La luz se estaba acabando cuando la mujer llegó a la colina.
El corazón del pequeño elfo se calmó.
La mujer estaba sin aliento. Se dejó caer en el barro. El perro estaba con ella.
—Era un cazador —dijo la mujer jadeando—. Con un arco. Lo he visto. Hemos logrado dejarlo plantado.
—Ohhhhhhhhhhhhh —dijo el pequeño realmente impresionado—, ¿quieres decir que después el trigo crecerá encima de él?
—Claro que no —explicó la mujer exasperada—, sólo quiero decir que lo he dejado atrás.
—¡Ahhhhhhhhhhhh! Ya lo entiendo —mintió el pequeño: ¿por qué la lengua incomprensible de los humanos tenía más de un significado para un mismo sonido? ¡Pero claro! ¡La estupidez! Debía recordarlo.
—¿Qué es un arco? —continuó informándose.
El perro comenzó a gruñir de nuevo.
—Sujeta el perro —dijo la voz.
El pequeño elfo comprendió lo que era un arco: una rama curva con una cuerda muy tensa atada para poder lanzar el palito con la punta de hierro contra el corazón de la mujer.
El cazador era aún más alto que la mujer. Tenía pelos oscuros por todas partes, encima y alrededor del rostro; él sí tenía barba. Llevaba ropa que parecía abrigadora, más abrigadora que la de tela, y de la cintura le colgaba una impresionante colección de puñales y un hacha. Había aparecido de repente por detrás del elfo. Mientras la mujer creía que lo había dejado atrás, el cazador había dado la vuelta por el otro lado, a través del bosque.
Él y la mujer se miraron fijamente, después la mujer llamó de nuevo al perro.
El cazador bajó el arco.
—Sólo quiero un poco de fuego. El mío se ha apagado. Sólo quiero volver a encender mi mecha. He visto que tienes una.
La mujer lo miró.
—¿Nada más?
—Nada más.
Se miraron durante largo rato, luego la mujer asintió.
—Dale el fuego —dijo—. Oye, te estoy hablando a ti. Dale el fuego. Pero ¿dónde lo has puesto?
—Lo he escondido allá abajo —dijo el pequeño.
—¿De verdad? —dijo la mujer—. Pues buena idea. ¿Exactamente dónde lo has escondido?
—Ahí, en el charco, debajo del agua, así nadie lo puede ver —dijo el pequeño, feliz.
Era tan hermoso ser aceptado. Recordó cuando la abuela lo sostenía en sus brazos y le decía que era el mejor pequeño elfo del mundo. La felicidad lo invadió, como cuando el viento de la primavera se llevaba las nubes del invierno.
Trotó muy alegre colina abajo. La lluvia había parado. Una pálida raya azul apareció entre las nubes y se reflejó en el agua del pantano, donde el pequeño se agachó para extraer con aire triunfante el bastón con la bola de hierro. De la bola caían pequeños ríos de agua. El hombre y la mujer lo habían seguido y lo miraban sin decir ni una palabra. La mujer se sentó sobre un tronco y puso la cabeza entre las manos.
—Has hecho que se apagara —dijo con voz ahogada.
—¡Sí, cierto, así es más fácil esconder!
Hizo un movimiento con los brazos para explicar el «esconder».
El chal se le cayó, revelando sus ropas amarillas.
—Es un elfo —dijo el cazador, estupefacto.
—Sí, en efecto, es un elfo —confirmó la mujer con voz inexpresiva.
—¿Estás buscando problemas? —preguntó el hombre.
—No, me tropiezo con ellos, pero no a propósito.
—¿Tiene poderes?
—No, es una especie de niño.
—Uno nacido hace poco —confirmó el pequeño.
El hombre no tenía intención de desistir. Fue hacia el pequeño.
—¿Sabes encender un fuego?
—Síííííííí, creo que sí. Nunca lo he hecho, pero todos saben encender un fuego.
La mujer levantó la cabeza y lo miró asombrada.
—Entonces enciéndelo —le pidió el cazador.
Tenía una voz más profunda que la mujer.
