Estaban trabajando en la recolección de uvas desde por la mañana: el mejor trabajo del mundo. No hay vigilancia posible que pueda contar todos los racimos en una vid, todas las uvas en un racimo. Era necesario cantar ininterrumpidamente para demostrar que se tenía la boca vacía, pero era imposible darse cuenta de cuándo faltaba una voz. Las notas de… Todos nosotros amamos al Juez. A él nos encomendamos agradecidos le estamos porque nos ama… resonaban ininterrumpidas entre las viñas. Los niños habían aprendido a comer por turnos, uno solo cada vez, los que estuvieran más alejados de Tracarna en ese momento. Ella pasaba continuamente ente las hileras mientras en la parte de abajo, a los pies de la pendiente con las vides, a la sombra de un árbol de higos, Stramazzo roncaba. Cuando dormía, la boca se le abría y la saliva empezaba a escurrírsele por un lado de la barba grisácea, pero incluso así tenía un aspecto menos estúpido que cuando estaba despierto.
Ni siquiera Crechio y Morón eran un peligro: estaban demasiado ocupados tratando de devorar todo lo que pudieran.
El sol brillaba sobre las hileras. El verano había sido seco: la uva era magnífica. En la lejanía, sobre las Montañas Oscuras, brillaban las primeras nieves. Se decía que del otro lado de las Montañas Oscuras estaba el mar, que es una especie de río inmenso que no termina nunca y que continúa por todos los lados hasta que el horizonte lo separa del cielo. Robi pensó en su padre, que siempre le decía que tarde o temprano la llevaría a ver el mar, porque el espíritu de las criaturas libres las empuja inevitablemente hacia los lugares donde nada interrumpe el paisaje y el cielo limita con el mundo a lo largo de la línea del horizonte.
Lomir estaba cerca de Robi y hasta ella tenía un aspecto casi alegre, y entre una uva y otra gritaba a todo pulmón «porque nos ama».
Entonces, de repente, su cara se paralizó, se llevó las manos a la boca y casi dejó caer el racimo que estaba recogiendo. Por su rostro pasaron, en orden: el más grande estupor del mundo, la felicidad más grande del mundo, la infelicidad más grande del mundo, el miedo más grande del mundo y el horror más grande del mundo. Robi se volvió para mirar en la misma dirección que Lomir y vio que una sombra se escondía entre las vides. Lo comprendió al vuelo: uno de los padres de Lomir, o quizá ambos, habían venido a recuperar a su hija, y la pequeña estaba aterrorizada ante la idea de que Tracarna y Stramazzo o uno de los abandonados pudieran verlos.
Se podía ir a parar a la Casa de los Huérfanos por ser un huérfano de verdad, es decir, hijo de padres que habían muerto; o por ser un abandonado, es decir, hijo de padres que habían tomado su propio camino y habían dejado a sus hijos al cuidado de Las Hienas.
Esto formaba dos bandos diferentes, inevitablemente hostiles y, en consecuencia, enemigos entre sí. Los huérfanos tenían una férrea costumbre de orfandad; eran, de algún modo, unos sobrevivientes al hambre y a la crueldad desde la más tierna edad, las consideraban partes fundamentales de su propio ser y de la vida en general; en consecuencia sentían un desprecio mayor que el odio hacia cualquiera que tuviera recuerdos de ternura y abundancia escondidos en la memoria. Los huérfanos conocían a Tracarna y Stramazzo desde siempre, y casi eran apreciados por ellos, dentro de los estrechos límites de la benevolencia que les era posible a ambos. Los huérfanos representaban, con su propia existencia, la prueba de que los cuidados dispensados por Las Hienas también podían ser compatibles con la supervivencia. Eran, en cierto sentido, el motivo de orgullo de la Casa de los Huérfanos.
A los abandonados los guiaba un sueño inconfesado: un día alguien iría a buscarlos. Un rey o una reina llamarían un día a la puerta de la Casa de los Huérfanos para buscar a su criatura, perdida a causa de una terrible catástrofe: desaparecida en un terremoto, arrastrada lejos en una cesta de mimbre durante un alud, raptada por pura maldad por los orcos, los troles, los elfos, los lobos feroces o algo parecido, y luego abandonada.
Pasaban los días, ni una maldita alma llamaba a la puerta. De hecho, ni siquiera había una puerta en la cual un rey o una reina o una persona cualquiera pudiera llamar y preguntar si su niño adorado o su amadísima hija estaban por casualidad allí. Había sólo una piel de oveja que únicamente se abría para dejar entrar a Las Hienas o a los «tutores temporales», que venían a contratar el trabajo de los niños. Éstos negociaban el precio con Tracarna mientras Stramazzo vigilaba sentado debajo de un sauce, donde uno de los niños más pequeños lo abanicaba para ahuyentarle el calor y los mosquitos, y la cara se le alargaba del tedio en una expresión inequívoca de idiotez.
Pero nunca se sabe. En el fondo de sus mentes todos los huérfanos, incluso los más grandes, los que carecían de las formas más elementales de ingenuidad y de fe, tenían el sueño de que, un día, un rey y una reina llegarían hasta la piel de oveja en una carroza de oro cargada de comida.
Los abandonados llegaban a la Casa de los Huérfanos y al cuidado de las dos Hienas sin una preparación adecuada, o más bien con una preparación que después, con frecuencia, resultaba inadecuada debido a la nostalgia y los recuerdos. A esto se sumaba que Las Hienas tenían entre sus principales tareas la obligación de borrar de las mentes jóvenes cualquier sentimiento de afecto que no fuera hacia Daligar.
