo que ilustraba el concepto. Las emociones de los vuelos, sumadas a los movimientos de los músculos pectorales y dorsales, permiten al dragoncito la maduración definitiva de su cerebro.
Por consiguiente, el tutor del dragón tiene que enseñarle a volar. Y hasta que no lo logre es mejor proveerse de árnica montana en abundancia.
El problema era ¿cómo? El vuelo se aprendía por imitación.
Yorsh no sabía volar. Su mayor experiencia al respecto se reducía a una tarde en columpio. La primera idea que se le había ocurrido a Yorsh había sido simple y genial. Había puesto la mano sobre la enorme cabecita del dragoncito y luego se había concentrado con todas sus fuerzas en un grupo de cansas que revoloteaban. No había funcionado. El dragoncito había intentado gorjear (quemadura del brazo derecho de Yorsh y destrucción de ocho plantas de mandarino rosado), había pasado medio día correteando a saltitos como alguien que está convencido de que pesa medio gramo y había arrancado tres trepadoras de pomelos rosados al tratar de saltar por encima de ellas con los pies juntos.
La segunda idea había sido más práctica. Yorsh se había fabricado dos alas mecánicas que, en lugar de plumas, estaban hechas con las hojas de los pomelos derribados, y había intentado hacer una demostración directa. El pequeño lo había mirado con una perplejidad desinteresada mientras él corría de arriba abajo por el claro agitando sus dos enormes alas de hojas de pomelo rosado.
Poco antes de que Yorsh cayera fulminado por un ataque cardíaco de tanto correr, Erbrow había encontrado una ranita. Al principio se había asustado porque era la primera que veía, y la inevitable llamarada había destruido un ciruelo silvestre que estaba cerca; luego se había puesto a jugar muy contento, saltando también por todas partes.
En vista de su escaso éxito, Yorsh había tratado de mejorar el resultado subiéndose sobre las rocas y planeando después hacia el suelo. Sin embargo, había pasado ya mucho tiempo desde que había leído el manual para fabricar máquinas voladoras, y no podía releerlo porque había sido carbonizado por el segundo estornudo del pequeño, mientras que los textos sobre globos aerostáticos y cometas habían sido destruidos por el primero.
Era evidente que las alas no eran suficientemente grandes o que la inclinación de las hojas que hacían de balancín respecto a las que sostenían el impacto del aire probablemente, era incorrecta. En el primer intento se había estrellado miserablemente contra un prado cubierto de gencianas, levantando una nube de hojas de pomelo rosado. La expresión del dragoncito había pasado de la perplejidad al terror: el flanco de la montaña guardaría por mucho tiempo las huellas de su llanto desesperado. Yorsh había aprendido a apagar el fuego empleando de forma inversa la transferencia de energía con la que conseguía encenderlo. Pero la energía se transfería pero no se anulaba; es decir, se encontraba en el interior de la cabeza del muchacho, exactamente detrás de la frente y encima de la nariz, y allí ardía durante un rato, produciéndole algo intermedio entre una especie de quemadura interna y un insoportable dolor de cabeza, que sin duda sería más soportable si no se sumara a las contusiones de los tobillos, las quemaduras de la espalda, las rascadas de la rodilla izquierda, por no mencionar los moretones en los codos y las deformaciones del dedo gordo de su pie izquierdo.
Los dedos y los ojos del muchacho hojeaban los antiguos pergaminos que ya se sabía de memoria. Tenía en sus manos las flores de árnica montana y la nieve fresca, y se las pasaba por todos los puntos dolorosos: quemaduras, cortes, contusiones, rascadas, luxaciones, despellejaduras y moretones. Se sobresaltó de improviso. Había una última página que no había podido despegar antes, que se estaba abriendo y que era legible.
El árnica montana y la nieve fresca que tenía en sus manos, sumadas al humo de romero, actuaban en forma extraordinaria contra el moho de los pergaminos. Era un descubrimiento interesante.
Habría podido añadirlo al Manual sobre la conservación y salvación de los pergaminos antiguos, si tan sólo el pequeño no lo hubiera roído ya.
Había unas pocas líneas solamente.
Si lo dragón no tiene a nadie que le cuente historias de princesas cambiadas con príncipes asaz bellos, hay aún una posibilidad: leerlas en los libros. Hay una nueva estirpe de criaturas vivientes nacidas de la unión de la gente élfica et la gente humana.
