El dragón pretendía que le releyera desde el principio la historia de la princesa de las habas. A estas alturas ya se la debía de saber de memoria. La princesa se había perdido recién nacida en un sembrado de habas durante una inundación y una campesina malvada la había criado; cuando la reina la encontró, ignorando ser su madre, no la reconoció. En este punto paraban para darle tiempo al dragón a llorar a mares, y luego proseguían. Cuando la princesa, que creía ser pobre, le decía al malvado príncipe que podía quedarse con todas sus riquezas, paraban de nuevo para cubrir de el tapete de pétalos rosados que estaba puesto en el suelo. La celebración era en el momento del reconocimiento: la joven de las habas y la reina madre se lanzaban la una en brazos de la otra; en ese momento las lágrimas eran tan abundantes que no sólo los pétalos rosados, sino también las mariposas resultaban empapadas. Fin. Silencio.
El dragón yacía dormido, agotado de tanto llanto y tanta emoción. Su ligero ronquido agitaba los pétalos y las mariposas con un movimiento regular, como las ondas de la marea.
Los dragones tienen ciento cincuenta y seis vértebras, veinticuatro pares de costillas, cuatro pulmones, dos corazones. Entre la úvula y la tiroides están las glándulas igníferas, que contienen la glucosalcoholconvertasis, sustancia que convierte la glucosa en alcohol. Cuando una cualesquiera emoción aumenta la temperatura del dragón, el alcohol se enciende en una intensa emisión de llamas acompaña la espiración. La inhalación de agua mezclada con una infusión de flores frescas de aconitus albus, digitale purpúrea et árnica montana disminuye la emisión de fuego que es incontrolada en el dragón recién nacido. Pero deben ser pocas, porque muchas son venenosas y mortales. También la inhalación de simple…
La inhalación simple, que apagaba al dragón, había sido comida por el moho y se había perdido al despegar los pergaminos. No parecía información importante. Su dragón nunca había escupido ni siquiera una chispa, quizá el fuego era una regla que tenía sus excepciones.
Si se inhala menta fuerte, también el aliento puede mejorar.
¿Dónde podía sembrar un poco de menta fuerte? Una plantación o dos, quizá tres.
También el alma de los dragones es puro fuego. Su valor no tiene par, su generosidad no tiene igual, su conocimiento es vasto como el mar, la sabiduría en ellos alcanza el cielo, la única cosa semejante a su infinito intelecto es su infinito amor por el vuelo et la libertad.
Yorshkrunsquarkljolnerstrink estaba tan perplejo que revisó el título: sí, el lema eran los dragones. Le parecía que el terror a las corrientes de aire tenía poco que ver con ese incomparable valor. Le parecía que la inteligencia de dimensiones oceánicas desentonaba con las lágrimas por la suerte de las princesas perdidas, por no hablar del olvido de su propio nombre.
Definitivamente todas las reglas tienen su excepción.
Sólo una palabra puede describir a un dragón: magnificencia.
Bueno, todo en el mundo es cuestión de opiniones. Probablemente al autor de ese escrito era un fanático de los lamentos, un apasionado de los gruñidos intestinales. O lo que estaba escrito en los libros de dracología era válido para todos los dragones menos para el suyo.
Quizá la biblioteca había tenido otros manuales de dracología, y el dragón los había destruido temiendo que su, en pocas palabras, falta de normalidad se hiciera evidente. Quizá también, de niño, es decir, cuando era un cachorro, sí, en definitiva, cuando hacía poco que había nacido, los otros dragoncitos le tomaban el pelo por preferir las historias de princesas perdidas a jugar a pillar sobre los volcanes o al escondite entre rayos y nubes.
El corazón del elfo se enterneció. Debía de ser terrible ser quejica, insoportable y torpe en un mundo de magníficos genios.
Despegó la página siguiente con menos éxito que la anterior, pues en más de un sitio la escritura se borró y se hizo ilegible.
Todos los dragones al final de sus vidas ponen un huevo.
