Capítulo 8

—¿Y qué quiere decir?

—No lo sé. Yo creo que podría querer decir… —Se interrumpió. El perro se había levantado de repente y gruñía—. Ohhhhhh, mira, hay un árbol que se mueve —dijo el pequeño.

—No es un árbol, es un trol.

—¿De verdad? ¿Eso es un trol? ¡Es el primero que veo! —El pequeño parecía eufórico.

—¡No me digas! Los arcos de la segunda dinastía rúnica y un trol de verdad, todo en un mismo día. ¡Hoy sí que es un día de descubrimientos! Si escapamos deprisa, a lo mejor nos salvamos otra vez.

—¿Qué son los dos matorrales detrás del trol? ¿Son niños troles? ¿También los troles tienen niños?

—Esos que están detrás son los dos humanos más grandes y más llenos de armas que jamás he visto.

No lo lograron a tiempo.

Los dos gigantes fueron más veloces. Los acorralaron.

Hasta cierto punto, también parecían cazadores: llevaban la misma ropa, hecha de trapos y pieles de animales, y algunos puñales; pero en su caso lo que realmente abundaba eran las hachas: las tenían pequeñas, sólo tan grandes como una mano; enormes, que de un solo golpe habrían cortado una cabeza; también de dos filos y en varias dimensiones y con mangos de madera y con diferentes hojas; todas cuidadosamente afiladas.

El trol era enorme. Se elevaba como una torre por encima de ellos y, bajo la última luz oblicua de la tarde, su sombra descomunal envolvió el árbol con el columpio y al pequeño, que se mecía en él. El gruñido del perro se convirtió en un aullido aterrorizado.

—No os acerquéis —ordenó el cazador, amenazante. ¡Era siempre tan irritable!

—¿Por qué no? ¡Estáis desarmados! —rió maliciosamente el más pequeño, o mejor, el menos gigantesco de los dos hombres, que de todos modos parecían dos enanitos al lado del trol.

—No estamos desarmados —replicó el hombre con voz firme—. Él es un elfo, un elfo de verdad —continuó, mientras señalaba al pequeño—. Su magia os puede quemar como un fuego, derribar como un huracán. Puede cerraros las gargantas de tal manera que os falte la respiración como a un ahorcado, o puede llenarlas de agua como la de un ahogado.

—No, no es verdad, no es verdad, no es verdad, no es verdad, no es verdad, no es verdad, no, no, no, no, no, no, no. —Pero ¿por qué el cazador seguía diciendo cosas tan espeluznantes, horribles, espantosas, terribles, terroríficas, repugnantes y falsas? Falsas. Falsas. Falsas. El pequeño estaba indignado, enojado y ofendido—. ¡No es cierto que hagamos esas cosas! ¡Nosotros no le hacemos daño a nadie! ¡Nosotros jamás le hemos hecho daño a nadie! ¡Nosotros no podemos hacerle daño a alguien, porque si le hacemos daño, después el daño que le hemos hecho, que está fuera de nuestra cabeza, entra en nuestra cabeza, ya que todo lo que está fuera de la cabeza está dentro de la cabeza, y todo lo que está dentro de la cabeza está fuera de la cabeza!

¡El pequeño estaba hasta la coronilla de ser maltratado por todos y que todos hablaran mal de él y de su estirpe! Bueno, cuando es suficiente, es suficiente.

El cazador, por una vez, se quedó sin palabras.

También los dos gigantes se quedaron sin palabras.

Miraron al cazador, luego al pequeño, luego de nuevo al cazador, luego de nuevo al pequeño, luego de nuevo al cazador.

—Es admirable el arma con la que te defiendes —le dijo al cazador el más grande de los dos gigantes—. ¿Estás expiando una culpa de una vida anterior o hay algún otro motivo para cargar con un elfo?

Los dos nuevos humanos recién llegados parecían realmente perplejos.

—Debo de haber vendido a mi padre —repuso el cazador.

—Trol comer elfos —masculló el trol acercándose.

El perro aulló cada vez más aterrorizado; pero, valientemente, le añadió un gruñido a su aullido.

—No puedes comértelo. Es sólo un cachorro —dijo el cazador.

—Un pequeño —añadió la mujer.

—Uno nacido hace poco —precisó tercamente el pequeño.

—Trol comer elfos —repitió obstinadamente el trol.

El pequeño se echó a reír.

—Sí, claro, con romero. ¡Eso se llama ironía! —dijo satisfecho con una alegre complicidad.