Ellos no son como los elfos que sólo aman los libros de ciencias et los que explican cómo se hacen las cosas, ni como los humanos que no aman ningún tipo de libro porque, después de la caída del imperio et la llegada de las sórdidas poblaciones bárbaras, ignorantes se volvieron como los jabalíes et hasta peores.
Yorsh leyó, luego releyó, luego releyó otra vez y continuó releyendo hasta estar seguro, más allá de toda posible duda, de que cada palabra, cada letra o sílaba había quedado grabada en su mente como el hierro candente en la piel.
Erbrow había terminado las habas y había venido muy contento a dejarse contemplar.
Criaturas nacidas de gente élfica y gente humana. Por lo tanto, los matrimonios entre los elfos y los humanos no siempre habían sido castigados, no siempre había existido la condena a la hoguera. Es más, ahora que lo pensaba, el solo hecho de que estuvieran prohibidos quería decir que eran posibles.
Él siempre se había imaginado solo. Un muchacho solo. Un joven solo, un hombre solo, un viejo solo que muere solo, en medio de sus libros. Solo o en compañía de un dragón.
Sin embargo, no: podría unirse con una muchacha humana. La sola idea hizo que su corazón diera un vuelco. Una muchacha humana sería humana, es decir, en pocas palabras, tendría características humanas. El llanto que te sale como agua que gotea por los ojos y la nariz. Alguien que no sea un elfo puede incluso tener cabellos que no sean rubios y ojos que no sean azules. Caries en los dientes. Sería alguien que comiera carne muerta y aplastara los mosquitos con las manos. Más que el corazón, ahora era el estómago el que se le contraía.
Y como si eso no bastara, los desvaríos de los hijos que nacerían de esta unión serían sobre princesas que se perdían entre campos de habas y eran encontradas entre campos de fríjoles.
Por otro lado, también su dragoncito tendría su período de incubación si no destruía ahora la biblioteca a fuego y golpes. Un lugar protegido, fruta y novelas tontas y repugnantes a voluntad. De repente se acordó de la profecía de Daligar.
Decía algo sobre un elfo que era el más poderoso y el último. Ya sabía que era él. El elfo más poderoso y el último, encontraría al último dragón. Yorsh se estremeció ante este pensamiento. ¿El último? ¿El último en el sentido de que ahora sólo había un dragón a la vez, o en el sentido de que no podría poner su huevo y con él su raza quedaría extinguida?
Le parecía que también estaba escrito que su destino era desposar una muchacha con el nombre de la luz de la mañana, hija de un hombre y una mujer que… Había otras cuatro palabras, pero no las había podido leer. Los caracteres de la segunda dinastía rúnica no eran fáciles, sobre todo si se leen estando en los brazos de alguien que corre. Si sólo hubiera podido leer las últimas tres palabras después de ese «que». ¡Si sólo el cazador que lo llevaba cargado hubiera ido un poco más despacio! Habría tenido tiempo de leer y ahora no tendría dudas acerca de su destino. Pero si hubieran ido más despacio los habrían apresado y colgado. De hecho, también el colgamiento habría obstaculizado su destino, era mejor haberse quedado con la duda. ¡Si al menos hubiera entendido por qué se habían enfurecido tanto con ellos en Daligar! Él era un elfo, cierto, pero todo lo que había hecho con su magia en la ciudad de Daligar había sido resucitar una gallina. Era una gallina hermosa, con las plumas de un cálido color marrón.
No podía ser sino él quien tenía que casarse con alguien. Una muchacha que tenía en su nombre la luz de la mañana.
Tenía que enseñarle a volar al dragón. Ciertamente tenía que enseñarle a volar al dragón.
Aún le quedaba una idea que todavía no había puesto en práctica y que podría funcionar.
Yorsh se puso en camino hacia los picos nevados. Erbrow lo seguía trotando, calentito dentro de su piel y sus escamas verde esmeralda.
El elfo temblaba del frío. Si se concentraba con todas sus fuerzas en la sensación de calor sobre la piel conseguía evitar quedarse helado, pero de todas formas el frío era terrible. La vegetación era cada vez más escasa. La nieve era alta. Abajo, en el valle, la pequeña nevada de los últimos días se había depositado sobre la hierba y, allá arriba, sobre la antigua nieve del invierno anterior.
Yorsh había visto desde el valle un punto que era perfecto: un gran peñasco terminado en pico encima de un espolón rocoso que estaba unos seis metros más abajo. Más abajo estaba el abismo, cientos de metros en caída vertical entre picos de granito tan altos como decenas de torres sumadas. Al fondo se abrían los valles, con bosques de alerces alternados con claros y, más al fondo todavía, el mar, con toda su magnificencia.