La tercera dinastía rúnica no era la lengua que más dominara. Yorsh lo releyó tres veces antes de estar seguro. ¿Todos los dragones al final de sus vidas ponen un huevo? ¿Todos? Pero ¿los dragones son machos o hembras? ¿Y el suyo? Él siempre había dado por hecho que era un macho.
Como algunos peces de la mar, los dragones nacen machos y luego se vuelven madres.
Interesante. Pero no aparecía ni el nombre científico ni el nombre común de los peces en cuestión; ese libro como tal era de una deficiencia indecente.
La incubación dura trece años, tres meses, ocho días, o a veces nueve.
¿Trece años de incubación? ¿Más tres meses y ocho días y medio?
Durante la incubación el dragón pierde su fuego, su valor, las ganas de volar, de ser libre. Todo se pierde en el deseo angustioso de un lugar cálido donde poder estar en paz.
Los conocimientos del dragón se pierden en una nada que todo se lo traga: primero las matemáticas, luego la geometría, la astronomía, la profetología, la historia, la biología et el arte de atrapar mariposas; la nada se lo traga todo. La penúltima cosa en desaparecer es la gramática et el dragón habla una oscura lengua que parece la lengua de esos que se han golpeado la cabeza y se han hecho asaz mal y la línea de su pensamiento es como la de esos que se han golpeado la cabeza et se han hecho asaz mal. En los últimos trece años también resulta olvidado el nombre propio, que es el conocimiento supremo, porque el nombre propio es la propia alma, y sobre todo para los dragones que escogen su nombre propio por sí mismos, cuando están en lo máximo de su poder, al menos que el nombre les sea dado por quien los cría.
Yorsh tragó saliva. Tuvo la impresión de que le acababa de caer un jarro de agua helada encima.
Para la incubación se necesita asaz calor. En la época en la cual los dragones eran muchos et cubrían el mundo así como en nuestros días lo hacen los tábanos y los saltamontes, un dragón antes de empezar su incubación se procuraba otro dragón para que le contara historias. Eran historias llenas de sentimientos y emociones, porque ellas son el único sistema para que la temperatura se eleve y el huevo resulte bien incubado. Lo dragón amigo de lo dragón que incuba, además de entretener et calentar la incubación con las historias de bebés cambiados y princesas raptadas, tendrá otra tarea asaz más elevada: criar al pequeño del dragón porque lo dragón no sobrevive a la incubación más que una pocas horas, lo tiempo necesario para hacer su último vuelo, de tal manera que pueda sentir por una última vez la fortaleza de lo viento en sus alas et así alejarse, para que su recién nacido no vea, apenas acaba de salir del huevo, el deceso de su propio progenitor.
¿Deceso? ¿Muerte? ¿Su dragón iba a morir? Una puñalada atravesó el corazón del joven elfo.
Éste es lo motivo por lo cual el dragón que incuba es particularmente quejumbroso, aburrido, insoportable et poco interesante, para que así sea probada, más allá de toda duda razonable, la paciencia del futuro tutor de su propia criatura, quien deberá amarla, protegerla et, sobre todo, enseñarle a volar, porque cuando lo nuevo dragón sabe volar, deja de ser un recién nacido.
¿Pero por qué no se lo había dicho? ¿Por qué lo había ocultado?
Probablemente había destruido todos los manuales de dracología para que él no lo descubriera.
Lo dragón que incuba le teme a todo.
Se lo había ocultado por miedo. ¿De ser abandonado? ¿De que él abandonara su precioso huevo?
Pero ahora que los dragones han desaparecido, cada vez es más difícil para ellos encontrar un lugar tranquilo, cálido y con algo de comer, sin poder moverse nunca, ni siquiera para un vuelo muy corto, porque de otro modo su huevo se enfría et muere. Et además lo dragón necesita de historias que eleven la temperatura lo suficiente para la incubación. Et si lo dragón de pronto ha encontrado, esto aún necesita de alguien que adopte al huerfanillo y éste es lo motivo por el cual pocos son los dragones et pocos serán siempre. Lo dragón que incuba sabe que debe mantener en secreto su estado a toda costa, porque criar uno dragón recién nacido… —moho— y nadie permanecería frente a uno encargo similar. También porque…
También porque, no fue posible saberlo. El resto de lo escrito había sido devorado por el moho.
