Capítulo 7

El agua se le metió por la boca y por la nariz. El frío era terrible. Le faltaba el aliento. El pequeño elfo sintió que el frío y la desesperación lo llenaban todo. La desesperación y el miedo pueden llenar la cabeza y entonces la magia se ahoga adentro.

Luego, de repente, se le ocurrió ser un pez. Pensó, bueno, cómo llamarla, en la «pecidad», en la esencia pura de los animales acuáticos.

Pensó en la sensación de tener branquias, en el placer del agua fría, en la alegría de deslizarse, volando bajo las olas como un pájaro bajo las nubes.

El aire le llenó los pulmones; el frío del agua fue una delicia.

Se deslizó por debajo de la superficie para evitar los palos puntiagudos que llovían sobre el agua, lanzados por todos los arqueros de la guarnición de Daligar. Nadó cerca de los demás. El perro se las estaba arreglando más o menos bien, pero el hombre y la mujer, como de costumbre, hacían cosas estúpidas: ella metía la cabeza debajo del agua, y él trataba de sacársela afuera. El pequeño elfo intentó decirles que ése no era el momento para jugar a la lucha. Trató, además, de explicarles el método correcto: la imagen del pez que se forma en la cabeza, luego la atención que se concentra en las branquias; pero el cazador no sólo no quiso escucharlo, sino que también fue increíblemente descortés.

Por fortuna, la corriente iba en la dirección correcta: lejos y lejos y cada vez más lejos, lejos de Daligar, de sus alabarderos y de sus colgamientos, hacia la llanura y las colinas.

El paisaje estaba volviéndose más amigable. Las piedras de las riberas comenzaron a espaciarse y los cañaverales a aumentar. El agua se volvió menos profunda, la corriente menos violenta. Finalmente consiguieron llegar a la orilla y arrastrarse fuera.

La mujer no respiraba bien; cuando el aire le entraba hacía un ruido de agua: una especie de borboteo que recordaba el de una olla hirviendo con habas; siempre y cuando uno tenga una olla, el fuego, el agua y las habas; pero también si no hay habas, si se tiene sólo el agua, cuando hierve, hace ese ruido.

El hombre parecía desesperado.

Los cabellos del cazador chorreaban un montón de agua y de barro, que le bañaba la cara, de modo que el pequeño elfo no podía estar seguro, pero hubiera jurado que también al hombre le estaban goteando los ojos y la nariz.

—Haz algo —le gritó el hombre—, haz algo si puedes, te lo ruego. ¿Puedes hacer algo, verdad? Ella se está muriendo.

—¡Oh, de veeeeerddaaaaadd!

El pequeño elfo estaba estupefacto: cuando los humanos mueren hacen el mismo ruido que las habas al fuego.

Estiró su mano y la posó sobre el rostro de la mujer.

Fue como recibir un puñetazo en el estómago. No, mejor un puñetazo en los pulmones y en la garganta. El pequeño elfo sintió el agua borboteándole por dentro, mientras que la garganta le ardía como si uno de los palos con punta se le hubiera metido dentro. Pero la cosa más horrible estaba en la cabeza: la sensación de que son los últimos minutos, de que todo está a punto de terminar. El miedo casi lo dominó, pero por suerte logró detenerlo, pues la magia se ahoga en el miedo.

El pequeño se concentró con todas sus fuerzas en la respiración: el aire que entra y el aire que sale, el perfume de la hierba húmeda, del cañaveral, de los hongos.

El aire entra, huele bien. Los pulmones se ensanchan. Él aire sale. La cabeza se llena del olor del aire y sabemos que la aspiración que estamos haciendo no es la última, sino que después de ésta habrá otra y luego otra y luego otra más.

La mujer expulsó una buena cantidad de agua pantanosa, luego abrió los ojos y respiró. El pequeño elfo también tosió. Los dos estaban palidísimos y temblaban. El cazador sonrió feliz, luego corrió a recoger cañas y ramas secas. Éstas abundaban; aunque él ya no tenía su hacha y tenía que hacerlo con las manos, trabajaba con rapidez. Cuando el montón fue suficientemente grande, el pequeño lo tocó con el dedo y el fuego crepitó alegremente. Estaban helados y empapados, pero el cazador continuaba recogiendo ramas y el fuego continuaba crepitando, y muy lentamente el frío y la humedad comenzaron a disminuir. La mujer se durmió. El cazador encontró algunas nueces en un nido de ardillas y las compartió con el pequeño.

