Capítulo 12

El dragón parecía cansado.

Era realmente viejo y no es fácil descifrar la expresión de un dragón, sobre todo si es un dragón muy viejo y si es la primera vez que te encuentras con uno, pero era evidente lo cansado que estaba.

El portal de madera era enorme, tan alto como media docena de troles subidos uno sobre la espalda del otro. Había hecho un ruido impresionante al abrirse, dejando ver una enorme sala donde crecían y se unían racimos de estalactitas y estalagmitas, que creaban tramas infinitas de luces y sombras. El dragón estaba en el centro. La luz entraba desde arriba, filtrada por decenas de ventanitas cerradas con delgadas láminas de ámbar, que daban a todo el lugar una luminosidad dorada.

—¿Qué mal les ha acontecido, oh incautos extranjeros, que hasta al mío umbral han arribado para formar su impúdico alboroto y violar la paz de estos plácidos parajes? —La voz del dragón, por algún motivo, los pilló desprevenidos. Se sobresaltaron. Luego se miraron unos a otros tratando de decidir con la mirada cuál de los tres era el más indicado para responder.

Monser fue el primero en armarse de valor.

—Escuche, noble señor, yo soy un hombre y él es un elfo…

—Nadie es perfecto en este mundo —comentó magnánimo el dragón, que no pareció impresionado por la noticia—. No todas las criaturas pueden nacer siendo dragones, que es la mejor forma de la naturaleza —concluyó condescendiente.

Esta interrupción dejó al cazador perplejo durante un instante, tragó, respiró profundamente y luego volvió a empezar:

—Él, el pequeño elfo, quiero decir, se llama Yorshkrunsquarkljolnerstrink.

Ni siquiera esta información pareció impresionar al dragón.

—La prohibición de escupir está cuidadosamente señalada.

—No he escupido, ése es su nombre. Su padre se llamaba Gornonbenmayerguld.

—Cada uno tiene su propio nombre —replicó el dragón, cada vez menos impresionado.

Se hizo un silencio incómodo. El destino parecía incierto y el hado, evidentemente, debía de haberse perdido por el camino.

Yorshkrunsquarkljolnerstrink trató de reiniciar la conversación.

—Hemos leído una profecía que hablaba de usted, imb… no, excelencia.

—¿Quién y qué fabricó esa profecía?

—Los humanos de la segunda dinastía rúnica, en la ciudad de Daligar.

—Asaz difícil es el arte del futuro predecir, y nunca se ha sabido que los humanos lo adivinasen, y siempre necio fue considerado aquel que creyó en los garabatos hechos sobre un muro. Ahora, señores, los invito la molestia a dejar, lo que significa que se deben ir de aquí —concluyó el dragón.

El portal se cerró otra vez. El estruendo fue tan ensordecedor que alguna piedrecilla rodó desde lo alto de la cima y ellos tuvieron que esquivarla. Luego, de nuevo hubo silencio.

—Pero ¿cómo diablos habla? ¿Qué ha dicho? —preguntó Monser.

—Ha dicho que la profecía es una tontería y que debemos irnos de aquí —tradujo el pequeño, fatigado.

Se dejó caer encima de una gran piedra. El perro vino a lamerle la cara.

El hombre también estaba petrificado. Se acuclilló de inmediato en el suelo. Con la cabeza entre las manos.

La mujer permaneció de pie, pensativa.

—¿Cómo sabe que la profecía está escrita en una pared? —preguntó finalmente. Era la única que estaba de pie—. Era más probable un pergamino, una tabla, un escudo, un icono; los lugares donde normalmente se escribe. —La mujer se agachó, cogió una piedra y la lanzó con todas sus fuerzas contra el portal—. ¡Oye, tú! —gritó con todo el aire que tenía en los pulmones—, ¡vuelve a abrir esa puerta, si no quieres que te la echemos abajo a pedradas!

—¿Estás loca? ¿Quieres morir?

—No, por el contrario, no quiero morir. Estamos en la cima de una montaña a la cual se llega sólo a través de un río que es demasiado veloz para ser remontado contra corriente y que se dirige hacia la cascada más peligrosa que pueda imaginarse. Si hay una salida, pasa por la cueva de este fulano, por lo tanto vale la pena intentarlo o nos quedaremos aquí eternamente a dejarnos comer por los cuervos. Y además, en este punto, no se da marcha atrás. Hemos llegado hasta aquí y de cualquier modo nos enfrentaremos al dragón.

