Capítulo 3

Robi se coló en el dormitorio: era una sala grande que en el pasado había sido acondicionada como corral. Por los tablones separados se filtraba la luz de la mañana. No tenía ventanas y una vieja piel de oveja hacía de puerta. En el interior había un aire estancado en el que se fundían el olor a moho, a criaturas humanas sin bañarse y, además, algún vestigio de puro hedor a oveja que era, de hecho, la parte que mejor olía de todo. En el suelo había una capa uniforme de heno, que se interponía entre los cuerpos de los niños dormidos y el suelo desnudo. El polvo danzaba con los rayos del sol naciente. Robi encontró su lugar, entre Lomir y la pared norte, donde la madera estaba un poco más húmeda y un poco más podrida. Se cubrió con su capa, que le servía de manta en las noches, acarició con los dedos la minúscula protuberancia que el segundo huevito formaba debajo de su chaqueta y cerró los ojos, feliz. La imagen del príncipe y del dragón se formó inmediatamente, y esta vez no la alejó, se quedó contemplándola y permitió que le llenara la cabeza y el corazón.

Estaba tan perdida en sus fantasías que el sonido de la campana que los despertaba, aunque previsto y esperado, la sobresaltó. No fue la única, era normal para los niños despertarse sobresaltados por sus agitados sueños. El dormitorio se puso de pie inmediatamente. La expectativa del desayuno, aunque fuera escaso, y la posible intolerancia de Las Hienas ante los retrasos, hacía que todos actuaran velozmente, o más bien, agitadamente. Doblaron las capas y las pusieron en el suelo de tierra apisonada de acuerdo con un orden preciso, que correspondía con el orden de la llamada de lista. Amontonaron el heno en los rincones, para así dejar desnuda la tierra apisonada del suelo, y allí los niños se pusieron en fila, siempre siguiendo el orden de sus miserables lechos. Todo sucedía en silencio, deprisa, con el miedo de no estar listos a tiempo. La piel de oveja de la entrada se apartó y Las Hienas entraron en el dormitorio. Los más retrasados se precipitaron, chocando entre sí, asustados. Tracarna siempre sonreía. Era bella, o quizá sería más apropiado decir que debió de haber sido muy bella antes y que todavía conservaba la costumbre de serlo, aunque ahora no lo fuera. Era pequeña, con un rostro ovalado. Llevaba un complicado peinado de trenzas recogidas en la nuca, sostenido por unas hebillas de plata con piedras verdes. Ese día vestía con una chaqueta rosada con bordados rosados oscuros, que se intercalaban con filas de cuentas de vidrio. La falda era del mismo color que los bordados de la chaqueta. En el cuello tenía un elegante encaje blanco que formaba una especie de onda que luego se cruzaba sobre sí misma en un nudo voluminoso. Stramazzo era mucho más viejo que ella. Tal vez en el pasado pudo haber tenido una cara inteligente o quizá pudo haber dicho o hecho algo inteligente, pero eso, realmente, se había perdido en la noche de los tiempos. En este momento parecía un enorme sapo que se hubiera tragado un melón gigantesco sin masticarlo, con cara de satisfacción por haberlo logrado; ésta era la única expresión que alternaba con una de profundo y total aburrimiento.

—Buenos días, adorados niños —dijo Tracarna. Stramazzo asintió vagamente.

—Buenos días tengan ustedes, madame Tracarna y señor Stramazzo —dijeron los niños al unísono.

Uno de los niños más pequeños no terminó bien la frase porque la tos lo interrumpió. Por un instante, Tracarna frunció el ceño con severidad: el pequeño trató de recuperarse rápidamente.

—Es el amanecer de otro maravilloso día en el que podréis conocer la bondad, magnanimidad, generosidad y dulzura de vuestro benefactor. De nuestro benefactor, el benefactor de todos nosotros. Nuestro guía. Aquel que nos defiende. Nosotros amamos…

—Al Juez administrador de Daligar y territorios limítrofes —respondieron de nuevo los niños con una sola voz. De nuevo, el pequeño no pudo terminar porque la tos lo interrumpió. Robi lo tenía a su espalda, pero no se atrevía a darse la vuelta para ver de quién se trataba. Dentro de la rica y variada lista de faltas de Tracarna, darse la vuelta durante el «diálogo» era clasificado como «insolencia» y era castigado con un número variable de bofetones, entre uno y seis, según las circunstancias. Robi tenía la impresión de que quien tosía era Lomir, pero no estaba segura.

—Todos nosotros estamos… —volvió a comenzar Tracarna.

—Agradecidos —terminaron los niños.

—A nuestro amado…

—Juez administrador de Daligar, nuestro amado condado, único bien en el mundo por el que vale la pena vivir y morir…

Sobre todo morir: más fácil y verosímil. Vivir en ese condado se había vuelto una verdadera hazaña, y día a día aumentaba la cantidad de suerte y de habilidad necesarias para la mera supervivencia.

La tos interrumpió de nuevo. Ahora Robi estaba segura, se trataba de Lomir.

—Sin él ustedes estarían… —prosiguió Tracarna molesta.

La cabeza de Robi fue ocupada otra vez por el recuerdo de sus padres: sin el Juez administrador de Daligar y territorios limítrofes, ellos aún estarían vivos y ella estaría durmiendo ahora bajo las mantas de lana en su casa y luego se despertaría para desayunar con leche, pan, manzanas, algo de miel y a veces un poco de queso.

—Perdidos y desesperados —respondió el coro—, hijos de padres desgraciados.

