En una esquina, el hombre y la mujer se comieron su media trucha sintiéndose como dos verdugos, mientras en la esquina opuesta el pequeño agonizaba. El cazador le había llevado un par de setas que había encontrado, pero el pequeño no había querido probarlas. El perro se acurrucó junto a él y el pequeño lo abrazó. Luego les pidió a los dos humanos que salieran y sepultaran lejos, y de manera decorosa, lo que quedaba de la pequeña trucha. Sintiéndose al mismo tiempo los peores idiotas y los peores criminales que jamás hubieran existido, los dos obedecieron.
Cuando regresaron, el pequeño se levantó de su rincón y sacó de debajo de su ropa amarilla una raída bolsita bordada. Le dio la vuelta para vaciarla y de ella salieron un trompito de madera pintado de azul y rojo, un minúsculo libro encuadernado en un desgastado terciopelo azul con bordados de plata que formaban caracteres élficos y un pedazo de pergamino enrollado, atado con un lacito de terciopelo azul.
—El azul es el color de los elfos —explicó el pequeño—, pero ahora nos está prohibido. Nosotros odiamos el amarillo.
Los dos humanos asintieron.
El pequeño desató el lacito y abrió el pergamino.
—¿Sabéis qué es esto? —preguntó el pequeño.
—Un pedazo de pergamino.
—Sí, de acuerdo. Pero ¿sabéis qué son estos signos?
—¿Dibujos? —propuso el hombre.
—¿Letras? —probó la mujer.
—¡Es un mapa! Cuando mi abuela me dijo que me fuera, me hizo coger también el libro de poesías y el mapa. El libro de poesías era de mamá y el mapa era de papá. Él era un viajero. Por eso murió. Los elfos no pueden estar fuera de los Lugares para Elfos. Cuando trató de regresar a casa, al Lugar para Elfos donde nosotros estábamos, los guardias que lo seguían lo atraparon y lo condenaron a muerte. Por eso nunca conocí a mi padre. Éste es el mapa de todo el camino que hemos recorrido y del que nos queda por recorrer aún. Pero… ¿no sabéis leer un mapa? Es fácil, los nombres están escritos tanto en lengua élfica como en lengua humana. —Silencio. Una duda terrible atravesó la mente del pequeño elfo—. ¡Vosotros no sabéis leer! ¡No sabéis leer en absoluto! ¡No sólo las runas antiguas sino tampoco la lengua común!
Silencio. El hombre sacudió los hombros. La mujer asintió.
¡Era terrible!
El pequeño elfo sintió compasión por esas dos pobres criaturas perdidas en un mundo donde no existía la posibilidad de conservar las palabras. Se acordó de que debía ser paciente con ellos, cortés y paciente, porque ellos estaban perdidos en un mundo donde las palabras estaban perdidas en el tiempo y sólo quedaban en la memoria.
El pequeño les explicó el mapa: por un lado estaban las Montañas Oscuras y, más allá de ellas, el mar. Abajo, a la izquierda, estaba dibujado un gran grupo de casas rodeadas de muros y atravesadas por un río. Eso era Daligar, ahí estaba escrito. El río se llamaba Dogon, eso también estaba escrito. El sitio en donde se hallaban en ese momento era ese riachuelo de allí, el riachuelo sin nombre; cerca estaba dibujada una torre con un pequeño roble encima. En la que se encontraban ellos era sólo media torre con un enorme roble encima. Evidentemente, desde que su padre había pasado por allí hasta ahora, las cosas habían marchado bien para el roble y no tan bien para la torre, pero el lugar era sin duda el mismo. El riachuelo se volvía a encontrar un poco más allá con el Dogon, el río de Daligar, y aún más allá se hallaba Arstrid, que era la última aldea señalada en el camino hacia las Montañas Oscuras. El río atravesaba las montañas por un valle profundo, tan bien dibujado sobre el mapa que se podía apreciar hasta la roca que se abría a su paso. Era una roca que tenía encima un penacho de humo y un aviso que decía «Hic sunt dracos», en lengua de la tercera dinastía rúnica: «Aquí están los dragones».
Después de la roca había un dibujo extraño sobre el río.
Bastaba con seguir el riachuelo para llegar al río. Bastaba con seguir el río para llegar al dragón.
Yorsh era el último elfo.
Él era quien debía hacerlo.
—¿Por qué estás tan seguro? —preguntó la mujer.
—Mi nombre. Está dentro de mi nombre. Mi nombre es Yorshkrunsquarkljolnerstrink; nerstrink, en lengua élfica, significa «el último».
—A lo mejor no quiere decir nada. A lo mejor es un sonido como cualquier otro, sin un significado real. Yo me llamo Sajra, que es el nombre que le dan en mi pueblo a las flores que crecen sobre las paredes, pero yo para nada soy una flor.
—¿Qué quiere decir el resto del nombre? —preguntó el hombre.
—¡Grande y poderoso!
—Sin duda es solamente un montón de sonidos —confirmó el hombre.
—Shk es un aumentativo que indica superioridad absoluta.
—¿Un qué?
—Quiere decir «el que más». Runsq quiere decir «grande», y uarkljol, «poderoso». El más grande, el más poderoso y el último, ése después del cual ya no habrá ningún otro. —El pequeño se veía diferente. Sus grandes ojos brillaban de verde y de azul, los colores de los elfos, iluminándole el rostro como desde adentro. Parecía incluso más alto—. Partimos mañana —dijo con calma—. Vamos a buscar el último dragón. Él y yo debemos romper un círculo. No sé qué círculo. No sé qué quiere decir. Pero después el sol regresará. —Luego el pequeño levantó los ojos y miró a su alrededor. Lo rodeaban las paredes de la antigua torre—. Mi papá estuvo aquí —dijo emocionado. Miró largo rato las piedras antiguas y las rozó con su mano—. También mi padre tocó estas piedras —agregó. Luego miró el mapa de nuevo—. En el mapa hay este dibujo extraño, como si mostrara algo que está más abajo. —Mostraba algo que estaba más abajo. Mostraba que en el subsuelo, bajo sus pies, la torre continuaba cavada en el suelo. El haz de leña escondía una trampilla que llevaba a una celda secreta donde estaban guardadas una espada, un hacha y un arco. Todo tenía incrustaciones de plata, que formaban inconfundibles letras élficas. El arco tenía tres flechas, también con incrustaciones de plata rodeadas de espirales de misteriosas palabras.
—¿Cómo se llamaba tu padre? —preguntó el hombre, cuando pudo recuperar la voz.
—Gornonbenmayerguld.
—¿Qué significa?
—«El que encuentra el camino y se lo muestra a los demás».
En el carcaj también había una bolsita de terciopelo azul con tres monedas de oro.
—Tu padre te dejó toda una herencia —concluyó el hombre.
El pequeño elfo tuvo la impresión de haberse vuelto menos huérfano. Era una sensación curiosa. Como si la soledad fuera un muro de vidrio que mostraba por primera vez fisuras y grietas.
Era el último de una estirpe desaparecida, pero desde el pasado le llegaba un poco del afecto que el presente le negaba.
Sus dedos pasaban y repasaban los objetos: habían sido hechos para él, se los habían legado.
Alguien lo había amado mientras los fabricaba, mientras se los legaba.
Esperó que la Muerte fuera un lugar desde donde su padre pudiera verlo.