Capítulo 9

El alba se alzó llena de tonos rosados y dorados que aclararon el cielo; el brillo de las estrellas se desvaneció en ellos, perdiéndose con la luz que iba aumentando. El cielo era cristalino. El paisaje de las colinas alternaba cimas verdeantes, que resplandecían bajo el sol, con minúsculos valles aún invadidos por la niebla.

Algunos pájaros cantaban.

El primero que se despertó fue el trol, seguido por el pequeño elfo, que no paraba ni un instante de hacerle comentarios sobre su belleza, su poder y su grandeza.

El pequeño comentó algo sobre el brillo de las crestas violáceas que el trol tenía debajo del cuello, donde se había posado el rocío que ahora centelleaba con el sol. Luego alabó sus garras, que parecían medialunas de una noche de verano, y su nariz circular y rojiza, que parecía la luna llena de una noche de invierno. Después habló profusamente de la bondad de los dos gigantescos humanos, que transformaban tanto los árboles muertos como los agonizantes en fuego cálido y cunas y mesas y juegos. En los ojos del trol y en los de los leñadores brillaron lágrimas de emoción.

Uno de los dos gigantes sacó su alforja para ofrecer desayuno a toda la comitiva.

El cazador lo miró con gran perplejidad, con una expresión totalmente atónita, como si hubiera visto el fantasma de su propio padre. La alforja contenía seis mazorcas, es decir, la cifra astronómica de una para cada uno, y un pedazo de jamón ahumado.

Yorshkrunsquarkljolnerstrink miró con dolor el pedazo de jamón y gimió un poco. Fue poca cosa comparada con el conejo porque, aquí, la muerte de la criatura se remontaba demasiado tiempo atrás como para poder sentir aún su dolor y su miedo ante la muerte.

—¿Entonces nos lo podemos comer? —preguntó el cazador, esperanzado.

—¡Jamás! —respondió el pequeño elfo escandalizado. Se dirigió a los otros tres—: No queríais comeros una criatura que estuvo viva. ¿Vosotros? ¿Vosotros que sois hombres tan bellos y buenos?

—Mmmmmmmmmm, ¿quiénes, nosotros?

—Mmmmmmmmmm… no, nosotros no.

—Quién sabe cómo fue a parar en la alforja.

—Nosotros bellos y buenos no come esta cosa que tú no querer.

El cazador estaba cada vez más perplejo y atónito, como si toda esta conversación que al pequeño le parecía una conversación normal después de tantos días de absurdos, a él, por algún motivo, le pareciera extraña.

Mientras las mazorcas se doraban en el fuego, el pequeño cavó un hueco minúsculo y sepultó el pedazo de jamón. Lo tapó todo y lo adornó, a falta de flores, con un ramo de bayas rojas. Durante toda la operación, el cazador no dejó de mirar fijamente el jamón con cara de estar viendo el entierro de un pariente cercano. Quizá había conocido al cerdo y se emocionaba al recordarlo… En definitiva, no era tan malo.

La idea de una mazorca para cada uno había sido ilusoria. El trol se comió tres, los gigantes una cada uno, y el hombre, la mujer y el pequeño se dividieron la sexta, pero aun así fue una fiesta.

Al final, mientras el sol estaba alto, un verdadero sol que resplandecía en un verdadero cielo azul, los dos grupos se despidieron, y cada uno se fue por su propio camino.

El hombre, la mujer y el pequeño elfo caminaron, seguidos por el perro, bajo la luz brillante del sol. En un pequeño claro encontraron un pedazo de pergamino pegado en un árbol. Anunciaba el paso de dos peligrosos bandidos que iban acompañados de uno de los troles más feos que se recordaba. Se prometía una recompensa. ¡El pequeño pensó que era una verdadera suerte no habérselos encontrado! ¡En cambio, ellos se habían topado con los dos leñadores y el trol más bello que jamás se haya visto en el universo! Era curioso cuántos troles había en la región.

—¿Alguien puede explicarme qué ha pasado y por qué todavía estamos con vida y buena salud? —preguntó el cazador.

Sajra tenía la sabia sonrisa de quien ha comprendido.

—Lo que está dentro de la cabeza del elfo sale afuera y penetra en la cabeza de quien lo escucha —explicó—. Cuando Yorsh está desesperado, para nosotros es insoportable y cuando tiene miedo, comienza a entrarnos el pánico, pero de todas maneras seguimos pensando. En las mentes… simples, lo que el pequeño dice actúa como una especie de inundación: les llena la cabeza. Él dijo «bello» y «buenos» y ellos se…, cómo decirlo…, se adaptaron a la definición.

—¿Mentes simples? —preguntó Monser.

—Mentes simples —confirmó ella.

—Mentes simples —repitió él, de nuevo. Luego se detuvo y se golpeó la frente con la mano—. Hemos olvidado la cuerda, estaba colgada del árbol como columpio. Esperadme aquí, voy corriendo y la recupero.

La mujer, el pequeño y el perro se sentaron al sol en un claro. El sol era muy agradable.

El cazador corrió como corre el viento. Llegó a donde habían hecho su improvisado campamento, pero ya alguien había abierto y vaciado la tumba del jamón. La simplicidad de las mentes simples también tiene sus límites; no solamente a él se le había ocurrido la idea de recuperar el cadáver.

Agarró la cuerda, la enrolló, la puso en su alforja y luego se puso en marcha.

Mientras caminaba recordó la conversación que había quedado pendiente. ¿Cómo era esa historia de la profecía?

Llegó al claro y lo preguntó.

Yorshkrunsquarkljolnerstrink se acordó nuevamente, buscó en su memoria y recitó:

—«Quando el agua sumerja la tierra, el sol desaparecerá, las tinieblas y el frío llegarán. Quando el último dragón y el último elfo rompan el círculo, el sol de un nuevo verano brillará en el cielo…».