El frío era insoportable. El lugar era perfecto. La idea era ponerse a jugar con el dragoncito y hacer que lo siguiera hasta el peñasco. En el último instante, Yorsh se tiraría sobre el borde donde había una especie de nicho que parecía hecho a propósito. Erbrow, en su afán de seguirlo, caería al vacío, y una vez en el vacío abriría sus grandes alas para luego caer planeando sobre el espolón rocoso, seis metros más abajo. El espolón era grande. No había riesgo de que el pequeño fuera a parar en el abismo, era un plan simple y genial.
Yorsh se puso a correr. Agitaba los brazos, reía y llamaba al pequeño. Erbrow estaba totalmente feliz. Aullaba de felicidad. Pequeñas llamaradas de alegría derretían la nieve aquí y allá, calentando el aire.
«Ahora», pensó el elfo. Cogió impulso. Sentía el suelo retumbar tras él con los pasos paquidérmicos del pequeño. Al llegar al borde del peñasco se tiró al nicho y se acurrucó allí, con el corazón en la boca. Erbrow no alcanzó a frenar a tiempo, rebasó el borde y se encontró en el vacío, siguió hacia abajo aterrorizado sin abrir las alas y se estrelló contra el espolón rocoso, seis metros más abajo.
Permaneció allí, estupefacto, porque por primera vez en la vida se había hecho daño, y mucho. Incluso su piel y sus escamas, que lo protegían contra todo, estaban levantadas, magulladas, sucias y llenas de sangre. El dragoncito ni siquiera se puso a llorar. Lentamente levantó la cabeza y su mirada buscó a Yorsh. Lo peor eran sus ojos. Se quedaron abiertos de par en par mirando a Yorsh.
Setecientos kilos de estupor. Setecientos kilos de desesperación, sufrimiento y desilusión. Incluso su cerebro de recién nacido comprendía que lo había hecho a propósito. ¿Cómo había podido hacerle esto? ¿Por qué le había hecho esto?
Luego el dragoncito volvió a bajar la cabeza. Esta vez se puso a llorar emitiendo un leve aullido. Tampoco hubo emisión de llamas, era como si el fuego se le hubiera apagado.
Yorshkrunsquarkljolnerstrink se sentía muy mal. Enterró la cabeza en el pecho. No podía más.
Sintió su tremenda soledad como una capa de acero que le cortaba la respiración.
Se había arrastrado solo a través del pantano y la lluvia. Un hombre y una mujer le habían ayudado pero no consolado, porque ellos eran hombres y él era un elfo, y entre ellos siempre había una barrera de extrañeza e incomprensión.
Durante diez años había estado con un dragón demasiado perdido en las angustias de su incubación como para tenerlo en cuenta a él y a sus pensamientos, y ahora, de nuevo, no tenía a nadie. Quería a alguien que lo consolara, que lo abrazara y le dijera: «Lo has hecho bien, hijo mío, has hecho todo lo que podías, todo lo que sabías. Ahora no te preocupes, ya me encargo yo».
Nunca en su vida había escuchado las palabras: «No te preocupes, ya me encargo yo».
Quería que alguien lo llamara para decirle que la cena estaba lista.
Quería que alguien lo cubriera con las mantas por la noche.
Quería que llegara alguien tan grande y tan listo que pudiera ayudarle con el pequeño dragón, alguien que supiera qué decir y qué hacer para que sufriera menos.
Pero no había ni una maldita alma. Sólo él. Y un pequeño dragón desesperado.
Tenía que arreglárselas por sí solo. Se acordó de haber curado a un conejo y a una gallina heridos de muerte. Había ayudado a Sajra para que el agua saliera de sus pulmones. No había nadie más grande ni más fuerte que él, pero estaba él. Eso era mejor que nada.
Estaba él, sería suficiente. Debía ir con el dragoncito, aliviarle el dolor de las heridas, cicatrizarlas. No era capaz de sanar sus propias heridas, pero sí las de los demás.
Luego tenía que consolar al pequeño y consolarse también a sí mismo. Consolarse es una de esas cosas que uno puede hacer aunque esté solo, pero que en pareja resultan mejor: si consuelas a otro, encuentras consuelo.
Y luego tenía que enseñarle a volar. Tenía que lograrlo. El dragón solamente era demasiado pequeño.
