—Conocí este lugar hace mucho tiempo, cuando todavía era un niño —comenzó el dragón.
—Un cachorro —corrigió el cazador.
—Uno nacido hace poco —mejoró el pequeño.
—Era la época en que todavía tenía un nombre. Ya se me ha ido de la memoria, porque durante siglos y siglos nadie lo ha pronunciado. Yo vine hasta aquí porque en este lugar está el tesoro más preciado de toda la Tierra —continuó el dragón.
—¿De verdad? —preguntó Monser muy entusiasmado—. ¿Un tesoro? ¿Y dónde está?
—Todo lo que aquí nos rodea.
El cazador miró alrededor: solamente vio estalactitas y telarañas.
—¿Las arañas eran consideradas valiosas durante la segunda dinastía rúnica? —preguntó desilusionado.
—Observa —dijo el dragón. Infló sus mejillas y sopló suavemente. Siglos de polvo y de telarañas volaron dejando al descubierto millones de libros—. Ésta era la gran biblioteca de la segunda dinastía rúnica. Éste era el templo del saber, y aquí se estaba como se está en los templos, en silencio y sin escupir, con las manos limpias y el calzado sin polvo. Los dragones siempre estaban aquí para asegurarse de que nadie rompiera las reglas, y por eso fuera está el escrito que dice «Aquí están los dragones». Ésta era la más grande colección del conocimiento. Después, los hombres perdieron la escritura. Se les olvidó cómo leer. La barbarie sumergió al mundo. Incluso el recuerdo de este lugar se desvaneció. Muchos no creyeron nunca en su existencia, pero con mis alas finalmente lo encontré. Y cuando llegué, mi alegría fue inmensa. Todos los libros del mundo eran para mí. Aún las lágrimas mojan mis pestañas cuando lo recuerdo.
—Cuando sentí que la vejez llegaba y me arrebataba la fuerza de tal manera que ya mi fuego no encendía, mis alas ya no se abrían y ni siquiera recordaba mi nombre, entonces regresé a este lugar para tratar de sobrevivir.
»Estaba muy cansado, demasiado envejecido para volar.
»Todo lo que tenía para no sucumbir de hambre era un puñado de habas áureas en el fondo de mi alforja, que había recogido lejos, en los sitios donde la sol brillaba fuerte y la lluvia asaz caía, y para no morir de hambre sólo podía cultivar las habas, sin embargo éstas necesitaban más calor y más agua que la que había en la cima de esta montaña.
»Pero esta montaña es un volcán. Corrí la piedra y una agradable tibieza y un buen humo llegaron para calentar mis huesos y mis habas, así los huesos no duelen y las habas crecen asaz bien.
»Y de inmediato temí que todo ese humo que estaba subiendo a la cielo oscureciera la sol y enfriara la Tierra, pero era demasiado difícil cubrir el cráter y permanecer encerrado hasta morir de frío y de hambre, helado y sin nada para masticar.
—¡Pero por tu culpa hay hambre y miseria! —dijo el pequeño indignado, mientras el cazador trataba de quitarlo de delante de las narices del dragón.
El dragón comenzó a lamentarse otra vez. Fue una lamentación silenciosa y leve. Las estalactitas se quedaron inmóviles.
—¿Pero es que todos los seres con quienes nos topamos se pasan todo el tiempo llorando? —preguntó Monser.
—No, no todos —respondió la mujer alegremente—. Sólo los que no pasan el tiempo tratando de colgarnos.
—¿Puedes colocar nuevamente esa gran piedra en su lugar? —preguntó el pequeño con un tono firme, pero cortés.
—¿Y entonces me muero de frío, debilidad y hambre?
—No —dijo el pequeño valientemente, cada vez más firme, más tranquilo, más resuelto—, yo no te dejaré morir. Yo juro que estaré siempre contigo y te alimentaré. Calentaré este lugar quemando leña que recogeré en el bosque. Si no crecen más habas, sembraré mazorcas. Te alimentaré. Te calentaré. Lo juro por mi honor de elfo.
Se hizo un largo silencio. Yorshkrunsquarkljolnerstrink estaba calmado, serio. Casi parecía más alto.