Pero eso no era todo. Cualquier criatura humana, incluso la peor, es más, sobre todo la peor, tiene un intenso deseo de ser amada, o al menos no demasiado odiada. En la mirada desesperada y abatida de los niños cuyos padres habían sido reemplazados por Las Hienas, y el pan y el queso reemplazados por la polenta con gusanos, habitaba el odio, escondido entre el miedo y el hambre, metido entre la desolación y la humillación.
Con frecuencia, la partida de los padres del chico en cuestión no era provocada por las miserias, epidemias o carencias que abundaban, sino por una intervención directa del Juez administrador, que era uno de los que jamás le habría ahorrado a su pueblo, por su propio bien, el santo castigo de la horca. Esto, por un lado, aumentaba el odio en las miradas de los niños, y, por otro, la perversa alegría de Las Hienas al infligir castigos, reducir las raciones y multiplicar el trabajo.
Las intervenciones directas del Juez podían ser una condena a la horca o una orden de exilio, esta última acompañada de la obligación de dejar a los hijos, considerados propiedad del condado.
Esto era lo que había ocurrido con los padres de Lomir, que si alguna vez hubieran regresado para tratar de llevarse a su hija, habrían cometido el delito de secuestro de menores, castigado con la pena de muerte.
Como un jefe militar que estudia la estrategia de una batalla, Robi localizó rápidamente la posición de Tracarna y de los representantes más hostiles del bando de los huérfanos, principalmente Crechio y Morón, pero también Cala, la niña que tenía un dedo menos, quien detestaba a Lomir con toda el alma. Crechio y Morón estaban lejos, al otro lado de la viña; Tracarna estaba más o menos a mitad del camino, entre Robi y Lomir y la sombra escondida, pero se había vuelto hacia la parte alta de la colina donde unos niños más pequeños se habían caído y quizá se habían golpeado, pero lo grave era que habían volcado el cesto con la uva que estaban recogiendo. El peligro era Cala: estaba a pocos pasos de la sombra agazapada. Afortunadamente, ella también estaba distraída con el suceso de la caída y los insultos de Tracarna, pero eso no duraría mucho. Robi pensó a toda prisa, tratando de que se le ocurriera alguna idea; luego se echó a correr como una loca, lo más lejos posible de la sombra agazapada.
—¡Una serpiente, socorro, una serpiente! —comenzó a gritar con todas sus fuerzas.
—Detente inmediatamente y regresa a tu trabajo, muchachita estúpida —gritó Tracarna como respuesta—, como mucho será una culebra inofensiva.
Demasiado tarde: el pánico se había propagado entre las vides, o quizá solamente fuera una excusa para cantar menos y comer más uvas. Los niños habían dejado de recoger la uva. Había gritos y miedo, y todos escapaban en todas direcciones, chocándose unos contra otros. Robi continuó corriendo mientras fingía terror, agitaba las manos y emitía chillidos horrorizados. Se tropezó realmente con una raíz y cayó cuan larga era contra una de las enormes cestas donde se vaciaban poco a poco los capachos que los niños llenaban entre las hileras. La cesta osciló un par de veces, luego se desequilibró definitivamente, cayó al suelo y comenzó a rodar hacia abajo, perdiendo parte de su contenido aunque no mucho: el resto permaneció en su lugar. De hecho, la cesta seguía prácticamente llena cuando salió volando, después de un último bote sobre una piedra, para aterrizarle encima a Stramazzo. Se armó un gran revuelo. Todos gritaban. Tracarna se apresuró a liberar a su cómplice, pero las dimensiones de la cesta parecían hechas a la medida de Stramazzo, que se había quedado atascado adentro. Crechio y Morón acudieron para echar una mano, agregándole a la escena (con ellos dos que tiraban de un lado, Tracarna del otro, y Stramazzo en el centro, gritando dentro de la cesta y derramando jugo de uva por todos partes) una bocanada involuntaria e irresistible de comicidad. Entre las hileras de uva alguien comenzó a reírse abiertamente. Robi alcanzó a ver por el rabillo del ojo que Lomir desaparecía a través del viñedo, entre los brazos de una sombra oscura.
Se había ido.
Sin embargo, ahora el problema lo tenía ella. Trató de pensar en otra idea para evitarse líos, pero su mente estaba en blanco, nada la agitaba, como la superficie del pequeño estanque detrás de su casa, después de que los patos volaban hacia el sur debido al invierno.
Stramazzo, finalmente fuera de la cesta, se había levantado chorreando jugo de uva como una cuba en otoño y se dirigía hacia Robi demostrando que podía tener una tercera expresión aparte de la complacencia estúpida o de la inflexible y pura estupidez: la furia. Tampoco así tenía un aspecto inteligente, pero sí que daba miedo.
—Tú… tú —comenzó a gritar apuntando su índice hacia Robi—. Tú… tú… —La voz se le ahogó.
Robi no tenía el más mínimo deseo de saber qué seguiría después del «tú». Se preguntó qué posibilidades tenía de emprender ella también una fuga. Ninguna, porque Crechio y Morón le estaban bloqueando el camino.
Se preguntó cuántos golpes le darían y cuántas veces sería excluida de la fila para la polenta y la manzana; y el miedo al dolor, junto con el desconsuelo por el hambre, llenaron su ser.
Por primera vez sintió miedo de verdad: quizá no conseguiría sobrevivir hasta la primavera.
Robi se quedó inmóvil, apabullada. Por primera vez en su vida incluso el más pequeño rayito de esperanza parecía haberse desvanecido.
De repente, el mundo se volvió verde. Alguien gritó de miedo. Robi levantó los ojos. Una cosa de un enorme color esmeralda estaba en el cielo, traspasada por la luz. Robi fue la primera en comprender, o quizá sería más correcto decir en reconocer, lo que estaba sucediendo: las alas de un dragón habían tapado el sol.