—Ya no tenemos armas, pero por lo menos no nos han colgado —dijo el hombre.

—¡Qué lástima, tuvimos que renunciar a ser colgados y a mecernos en las alturas! ¡Habría sido tan bonito!

El hombre se echó a reír.

—Si realmente te interesa, se puede hacer. No me han quitado la cuerda. Mira, todavía la tengo. Ahora te lo enseñaré. Esta rama es bastante fuerte. Anudo aquí, luego aquí. Aquí pongo la cuerda doble. Listo, ¿quieres probar? Agárrate fuerte. Ahora te empujo.

Era muy bonito. Arriba y abajo. Abajo y arriba. Cañaveral, río, cielo, y luego otra vez cielo, río, cañaveral.

En la lejanía estaban las colinas, y detrás estaba la luz del sol que se estaba poniendo. El pequeño nunca había visto el sol ponerse. Siempre había habido nubes. Ahora todo era rosado, y una pequeña nube larga y fina brillaba como un collar de oro. Bajo la luz del último rayo de sol se veían bosques de castaños, que se alternaban con pequeños campos cultivados.

La cosa más hermosa que se pudiera soñar. Tan hermoso como volar. La felicidad invadió al pequeño elfo.

La mujer se despertó sonriendo.

El pequeño reía como un loco.

—Mira, esto es un colgamiento —le dijo, jubiloso, a la hembra humana.

—No —replicó ella—, eso se llama «columpio».

Dejó de sonreír.

—Ser colgado es una cosa horrible —continuó—, te ponen una cuerda alrededor del cuello y tiran de ella usando el peso de tu propio cuerpo. La cuerda se aprieta, el aire no pasa y tú te mueres igual que hace poco me estaba muriendo yo por el agua.

El pequeño se detuvo aterrorizado.

Luego bajó de su improvisado columpio.

Tenía los ojos abiertos de par en par por el horror.

Se puso gris.

Comenzó a faltarle aire.

Se acurrucó en el suelo y comenzó una larga serie de lamentos espaciados. El hombre y la mujer sintieron frío en las vértebras.

—¿Por qué se lo has dicho? —El hombre estaba furioso—. Estaba feliz. Por una vez estaba feliz.

—Porque encontrará otros hombres que querrán colgarlo porque es un elfo. Y no quiero que él se dirija completamente feliz hacia la horca, convencido de que es un columpio. Mejor infeliz, pero vivo.

—Yo puedo protegerlo.

—Ya lo he notado. Si no fuera por las ratas, ahora estábamos ahorcados.

—Si no «hubiese sido» por las ratas, ahora «estaríamos» ahorcados —corrigió el pequeño entre sus lamentos.

La mujer lo tomó en brazos y lo estrechó. Los lamentos cesaron poco a poco. Las primeras estrellas comenzaron a brillar. El suave perfil de las colinas resaltaba contra un cielo del color del zafiro.

Ella puso al pequeño en el columpio y comenzó a empujarlo lentamente.

—Puedes volver a ser feliz si quieres. Sólo debes recordar que si los hombres te atrapan, te colgarán.

—¿Y luego me comerán con romero?

—No.

—¿Sin romero?

—Los hombres no se comen a los elfos. Nunca.

—¿Y por qué quieren colgarme si después ni siquiera me van a comer? No es divertido, no, no, no, no, no, no, no; y entonces, ¿quién los obliga a hacerlo?

El columpio se movía con suavidad.

—Porque todos los humanos odian a los elfos.

—¿Y por qué?

Se hizo un largo silencio. El columpio se mecía suavemente. El perro ladró.

—Porque es culpa vuestra.

—¿Qué es culpa nuestra?

—Todo.

—¿Qué es todo?

—Pues las cosas que andan mal. La sombra. La lluvia. Sí, eso es, la lluvia. El agua que sumerge la tierra. La escasez. Nuestros niños mueren de hambre por vuestra culpa. El agua ha arrasado aldeas enteras.

—¿Nosotros hacemos llover? ¿Y cómo? —^El pequeño estaba indignado—. ¿Y cómo?

—¿Y yo qué sé? Quizá soñando con la lluvia.