El dragón habló primero.
—Viejo soy y asaz débil. Ya no sé volar, ya no sé abrasar. Nada puedo hacer si tú me engañas, sino morir congelado y con el vientre vacío.
Se tendió y puso su gran hocico en el suelo.
Cerró los ojos.
Se hizo un largo silencio.
Yorshkrunsquarkljolnerstrink se acercó al dragón y le puso la mano en la frente; por debajo de las yemas de sus dedos pasaron grandes escamas rugosas. Un cansancio infinito. El pequeño lo sintió en su cabeza, a través de sus dedos. Un cansancio total, absoluto.
—Yo te protegeré de todo —dijo el pequeño—, pero ahora vuelve a poner las cosas en su lugar.
El dragón asintió. Puso su hocico en la parte central de la gran piedra y empujó con todas sus fuerzas.
El desplazamiento fue lento, un centímetro cada vez, pero antes de caer la tarde, el cráter estaba tapado.
El cazador y el pequeño también empujaron. La mujer doró las habas y las mazorcas. El aroma del calor y de la buena comida se esparció por doquier. El perro se había acomodado sobre un tapete de hojas de haba, suave como el terciopelo, y dormitaba tranquilo.
Yorsh comenzó a hablar de nuevo. Por primera vez en su vida se sentía fuerte, sabía qué hacer, para qué hacerlo y cómo hacerlo.
—Estaré contigo y te buscaré algo de comer —prometió el pequeño—. ¿Te gustan las mazorcas? Sí. Bueno. Tengo algunas en la bolsa. Mientras terminamos con las habas, iremos sembrando los granos de la mazorca y haremos un verdadero cultivo aquí enfrente. Crecen sin calor y sin humo. Y también leeremos. Ya verás, será divertido.
»Creo que éste es el círculo que debemos romper: el agua se convierte en vapor que se convierte en nube que se convierte en lluvia que se convierte en agua. Ahora el círculo se ha roto; yo estaré contigo y no te dejaré morir de hambre.
El dragón parecía encantado.
Asintió feliz.
Hizo que le mostraran las mazorcas y que le explicaran cómo se cultivaban. Luego lloró un poco, pero esta vez de alegría, y al final salió con el cuento más extraño de todo el día. Dijo que también el otro elfo, el alto, el que había pasado hacía mucho tiempo, le había dicho que cerrara el cráter, porque temía que ésa fuera la causa de la oscuridad y de la lluvia, y también él le había ofrecido su ayuda para alimentarlo. Pero después de algunos días, el elfo se había ido por cuenta propia, muy alegre, diciéndole que podía dejar abierto el cráter si quería, porque les iba bien a las habas. Mejor aún con el penacho encima, pues así su hijo podría encontrar el camino más fácilmente, ya que tarde o temprano él también tendría que pasar por allí para cumplir con su destino. Él, el pobre dragón, le había creído. Había reabierto el cráter y el humo caliente había regresado. Sin embargo, cuando ellos habían tocado a la puerta, toda esa historia se le había venido encima otra vez, el temor de ser acusado, todo…, y así…
El silencio que siguió fue terrible.
El único ruido era el meneo de la cola del perro, que, por la alegría de estar finalmente en un sitio caliente y sobre un tapete de hojas de haba, no paraba de agitarla contra una estalagmita, liberando nubes minúsculas de telarañas y polvo.
El pequeño elfo no podía ni respirar.
Su padre había estado allí.
Su padre había estado allí; había tenido la posibilidad de detener las tinieblas, de devolver al mundo la cantidad adecuada de lluvia y de sol, de detener la escasez y la miseria y no lo había hecho.
Era desastroso, horrendo, atroz, inimaginable, indecible, increíble…
—Espantoso —dijo la mujer.
—Espeluznante —confirmó el hombre.
El pequeño estaba experimentando uno de los sentimientos más infames del mundo: avergonzarse de los propios antepasados.
La cara se le descompuso.
Los ojos se le destiñeron, su alma se llenó de dolor y la magia se le ahogó adentro. No habría sido capaz ni de resucitar un mosquito.
