El sol iluminó el alba. Las antiguas ventanas filtraron la luz y la biblioteca se volvió dorada.
Yorshkrunsquarkljolnerstrink, el joven elfo, se despertó y estiró sus largos brazos de adolescente.
El dragón siguió durmiendo. Las láminas de ámbar vibraban con su suave ronquido dándole a la luz sobre las paredes un movimiento leve, como el de la brisa sobre un estanque. El joven elfo se levantó y se sacudió de encima los cientos de mariposas azules y doradas que por la noche lo recubrían y lo calentaban con su ligera tibieza.
Permaneció un instante frente a las plantas trepadoras cargadas de frutas, que tapizaban los antiguos arcos, para decidir qué deseaba realmente para el desayuno. ¿El dulzor sutil de las fresas y el pronunciado ácido de las naranjas? No, no para el desayuno. Mejor el dulzor acentuado de un higo junto con el dulzor fresco y redondo de la uva rosada. Sin lugar a dudas, mejor. Incluso el efecto de los colores resultaba mejor. El rosado claro y el verde oscuro combinan. En el plato de ámbar formaban un agradable contraste.
Había sido una suerte descubrir las semillas y las instrucciones para los frutales trepadores en un antiguo libro. Su aroma resultaba sutil y exquisito. El joven elfo suspiró. Todo era tan perfecto. Tan agradablemente perfecto. Tan impecablemente perfecto. Tan incomparablemente perfecto. Innegablemente perfecto. Obstinadamente perfecto. Insoportablemente perfecto.
El dragón era una montaña roncante que ocupaba con su mole la totalidad de la enorme sala. Las escamas grises y rosadas se alternaban formando garabatos y espirales complicados. Su cola estaba enroscada como un rollo de cuerda sobre un muelle. El joven elfo pasó a su lado, luego se acercó al antiguo portal de madera chapada que cerraba la caverna y lo abrió delicadamente. No logró evitar el ruido; sin embargo, el dragón siguió durmiendo.
Fuera soplaba el viento. En la lejanía, el horizonte se cerraba sobre un mar sombrío, blanqueado por la espuma. Las gaviotas votaban. El joven elfo sintió llegar el perfume del mar hasta él. Se sentó y miró las gaviotas. El viento le desordenó el cabello. Detrás de él, las Montañas Oscuras se levantaban más allá de las nubes. El olor del mar se fundía con el de los pinos. El joven elfo cerró los ojos y soñó con poder tocar el mar. Sentir la espuma sobre su cara. El sabor de la sal. Soñó con ver las olas romper. Soñó con navegar en el mar, escalar montañas, atravesar ciudades, cruzar ríos. Soñó con sentir la tierra bajo sus pies paso a paso, mientras veía cómo estaba formado el mundo.
La voz del dragón cortó la mañana y le retumbó en los tímpanos.
—Tú, joven desalmado, ¿cómo pudiste hacer una cosa en tal modo cruel como tener abierto ese portal que me hiela a mí, viejo dragón asaz enfermo, todos mis huesos reumáticos? ¿Y qué, has olvidado, oh desalmado, que cuando el aire hace corriente la mal que me atenaza el cráneo asaz empeora?… Tú no recuerdas, tú asaz desgraciado, cuánto mal me pode hacer el aire cuando pasa por el portal y me hiela… Aire de fisura, aire de sepultura…
El joven elfo volvió a abrir los ojos. Suspiró. Una vez, hacía tres años, había mencionado la idea de bajar las escaleras para ver el mar más de cerca. Habría tardado sólo medio día en ir y volver. Los lamentos habían durado once días. A fuerza de llorar copiosamente por el horror de un posible abandono, al dragón le dio una sinusitis que después se le complicó con una enfermedad en ambos oídos, por la cual comenzó a sufrir de vértigos muy molestos que nunca se le curaron totalmente y que se agravaban en los días ventosos. Y cuando lo sacudían los vértigos era como si el estómago se le subiera entre la garganta y el oído derecho, algunas veces también el izquierdo, pero más frecuentemente el derecho…
Yorsh suspiró de nuevo.
Cuando era niño había jurado que lo cuidaría. Al dragón. Siempre.
Le preguntó gentilmente al dragón si tenía hambre.
Éste le respondió con un largo aullido de sufrimiento moral. La pregunta lo había indignado. ¿Hambre? ¿Hambre? ¿No recordaba el desalmado, que él, el dragón, sufría de halitosis, pirosis, borborigmos, eructos, dolores en el segundo, tercer y sexto espacio intercostal derecho, para no hablar del hipo? ¿Cómo podía, con todos esos infortunios, tener hambre? El mero pensamiento era irresponsable y extravagante.
