Capítulo 5

Los despertaron los alabarderos.

Era la patrulla.

No sólo Daligar, sino también sus afueras estaban vetadas para cualquiera que no fuera residente, pariente de un residente, huésped de un residente o de alguna manera aceptado por sus residentes, y ellos no entraban en ninguna de estas categorías.

La patrulla hizo indagaciones sobre la existencia y la cantidad de sus bienes y, en general, sobre sus medios de sustento. La respuesta obtenida, que fue «nada de nada, salvo la ropa que llevamos puesta y tres monedas de un peso», hizo que los guardias fueran aún menos cordiales con ellos.

La patrulla les preguntó exhaustivamente sobre su estado de salud. ¿Tenían garrapatas, piojos, pulgas? ¿Habían tenido contacto con coléricos, leprosos, pustulosos, escrofulosos, apestados, personas afectadas por vómitos, disentería, fiebre, manchas de cualquier tipo, ulceraciones, ojos lagañosos, lombrices intestinales? De ser así, habrían sido abatidos en ese mismo lugar para evitar cualquier forma de contagio. ¿También el niño se encontraba bien? Si estaba bien, ¿por qué la madre lo llevaba entre sus brazos envuelto con ese chal? ¿Por qué estaba cansado, pequeño y lloroso? No, los niños pequeños, cansados y llorones no estaban prohibidos.

Después fue el turno de las armas. ¿Tenían armas de corte, de lanzamiento, de tiro, incendiarias, contundentes, penetrantes, cortantes, quemantes, para la caza, para el combate a pie, el combate a caballo, en mula, a cuatro patas, el duelo, la guerra de bandas, la guerra de trincheras, el asedio, el contraasedio, el tiro al blanco y de diversión? ¡¿Sííííí?! Un arco, un puñal, un hacha, unas pequeñas tijeras y un cuchillo para cortar el pan. Todo confiscado. También las dos bolas de hierro para llevar el fuego: armas incendiarias.

¿Habían sido ellos los que habían cortado dos ramas enteras que pertenecían al condado de Daligar, y habían arrancado cuatro plantas de helecho para hacer un refugio? Esto entraba en la definición de «delito contra el patrimonio público», para el cual existía un debido proceso. ¿Les molestaría tener quieto al perro mientras ellos lo enjaulaban? Estaba prohibido todo tipo de animales, ya fueran domésticos o salvajes, y el de ellos entraba en ambas categorías.

Ahora podían ponerse en marcha.

Entraron a Daligar escoltados por los alabarderos. Era el lugar más estrambótico e increíble que el pequeño elfo jamás hubiera soñado. Había humanos por todas partes: grandes, pequeños, varones, hembras, armados, desarmados y con ropas de todos los colores posibles.

Había mucho ruido. Al parecer, todos vendían de todo. Panes, mazorcas, manzanas grandes, ollas para cocinar, leña para el fuego y madera para hacer sillas. También había unos graciosos pájaros que caminaban en medio de la gente. Eran pájaros extraños, grandes, gordos y con alas demasiado pequeñas para volar, que emitían un canto curioso que repetía continuamente co-co.

Los alabarderos los escoltaron hacia el centro de la plaza. Allí había una especie de baldaquín cubierto con una variedad de telas rojas y doradas que daba la curiosa impresión de ser una enorme cuna y en cuyo interior estaba alguien envuelto en un largo vestido blanco con bordados, que también le cubría la cabeza, y que le hacía parecer un enorme recién nacido.

El enorme recién nacido dijo responder al curioso nombre de «JuezadministradordeDaligaryterritorioslimítrofes» que no era exactamente un nombre hermoso como Yorshkrunsquarkljolnerstrink, pero que no dejaba de ser un nombre bonito.

El JuezadministradordeDaligarytenitorioslimítrofes les preguntó sus nombres, edades, actividades o lo que sabían hacer y, sobre todo, qué habían ido a hacer a Daligar y sobre todo si eran residentes, parientes de residentes, huéspedes de residentes o por lo menos gratos a los mismos.

El cazador respondió que no les importaba nada Daligar ni sus habitantes, parientes de residentes, huéspedes de residentes y simpatizantes o lo que fueran, y que todo lo que querían era salir lo más pronto posible de Daligar y de sus territorios limítrofes para seguir su camino.

El JuezadministradordeDaligaryterritorioslimítrofes pareció molestarse con esa respuesta. Su rostro se ensombreció y la muchedumbre a su alrededor también murmuró en señal de desaprobación. No es cortés decirle a alguien que no te interesa su casa, estas cosas se las había explicado la abuela.

El JuezadministradordeDaligaryterritorioslimítrofes dijo que si no les gustaba Daligar, ni sus territorios limítrofes ni sus residentes, ni aun los parientes huéspedes y simpatizantes, habría bastado con que se hubieran quedado en sus casas, dondequiera que éstas se hallaran. Así les habrían evitado a los alabarderos el esfuerzo de tener que descubrirlos, interrogarlos y arrestarlos, y a él, el JuezadministradordeDaligaryterritorioslimítrofes, la molestia de encontrarlos, juzgarlos, condenarlos y expulsarlos, para no hablar del delito contra el patrimonio público: la rotura de dos ramas enteras y la fragmentación de cuatro plantas de helecho que, en su barbarie, le habían infligido a la comunidad.

La muchedumbre murmuró en señal de aprobación. En ese momento comenzó nuevamente a llover y los ánimos empeoraron.

La condena fue de tres monedas de un peso, que era justo lo que tenían (¡qué casualidad!) y la confiscación de todas sus armas y de la yesca con el fuego. Les dejaban el perro.

—Bueno —murmuró la mujer, mientras comenzaban a alejarse—, podría haber sido peor.