—¿Por qué? —preguntó la mujer.
—Pues ¿cómo se hace para vender ollas del buen tiempo por tres monedas de oro cada una en un mundo donde brilla el sol? Los elfos siempre han tenido debilidad por los negocios, ¿no es así? —respondió el cazador. Una ira gélida le invadía la voz y el rostro. Iba y venía a grandes pasos como si estuviera midiendo la caverna. Le dio una patada al fuego, haciendo volar las mazorcas y las habas en todas las direcciones—. Años de miseria, años de escasez, de oscuridad, de desesperación por un dragón idiota y por un elfo que… que… —el cazador buscó en su cabeza un insulto lo bastante fuerte. Luego encontró el peor—, por un elfo que se comporta como elfo.
Yorshkrunsquarkljolnerstrink emitió un ligero sollozo. Pero esta vez solamente el perro acudió a consolarlo.
—¿Hay alguna forma de salir de aquí? —le preguntó el hombre al dragón, en un tono a la vez seco y cansado—. Es decir, sin matarse en la cascada, y transitable para la gente que no tiene alas —agregó.
Sí lo había. Al fin y al cabo, la gente de la segunda dinastía rúnica que venía de todas partes a consultar los volúmenes después de haberse lavado las manos, desempolvado el calzado y comprometido, jurando por su honor, a no escupir en el suelo y menos sobre los pergaminos, tenía que pasar por algún lado. Había un camino antiguo que nadie conocía y que no aparecía en ningún mapa. Partía del extremo del claro, serpenteaba por las Montañas Oscuras sobre la vertiente meridional, alejándose del río y de la cascada, para luego perderse en el corazón del bosque, al norte de las Montañas Oscuras.
Cuando salieron ya había caído la noche; sin embargo, a causa de las luminosísimas estrellas y la brillantísima luna, era una noche tan clara que decidieron seguir caminando.
El camino comenzaba exactamente en el lado opuesto al sitio por donde habían llegado. No se veía porque estaba escondido entre los cedros y porque estaba invadido parcialmente por matorrales de pequeñas margaritas; a pesar de esto, aún era reconocible porque conservaba parte del antiguo empedrado.
Las losas de piedra eran pequeñas y hexagonales, y encajaban unas en otras como las celdas de las abejas en las colmenas. Escondidas detrás de las margaritas había unas pequeñas columnas, que, en tiempos pasados, seguramente sostenían el pasamanos para ayudar en el ascenso y el descenso. Dé vez en cuando, el camino se abría en pequeñas terrazas, de modo que era posible interrumpir la marcha y descansar un poco. Mientras descendían, los cedros fueron reemplazados por los alerces y luego por enormes castaños y algunos robles.
La noche era tan clara que, incluso a esa hora, Sajra se detuvo a recoger castañas. Las metía en su alforja, una a una, tratando de no hacerse daño en las manos con las espinas. Recogió docenas de ellas, y, a pesar de su precaución, se le llenaron las manos de espinas, así que se echó a llorar.
—¡Bah, eso es preferible a ser colgada! —refunfuñó el cazador.
El llanto duró muy poco. Sajra se levantó, se volvió y se puso en marcha hacia la subida.
—Voy con el pequeño —dijo resuelta. Dulce, tranquila, pero resuelta. Con el tono de quien no se va a echar atrás—. No fue culpa suya —continuó—, él no ha hecho nada en absoluto. Es más, está sacrificando su vida por el dragón para que el sol pueda volver a brillar. Está salvando al mundo. ¡Y ni siquiera se lo hemos agradecido! Bueno, a lo mejor su padre fue un desalmado, ¿y si así fuera? Esto no implica que el pequeño también lo sea. Y además, tampoco su padre fue la causa de la época del barro. Simplemente no la evitó. Es diferente. No quiso sacrificar su vida para estar con el dragón y salvar el clima. Quizá no pudo. Quizá estaba enfermo. Quizá había otras cosas que debía hacer. Regresar con su hijo, ¿quizá tratar de advertirle de algo? ¿Qué sabemos nosotros de todo esto? Pero ¿cómo nos atrevemos a juzgarlo? Todo el mundo siempre culpa a los elfos por todo, y a nosotros nos ha parecido bien unirnos al coro. Y en todo caso, él no causó la oscuridad. Sólo se limitó a no salvarnos…
El cazador la seguía silencioso. A intervalos emitía un gruñido de desaprobación, pero no sólo no disminuyó el paso, sino que incluso lo aceleró cuanto pudo, a pesar de lo cansadas que tenía las piernas. Ya habían llegado de nuevo a los cedros cuando la luna se ocultó; aparecieron las nubes, cubrieron las estrellas y la oscuridad fue total. El ascenso se volvió imposible. Los dos se recostaron el uno contra el otro, junto al perro, en una de las terrazas donde los antiguos viajeros solían descansar, y así transcurrió el resto de la noche.