El estómago del joven elfo estaba contraído por el horror y la emoción. Y el sentimiento de culpa. ¿No habría podido ser más amable? Claro, el dragón era estúpido, quejica, dictatorial e insoportable, ¡pero era que estaba incubando!
Una incubación terrible, larguísima, tan larga y fatigosa que anulaba el espíritu, debilitaba la mente, destruía el valor. El último acto de su vida. Luego llegaría la muerte.
¡La muerte!
Yorsh soltó el pergamino, que cayó con un leve splash. No tuvo tiempo de hacer nada más: hubo un gras aterrador y hasta las paredes mismas de la caverna temblaron.
Siguió un curioso ruido de splash, splash, splash, como de un pergamino que cae al suelo, pero mucho más suave y continuo. Como de unas alas enormes batiendo en el cielo.
Y finalmente un insoportable y agudísimo squeeeeek, que hizo añicos la mitad de las láminas de ámbar que cubrían las ventanas.
El joven elfo corrió deprisa hacia la gran sala. En el centro había un enorme huevo sobre el que el verde esmeralda y el dorado creaban los mismos dibujos que formaba el rosado y el gris claro en la piel del dragón (¿dragona?). Estaba roto por un lado y por ahí salía la cabeza desesperada de una versión reducida y verde esmeralda del (¿de la?) incubante. Los colores eran verde y dorado como el huevo. El mechón sobre los ojos era de un verde más oscuro, como el fondo del mar cuando el mar es cristalino. Los ojos eran enormes, redondos, desorbitados y desesperados. Todos los libros de la estantería norte, 846 libros de geometría analítica y los manuales sobre cómo hacer las conservas de arándanos y pimentones, se habían esfumado. Evidentemente el squeeeeek había ido acompañado por una ráfaga de fuego. Yorshkrunsquarkljolnerstrink aún pudo detenerse a pensar que no había sido muy buena idea organizar los libros de un mismo tema en el mismo estante. Ahora el análisis de la geometría plana había desaparecido de la categoría de los temas estudiables; y la humanidad tendría que redescubrirla desde el principio, a menos que él pudiera sacar un poco de tiempo, cincuenta o sesenta años, más o menos, para reescribir al menos los fundamentos. Las conservas de arándanos y pimentón puestos a macerar con tomillo también habían desaparecido para siempre; pero, con un poco de suerte, éstas no las redescubriría nadie.
El crash con el relativo temblor de las paredes había sido la apertura del gigantesco portal. Los dos batientes estaban abiertos de par en par, y el viento del mar entraba esparciendo pétalos, mariposas y las cenizas residuales de tres siglos de estudios de geometría, que formaban en pequeños remolinos sobre el suelo.
Al otro lado, en el cielo, las grandes alas del dragón viejo batían sobre el mar. Su vuelo llenaba el cielo. La luz del sol, ahora alto, pasaba a través de los dibujos de sus alas. Sus ojos dorados y los ojos azules del joven elfo se encontraron. Esos ojos tenían toda la ternura del mundo y todo el orgullo, todo el amor posible y toda la fuerza, la vehemencia y la arrogancia.
Toda la magnificencia.
Magnificencia.
Magnificencia.
Magnificencia.
Magnificencia.
—Erbrow —gritó el dragón mientras formaba una raya con el fuego que salía de sus fauces y rasgaba el cielo, tiñéndolo de anaranjado.
Yorsh comprendió que ése era su nombre. Asintió, y luego hizo una profunda reverencia. La raya de fuego permaneció en el cielo, dividiéndolo en dos, mientras las grandes alas del gran dragón bajaron hasta el horizonte, donde unas olas en tempestad se encontraban con el cielo.
