El alba surgió un poco menos gris que de costumbre. De nuevo, no llovía y había un débil vestigio de azul pálido.
El hombre fue el primero en levantarse. Se estiró, respiró profundamente y pensó que el aire tenía un olor agradable. A hojas húmedas y a hongos. Un olor agradable. Miró dormir a la mujer y al pequeño elfo. Recogió sus cosas, se las echó a la espalda junto con el bastón que llevaba la bola de hierro, recuperó la chaqueta de piel que había envuelto alrededor del pequeño elfo y se marchó. Mientras descendía la colina se volvió y vio todavía allí a la mujer y al pequeño elfo, dos bultos alrededor del fuego que quedaba. El pequeño elfo temblaba de frío. Aun a esa distancia podía verse. El hombre regresó y de nuevo envolvió al pequeño en la chaqueta y luego atizó el fuego. Finalmente se puso en camino otra vez. En la mitad de la colina se volvió nuevamente y vio los dos bultos cerca del fuego. Caminó casi un kilómetro más y miró otra vez. Las luces de las llamas se fundieron con la luz del sol naciente, que después de muchos meses apareció por primera vez en el horizonte durante algunos minutos: aun a esa distancia podía verlos. El hombre se quedó un largo rato mirándolos; luego, lentamente, paso a paso, regresó.
Se sentó sobre una piedra y esperó.
El primero en despertarse fue el pequeño elfo.
Un grito largo y agudo atravesó el pantano. Lleno de todo el dolor del mundo.
El pequeño elfo gritó un buen rato contra ese horrible trapo hecho con pieles de cadáveres. El grito se prolongó y luego se perdió dentro de otros gritos que se entrelazaron con el eco de los anteriores, mientras que el sol aparecía, desaparecía y aparecía de nuevo, hasta que comenzó a llover otra vez.
Reanudaron la marcha. Una de las plumas de la codorniz comenzó a flotar con el viento y fue identificada inmediatamente como perdida por una codorniz muerta (debido a su olor o quizá a los pensamientos que evocaba; esto no se aclaró). A continuación hubo una larguísima serie de lamentos desgarradores.
En su dolor, el pequeño no vio una raíz y se tropezó con ella. Enseguida comenzó un lloriqueo sosegado que se prolongó hasta el mediodía. En ese momento el cazador amenazó con ensartarlo como un pincho si no dejaba de llorar, y esto provocó una serie de chillidos aterrorizados que duraron hasta la noche.
Comenzaba a oscurecer cuando el pequeño elfo percibió que tenía un hambre considerable. Era un tipo de hambre que nacía dentro de la barriga y llegaba hasta la cabeza, pasaba por los pies fríos y de alguna manera también por las orejas heladas. Describió con todo detalle la sensación que experimentaba dentro de sí, sin lograr decidir si se trataba simplemente de un vacío, una carencia o una verdadera entidad negativa.
Después la conversación se transformó en un discurso sobre el sufrimiento en general, que tampoco quedaba claro si era una entidad negativa independiente, o si era simplemente una falta de alegría, o solamente una falta de bienestar, pues, para ser más precisos, la falta de bienestar es en general un sufrimiento mayor que la simple falta de alegría, y la falta de alegría, de hecho, puede constituir una situación estable, o por lo menos casi normal. En cambio, a propósito del sufrimiento como entidad independiente, ¿alguna vez les había contado cuando se clavó una astilla debajo de la uña del dedo gordo del pie derecho? ¿O era del izquierdo? Ah, no, era del derecho, sí, ahora que lo pensaba bien estaba seguro, se había clavado una espina y la abuela se la había sacado con una aguja, ¡una aguja! Todavía se sentía mal cuando lo recordaba; había sido terrible, ¡terrible! Y además aquella vez que se había caído y se había hecho una herida en el codo. La sangre le había salido desde dentro desparramándose hacia fuera. Una cosa horrible, ¡horrible! Fue el codo izquierdo. Y la uña fue la del dedo del pie derecho, ahora estaba seguro. Allí incluso le había quedado la cicatriz, en el codo, quería decir. ¿Querían verla? La cicatriz. ¿Estaban seguros de que no querían verla?
Mientras el pequeño se extendía sobre la tercera vez que había tenido un resfriado y en la cantidad, color y densidad del moco que sacaba por la nariz durante los diferentes momentos de la evolución de su enfermedad, encontraron unas matas verdes que, tanto la mujer como el cazador, identificaron como romero. A partir de ese momento, por primera vez desde el alba, el pequeño elfo se calló.
De repente, cuando estaban cruzando un bosque de castaños y alerces en la falda de una colina, después de una curva, apareció Daligar. Estaba en el extremo de un pequeño valle, sobre las dos riberas de un pequeño río de aguas caudalosas. Parecía salido de un cuento. Había muchas casas y todas tenían luces en las ventanas, que iluminaban los palos puntiagudos y afilados que protegían los muros exteriores. Todas las ventanas se reflejaban en el agua oscura y, como si eso no fuera suficiente, había más fuegos, uno sobre cada una de las torres intercaladas en los murallones que rodeaban la población, y en las que se encontraban los arqueros. Y sobre los murallones había antorchas, una a cada seis pasos, frente a las parejas de alabarderos. Todas estas luces se reflejaban en el agua del foso. El puente levadizo estaba levantado, y éste, al igual que los murallones y las torres, tenía unos palos afilados que apuntaban hacia el exterior, lo que le daba a la pequeña ciudad el aspecto de un gigantesco puercoespín.