«Felices y con la panza llena», pensó Robi; ella, y seguramente Lomir, y además todos aquellos que eran hijos de padres que habían muerto por tantas privaciones. Antes de que el Juez administrador de Daligar y territorios limítrofes llegara para reorganizarles la vida a todos de acuerdo con sus curiosos esquemas de Justicia y Amor por el condado, era difícil sentir verdadera hambre en una tierra donde abundaban los cultivos de árboles frutales, donde los huertos se alternaban con los viñedos y las vacas llenaban los pastizales junto a las flores. La escasez ni siquiera había tocado el condado durante las Grandes Lluvias, los sombríos años de oscuridad. Ahora era lo cotidiano, lo normal, la regla. Todos los veranos salían de los campos carros y carros cargados de trigo y fruta y se ponían en camino hacia la ciudad de Daligar, donde a lo mejor se usaban para empedrar las calles, porque no era humanamente posible que allí se llegaran a consumir todos esos alimentos.

Sin el Juez tampoco serían huérfanos. Sin el Juez habrían vivido en un mundo donde la gente pensaba que la única razón que justificaba la vida o la muerte eran los hijos.

—O peor —prosiguió Tracarna.

En este punto el coro se calló.

—Hijos de padres egoístas —prosiguió la voz de Lomir sola, pero de nuevo la tos le cortó las últimas sílabas.

Robi tomó aire: era su turno de solista.

—O egoístas y protectores de los elfos —agregó deprisa, con la esperanza de que fuera una de esas mañanas en que todo terminaba rápido. Su esperanza fue vana. Era una de esas mañanas en que se extendían y entraban en detalles. Tracarna se le acercó y su sonrisa luego se enterneció.

—Exactamente así —comenzó a explicar—, tus padres eran…

—Egoístas —murmuró Robi, prefiriendo limitarse a la cosa menos grave, porque para ella era tan repugnante que sus padres hubieran podido proteger a un elfo, que se horrorizaba con sólo pensarlo.

—¡Más fuerte, querida, más fuerte!

—E-go-ís-tas —silabeó Robi.

—¿Y qué quiere decir eso?

—Que sentían apego por su riqueza. —Robi volvió a pensar en la riqueza: las manzanas secas de su madre, los patos de su padre, los frutales detrás de la casa. Su papá y su mamá comenzaban a trabajar antes del amanecer, paraban ya entrada la noche y el resultado era una despensa llena, e hileras de coles en el huerto. Luego habían llegado los soldados.

—Es cierto, queridísimos niños —explicó Tracarna mientras Stramazzo asentía aburrido—, no compartir los bienes propios, estar apegado a la propia riqueza es una cosa horrible, ho-rri-ble. —Tracarna se interrumpió molesta. Robi había posado la mirada sobre sus zapatos de terciopelo morado bordados con hilos de oro, donde entre cada puntada brillaba una minúscula perla. Era francamente difícil mirar hacia abajo y evitar al mismo tiempo verle los zapatos, y Robi aún recordaba la única vez que había intentado hablar con Tracarna sin bajar la mirada—. Los zapatos dorados no son para mí —aclaró Tracarna con un tono gélido—, son para el funcionario de Daligar que represento. Yo solamente los llevo puestos sobre mi modesta y humilde persona —explicó silabeando como si hablara con deficientes mentales.

Tracarna suspiró y contempló a los niños. Robi también echó una ojeada a su alrededor y no le pareció un gran espectáculo: todos estaban descalzos, vestidos con arpillera color barro; los cabellos sucios y despeinados les caían sobre las caras delgadas y mugrientas. En alguna ocasión, Robi le había hecho trenzas a Lomir y esto había sido considerado como un comportamiento «extravagante y frívolo»: una hora más de trabajo y nada de cenar para ninguna.

Lomir comenzó a toser de nuevo y Tracarna la miró con tristeza, como afligida por su irresponsable ingratitud.

—Lomir, hoy has interrumpido muchas veces —dijo dulcemente, mientras se acercaba a la niña. Lomir trató de parar de toser y por poco se ahoga—. Nada de desayuno —agregó Tracarna con un suspiro de triste desilusión.

Luego se volvió para ordenarles a los dos niños más grandes, Crechio y Morón, que repartieran una manzana y un puñado de polenta por cabeza. Se podían dividir la de Lomir entre los dos. Crechio y Morón se cruzaron una mirada triunfante. Luego, añadió Tracarna, debían acompañar a los niños a los pastizales para segar el último heno y recoger un poco de leña. Lomir logró aguantar hasta que Las Hienas se marcharon antes de ponerse a llorar. Los niños salieron como un enjambre al aire libre, y se pusieron ordenadamente en fila, todos excepto Robi, que se quedó donde estaba, y Lomir, que se escondió en un rincón de la habitación a llorar.

Robi pensó en el huevo que tenía en el estómago. Por ese día su hambre estaba vencida.

Miró a Lomir, pequeña y desesperada, con las manitas en la cara.

Mientras los otros salían hacia la luz, Robi se quedó en la sombra, recuperó el huevo de perdiz de su bolsillo secreto y le sacudió la tierra, luego se acercó a la niña y se lo puso entre las manos.

—¡No pares de llorar por un rato! —le aconsejó en voz baja—, y cómete también el cascarón, para que no quede por ahí.

Luego hizo la fila para la manzana. Le tocó una manzanita arrugada y un poco podrida, y menos polenta que de costumbre, pero mientras se la comía sentía cómo el llanto de Lomir se volvía cada vez más alegremente falso. Hoy sería un buen día.