Se levantaron con las primeras luces del alba y se precipitaron hacia la cumbre, acosados por la angustia de quien ha cometido una injusticia, la urgencia de quien no ha controlado la rabia y debe remediarlo deprisa porque le ha hecho daño a un pequeño, a un niño, a uno nacido hace poco.
Cuando finalmente llegaron a la biblioteca, el sol brillaba con todo su esplendor y la cascada resplandecía a lo lejos con todos los colores del arco iris. El portal estaba abierto; el dragón dormía bajo la luz dorada de su morada. La biblioteca estaba cuidadosamente desempolvada; todos los pergaminos relucían ordenados y limpios.
El pequeño elfo estaba sentado en una de las habitaciones interiores. Se hallaba rodeado de pergaminos recubiertos con inconfundibles caracteres élficos plateados donde había extraños dibujos de esferas y circunferencias. Estaba feliz como un aguilucho que acaba de aprender a volar, en medio de una serie de pelotas que giraban en círculos desiguales, oblicuos y alargados, alrededor de una pelota central que a su vez giraba sobre sí misma.
—Me lo escribió mi padre —dijo el pequeño, feliz, mostrando los escritos y los dibujos—. ¡Esto, en cambio, lo he hecho yo! —añadió, mostrando eufórico todas las pelotas que rotaban suspendidas en el aire—. He usado una vieja piel del dragón para fabricar los globos… ¿Sabéis?, mudan de piel como las serpientes… Y ahora estoy simulando que son los planetas. Si se trata de cosas pequeñas y que giran sobre sí mismas, logro hacer que se queden en el aire, aun en contra de la gravedad.
Siguió con una larga e incomprensible explicación.
En las habitaciones laterales había muchísimos pergaminos acerca de los movimientos de las estrellas. El dragón, sin embargo, nunca los había tocado. Dadas las dimensiones de las aberturas entre una sala y otra, todo aquello que no estaba en la habitación central era tan inalcanzable para él como el aire libre del exterior. El dragón no había podido estudiar jamás los movimientos astrales, pero el padre del pequeño elfo, «El que encuentra el camino y se lo muestra a los demás», Gornonbenmayerguld, sí lo había hecho y lo había comprendido. ¡Le había dejado explicaciones tan claras que él, Yorsh, había podido entenderlo todo en el transcurso de una sola noche!
La conclusión era que la variación del clima había sucedido sin ninguna razón, no era culpa de nadie, y estaba desapareciendo porque había llegado el momento de que todo regresara a la normalidad, sin la ayuda de nadie. El volcán no tenía nada que ver. ¡Su penachito de humo blanco no era tan poderoso como para transformar la región en una tierra pantanosa! El pequeño elfo usó un gran número de palabras sin sentido: meteoritos, variaciones del eje terrestre; mencionó de nuevo la ley de la gravedad, aunque allí no había nada que cayera hacia abajo y tampoco nadie que fuera a ser colgado.
La esencia de toda la historia era que los años de lluvia y pantano habían aparecido por casualidad, debido a una enorme roca que había pasado por el cielo, donde nadie podía verla, y ahora estaban desapareciendo porque la roca se estaba alejando y eso volvía a situar una cosa llamada «inclinación del eje de la Tierra» en una posición que hace que el clima sea óptimo. O por lo menos no demasiado malo. En pocas palabras: el de costumbre. Un poco de sol, un poco de lluvia, de vez en cuando un día hermoso con una brisa leve para elevar cometas o sembrar el trigo.