—Si al soñar con la lluvia pudiera producirla, ahora soñaría con un buen sol que me secara los pies. Y además —insistió el pequeño—, seríamos muy estúpidos, porque el agua y la miseria nos han dañado a nosotros tanto o más que a vosotros. ¿Por qué la abuela no pensó en el sol mientras el agua aumentaba y aumentaba? ¿Por qué mamá no pensó en quedarse conmigo mientras se iba al lugar de donde no se puede regresar?

El pequeño se echó a llorar de nuevo. Un lamento silencioso.

—Bueno —el cazador parecía perplejo—, todos dicen que es culpa…

Se volvió hacia la mujer, buscando ayuda.

La mujer estaba de pie, junto al columpio. Tenía la frente ligeramente fruncida, pero no estaba enfadada ni triste, sólo era la expresión de quien está tratando de pensar.

—Nosotros os odiamos porque sois mejores. Insoportables, pero mejores —concluyó—. Tenéis la magia. Sabéis más cosas. Lo que para nosotros son dibujos para vosotros son palabras… Creo que os tenemos miedo. Y como no sabemos exactamente lo poderosos que podéis ser, pensamos que lo sois en extremo. Nuestra impotencia es tan… absoluta…, que cualquiera… —El pequeño había dejado de llorar—. A propósito de saber hacer las cosas —continuó la mujer—, ¿cómo lo hiciste para acertar siempre la llave correcta que meter en cada cerrojo?

El pequeño pareció sorprendido.

—¿La llave correcta en qué sentido? —preguntó interesado.

Ahora la mujer era la sorprendida.

—Pues aquella que encaja perfectamente en el cerrojo en cuestión y que, por tanto, lo abre.

—¿Para meterla? —El pequeño estaba estupefacto—. Ahhhhh, ¿de verdad? ¿Era necesario meterla adentro? Y se encu…

—«Encaja», es decir que se acopla. ¿Has entendido?

El pequeño estaba anonadado. Se puso a pensar tan intensamente que arrugó la frente. Luego se le iluminó la cara.

—¡Ya lo entiendo! —gritó, eufórico—. Hay una llave para cada cerrojo: se mete, y si es la exacta, encaja en el mecanismo y cuando gira hace mover el pedazo de hierro horizontal que bloquea la puerta. Es ingenioso. ¡Muy ingenioso! ¡Increíblemente inteligente para los humanos! ¡La verdad! ¡La abuela siempre decía que lo máximo que podrían llegar a hacer era poner un capitel sobre una columna, pero en cambio también pueden ser ingeniosos! ¡Es apasionante!

Se hizo un silencio gélido.

—Gracias —dijo el cazador muy secamente.

El pequeño se mecía alegre en el columpio, orgulloso de los nuevos conocimientos que había adquirido.

—Pero ¿qué hiciste para abrirlos si no sabías lo del encaje? —preguntó la mujer.

—Apoyaba la llave en el cerrojo, veía en mi cabeza la puerta abriéndose y luego… clank, la puerta se abría.

El hombre y la mujer se quedaron un instante sin aliento, luego se repusieron.

—¡Pero entonces siempre has sabido abrir los cerrojos! Sin llaves, sin ratas. ¡Sin nada!

El pequeño se quedó meciéndose perezosamente, todo el rato con la frente arrugada.

—¡Claro, es verdad! —Yorsh prorrumpió en una carcajada—. ¡Qué gracioso! ¡Corrimos el riesgo de ser ahorcados a pesar de que todo el tiempo yo era capaz de abrir los cerrojos!

—Realmente divertido —comentó el cazador—. Las carcajadas me están ahogando.

Tenía el tono de alguien a quien se le ha quedado atascado un pedazo de mazorca en la garganta.

Mientras seguía meciéndose, el pequeño elfo continuaba pensando en su fuga. De repente le vino a la mente otra cosa.

—¡La profecía!

—¿Los caracteres del pórtico?

—Sí, las letras en espiral. Segunda dinastía rúnica. Ahora me acuerdo: «Quando el agua sumerja la tierra, el sol desaparecerá, las tinieblas y el frío llegarán. Quando el último dragón y el último elfo rompan el círculo, el pasado y el futuro se encontrarán, el sol de un nuevo verano brillará en el cielo». Después decía algo más sobre que el último elfo debía casarse con alguien.