—¿Entonces no quieres desayunar? —preguntó Yorsh.
Esta vez el aullido hizo temblar las vidrieras de ámbar y la luz en la pared ondeó como las olas del mar. ¿Cómo podía, con qué crueldad, con qué maldad podía atreverse a proponerle un ayuno? Cada vez que pasaba más de dos doceavas partes del día sin comer, le daban una serie de contracciones entre el estómago y el esófago como si tuviera allí burbujas minúsculas, para no hablar de la punzada en el quinto, undécimo y vigésimosexto espacio intercostal izquierdo…
El joven elfo indicó que le parecía que los dragones no tenían más de veinticuatro costillas. El dragón se puso a llorar porque nadie lo amaba.
El joven elfo se dejó caer sentado en el suelo y se sujetó la cabeza entre las manos. Después recordó su juramento: ¡lo cuidaría por siempre! Se levantó, puso una tajada de melón rosado y algunas uvas rosadas sobre unas fresas rosadas, esperando que le gustaran. Los lamentos se interrumpieron. Había dado resultado. El rosado siempre funcionaba.
El viento entró por el portal, que había quedado entreabierto de tal modo que atenuó la corriente convirtiéndola en una brisa; las cañas pegadas del techo vibraron y una música deliciosa se esparció.
Todo malditamente perfecto.
Después del desayuno, el dragón se durmió de nuevo y su ronquido superó a la música.
Finalmente se podía leer en paz. Desde hacía trece años, Yorsh estaba prácticamente recluido en la biblioteca junto a un número incalculable de mariposas y junto a un dragón que era la quintaesencia del aburrimiento total, sin contar con que su mente se iba perdiendo progresivamente en los oscuros rincones de una fragilidad cada vez más hostil.
Por lo menos Yorsh podía leer. La biblioteca contenía todo el saber humano y élfico, desde la historia de los antiguos reinos, los nombres de los grandes reyes y la desastrosa invasión de los orcos, hasta la herbología, la astronomía y la física. Yorsh había leído, estudiado, ordenado y catalogado libro tras libro, estante tras estante, habitación tras habitación, estalactita tras estalactita. Probablemente ninguna otra criatura viviente entre los elfos y, obviamente, mucho menos entre los humanos, había rozado, ni lejanamente, su nivel de conocimiento. Probablemente, la biblioteca nunca había estado así de ordenada, ni siquiera durante su feliz y remota edad de oro, cuando la visitaban una cantidad tal de sabios, que había sido necesario prohibir escupir en el suelo. A Yorsh le faltaba sólo el último estante de la habitación pequeña, la del extremo sur, la más apartada del gran corazón de la biblioteca, donde roncaba el dragón. Era una sala pequeña, mal hecha, donde había tantas estalactitas y estalagmitas que a duras penas se podía entrar.
Yorsh se dirigió hacia allí levantando nubes de mariposas a su paso, en medio de plantas trepadoras cargadas de flores. En el único estante había un libro de historia, la enésima biografía del gran Arduin, y un libro de zoología verosímilmente fantástica: tenía dibujos de una especie de vaca flaquísima con un cuello larguísimo, con manchas amarillas y marrón, y de un extraño animal de color gris, tan grande como una casa, con una nariz muy larga con la cual se rascaba sus enormes orejas por detrás. Además, estaban los consabidos libros de astrología élfica, un texto de astrología humana y una especie de pergamino muy viejo y desgastado que el moho había convertido en un solo bloque ilegible, o mejor dicho, que ni siquiera se podía desenrollar. Durante sus trece años como bibliotecario, Yorsh se había vuelto experto en restaurar pergaminos antiguos. Se requería tiempo, vapor y aceite de almendras dulces. Todo esto lo tenía en abundancia: el vapor de un volcán calentaba la biblioteca y las almendras dulces la tapizaban por el lado oeste; tiempo tenía tanto que no sabía qué hacer con él, y cualquier cosa que lograra ocuparlo era una bendición. Yorsh se preguntó cómo se las arreglaría para que sus días transcurrieran sin sumirse en la nostalgia, ahora que todo lo legible había sido leído, lo estudiable, estudiado, y lo archivable, archivado. Había días en los que tenía que evitar que su pensamiento volara hacia el cazador y la mujer. Quién sabía si estarían vivos, ¡seguramente se habrían casado! Quizá tendrían hijos y a lo mejor les habrían hablado de él. Tal vez estaban esperando que crecieran para emprender el viaje y visitarlo. Quizá no podían decirle a nadie que habían conocido a un elfo de verdad, y sería peligroso para ellos regresar. Quizá nunca más volvería a saber de ellos.
No debía pensar en eso. Le causaba mucho dolor.