El cazador y la mujer no entendieron mucho. No lo interrumpieron ni siquiera para preguntar qué era un planeta y si «globo» quería decir lo mismo que «pelota». El pequeño también llegó a decir que la Tierra era redonda y que el Sol no giraba alrededor de ella, sino lo contrario. De todas las cosas estúpidas que le habían oído decir, ésa era realmente la más estúpida; bastaba con abrir los ojos y mirar alrededor para darse cuenta, pero los dos humanos, por cortesía, decidieron no darle importancia y no hacer comentarios.
De hecho, tuvieron que reconocer que durante las dos últimas lunas, por primera vez, el tiempo había comenzado a mejorar. El azul, el sol, las estrellas habían aparecido nuevamente. Pedazos de atardeceres. Algunos fragmentos de amaneceres se habían abierto paso a través de nubes y aguaceros después de muchos años.
Lo que les pareció más claro que la explicación astronómica, fue la explicación lingüística. La lengua de la segunda dinastía rúnica es extremadamente precisa. La profecía decía:
Quando el último dragón y el último elfo rompan el círculo,
El pasado y el futuro se encontrarán,
El sol de un nuevo verano brillará en el cielo.
Quando, no «cuando». En la segunda dinastía rúnica «quando» significaba «al mismo tiempo», «simultáneamente». «Cuando», en cambio, implica causalidad: «como consecuencia de». Estas cosas simplemente sucederían en un mismo período de tiempo. No como consecuencia de algo. Y el círculo que el pequeño y el dragón tenían que romper no era el ciclo agua-vapor-nube-lluvia-agua, sino otro: el círculo del horizonte que se cierra en torno a ti y te aísla. El círculo de la soledad. El pequeño elfo debía encontrar al último dragón para unir el pasado y el futuro; para recuperar los conocimientos del pasado glorioso de los hombres, cuando la ciencia y el saber llenaban la vida, y rescatarlos para el futuro. Era todo tan claro…, tan bonito…, y su padre lo había entendido todo y le había dejado un rastro para seguir, como una estela de piedrecillas que brillan bajo la luna…
—¿Y la olla del buen clima? —preguntó el cazador.
—Es una olla normal para ahumar. Las lluvias tenían que comenzar a ceder en las tierras más cercanas a las Montañas Oscuras porque están protegidas de los vientos que vienen del oeste. Mi padre ya lo había previsto.
—Vender una olla de ahumar por tres monedas de oro se llama «estafa» en lenguaje humano —comentó secamente el hombre, que por un pelo esquivó una patada en la espinilla, y luego se sentó cómodamente sobre una silla tallada en la roca.
—En lengua élfica, se llama «genio» —replicó el elfo muy alegre—, no sólo porque con ella mi padre me señaló el camino para llegar hasta aquí, sino también porque al vendérsela por un precio elevado, les devolvió la concordia. Ellos, los habitantes del poblado, convencidos de la existencia de una magia superior que, más que el buen clima, traía la paz, dejaron de matarse entre sí, y esto vale mucho más que un poco de oro. La regla clave del comercio es que cuando pagas caro por algo que no tiene precio, de todas maneras has hecho un buen negocio. ¡Creo que el jefe del poblado también lo entendió así!
Se hizo un largo silencio. Luego el hombre se echó a reír. Fue una risa liberadora. La mujer se puso a llorar y le dio un largo abrazo al pequeño, estrechándolo fuerte, para poderlo recordar después.
—Quizá nos encontraremos otra vez —deseó con todo el corazón el pequeño. Quizá se los volvería a encontrar muchas veces más, pero ahora debían separarse. Ellos debían vivir su propia vida, que estaba hecha de cultivos, prados, patos de crianza y quizá hijos; ciertamente, no de libros y habas doradas. Él había jurado que se quedaría con el dragón. La tristeza lo embargó y las esferas que rotaban por el aire rodaron suavemente por el suelo. El perro se fue tras una de ellas.