—¿Y cómo? —preguntó el cazador.

En aquel momento comenzaba el segundo caso de la jornada para su excelencia el JuezadministradordeDaligaryterritorioslimítrofes.

Era una mujer a quien una carretilla le acababa de matar uno de esos graciosos pájaros que hacían co-co y que resultaron llamarse «gallinas». La mujer la llevaba en la mano y se le veía el cuello partido. Mientras pasaba por el lado de Sajra, un minúsculo dedo pegado a una manita que se extendía desde una manga de un inconfundible color amarillo, salió por debajo del chal de lana gris para posarse sobre las suaves plumas junto a la fractura y detenerse allí. El cuello de la gallina recuperó su curvatura normal y luego, lentamente, sus ojos se abrieron de par en par.

Después de esto se armó una barahúnda: la gallina que escapaba, la palabra «elfo» que resonaba entre la multitud, todo el mundo gritando y chocando entre sí, y finalmente, ellos tres en medio de las lanzas de los alabarderos, con las puntas apoyadas justamente sobre sus gargantas.

—Ahora sí —dijo la mujer—, la cosa está peor.

Después de la resurrección de la gallina, el ambiente se había vuelto realmente candente.

Esta vez, el JuezadministradordeDaligaryterritorioslimítrofes se dirigió en particular a Yorshkrunsquarkljolnerstrink, quien de todas maneras pensaba que era afable y simpático y además tenía un nombre bonito, y bien, sí, el cazador había sido un tanto brusco cuando había hablado con él. No se le dice a una persona que su pueblo no es gran cosa y que a ti no te gusta. No es cortés. Nunca se debe hacer.

—Tú eres un elfo —dijo el Juez, con severidad.

Sus palabras eran duras. El tono era solemne y definitivo. Había pronunciado lentamente la palabra «elfo», deletreándola, e-l-f-o. Las letras cayeron como piedras sobre la multitud enmudecida.

—Es sólo un cachorro —dijo el cazador.

—Un pequeño —dijo la mujer.

—Uno nacido hace poco —precisó el elfo muy contento. Él también quería dar a conocer que tenía un nombre bonito—: Yorshkrunsquarkljolnerstrink —se presentó, haciendo una pequeña inclinación de cabeza.

—Está prohibido eructar en la corte —dijo el Juez, muy serio—, y yo, el JuezadministradordeDaligaryterritorioslimítrofes, te prohíbo mentir también. —Al pronunciar esas últimas palabras, el Juez se había puesto de pie con un aire cada vez más solemne.

El pequeño se quedó perplejo. Los elfos no pueden decir nada diferente de lo que está dentro de su cabeza. Bueno, sí, alguna mentirijilla por cortesía: decir que has entendido cuando las conversaciones son incomprensibles, porque tratar a los estúpidos de estúpidos es una falta de buena educación, pero eso es todo. Lo que está dentro de la cabeza también está fuera. De la perplejidad pasó a la desilusión. Aunque tenía un nombre bonito, este humano no era menos extraño que los demás.

—Y exijo que me hables con el respeto que merezco.

¿Cómo era la fórmula de cortesía? El pequeño elfo comenzó a inquietarse.

—¡Imbécil!

No, quizá no era ésa.

—Imbelencia, no. Excelele.

¿Cómo era?

—Silencio —le gritó el Juez a la multitud que se carcajeaba—, y tú llámame JuezadministradordeDaligaryterritorioslimítrofes —terminó el hombre dirigiéndose al elfo.

—¡Claro! ¡Claro! —respondió el pequeño, entusiasmado, mientras una enorme sonrisa le iluminaba el rostro—: «JuezadministradordeDaligaryterritorioslimítrofes» es un nombre muy bonito, ¡se lo podríamos poner al perro! —añadió, contentísimo.

La muchedumbre se descontroló del todo. Un anciano casi se ahogó de la risa, y a un alabardero se le cayó la alabarda sobre un pie. Esto volvió a disparar la hilaridad general. El pequeño elfo, contagiado, también se echó a reír: cuando los humanos reían, eran realmente hermosos.

El único que permaneció serio fue el Juez.

—Responde —dijo dirigiéndose al pequeño—, ¿conoces a este hombre y a esta mujer?

—Sí —dijo el pequeño, con decisión.

—Aparte de la culpa gravísima de llevar un elfo consigo y la culpa, aún más grave, de haberlo introducido con engaños en nuestra bienamada ciudad, ¿han cometido otros delitos?

—Sííííííííí. El humano varón come cadáveres con romero, creo, y además gana dinero vendiendo sus pieles. Esa hembra vendió a su mamá y a sus hermanos grandes, no, a los pequeños, mmmm… Sí, primero a los pequeños, no lo recuerdo bien.

De nuevo se hizo un silencio total. Luego estalló una barahúnda infernal; realmente ya no se entendía nada.

—Te dije que yo me tropiezo con los problemas —le dijo la mujer al cazador—. ¿Por qué no seguiste tu camino?

—Debo de haber vendido a mi padre en mi vida anterior —respondió él.

Mientras se los llevaban, el pequeño elfo vio otra vez a la gallina, que estaba descansando en el nicho de una ventana donde tenía una especie de nido con dos huevos dentro. Se miraron y se saludaron, porque por un instante habían sido una misma mente y esto los unía para siempre.

El pequeño se preguntó si «Gallina» o «Pollo» podría ser un buen nombre para el perro. No tenían el mismo aspecto, pero el color de las plumas de la cola de la gallina se parecía un poco al color de la cola y de las patas traseras del perro. Después pensó que el perro no ponía huevos y que la gallina no le lamía la cara a alguien cuando lo veía triste, y que, por consiguiente, ese nombre tampoco era apropiado.