Las olas se abrieron y lentamente acogieron las grandes alas, que permanecieron largo rato suspendidas, justo en la línea del horizonte, bajo nubes de gaviotas.
Luego las olas se cerraron nuevamente y no quedó nada del dragón.
Los ojos de Yorsh permanecieron fijos en el último punto donde habían brillado las alas bajo el sol.
El corazón del joven elfo se sumió en el dolor. Y el dolor le entró en el alma como un cuchillo y allí encontró otro dolor, aquel que estaba allí desde siempre: su madre, que se había ido al lugar de donde no se regresa cuando él era demasiado pequeño para recordarla; la abuela, que se había quedado en medio del agua que subía cuando él era ya muy mayor para poder olvidarlo alguna vez.
El corazón del joven elfo se sumió en la añoranza. Deseó poder tener al dragón viejo todavía, poder leer una última vez la historia de la princesa de los guisantes, o habas o lo que fueran. Deseó con todas sus fuerzas oír que lo reñía como si fuera el peor de los criminales por haber tratado de subirse en el roble frente al portal de la entrada, u oírlo enumerar todos los síntomas de la otitis externa, por no hablar de la gastritis, la sinusitis, la urticaria o el espasmo en la trigésima segunda vértebra caudal, o la decimosexta o la cuadragésima.
Luego otro insoportable squeeeeek retumbó a sus espaldas.
El dragoncito estaba llorando de nuevo.
La física también había acabado convertida en remolinos de cenizas sobre el suelo. La humanidad tendría que redescubrir desde el principio la termodinámica y las leyes sobre las palancas. ¡Se necesitarían milenios, si todo salía bien!
Mientras Yorsh pensaba desesperadamente qué hacer y cómo hacerlo, le vino a la cabeza uno de los proverbios de Arduin, el Señor de la Luz, fundador de Daligar: «Cuando los desastres son inminentes uno no tiene tiempo de pensar cuan triste o desesperado está y, por lo tanto, deja de estarlo».
La primera cosa que debía hacer era sacar al dragoncito de su huevo. El cascarón tenía casi ocho centímetros de espesor. Yorsh trató de romperlo, pero era como tratar de partir una piedra con las manos. Con cuidado, extendió una mano, tratando de hacer el movimiento lo más lentamente posible para no asustar al pequeño dragón.
El movimiento no fue lo suficientemente lento.
Hubo otro squeeeeek, con llamarada adjunta: afortunadamente el manual para curar las quemaduras estaba entre las recetas para cocinar setas y las instrucciones para hacer máquinas voladoras.
Yorsh lo intentó de nuevo, esta vez con la mano izquierda, dado que la derecha parecía una de las setas de Cómo cocinar sus setas a la brasa, cuarto estante del lado sur de la tercera sala. Aumentó la lentitud del movimiento para evitar que su rostro se pareciera a los dibujos de Cómo no carbonizar las setas a la brasa, tercer estante en el lado sur de la tercera sala.
El movimiento fue lo bastante lento.
Esta vez, Yorsh pudo posar su mano sobre la cabeza del pequeño. Garabatos de minúsculas escamas verdes se alternaban con mechones de pelo de un verde más oscuro, con destellos dorados, y suaves como el terciopelo. Todo era liso, suave y tibio, pero, a través de su mano, el elfo sintió el miedo desesperado del pequeño, un miedo arrebatador y total como sólo puede ser el miedo de un recién nacido, un miedo que lo abarca todo, pues está en un cerebro donde aún no existe nada más. En la cabecita tibia del enorme dragoncito estaban la angustia infinita y el temor de algo profundamente más doloroso que el hambre y profundamente más aterrador que la oscuridad.
Yorsh corrió el riesgo de ser abatido por aquel terror ciego y abismal, y se acordó de sí mismo, solo, bajo una lluvia infinita, sin nadie, excepto él mismo, hasta el horizonte.
El miedo de estar solo.
El miedo de que nadie te ame.
