Robi se sentó sobre un tronco. Respiró el aire fresco. Miró tos árboles al fondo del valle. Las hojas comenzaban a volverse amarillas. En el prado, bajo la luz del sol naciente, brillaban las últimas flores de principios de otoño. Había unas florecitas amarillas que su mamá llamaba «botoncitos de rey» y, además, unas flores azules que parecían campanitas, y otras que son como una especie de copo que, si se sopla, las pelusas vuelan y la flor se deshace.
El otoño estaba llegando. Esto quería decir que después llegaría el invierno. Primero el otoño, luego el invierno. Ésa era la regla.
Otoño: pocas castañas, casi nada de polenta, alguna que otra manzana, pies fríos y mocos en la nariz.
Invierno: nada de castañas, casi nada de polenta, ninguna manzana, pies helados, nariz tan congestionada que el moco baja hasta donde se respira y se convierte en tos; te podías calentar con la leña. No porque la pudieras poner a arder, que eso estaba prohibido, sino porque la cortabas con el hacha: después de un tronco, otro tronco y otro más, y al final te destrozabas la espalda y los brazos, y tenías ampollas en las manos, pero mientras lo hacías no te morías de frío. Luego el frío regresaba y las ampollas se te quedaban en las manos.
Si sobrevivías, llegaba la primavera y entonces debías estar de aquí para allá en las granjas para darles de comer a los animales, reparar los corrales y llevar las vacas a pastar; y esto era muy bueno porque podías sisar un huevo o un poco de leche. Sin embargo, era necesario ser hábil, porque todas las granjas pertenecían ahora al condado de Daligar, y un hurto al condado de Daligar, aunque fuera sólo un huevo, significaba veinte golpes con el garrote.
Ellos no sabían contar, pero veinte quería decir que daban un garrotazo por cada dedo del niño, primero los de las manos y luego los de los pies. Cala tenía un dedo menos porque mientras cortaba la leña con el hacha había errado el blanco; entonces, cuando la golpeaban a ella, contaban un golpe de más.
En el verano tenías que disputarte tu sangre con los piojos y los mosquitos, pero había tanta comida para robar que todos conseguían devorar algo sin dejarse pillar, aun los más tontos, los que acaban de llegar, los que todavía lloraban.
Ella era hábil. Nunca se había dejado pillar. Al menos no durante el último año. Dos años antes, cuando acababa de llegar a la Casa de los Huérfanos, la habían pillado tres veces, pero entonces era una niña. Ingenua, como lo son los niños pequeños. Y, además, siempre tenía a su papá y a su mamá metidos en la cabeza. Para ser un buen ladrón es necesario concentrarse. Cuando tienes a tu papá, a tu mamá, y a la que fue tu casa metidos en la cabeza, la concentración no es suficiente. Aun cuando trataba de sacarse a papá y a mamá de la cabeza, bastaba con que volviera a pensar en su barquita de madera verde y rosada, o en su muñeca de trapo, para que los ojos se le llenaran de lágrimas. Ahora estaba bien. Ahora se concentraba. Ya nadie la pillaba.
De repente le vino a la memoria el recuerdo de las manzanas de su madre, tan de golpe que casi pudo sentir su olor. Su madre cortaba las manzanas en tajadas y las ponía a secar en la leñera. Fingía enfadarse cuando Robi robaba algunas: la perseguía por toda la leñera y cuando la atrapaba, la colmaba de besitos y luego las dos se reían como locas. Se comía las manzanas secas con leche caliente junto al fuego de la chimenea, mientras sostenía su muñeca y fuera la nieve caía cubriéndolo todo, y el mundo se volvía blanco como las alas de los patos salvajes cuando el sol las atraviesa. Luego, por la tarde, llegaba su padre con algo realmente bueno para comer. Su papá trabajaba de cazador, además de campesino, pastor, sembrador de manzanas, criador de cerdos, vaquero, carpintero, reparador de techos, constructor de refugios y pescador, y siempre traía cosas buenas para la cena. En invierno eran truchas, porque era fácil pescarlas: se hacía un agujero en el hielo que cubría el río y se esperaba un rato. El recuerdo de las truchas asadas con romero también le llenó la cabeza y le provocó un espasmo en el estómago. Robi alejó el recuerdo. Si la sorprendían ahora, ya no habría besitos. Se tragó las lágrimas. Son cosas de niños. Ella ya no era una niña.