El cazador se quedó contemplándolo todo.
—No parecen muy amigables —comentó.
—Claro que sí —objetó el pequeño—. La gente enciende luces cuando espera a los amigos. Donde hay tantas velas, también hay mazorcas. Este lugar debe de ser hermoso. ¡Debe de haber mesas con mazorcas y también castañas y además velas! Quizá también haya platos. A lo mejor una cama de verdad. Grandes chimeneas. ¿Vamos?
—No, ahora durmamos, y mañana nos vamos rápidamente, pasando de largo.
—¿Por qué?
—Porque su amigable puente levadizo iluminado como un pastel de cumpleaños está cerrado como una concha cerrada. Porque parece uno de esos lugares donde es difícil entrar y aún más difícil salir.
—¿Qué es una concha?
—Una cosa que está en el mar, el agua que está al otro lado de las montañas de las tinieblas.
—¿Se come?
—¡De ninguna manera! Las conchas están vivas, nacen, mueren, piensan y se las arreglan también para escribir poesía. Aparte del puente levadizo y la empalizada, tú eres un elfo, y los elfos sólo pueden estar en Lugares para Elfos, y éste no lo es. Si aparecemos allí contigo, terminaremos colgados de uno de esos torreones antes del amanecer. Prefiero no averiguar qué fin tendrías tú, porque aquellos como tú que se dejan pescar fuera de un Lugar para Elfos tienen un final desagradable, ¿sabes? Realmente desagradable.
Descargaron sus fardos y comenzaron a recoger leña y pifias para el fuego. El cazador cortó dos ramas grandes y las colocó una contra otra para formar un minúsculo refugio, una especie de madriguera que los protegiera un poco durante la noche. La mujer buscó musgo, helechos y hierba seca para rellenarlo y así poder dormir sobre algo mullido.
—A propósito —dijo la mujer—, los elfos han estado en los Lugares para Elfos desde tiempos inmemoriales. Creo que existen condenas, que no son cosa de risa, si uno de vosotros sale fuera de allí. ¿Qué haces tú vagando por el mundo?
—El Lugar para Elfos donde estaba se inundó —respondió el pequeño. El recuerdo le encogió el alma. Su cara se descompuso nuevamente, y los ojos se le apagaron por la tristeza y se volvieron vagamente grisáceos, de modo que el azul fue desvaneciéndose en ellos como el color del cielo en un lodazal.
—¿Se inundó? ¿Había agua por todas partes?
—Sí, todo estaba bajo el agua; luego la abuela me dijo que me fuera.
—¿Que te fueras hacia dónde?
—No lo sé. Que me fuera.
—¿Pero tu abuela no sabía algo de magia? No sé, calentar el agua para hacerla desaparecer igual que desaparecen los charcos en verano, o algo por el estilo.
—Puedes hacer eso con un poco de agua. Un cuenco de agua. Pero no si el agua es tanta como para inundar el mundo. Y además también mamá se había ido al lugar de donde nunca se regresa. Para mí era mi madre y para la abuela era su hija. Y la abuela ya no volvió a hacer magia. Cuando uno tiene mucha tristeza, la magia se ahoga dentro, como las personas en el agua. La abuela sabía cómo se hacía: si piensas con fuerza en las cosas, éstas se vuelven realidad. Pero si dentro hay tristeza, lo único que sale de la cabeza es tristeza. Si estás triste, no enciendes ni siquiera el fuego. Nosotros teníamos fuego porque siempre estaba en la chimenea. Si ésta se hubiera apagado, nos habríamos quedado sin fuego, porque la abuela ya no tenía la fuerza y yo era demasiado pequeño. Luego llegó el agua y apagó también el fuego de la chimenea y luego llegó más agua y luego más y la abuela me dijo: «Vete».
«¿Irme a dónde?», pregunté yo. «A cualquier lugar que no sea éste», dijo ella. «El agua ha arrasado también los puestos de guardia. No te detendrán. Ve. Yo ya estoy demasiado vieja, pero tú puedes lograrlo. Vete y no mires hacia atrás». Y yo me fui. Un paso tras otro, por el barro y por el agua. Sin embargo, miré hacia atrás. En el Lugar de los Elfos, las cabañas no tienen puertas y tampoco ventanas, sólo grandes huecos abiertos por los que se podía ver a la abuela sentada en su silla y el agua que subía, y ella estaba ahí y el agua subía y luego sólo se vio el agua.
El pequeño se puso a llorar otra vez, una serie de lamentos débiles, silenciosos, casi imperceptibles.
El hombre y la mujer encendieron el fuego usando la yesca del cazador. Luego, al buscar en el bosque, encontraron un puñado de castañas. Las doraron y se las dieron casi todas al pequeño elfo, porque ambos notaron que, curiosamente, no tenían hambre.
El pequeño se las comió lentamente, una por una, para hacerlas durar más tiempo, y su tristeza se desvaneció dentro de la pulpa clara de las castañas.
Antes de dormirse pensó en un nombre para el perro, que tenía el mismo color de las castañas, pero corría y ladraba, mientras que las castañas estaban quietas y calladas y nunca se acercaban a lamerte la cara y tampoco sabían menear la cola. Tampoco «Castaña» era un buen nombre. Debía pensar en algo mejor. Antes de lograrlo, se durmió cerca del fuego, entre el hombre y la mujer, envuelto en su chal de lana.