—¡No le hará falta combatir mucho para hacernos pedazos! ¡Basta con que se tropiece con nosotros!

La mujer no lo escuchó. Se volvió de nuevo hacia el portal, y esta vez le asestó un golpe con el hacha élfica. Volaron astillas hacia todos los lados.

—¡Oye! —gritó de nuevo—, ¡te hablo a ti!

El portal se volvió a abrir, sólo un poco.

—¿Cómo pudiste tú osar…? —comenzó el dragón.

—Tú también sabías lo de la profecía, ¿verdad?

—Alguna cosa he oído —admitió vagamente el dragón—, pero esto ninguno significado tiene.

—¿Tienes miedo? —preguntó la mujer—. ¿Hay algo en nuestra llegada que te produzca miedo, que te pueda poner en peligro? ¿Algo que nosotros no sepamos? Es demasiado extraño que no eres ni siquiera un poco curioso…

—No «seas» —corrigió automáticamente el pequeño.

La mujer lo fulminó con la mirada.

—Es demasiado extraño que no seas ni siquiera un poco curioso. ¿Y qué hay de la legendaria hospitalidad de los dragones? ¡Ni siquiera nos has invitado a entrar!

—La venerable edad —comenzó a justificarse el dragón—, la dolor que me producen los huesos de mis pies…

—No tengas miedo —dijo la mujer.

—¿No tengas miedo? —refunfuñó el cazador—. ¿De quién? ¿De nosotros? Basta con que tosa para que terminemos como mazorcas a la brasa.

Se hizo un largo silencio.

—¿Es que no lo entendéis? Está viejo, cansado, solo y ya no tiene poderes. Es él quien nos teme a nosotros. ¿Es posible que nunca entendáis nada? —La mujer estaba realmente enfadada—. No tengas miedo —le repitió al viejo dragón.

Todavía siguió un largo silencio. El único sonido, lejanísimo, era el de la cascada.

Luego el dragón se puso a llorar. Fueron una serie de sollozos convulsos que se transformaron en el lloriqueo de un cachorro asustado.

—Comienzo a comprender por qué los dragones se extinguieron —refunfuñó Monser. Por un pelo esquivó una patada que venía directa hacia su espinilla y, finalmente, el portal se abrió del todo.

La sala era enorme. Capas y capas de telarañas, entre las estalactitas y las estalagmitas, reflejaban la luz ambarina que se filtraba por las ventanas, dándole al lugar un aspecto mágico. Un humo denso lo llenaba todo, el calor era sofocante y una exuberante vegetación de habas doradas se extendía a lo largo del suelo, trepando también por las paredes. Al fondo había muchísimas aberturas que daban a otras salas, también repletas de capas y capas de suaves telarañas sobre las que ondeaban volutas de humo en medio de las vainas de habas.

—¿De dónde sale este humo? —preguntó el pequeño elfo.

El dragón aumentó la intensidad y el volumen de sus lamentos mientras las estalactitas comenzaban a temblar con las vibraciones de los chillidos más agudos. El cazador empezó a mirar a su alrededor, preocupado, y la mujer, por primera vez desde que había entrado en la gruta, parecía asustada.

El perro resolvió el problema: se acercó al dragón y le lamió aullando dulcemente, como hacen los perros cuando están consolando a alguien. El dragón dejó de llorar. Levantó lentamente la cabezota, y el perro y él se miraron fijamente durante un largo rato. El perro meneaba la cola. El dragón se tranquilizaba. Su respiración se normalizó de nuevo. Las estalactitas dejaron de temblar.

Fiable. Fiel. Todas las veces que lo necesitaban, ahí estaba él. Fido: era sin lugar a dudas un nombre perfecto para el perro.

El pequeño elfo comenzó a vagar por la caverna y a observar. Realmente todo era muy extraordinario. El dragón era enorme, sus escamas formaban complicadas y elegantes espirales rosadas y doradas, que en algunos puntos estaban despellejadas y en otros tenían un color grisáceo. Le faltaban muchas escamas, resultado de antiguas heridas que habían cicatrizado formando profundos surcos en los que cabía una mano. Sus patas tenían garras, que debieron de haber sido enormes pero que ahora estaban debilitadas y achatadas. La cabeza del dragón estaba apoyada sobre las patas anteriores y, cuando la levantaba, un leve temblor la recorría.

Era un viejo.

Una pobre criatura ya sin fuerzas.

¡La mujer tenía razón!

Yorsh continuó vagando por el lugar. Se había acercado a la parte más profunda de la caverna dorada.