El pequeño posó su mano sobre la bola de hierro seca que el cazador había sacado de su alforja. Dentro había paja. Cerró los ojos. La imagen del fuego llenó su mente. El olor del fuego llenó su olfato. La tibieza del fuego regresó a su memoria.
Cuando abrió los ojos, el fuego brillaba dentro de la bola.
La mujer estaba boquiabierta.
—¿Sabes encender un fuego sin yesca?
—Síííííííííí.
—¿Por qué no me lo habías dicho?
—Tú no preguntó.
—¡Te pregunté si tenías poderes!
—Sí. Yo respondo, habló de grandes poderes: respirar, comer, estar vivo. El fuego encendido es un pequeño poder. Basta subir la temperatura y nace el fuego. Todos saber hacer esto.
—Yo no —dijo la mujer.
—¿Nooooo? —El pequeño estaba pasmado—. No es posible. Todos saber…
—¿Y si supiéramos encender el fuego para qué cargaríamos con las bolas de hierro?
—Porque sois humanos —explicó el elfo serenamente—. Sois estúpidos.
—¿Estás pagando por una vida anterior o hay otro motivo por el cual cargas con un elfo? —El hombre parecía cada vez más perplejo—. A parte del placer de su compañía, en la primera aldea os eliminarán a ambos. A la gente no le gustan los que encienden el fuego con el pensamiento.
—¿Por qué no? Ser más cómodo que llevar bola con fuego adentro.
—Podrías quemar a una persona, una casa. Una casa con una o dos o quince personas adentro. —La idea era tan atroz que el pequeño elfo cerró los ojos y gimió de dolor. Vio en su cabeza los cuerpos quemados, incluso sintió el olor de la carne quemada. El horror lo venció. Comenzó a vomitar. Finalmente se recuperó y se puso a llorar. No era su habitual secuencia de aullidos y chillidos, sino un largo llanto, lleno de gemidos agudos y gritos desgarradores.
—¡Hazlo callar! —gritó el hombre—. Hazlo callar. ¡Es insoportable!
—¿Has visto lo que has hecho? —gritó la mujer—. Te lo juro, pequeño, todo está bien, no ha pasado nada. Sólo fue por decir algo.
—¡Sólo por decir algo! —El pequeño estaba indignado. En todo caso funcionó. Dejó de llorar—. Cómo osar, cómo poder, cómo poder osar decir cosas tan dolorosas sólo por decir algo.
Comenzó a llorar de nuevo. Esta vez era su habitual secuencia de aullidos desgarradores.
El hombre se sentó sobre un tronco. También él debía de tener una enfermedad porque suspiraba igual que la mujer. El cielo continuó despejándose. Empezaron a aparecer las estrellas, las primeras que se veían en semanas.
—Tengo un conejo —dijo el hombre—, lo he cazado esta mañana. Me habéis dado el fuego, yo tengo un conejo y ha parado de llover. Acampemos aquí y comamos algo. Me llamo Monser.
Hubo un poco de silencio, sólo un poco.
—Sajra —dijo la mujer.
También el pequeño dejó de lamentarse y dijo su nombre.
—¿Está resfriado? —preguntó el hombre.
—No, no ha estornudado, ése es su nombre.
—¿También el conejito tiene granos como la mazorca? —preguntó Yorsh, que se animó rápidamente con la palabra «Comer».
El hombre se echó a reír.
—No —dijo—, el conejo tiene una piel bonita, ¡con la que después se pueden calentar los pies, mira! —Abrió su alforja para que el pequeño pudiera mirar.
Yorsh puso sus manos en los bordes del morral y miró, feliz, adentro. La idea de algo que llenara el estómago y también calentara los pies era simplemente paradisíaca: ni siquiera la abuela, que todo lo sabía, le había hablado de semejante tesoro. Quizá los humanos no eran, después de todo, tan… Un largo grito atravesó el pantano.
Un grito largo, atroz, cargado con todo el dolor del mundo.
—Es un cadáver —gritó el pequeño elfo—. Mira, lo ha golpeado con el palo que tiene la punta. Ahora está muerto. ¿Queréis comeros un cadáver?
—¿Por qué?, ¿vosotros os coméis los conejos vivos? —El hombre estaba exasperado.