El sol apareció y la iluminó. El aire se volvió más tibio. Al fondo del claro había dos nogales grandes. Las nueces que se guardan en los sacos están buenas todo el año, pero especialmente al comenzar el otoño, cuando aún están en los árboles: están frescas, y se puede levantar la piel amarga con la uña y encontrar allí debajo la nuez, blanca como las alas de los patos cuando la luz del sol las atraviesa. Pero los nogales se podían ver desde las ventanas de la casita de piedra y madera que se alzaba al lado de la destartalada Casa de tos Huérfanos; era demasiado arriesgado. Detrás de los nogales había unos arbustos de moras, que no eran nada comparados con las nueces, pero que de todas maneras eran algo. Sin embargo, las moras estaban en el campo de visión de los arqueros que hacían la guardia en la garita. Era cierto que a esa hora los guardias probablemente todavía dormían, pero no valía la pena correr ese riesgo por esas cositas aguadas que no te llenan el estómago sino por un ratito, y sí que te llenan de rasguños que tardan mucho tiempo en sanar.
Robi cerró los ojos. Bajo sus párpados cerrados nació el sueño, el que tenía siempre que podía estar en paz con los ojos cerrados en un lugar tibio desde que había dejado su casa. Soñó con un dragón y con un príncipe de cabellos tan rubios que parecían de plata. Era un dragón enorme, con dos alas verdes grandísimas que ocupaban el cielo y a través de las cuales pasaba la luz. El príncipe tenía un vestido blanco como las alas de los patos salvajes que vuelan por el cielo cuando migran. Sonreía. El dragón volaba hacia ella. Venían a buscarla. Para llevársela de allí. Para siempre. Era un sueño que se formaba por sí solo. Al principio era muy vago: algo claro encima de algo verde. Cada día que pasaba, el sueño se hacía más nítido. Era como si el príncipe y el dragón estuvieran volando en la niebla y día a día se fueran acercando a ella. No era un sueño que ella soñara, sino que se le formaba en la cabeza como por arte de magia.
Robi alejó el sueño. Era una tontería. Los dragones ya no existían; habían sido animales crueles y malvados, y hacía siglos que los habían exterminado. Los príncipes buenos también debían de haberse extinguido o quizá se habían ido a vivir a otros territorios, porque hacía tiempo que tampoco nadie los recordaba.
Robi volvió a abrir los ojos. Una bandada de perdices se levantó frente a ella bajo la luz dorada de principios de otoño. Por un instante, su aleteo cubrió el cielo de turquesa oscuro. Habían salido de las matas de espino blanco de la parte baja del claro, que no era visible desde la Casa de los Huérfanos ni desde las garitas. Su padre había sido un cazador. Si todavía estuviera vivo, habría sacado su arco y ella y su madre habrían comido perdiz asada con romero. Su papá se llamaba Monser. Tenía el cabello negro como el suyo y era grande y fuerte como un roble. Su mamá habría desplumado la perdiz y habría cosido las plumas una por una a su chaqueta para dejarla mucho más bonita y caliente. Su madre se llamaba Sajra. Robi trató de estirar su larga y sucia falda, de cáñamo gris, sobre los tobillos para calentarse un poco, pero no era lo suficientemente larga. Su mamá tenía el cabello rubio oscuro y hacía las mejores tortitas de manzana de todo el valle. Robi se levantó. No tenía ni el arco ni las flechas de su padre, pero igualmente las perdices turquesas significaban alimento. Ponían sus huevos al principio del otoño, cuando estaban bien gordas, después de haberse pasado el verano devorando mariposas, gusanos y cucarachas. Las mariposas, las cucarachas y los gusanos también se pueden comer, pero sólo cuando realmente no hay nada mejor, mientras que los huevos son una de las cosas más sabrosas que existen en el mundo. Cuando tienes un huevo en el estómago no sólo el hambre, sino también el frío y el miedo desaparecen por un rato.