El trol se quedó pasmado, mirando la cara del pequeño elfo con su sonrisa estampada, como si estuviera viendo un asno volar o la luna descender para jugar a la pelota.

También los dos humanos recién llegados estaban inmóviles e incluso tenían que hacer un esfuerzo para recordar que debían respirar.

El pequeño se acercó al trol. Su enorme cara estaba completamente desprovista de expresión, como la máscara de un ídolo de piedra. El pequeño estaba tan habituado a encontrarse frente a ceños fruncidos, enojados o preocupados, que se sintió seguro frente a aquella pétrea inexpresividad.

La piel del trol era escamada como la de las lagartijas, unos animales graciosos que además le gustaban mucho al pequeño elfo, porque viven a la luz del sol y el sol es bonito. El rostro del trol también le recordaba bastante a las lagartijas, porque su piel, al igual que la de éstas, tenía reflejos verdes y violetas, que eran los colores preferidos del pequeño elfo, pues eran los colores de las cortinas de la abuela, cuando a los elfos aún les permitían tener cortinas.

Los enormes colmillos, que surgían de la mandíbula del trol para ir de forma irregular hacia arriba, brillaban como medialunas y no inquietaron en lo más mínimo al pequeño, quien, convencido de que cualquier cosa que sirviera para morder estaría dentro y no fuera de la boca, los tomó por elementos decorativos, a menos que sirvieran para ensartar rosquillas. En tal caso, su función sería hacer de despensa portátil, o quizá una más divertida: servir de palo para algún juego en el que fuera necesario ensartar rosquillas.

Este pensamiento llenó su espíritu de alegría. Su alegría burbujeó como el agua que hierve en una olla y, precisamente como lo hace el agua que hierve en una olla, se desbordó para que todos pudieran regocijarse.

—Eres tan bonito —le dijo el pequeño elfo al trol. Su voz estaba tan llena de júbilo que tenía un tono ensoñador. Su sonido produjo ecos llenos de ternura y de alegría, y el regocijo resonó en la mente de todos los que le escuchaban.

A todos los presentes se les transmitió ese instante de alegría, de fe en la vida, que había producido una hermosa criatura como el trol.

—¡Eres tan grande! Sabes, ¡eres el primer trol que veo! Eres… imponente. Sí, imponente. La abuela no me había dicho que un trol podía ser tan bello…

—¿Be… be… bello? —El trol comenzó a recuperarse de la impresión.

No se atrevía ni siquiera a respirar. Por un instante pareció casi cambiar de expresión, o quizá sería más apropiado decir adoptar una.

—Bello. Sí. La abuela tampoco había visto uno nunca, un trol, quiero decir. ¿Qué decía la abuela? Que el primer trol que encuentras es sin duda también el último. Quizá con eso quería decir que hay pocos troles y que si al menos logras ver uno en la vida, eso ya es gran cosa. ¡Por lo tanto es una suerte ver un trol! ¡Soy tan feliz! ¡Feliz! Yo no sólo he encontrado uno, sino que además es tan hermoso. ¡Bello!

—¿Be… be… bello? —gimió el trol.

—¿Es cierto que siempre estás viajando y que no te detienes nunca? —continuó el pequeño—. ¿Es cierto que has visto el mundo? ¿Todo el mundo, también el que está detrás de las colinas? ¿Es cierto que has visto el mar? ¿Es cieno que el mar existe? Ya sabes, la gran agua, agua por todas partes, como un prado, sólo que en lugar de hierba hay agua. Debe de ser bello ser un trol. Debe de ser bellísimo.

—¿Be… be… bello? —masculló el trol.

—Sí, realmente bello. Es un honor poder conocerte. Yo me llamo Yorshkrunsquarkljolnerstrink.

—Lamento que tú con tos. Tú decir más yo mi bello.

—Eres bellísimo. ¡Bellísimo! ¡Be-llí-si-mo! —El pequeño estaba realmente encantado. Su voz era cada vez más ensoñadora—. Tan grande. Debe de ser hermoso ser tan grande.

La voz del pequeño elfo era dulce y embriagadora como la brisa de primavera. Era una dulzura que penetraba en el alma y la arrullaba.

—Elfo buena papilla, pero este elfo me decir be… be… bello.

—Oye, no me creo más estas historias. —El menos impresionado parecía ser el pequeño elfo—. ¡Sé que nunca me comerías! Sólo estás hablando irónicamente.

La mujer estaba lívida. El cazador, que normalmente nunca se descomponía, también estaba palidísimo.