—Los elfos no comemos nada que haya pensado, que haya corrido, que haya sentido hambre y que haya temido a la muerte. La abuela decía que los humanos comen seres que han estado vivos. Con romero. ¿Hay romero por aquí? Yo no quiero ser comido. —El pequeño se sumió de nuevo en su lamento desgarrador.
La mujer se agarró la cabeza con las manos.
—¿Exactamente qué fue eso tan atroz que hiciste en tu vida anterior?, ¿vendiste a tu madre? —preguntó el hombre.
—Creo que es mejor que te vayas. Gracias por ofrecernos el conejo. No importa. Ya tienes fuego. Bueno, adiós.
—No querrás renunciar a un pedazo de conejo por eso que está allá, ¿verdad?
—Lo sé, es una locura, pero no soporto oírlo llorar. Te lo ruego, vete.
—No puedo irme —dijo el hombre, indeciso.
—¿Por qué?
—No puedo dejar a una mujer joven en el pantano. Ya es bastante peligroso que estés sola, ¡pero además cargando con eso a cuestas!
—Gracias, noble señor, pero hasta ahora me las he arreglado sola, no necesito ayuda. Recoge tu…
—Pero ¿qué está haciendo?
La mujer se volvió a ver. El pequeño había agarrado al conejo entre sus brazos y lo acariciaba lentamente. Sus dedos se detenían donde la piel estaba empapada de sangre. Tenía los ojos cerrados y una expresión ensoñadora. Había dejado de llorar.
—Pero ¿qué haces? —preguntó la mujer.
—Pienso.
—¿Piensas? ¿Y en qué piensas?
—En él, en el conejio.
—«Conejo».
—Conejo. Pensaba en cómo respiraba. Corría. Él… sí, él sentía los olores y arrugaba su nariz. El último olor que sintió fue el de las hojas húmedas y el de los hongos. No olió al cazador. Había olor a hierba mojada y a hongos, sí, un buen olor… Pienso en cómo respiraba… En la sangre que corría dentro de él…
El conejo tembló, abrió los ojos y los mantuvo abiertos y aterrorizados durante un instante; luego se sacudió, se tiró al suelo y se echó a correr. Esquivó los pies del cazador, pasó por entre las patas del perro, saltó sobre el tronco donde estaba sentada la mujer, y después de un último desvío, desapareció para siempre en el cañaveral.
El pequeño elfo se preguntó si «Conejo» sería un buen nombre para el perro. Quizá no; se parecían un poco, pero la forma de la cola no tenía nada que ver.
El hombre y la mujer se quedaron un largo rato mirando el punto por donde había desaparecido la cola blanca del conejo. El pequeño elfo parecía agotado. Estaba acurrucado en el suelo, temblando; luego comenzó a recuperarse lentamente. El perro se encogió a su lado, y Yorsh lo abrazó.
Oscureció por completo.
Las estrellas comenzaron a brillar sobre el agua del pantano, como un segundo firmamento irregular e interrumpido por los penachos de las cañas.
Era la primera noche clara después de innumerables lunas.
—¿Además de haber vendido a tu madre, también vendiste a alguno de tus hermanos menores? —preguntó el hombre.
En vez de contestarle, la mujer se volvió hacia el elfo.
—¿También sabes hacerlo con personas?
—¿Los humanos, los elfos y los troles? Claro que no. Se puede hacer sólo con las criaturas pequeñas que tienen pocas cosas en la cabeza: el olor del agua, el color del cielo. Lo que es realmente fácil es revivir moscas, moscones y mosquitos, basta con acariciarlos y soñar por un instante con su vuelo para que vuelvan a zumbar.
—¿De verdad? —dijo el hombre—. ¡Qué bonito! Alguien que salva mosquitos es una compañía valiosísima durante el verano. Alguien que sabe resucitar mosquitos, que reanima la cena, la única cena que tenía… Eres el sueño de mi vida. ¿Cómo he podido vivir sin ti?
—¿Sabes hacer otras cosas? —preguntó la mujer—. No sé, ¿sabes multiplicar las mazorcas? Tenemos una, ¿puedes hacer que se convierta en tres? ¿O en cinco?
Eran realmente tontos. El pequeño pareció receloso.