Lo intentaría de nuevo dentro de algunos meses y el pequeñín lo entendería todo. Claro, así era, sólo se había equivocado de momento. Yorsh alzó la cabeza sobre los hombros que le dolían y se movió para ir a socorrer al pequeño. Puso el pie sin darse cuenta sobre una rama caída, y su tobillo lesionado no lo sostuvo; perdió el equilibrio y cayó afuera del peñasco. Hizo un vuelo de casi seis metros y aterrizó, estrellándose sobre el dragoncito. Su tranquilo aullido se transformó en un grito desesperado. Erbrow, aterrorizado, se sobresaltó y su sobresalto, hizo volar al joven, un largo vuelo formando un semicírculo perfecto como los arcos de la primera dinastía rúnica.
Yorsh aterrizó en el borde del espolón, donde la roca terminaba y se volvía vacío.
Logró agarrarse con las manos de una mata de zarzas. El resto de su cuerpo se mecía como un péndulo sobre el vacío. Bajo él quedaba un salto de cientos de metros y luego el granito.
—¡Ayúdame! —le gritó al dragoncito—. ¡Ayúdame! —repitió a pleno pulmón—. Tírame tu cola. Puedes salvarme.
El pequeño lo miraba inmóvil y aterrorizado. Estaba paralizado.
Setecientos kilos de incomprensión.
—¡La cola! —gritó otra vez el joven—. ¡Lánzame tu coooola!
Se había herido las manos en la caída. Además, tenía las viejas quemaduras que aún no estaban curadas y, para colmo, las espinas de la zarza.
El elfo trató de agarrarse con todas sus fuerzas, pero sus manos cedieron.
—Estoy a punto de morir. No me dejes morir. La cola. ¡Puedes hacerlo, bestia maldita! ¡Sálvame!
Setecientos kilos de completa y atónita inutilidad.
Yorsh no pudo agarrar más la zarza.
Cayó al vacío.
Trató de pensar en algo, si no para salvarse, al menos para no sufrir tanto cuando llegara el momento de estrellarse. Yorsh se preguntaba cuánto tiempo se tarda en morir y si sería suficiente como para sentir dolor. Trató de pensar en su madre. Ahora se volverían a encontrar. Ese pensamiento no lo consoló. Lo único que lograba pensar era que quería seguir con vida a toda costa.
El mundo se volvió verde. El cielo, el sol, sus manos, que había estirado mientras caía, lo que alcanzaba a ver de su cuerpo, la nieve arriba en las cimas. Todo. Dos enormes alas verdes se habían abierto sobre de él y la luz las traspasaba.
El dragoncito estaba volando. Estaba encima de él, con las alas totalmente abiertas. Por lo menos le había enseñado a volar.
Decidió no ilusionarse.
«Solamente me está siguiendo», pensó Yorsh aún. «Está volando por imitación. De un momento a otro hará squeeeeek y en vez de volar en pedazos arderé vivo».
Luego sus ojos se encontraron con los de Erbrow. Setecientos kilos de decisión. Setecientos kilos de determinación. El pequeñín venía hacia él a salvarlo. Al caer, se había hecho daño, y mucho. Había comprendido que al caer uno se hace daño. Venía a impedir que Yorsh chocara contra el suelo. Estaba volando con todas sus fuerzas para cogerlo. Ya lo había alcanzado. Yorsh cerró los ojos y contuvo el aliento esperando sentir las garras del dragón agarrándolo hasta hacerlo sangrar, aunque fuera para salvarle la vida. Quizá se salvaría de la caída para morir de un zarpazo.
Setecientos kilos de inteligencia.
Sintió cómo tiraba de él hacia arriba. Erbrow lo había cogido por las muñecas entre las garras de sus patas anteriores. Su agarre era seguro, fuerte y… suave a la vez. Las patas de Erbrow eran todavía suaves como las de todos los cachorros. Sus garras ni siquiera lo habían rozado. ¡Su cerebro había madurado y funcionaba!
El dragoncito viró con decisión hacia arriba y se dirigió hacia las colinas más allá de las Montañas Oscuras. Descendieron sobre un paisaje suave donde las vides se alternaban con los manzanos. Yorsh contrajo los músculos abdominales con todas sus fuerzas y tiró los pies hacia arriba, en una especie de cabriola. Erbrow entendió la maniobra y la facilitó bajando su hombro derecho, y simultáneamente, en el momento justo, soltando las muñecas del joven. Yorsh se encontró de nuevo arriba, sobre la espalda del dragón. Como dos acróbatas que se hubieran entrenado durante años. Yorsh alcanzó a ver, abajo, entre las hileras de vides, figuritas minúsculas que escapaban en todas las direcciones.