Comprendió lo que debía hacer. Con todas sus fuerzas pensó en sí mismo y en el pequeño juntos. Se imaginó a sí mismo con la cabeza del pequeño en su regazo en medio de un campo inmenso de margaritas diminutas. Luego se imaginó que él y el pequeño dormían abrazados. Luego imaginó que se dividían las almendras dulces y las habas por mitades. Y luego, de nuevo, que el pequeño tenía la cabeza en su regazo en un campo inmenso de margaritas.
El pequeño se calmó, la desesperación se desvaneció de sus facciones, sus ojos se serenaron.
—Todo está bien, pequeño, todo está bien.
«Pequeño» era un modo de hablar. El dragoncito era como una pequeña montaña. Pero no se le ocurría ningún otro apelativo. Era un pequeño. Tenía grandes ojos húmedos, verdes y dorados como el lago de la montaña sobre el que brilla el sol.
«Todo está bien, pequeñín, yo estoy aquí»; funcionaba. Los ojos verdes del dragón se perdieron en los ojos azules del elfo.
—Pequeño, hermoso pequeñín. Eres mi pequeñín hermoso. Polluelo, dragoncito bonito, dragoncito pequeñín, bonito polluelo.
El dragoncito se alegró. Por primera vez en la vida sonrió.
Era menos arisco que un dragón adulto y tenía una sonrisa tiernísima, casi desdentada: ninguna huella de los dientes posterolaterales, posteromediales, inferoposteriores e inferocraneales; había apenas un esbozo de los centrales.
Por primera vez en su vida, el pequeño meneó la cola y su enorme huevo se hizo añicos. Ésa era la manera en que salían del huevo. No estaba escrito en el libro, y habrían debido agregarlo. Los pedazos del huevo volaron en todas direcciones, como una explosión de fuegos artificiales, verde esmeralda y dorados.
—¡Erbrow! —Así se llamaría—. Erbrow —repitió el elfo triunfante.
El pequeño se volvió literalmente loco de alegría. Saltó feliz. Un mortífero golpe de su cola, que no dejaba de menear, derribó una antiquísima estalactita y un peñasco se desplomó desde el techo. Siguió un squeeeeek lleno de alegría y, afortunadamente, Yorsh se agachó a tiempo para salvar su cara, pero su cabello terminó en pequeños remolinos de cenizas que danzaban en el suelo junto con lo que quedaba de El arte de los meridianos. La humanidad tampoco lograría saber la hora en los próximos siglos. Incluso la simple predicción de un cometa o de un eclipse sería toda una hazaña.
Yorsh se sentó en el suelo; el dragoncito sonrió de nuevo. Tenía una sonrisa desdentada, y sus ojos se iluminaban aún más cuando sonreía. El pequeño le puso la cabeza sobre el regazo y se durmió inmediatamente, exhausto.
Paz.
A Yorsh le ardía su mano derecha. El fuego también había rozado su frente.
Trató de hacer un plan rápido de cosas pendientes en orden de urgencia: organizar todos los libros y los pergaminos amontonándolos en la habitación central para protegerlos tanto del dragoncito como de la intemperie; buscar el árnica montana, el acónito y la digital purpúrea, y buscar la forma de hacerle las inhalaciones al dragoncito, para volverlo un poco más, como decirlo, manejable. ¡Esto es lo que se llama suerte: el árnica montana también sirve para curar las quemaduras! Tendría que plantarla por todas partes. Moviéndose lentamente para no despertar al pequeño, que dormía en su regazo, Yorsh se estiró sobre el suelo de la caverna en medio de un tapete de pequeñas margaritas; alargó su mano izquierda, la única que podía usar, y estirándose al máximo, recuperó su manual de dracología, en ese momento el libro más importante de la biblioteca.
¿Margaritas? Un prado de margaritas cubría el suelo de la caverna.
El manual no contenía una gran cantidad de información útil sobre los dragones.
No mencionaba tampoco que la mente de un dragoncito, cuando está feliz, hace realidad sus sueños.
O quién sabe, quizá lo mencionara, pero el moho lo había devorado.