—Pues claro que no, la materia nunca se puede multiplicar.
—¿Y revivir un conejo muerto?
—Eso sí puede hacerse. Una criatura muere cuando desaparece su energía.
—¿Su qué?
—Su fuerza. También el fuego se apaga cuando pierde su fuerza. Revivir una criatura es como encender un fuego: sólo una pequeña transferencia de energía, desde dentro de mi cabeza hacia fuera de mi cabeza.
El cazador se volvió hacia la mujer.
—Vete —le dijo—. Vete, es peligroso. Déjalo aquí y vete.
—No puedo, es… pues, sí, es sólo un niño.
—Un cachorro —corrigió el hombre.
—Uno nacido hace poco —precisó el pequeño.
Se hizo un silencio. La mujer sacudió la cabeza.
—Bueno, señores —dijo el hombre—, ha sido un verdadero placer conocerlos, me atrevería a decir que una auténtica diversión. No quiero que toda esta felicidad me siente mal, por lo tanto retomo mi camino de horrendo cazador que aplasta los mosquitos por gusto, sobrevive comiendo conejos y prospera vendiendo sus pieles. Espero que, si mi camino vuelve a cruzarse con el de ustedes, tenga tiempo de escapar antes de que me vean.
El pequeño elfo parecía interesado en ese descubrimiento.
—Ah, ¿de verdad? ¿A los humanos la felicidad no les sienta bien? ¡Por eso se esfuerzan tanto en estar mal! ¡No es sólo que sean estúpidos!
—No —respondió el cazador—, los humanos en general buscan ser felices. Lo que he dicho se llama «ironía». Me voy de aquí porque vuestra compañía me impide ser feliz o simplemente comerme mi conejo. Pero, en vez de decir una cosa, digo la contraria. Los humanos a veces hacemos eso. ¿Lo entiendes?
—Sí, claro —mintió el pequeño. Eran realmente estúpidos. Locos y estúpidos. Sin esperanza.
—Espera —dijo la mujer—, yo te doy mi mazorca. Por nuestra culpa has perdido tu conejo.
Sacó de su alforja la última mazorca y se la ofreció. El pequeño vio cómo los granos amarillos cambiaban de propietario. Sus ojos dejaron de resplandecer y la tristeza le cubrió todo el rostro, pero no se atrevió a rechistar.
—¿Es la única que tienes?
—Sí —respondió la mujer. También ella tenía el rostro de alguien que acababa de enterrar a su madre. A su madre y a sus hermanos menores.
El cazador lo pensó, luego se quitó el carcaj y el arco que llevaba en bandolera y se sentó sobre la única piedra plana de toda la colina.
—Bueno, de todos modos el conejo ya se ha ido. Me quedo aquí por esta noche, y partimos un pedazo para cada uno.
El cielo se oscureció de nuevo, pero no volvió a llover. Acamparon sobre una roca seca. La mazorca se doró. El cazador la partió en tres y se la comieron lentamente, un grano tras el otro, y luego el pequeño se durmió como una pequeña marmota. Antes de dormirse, pensó por un instante en un nombre para el perro: «El que corre con el viento» le pareció bonito, pero no estaba seguro de que, por ser tan largo, fuera aceptable. Después de que el sueño lo venciera, el cazador lo cubrió con su chaqueta de piel para calentarlo.
También le colocó la chaqueta sobre la cabeza, sobre los ojos, las orejas, la nariz. Luego agarró una alforja más pequeña que tenía debajo del carcaj, y de allí sacó una codorniz. La desplumó con movimientos furtivos y silenciosos. La mujer lo ayudaba como podía. Pusieron el pájaro en el fuego, que estaba a sotavento del pequeño elfo, y cuando por fin la codorniz estuvo cocinada, o menos cruda pero comestible, se la comieron. Esta vez comieron deprisa y en silencio, como dos ladrones, y mirando, continuamente y con preocupación, el bulto del pequeño elfo que dormía. Cuando terminaron, le dieron los huesos al perro, que, feliz, los hizo desaparecer dentro de su boca. Luego juntaron todas las plumas y el cazador se alejó para cavar un hueco minúsculo y hacerlas desaparecer dentro.
Después, finalmente se durmieron.