—¡Vámonos de aquí! —gritó.
Erbrow viró de nuevo y se dirigieron hacia el mar al otro lado de las Montañas Oscuras, las sobrevolaron alternando vuelos altísimos por encima de las nubes con vuelos bajos tocando las cimas de los alerces. Yorsh descubrió que su biblioteca estaba ahora totalmente aislada. Probablemente durante la penúltima primavera, cuando las lluvias habían sido violentísimas y simultáneas al deshielo, había habido dos deslizamientos: uno cerraba las escaleras que él había subido con Monser y Sajra, y el otro, el camino que ellos dos habían tomado para alejarse. A su biblioteca sólo podía llegar alguien que tuviera alas. Finalmente vio el horizonte que se abría frente a él más allá del valle, bajo las nubes, interrumpido sólo por las gaviotas. Sintió el viento en los cabellos, el sonido del mar se mezclaba con el del viento y el de las gaviotas.
La espalda del dragón parecía hecha a propósito para acoger a un caballero: entre las dos alas verdaderas tenía dos minúsculas alas internas de pelo suave y caliente. El dragón se dio cuenta de que el muchacho temblaba y cerró sus dos alas menores sobre él. Era el lugar más maravillosamente confortable que Yorsh se pudiera imaginar.
Bajo ellos, el valle se abría en todo su esplendor. Erbrow descendió valientemente hasta tocar las copas de los alerces, luego se elevó de nuevo, descendió hasta un claro de hierba y luego de nuevo al cielo.
El grito del dragón, mucho más bajo y profundo que el squeeeeek habitual, se oyó en el aire, y una raya de fuego se formó frente a ellos. El dragoncito la atravesó tan velozmente que ni él ni el muchacho alcanzaron a sentir su calor, como cuando se pasa un dedo rápidamente por la llama de una vela.
Con cada grito, el cielo se coloreaba de rojo encendido y dorado para luego volverse de inmediato claro y azul. El dragoncito descendió sobre el mar y rozó las olas. Yorsh sintió la espuma salada sobre la cara y el cabello. Alrededor de él, las olas se sucedían, las gaviotas volaban, nada interrumpía el horizonte.
Yorsh pensó que hay un antes y un después en la vida: antes y después del momento en el que se toca el mar por primera vez. Las vidas en las que no existe este momento son vidas en las que falta algo.
Erbrow le cerró encima las alas internas, para así protegerlo y calentarlo, y se sumergió. Yorsh soñó nuevamente con ser un pez, y el agua salada alrededor de él se convirtió en puro placer. Encontraron un grupo de delfines que los miraban con curiosidad. También había un delfín mamá junto con su delfinito; por un instante, el corazón de Yorsh se llenó de nostalgia por su propia infancia no vivida, pero luego Erbrow se alzó de nuevo hacia el cielo en medio de una nube de gaviotas, y la nostalgia se disolvió en las gotitas de espuma que quedaron atrás, debajo de ellos.
El dragón gritó de nuevo; su grito era bajo, fuerte, como un cuerno de caza. No se abrió ninguna llama frente a ellos.
Yorsh se echó a reír, había encontrado el elemento que faltaba para apagar la llama del dragón, mucho más simple que el acónito, la digital y el árnica: agua de mar, simplemente.
Luego no paró de reír, porque volar hacia el cielo, hacia el horizonte y de nuevo hacia el cielo, con el viento en el cabello, las gaviotas cerca y un delfinito que lo miraba desde el agua haciendo cabriolas para jugar con ellos, era la esencia misma de la felicidad. No paraba de reír porque la soledad se había roto y ésa era la esencia misma de la felicidad, mucho más que el vuelo. Tenía a su lado, o debajo, para ser más precisos, un verdadero hermano, grande y fuerte.
Él y Erbrow, al volar juntos, habían roto el círculo del horizonte, el círculo de la tristeza, de la soledad.
Se inclinó sobre el dragón y lo abrazó. Metió la cara en su pelo verde y permaneció allí. El dragón gritó de alegría. Esta vez su llama de color oro atravesó el cielo como una larga espada de luz.
El sol cayó en el horizonte. Desapareció. El cielo se llenó de estrellas. Una minúscula isla con un enorme cerezo silvestre encima era la única tierra a la vista; por lo demás, el horizonte era un círculo perfecto donde el cielo y el mar se encontraban, nada lo rompía.