—¿Y qué quiere decir?

—No lo sé.

—¿Tu abuela nunca te habló de la lluvia?

—Claro que me hablaba de la lluvia.

—¿Y qué decía?

—Decía: «Hoy lloverá otra vez» o «Cúbrete bien que llueve» o «Las mantas están enmohecidas…». Una vez dijo: «El techo gotea…». Otra vez dijo: «Aquí se vendrán a vivir las ranas». Luego, la tercera vez que tuve un resfriado, ¿ya os he contado sobre la tercera vez que tuve un resfriado? Fue cuando el moco que me tapaba la nariz se volvió…

—No, quiero decir que si la abuela nunca te dijo algo sobre por qué en los últimos años ha empezado a hacer tanto frío y a llover de esta manera. ¿Te dijo si tarde o temprano terminará, o si se puede hacer algo para que termine? Algo por el estilo.

—¡Ah, eso! No, nunca dijo nada.

—¿Estás seguro?

—Sí.

—Está bien —repuso la mujer—. ¿Qué sabes sobre los dragones?

—Que son grandes, tienen alas, vuelan, tienen un carácter difícil, sobre todo desde que los hombres los masacraron, y son los custodios de los antiguos secretos del mundo; saben leer las escrituras rúnicas, no como gente que yo conozco, no voy a decir los nombres, que las confunde con garabatos…

—Debemos encontrar al último dragón y al último… —El hombre se interrumpió como si le hubiera venido algo a la mente. Miró al pequeño y no se atrevió a continuar.

—Al último elfo —terminó el pequeño—. ¡Pobrecito! El último elfo. Debe de ser terrible ser el último elfo. Estar siempre solo. Además, esto quiere decir que ya no habrá más elfos. Es atroz. ¡Atroz! Me siento mal sólo de pensar en ello. Oye, así podré conocer a otro elfo. Sólo me he conocido a mí mismo y a mi abuela. Y una vez que lo conozca, él ya no será más el último elfo, porque seremos dos y será bellís… —El pequeño se detuvo. Se le ensombreció el rostro—. Pero si yo existo, él no puede ser el último… —Se hizo un silencio. Un largo silencio—. Yo soy el último elfo.

Silencio. Largo silencio. De repente el sol desapareció y se dispersó la niebla. Un pájaro emitió un chillido ronco. La mujer se inclinó, rodeó al pequeño con sus brazos y lo estrechó como nunca antes lo había hecho.

—Es una profecía. Nosotros no sabemos a qué época se refiere. Quizá sucederá dentro de miles de años… Quizá ni siquiera es verdadera. Las profecías no siempre aciertan, al contrario…

El pequeño se puso lívido. Sus ojos verdeazules perdieron la luz por completo.

—Quizá dentro de dos mil años —insistió el hombre—. A lo mejor no sucederá jamás.

También él se había inclinado para rodear al pequeño con sus brazos.

Se quedaron allí, un solo bloque en la niebla. Empezó a caer una lluvia fina. Ni siquiera entonces se movieron.

El perro se les unió y así fueron cuatro, todos juntos, agarrados bajo la lluvia. La primera que se movió fue la mujer.

—Podemos refugiarnos debajo de los árboles.

—Hay una torre aquí cerca. Oigo el sonido del agua. Estamos cerca de un riachuelo, no muy lejos de la ciudad de Daligar, de espaldas al río. Sé dónde estamos. Por este lado debe de haber una torre abandonada con un árbol encima.

—¿Cómo lo sabes?

—Oigo el sonido del agua del riachuelo, y además he visto el dibujo. Ya os lo he dicho. Sé dónde estamos.

—Pero ¿qué dibujo? ¿De qué hablas?

—Luego os lo explico. Ahora vamos a buscar un lugar donde refugiarnos. —El pequeño parecía cansadísimo. Su mirada ya no tenía ninguna luz.

Superaron con esfuerzo los espinosos matorrales de zarzas. Encontraron un riachuelo. El agua era limpia y las orillas estaban recubiertas de hierba verde y suave. No muy lejos del punto por donde habían salido del zarzal, se abría un pequeño claro sobre el cual se levantaba una torre semiderruida. Encima de la torre crecía un roble enorme.

Se refugiaron en el interior. La habitación central de la torre estaba intacta, e incluso había un haz de leña casi seca que el pequeño encendió con un esfuerzo infinito.

El cazador llenó su cantimplora con agua y hubo agua para todos.

Después, el hombre logró pescar una minúscula trucha y le explicó al pequeño que no había otra alternativa. O la muerte del pececito o la muerte de ellos, la de él, la de la mujer y la del perro, por causa del hambre.

El pequeño asintió. El perro se quedó junto a él, enroscado a su alrededor, tibio y silencioso.

Yorsh dejó a un lado su desesperación un momento para encontrarle finalmente un nombre al perro. «Fiable» podría ser un buen nombre. Aquel que nunca te abandona, nunca te deja, siempre está a tu lado para luchar por ti. Quizá sería cuestión solamente de acortarlo un poco. Fiable, fiel… Fido. Finalmente, el nombre perfecto. ¡Fido!: fiel. Ése era el nombre preciso. Mi compañero fiel, mi perro Fido[1]. Perfecto.

Una vez que le encontró nombre al perro, el pequeño regresó a su desesperación. Solamente quedaba él. Los otros, acosados, cazados, deportados, ridiculizados; a veces colgados; a veces, simplemente, abandonados para que murieran de hambre. Todos estaban muertos, expulsados del reino de los vivos. Ya no había ninguno, excepto él. Era el último.