—Era mejor quedarnos en Daligar —dijo—, nos tocaba también una última comida antes de ser colgados.

—«Habría sido» mejor si nos «hubiéramos quedado», en Daligar, «nos habría», etcétera —corrigió automáticamente el pequeño.

—¿Vendiste por mucho dinero a tu padre? —preguntó el más grande de los dos gigantes.

—Un mal negocio —respondió el cazador, desconsolado.

El pequeño se acercó a los dos gigantes.

Cualquier persona que anduviera con alguien equipado para transportar rosquillas o para usarlas en el tiro al blanco, no podía ser sino infinitamente pacífico y bueno, no como aquel terrible cazador que andaba cargado de arcos, flechas y puñales, y además siempre era tan irascible.

—¿Sois leñadores? —preguntó.

—¡¿Leñaqué?!

—¡¿Quiénes, nosotros?! —Los dos gigantes estaban cada vez más estupefactos.

—¡Leñadores carpinteros! —El pequeño, feliz, pasaba su manita a lo largo del mortífero filo de las hachas—. Transforman las ramas de los árboles muertos en cosas para las personas vivas. Cunas, sillas, mecedoras. ¿Sabéis que mi abuela tenía una mecedora? Era una mecedora pegada a mi cuna, así cuando ella se mecía yo también me mecía. ¿Sabéis hacer mecedoras?

Mientras pensaba en las mecedoras y en los juguetes, el alma del pequeño elfo se llenó de ternura. De repente sintió un inmenso deseo de normalidad, de cotidianidad, de casa. Volvió a sentir nostalgia por la madre que nunca había conocido, por la abuela que había dejado.

Y toda esa ternura infinita se desbordó desde su alma hacia su voz.

Todos los presentes tuvieron la impresión de que les corría miel por las venas. Todos sintieron el deseo de que continuara, esa miel que les corría por las venas, ese repentino sentimiento de ser buenos y amados.

—Bueno —respondieron los dos carpinteros vagamente—, más o menos.

—¿También juguetes? ¿Fabricáis juguetes? ¿Muñecas, caballos que se mecen?

—¿Ju… qué?

—¿Quiénes, nosotros? ¿Muñecos?

—¿Alguna vez habéis hecho una mecedora que formara una sola pieza con una cuna?

—Mmmmm… no, no, no, no, todavía no se nos había ocurrido.

—Podríais hacerlo, es una buena idea, una bonita idea.

—Mmmmm… sí, una bonita idea.

—¿Nunca cortáis árboles que aún no estén muertos?

—Mmmmm… no, nunca —dijo el gigante grande.

—Los matamos antes —confirmó el gigante pequeño—, así no sufren.

—Debe de ser bonito ser leñador. Ser campesino debe de ser también un trabajo muy hermoso. Donde primero estaba la tierra después está el trigo. Ha sido tan bonito conoceros, él es tan bello y vosotros tan buenos.

—¿Buenos?

—¿Be… be… bello?

Los dos gigantes se miraron, luego se encogieron de hombros.

La oscuridad era cada vez más profunda. Una llovizna leve volvió a caer.

Por esa noche, se sentaron todos juntos alrededor del fuego que el pequeño había encendido, bajo una especie de techo improvisado con las ramas que los dos «leñadores» habían cortado con sus mortíferas hachas.

El perro y el pequeño dormían acurrucados juntos, como dos comas abrazadas; luego estaban los tres montañeses, en este orden: el más pequeño de los dos gigantes, el más grande de los dos gigantes y finalmente el trol, el doble de grande que la suma de los otros dos.

El cazador y la mujer estaban al otro lado del fuego.

Los dos gigantes roncaban. El trol murmuraba en el sueño.

—Be… be… be… be… be… be.

—¿Va a seguir gimiendo toda la noche? —preguntó el cazador exasperado.

—En cuanto pare de gemir nos despelleja. Si yo fuera tú, no me lamentaría.

El cazador dejó de lamentarse.

El gemido del trol se fundió con el ronquido de los otros dos.

Durante el sueño, la mujer se dio la vuelta y casi llego a rozar al cazador; éste permaneció inmóvil hasta el alba, temiendo que ella se despertara y se alejara de nuevo.

El pequeño elfo, acurrucado entre las patas del perro, se preguntó si «Pequeño trol» podría ser un buen nombre para un perro. Le pareció bonito, pero el perro no tenía el portarrosquillas al lado de la boca.

Luego se durmió y soñó con el mar.