Robi miró alrededor con cautela. Había sido la primera en despertarse; los demás aún dormían. Oía el sueño ruidoso de los otros niños en el interior del dormitorio: había gemidos y toses como siempre. Desde la casita le llegaba el ronquido uniforme de los dos vigilantes, «Ilustres Patrones de la Casa de los Huérfanos», Stramazzo y Tracarna, marido y mujer, llamados afectuosamente «Las Hienas», que dormían en una cama de verdad con una chimenea de verdad. Frente a ella, el valle se abría bajo el sol, y las montañas, a lo lejos, parecían azules. Las primeras nieves brillaban sobre las cimas. Las garitas de los soldados estaban lo suficientemente lejos y la parte baja del claro quedaba fuera del alcance de su vista. Los soldados, según Las Hienas, servían para proteger a los niños de la Casa de los Huérfanos, en caso de que algún malintencionado le diera por ir a hacerles no se sabe exactamente qué, quizá a robarles los piojos, que era lo único que abundaba por allí. En realidad, sin los soldados en las garitas ni uno solo de los niños, ni siquiera de los más pequeños y tontos, se habría quedado en aquel tugurio horripilante en compañía de las dos Hienas y de su garrote, a disputarse la polenta con los gusanos, a trabajar hasta no poder tenerse en pie, a ser golpeado, a morir de frío o a ser comido vivo por los mosquitos, según la estación.
Robi no se movió hasta no estar segura de que todos dormían y de que nadie la observaba. Todo el alimento debía ser entregado, aun si lo cogías de un nido de perdices en el brezal, en un árbol de nogal que no tenía dueño o en una zarza en medio de las espinas. Si te lo comías por tu cuenta, se consideraba un hurto. Hurto y egoísmo. El egoísmo también era un crimen grave. Los padres de Lomir, la niña más amiga de Robi, habían sido egoístas, ¡egoístas!, ¡e-go-ís-tas!, como lo silabeaba Tracarna siempre que lo decía. Egoístas quería decir que habían tratado de pagar menos impuestos de los debidos, con la tonta excusa de que de otro modo sus hijos se habrían muerto de hambre, y con la ridícula pretensión de que los fríjoles y el trigo que habían sacado de su tierra, partiéndose la espalda y sudando sangre, les pertenecían a ellos y no al condado de Daligar.
En cuanto a los suyos, a sus padres… Robi prefería no pensar en ellos. Alejó ese pensamiento. No esta mañana. No después de haber descubierto dónde tenían su nido las perdices.
Se acercó lentamente sin siquiera caminar en línea recta, así, si alguien la había seguido, podía dar la impresión de estar dando un inocente paseo sin rumbo. No estaba segura de que fuera creíble que a una muchachita medio muerta de hambre le diera por pasear por el brezal al alba, pero Tracarna y Stramazzo no brillaban precisamente por su perspicacia. Además, podría decir que la había despertado un mal sueño y que quería olvidarlo. Los malos sueños eran frecuentes. La hierba estaba muy alta. Robi se puso a cuatro patas para camuflarse en ella. Se deslizó por entre los arbustos. El nido estaba a la altura de su nariz, casi se chocó contra él. Dentro había dos huevos: dos momentos sin hambre. Eran dos huevos pequeños, con puntitos de un delicado color marrón que se volvía dorado en los sitios más claros. Robi tomó un huevo entre las manos y lo sintió liso y tibio contra la piel. Cerró los ojos por un instante: mientras la estrechaba entre sus brazos, su mamá le había dicho que, cuando somos felices, las personas que nos han amado y que ya no están, regresan del reino de los muertos para estar junto a nosotros. Ahora quizá su papá y su mamá estaban con ella. Robi volvió a abrir los ojos. Miró una vez más su inconmensurable tesoro de dos huevos de perdiz y luego to atacó. Se comió de inmediato el huevo que tenía en la mano. Le hizo un huequito golpeándolo contra una rama y lo sorbió con una alegría feroz: primero la parte blanca y luego la mejor, la amarilla, que se tragó lentamente, gota a gota, con un placer que rozaba la alegría de vivir.
El problema era otro; la primera idea fue devorarlo rápidamente. Lo que tienes en el estómago no se te puede perder ni te lo pueden robar. Pero dos huevos eran mucho y algunas veces la barriga, cuando está muy acostumbrada a estar medio vacía, no retiene las cosas, se enferma y vomita. Y luego, por más que uno coma, después de medio día la barriga vuelve a estar entumecida de hambre. Mejor comer sólo un poco cada vez. Robi envolvió el segundo huevo con un grueso puñado de tierra y éste, a su vez, con un puñado de hierba; luego lo escondió, pero no en el bolsillo grande que tenía en la falda y que le servía para las herramientas de trabajo, sino en otro, uno secreto. Ella sólita se había fabricado una especie de pliegue donde podía esconder las cosas debajo de su chaqueta de arpillera grisácea y sucia, usando como agujas unas espinas gruesas y con un pedazo de cordel robado de los sacos donde se guardaba la polenta. Un día sin hambre. Robi respiró el aire de la mañana: éste sería un buen día.