Lo que vio le cortó el aliento. Había un gigantesco cráter por donde subía un humo intenso, con la velocidad de un rayo, hacia el agujero igualmente gigantesco de la cúspide de la caverna, de modo que, al salir disparado hacia fuera, formaba el penacho de humo. ¡Era un volcán! ¡Un volcán de humo! La abuela le había hablado de ellos.

El pequeño recordó la tarde en que la abuela le había hablado del corazón caliente del mundo, de los volcanes, de los terremotos. Ella había hecho un dibujo sobre el suelo de la cabaña, porque desde hacía tiempo ya no tenían pergaminos, y le había mostrado cómo el corazón caliente del mundo calentaba los volcanes. Con una vela había calentado un frasquito medio lleno de agua y le había enseñado cómo el calor hacía saltar el tapón de madera con un pequeño plop y un soplo de humo. Él se había reventado de la risa, y la abuela también se había reído. Luego había sacado tres nueces que tenía reservadas para las grandes ocasiones y había dicho que siempre que se ríe es una gran ocasión. Había sido una buena idea porque después ya no había habido más nueces. De todas maneras, la abuela nunca más se había vuelto a reír, y por lo tanto ya no había habido nada más para celebrar.

El pequeño se despertó de sus recuerdos y miró la columna de vapor que tenía enfrente.

Sabía lo que era: un pozo profundo que comunicaba con el corazón caliente del mundo, el centro de la Tierra, donde aún ardía el antiguo fuego que había originado la vida. No un volcán de lava y cristales. Un volcán de humo. Antiguos humos sumergidos que encuentran el calor y se convierten en vapor que sube y sube hasta que sale de la Tierra como el penacho de una nube. ¡Por eso siempre había una enorme nube sobre la montaña! Nacía del monte. Más bien, del centro de la Tierra y sólo pasaba a través del monte. Luego el vapor alcanzaba el cielo y allí se liberaba extendiéndose hasta borrar las estrellas. Nubes. Y todavía más y más y más nubes. Las estrellas borradas durante años. Nubes y más nubes. Lluvia y más lluvia.

—Esto es un volcán, ¿verdad? —El pequeño elfo parecía haber recuperado el habla de repente—. Un volcán de humo. El humo llega del centro de la Tierra, sale de aquí, sube y oscurece el cielo, luego se convierte en nube y ésta se convierte en lluvia. —Miró a los otros. Su rostro estaba radiante: ahora lo sabía—. ¡Eso explica por qué hay tanta oscuridad y lluvia! —explicó alegre—. Bastaría con mover esa enorme piedra que hay allí y tapar el hueco, y todo volvería a ser como antes. Sol y lluvia alternándose. No más barro. Además esta piedra parece inc… ¿cómo se dice?, ah, sí, encajar en el cráter. Tiene salientes y entrantes que se corresponden. —El pequeño continuó observando, girando en torno al enorme cráter y la enorme roca—. Oye, se corresponden exactamente. ¡Hasta las vetas de la roca se corresponden! —El pequeño se quedó sin palabras. El interés científico fue sustituido por la indignación—. ¡Esta roca estaba aquí para tapar el cráter antes, y tú la moviste! —le dijo al dragón—. ¡Tú abriste el volcán! —Ahora el tono del pequeño elfo era de verdadera indignación—. ¿Cómo pudiste hacer algo tan estúpido? ¡Algo que ha costado años de barro y lluvia! ¡Que está costando años de pantano y lluvia!

—Otro que asistió a la escuela de diplomacia —murmuró Monser—. Apartaos de sus fauces —les dijo a los otros dos—. ¿Es que no entendéis que si escupe acabaremos todos asados a la brasa?

Pero el dragón no parecía tener intenciones de exterminarlos. Evidentemente, los dragones son terribles sólo cuando son jóvenes, y éste parecía viejísimo. Viejísimo, cansadísimo, desesperado. Empezó nuevamente a gemir y a lamentarse; algunas estalactitas temblaron peligrosamente. El perro comenzó a aullar tratando de consolarlo.

La mujer permaneció tranquila. Se acercó al dragón y se atrevió incluso a acariciarle una pata.

—No es nada, no es nada, ahora lo arreglamos todo. No tengas miedo. Pero debes explicárnoslo bien o no entenderemos nada. Explícanoslo todo desde el principio.

Los sollozos comenzaron a atenuarse. Las estalactitas dejaron de oscilar. El dragón gimoteó todavía un poco y luego comenzó su historia.