El joven elfo se puso manos a la obra: después de sumergir el fardo de moho en aceite de almendras, lo puso sobre un bastón y luego lo extendió sobre el cráter. No ató el pergamino al bastón. No era capaz de hacer levitar un objeto por completo, pero sí lograba mantenerlo en equilibrio con su pensamiento. El penacho de vapor recubrió el pergamino. Ahora hacía falta esperar.
Se sentó cómodamente bajo la lluvia de pétalos y apretó el bastón entre las manos. Era áspero, sin corteza y nudoso.
Había pertenecido al cazador. Yorsh cerró los ojos y se sumió en los recuerdos. Y con los recuerdos llegó la nostalgia. Tenía un destello de recuerdos de su madre, el instante de una sonrisa, el eco de su voz. La abuela, en cambio, estaba fija en su memoria con toda su tristeza y todo lo que le había enseñado. Y también estaban ellos, Sajra y Monser, su alegría, su valor…
Yorsh sonrió al recordar, pero luego la nostalgia lo entristeció y su sonrisa desapareció, como la última hierba cuando llegan las heladas. Lo invadió la nostalgia de la amistad, de la ternura, y también de un sentimiento sutil e impalpable que le era difícil definir. Era, cómo decirlo, la incertidumbre de las cosas, su imprevisibilidad. La mañana comenzaba y no se sabía cómo transcurriría. Todo, o exactamente lo contrario, podía suceder.
El miedo, la esperanza, la desesperación, el hambre, la felicidad y la alegría estaban presentes en aquellos días pasados, mientras que ahora todo lo que sucedía en un día, de la mañana a la tarde, año tras año, estación tras estación a lo largo de una serie infinita de estaciones todas iguales, era pétalos y perfección color rosa.
La esperanza de la imperfección se volvía una ilusión cada vez más inalcanzable. Incluso el barro, la lluvia y el hambre le producían nostalgia. En realidad, tenía nostalgia de ellos, de Sajra y Monser, la mujer y el hombre que lo habían recogido, salvado, acompañado y amado. De hecho, mientras más lo pensaba, no era la imperfección lo que extrañaba.
Extrañaba a Monser y a Sajra.
Extrañaba ser libre.
—¿Qué estar tú a hacer? —preguntó el dragón.
—Nada importante —respondió el elfo.
—¿Entonces pode venir aquí a lo hacer? Así no estaré en soledad y nosotros poder leer buen libro aunque nosotros ya leído, libro de la bella princesa que se esposa con lo príncipe encantador, que había estado perdido desde niño y todos creían que era otro… —Era evidente que, después del segundo milenio de vida, el cerebro de los dragones comienza a presentar fallos dramáticos. El dragón no recordaba su propio nombre. Al joven elfo le había parecido que de todas las deficiencias posibles ésta era la más mortalmente absurda. Eso fue al principio, cuando aun no conocía su pasión por las novelas de amor. No por todas las novelas de amor. Sólo por las que eran absolutamente estúpidas.
—Termino aquí y ya voy —prometió el joven elfo.
Ya el vapor había ablandado el moho. Yorsh comenzó muy lentamente a desenrollar los pergaminos. Procedía con cuidado para no desgarrarlos, le untaba aceite de almendras a todo antes de despegar suavemente unas hojas de otras.
El título pronto podría descifrarse.
Impaciente, el dragón preguntó otra vez qué hacía y, mientras le respondía, Yorsh descifró el titulo: Dracos, en lengua de la tercera dinastía rúnica, Los dragones. ¡Un libro sobre dragones! Era la primera vez que veía uno. En toda la biblioteca, que contaba con un total de 523 826 libros, ni uno solo hablaba sobre los dragones. ¿Quinientos veintitrés mil ochocientos veintiséis libros que iban desde la astronomía a la alquimia pasando por la meteorología, la geografía, manuales para la pesca y la conserva de arándanos en licor, y que incluían 1105 recetas sobre hongos y 18 400 novelas de amor, todas compitiendo por el premio de libro más tonto del milenio, y ni un solo tratado que hablara sobre los dragones?
Luego comprendió. La biblioteca debió de haber tenido no docenas, sino cientos de libros sobre los dragones, pero por algún oscuro motivo el dragón no quería que se leyeran y los había destruido.
El dragón comenzó de nuevo a protestar por su soledad: el espasmo en el estómago, la punzada en el quinto espacio intercostal izquierdo que se le pasaba a la vértebra ciento cincuenta y siete…; luego se durmió y su sordo ronquido llenó la biblioteca.
«Los dragones (Dragosaurus igniforus) tienen ciento cincuenta y seis vértebras», así comenzaba el libro. Yorsh era algo lento con los caracteres de la tercera dinastía rúnica, pero de todas maneras se las arreglaba.