—Tarde o temprano sucederá —dijo la mujer.
Permanecieron abrazados un largo rato, mientras el sol subía cada vez más alto y la biblioteca estaba cada vez más inundada por la luz dorada. Las habas centelleaban como joyas en medio de los antiguos estantes.
—Quisiera darle un nombre al perro —dijo Yorshkrunsquarkljolnerstrink.
Sajra lo estrechó aún más fuerte.
—Pues claro.
Yorshkrunsquarkljolnerstrink estaba emocionado. Infló el pecho orgulloso.
—Fido —dijo triunfante.
—¿Fido? —preguntó el cazador—. ¡Fido! Los perros se llaman Cola o Mancha o Pata o simplemente Perro. Fido es un nombre ridículo para un perro, es descabellado. Será por consiguiente el primero y el último perro que se llama… —No tuvo tiempo de terminar. La acostumbrada patada en la espinilla le cortó la voz.
—Es un nombre muy bonito —dijo Sajra—, le quedará muy bien.
Permanecieron abrazados todavía un poco más y luego todavía otro poco, y luego todavía un poco más.
Después se separaron. Se miraron por última vez y se despidieron para siempre. Entre tanto, también el dragón se había despertado. Bostezó una media docena de veces después de que le informaran de que podía reabrir su volcán y calentar su vieja y adolorida osamenta en medio de las habas doradas durante todo el tiempo que quisiera. La alegría fue tal que el viejo dragón meneó la cola, y derribó tres estalagmitas y un pedazo de repisa. La alegría, como una cuchara de palo en la sopa, también le removió la memoria un poco y algo afloró. No su nombre, porque ése estaba ya perdido para siempre. Recordó que debajo del portal grande había un cofre con cosas que se parecían a las habas, pero que partían los dientes cuando uno trataba de comérselas. ¿Cómo se llamaban? Sí, en definitiva, aquella cosa que servía para hacer los cetros y las coronas: las monedas importantes, ¿habían entendido, cierto? Poca cosa, un centenar de monedas. ¿Ellos sabían para qué se usaban? Bueno, entonces podían hacerle el favor de quitárselas de los pies, porque allí le estorbaban.
Mientras bajaban por el larguísimo camino seguidos por el perro, el cazador le dio la mano a Sajra frecuentemente para ayudarla en los tramos más difíciles. Después siguió sosteniendo su mano, incluso cuando no había más deslizamientos ni obstáculos. Ella no la retiró. El perro los siguió, contento.
—Si quieres, con las monedas de oro que nos dio el dragón podemos comprarnos un pedazo de tierra y vivir felices —dijo el hombre.
La mujer no respondió.
—Con un viñedo, un poco de trigo, algunas mazorcas —añadió él.
La mujer se detuvo.
—Algunas gallinas —propuso.
El hombre sonrió feliz y le apretó la mano.
Continuaron en silencio.
Habían llegado casi al final del descenso cuando el hombre habló de nuevo.
—Sabes, esta mañana, cuando la primera luz llegó y te iluminó, pues, bueno…, yo… quería decirte… pedirte…, bueno…, y que yo… tú…, es decir, ehhmmmm, nosotros… nosotros podríamos, yo pensaba… Recuerdas lo hermoso que es el cielo cuando se vuelve rosado al amanecer, quiero decir, si tenemos una niña podríamos llamarla Rosalba.
Ni siquiera entonces la mujer retiró su mano.
—Es un nombre muy bonito —aprobó con una sonrisa un poco tímida. Luego se quedó pensando—: Si «tuviéramos» una niña podríamos llamarla Rosalba —corrigió.
Esquivó a tiempo una patada en la espinilla.
Se echó a reír.
Luego se abrazaron. Y se quedaron un buen rato uno en brazos del otro, sintiendo la tibieza del cuerpo del otro y el cabello del otro sobre el rostro.
Permanecieron abrazados durante mucho tiempo bajo el sol que los iluminaba, pues desde el primer momento en que se habían visto habían querido hacerlo.