Hacía días que llovía. El barro le llegaba hasta los tobillos. Incluso las ranas habrían terminado por ahogarse en aquel mundo transformado en un pantano, si no hubiera parado de llover.
Él, seguramente, habría muerto, si no hubiese encontrado pronto un lugar seco donde protegerse.
El mundo era frío. El hogar de su abuela había sido un lugar cálido. Pero de eso hacía ya mucho tiempo. El corazón del pequeño elfo se encogió de nostalgia.
Su abuela decía que si soñaba con bastante fuerza, las cosas se hacían realidad. Pero la abuela ya no lograba soñar. Un día, la madre del pequeño elfo se había marchado al lugar del que no se vuelve y la abuela ya no logró soñar más. Y él era demasiado pequeño para soñar. O quizá no.
El pequeño elfo cerró los ojos durante algunos segundos y soñó lo más fuerte que pudo. Sintió en la piel la sensación de estar seco, de un fuego encendido. Sintió que los pies se le calentaban. Algo de comer.
El pequeño elfo abrió los ojos de nuevo. Sus pies le parecieron aún más helados, y su estómago aún más vacío. No había soñado con la fuerza suficiente.
Se acomodó la capucha mojada sobre su cabello húmedo. Llevaba una capa amarilla de elfo. El cáñamo amarillo de trama gruesa era pesado, áspero y no lo protegía nada. Más agua resbaló por su cuello y comenzó a bajarle por la espalda, por debajo de la chaqueta, hasta los pantalones. Todo lo que llevaba puesto era amarillo, áspero, estaba empapado, sucio, gastado y frío.
Algún día tendría vestidos suaves como las alas de un gorrión y cálidos como las plumas de un cisne, con los colores del alba y del mar.
Algún día tendría los pies secos.
Algún día la Sombra se marcharía de allí, el Hielo se retiraría.
El sol regresaría.
Las estrellas volverían a brillar.
Algún día.
El sueño de algo para comer volvió a ocupar sus pensamientos.
Recordó los panes de su abuela; de nuevo el alma se le encogió de tristeza.
La abuela había hecho pan una sola vez en la vida del pequeño elfo. Había sido en la última fiesta de luna nueva, cuando también a los elfos se les había repartido medio saco de harina, cuando la luna todavía brillaba.
Protegiéndose los ojos con una mano, el pequeño elfo trató de forzar la vista más allá de la lluvia.
La luz estaba disminuyendo. Dentro de poco oscurecería. Tenía que encontrar un lugar donde refugiarse antes de que cayera la noche. Un lugar donde refugiarse y algo de comer. Otra noche más en el barro con el estómago vacío, y no lograría amanecer con vida.
Sus grandes ojos se entornaron por el esfuerzo mientras vagaban entre los grises de los árboles que se alternaban con los de la tierra y el cielo; luego se posaron sobre una sombra más oscura que se insinuaba apenas. Su corazón se sobresaltó. Su esperanza renació. Se apresuró, tanto como pudo, con sus piernas cansadas, que se hundían en el barro hasta las rodillas, con sus ojos fijos en la sombra. Por un instante, mientras la lluvia arreciaba, temió que sólo se tratara de una mancha más oscura de árboles. Luego comenzó a distinguir el techo y las paredes. Sumergida entre los árboles, ahogada por las plantas trepadoras, había una minúscula construcción de madera y piedra.
Debía de ser un refugio de pastores o de carboneros.
La abuela tenía razón. Si suenas con bastante fuerza, durante bastante tiempo, si la fe te llena, tu deseo se hará realidad.
De nuevo la cabeza del elfo se llenó con el sueño de un fuego que lo calentaba. El olor a humo caliente con el perfume de la resina de los pinos le llenó la mente hasta tal punto que se calentó por algunos segundos. Los ladridos y gruñidos de un perro lo despertaron bruscamente. Se había confundido. No era un sueño. Era realmente el calor del humo y el perfume del fuego de los pinos. No estaba sólo en su cabeza. Se había acercado a un fuego de hombres.
Ya era tarde.
Las fantasías pueden matar.
El ladrido del perro le estalló en los oídos. El pequeño elfo comenzó a correr. A lo mejor podría lograrlo. Si lograba correr muy deprisa podría poner suficiente tierra y barro entre el perro y él. De otro modo, los hombres lo atraparían y eso de poderse morir allí en paz, de frío y de hambre, se convertiría en un sueño imposible. Uno de sus pies tropezó con una raíz, y se le quedó atascado en ella. Cayó de bruces en el barro. El perro se le echó encima. Era su fin.
El pequeño ni siquiera se atrevía a respirar.
Los segundos pasaron.
El perro le respiraba sobre el cuello, paralizándolo, pero aún no le había clavado los dientes en ninguna parte.
—Déjalo en paz —dijo la voz.
Era una voz seca, autoritaria. El perro soltó su presa. El pequeño elfo comenzó a respirar de nuevo. Levantó los ojos. El humano era altísimo. Tenía los cabellos amarillentos y enrollados como una cuerda. No tenía ningún pelo en la cara. Sin embargo, la abuela había sido categórica. Los humanos tienen pelos en la cara. Se llama barba. Es una de las tantas cosas que los distinguen de los elfos. El pequeño elfo se concentró para recordar, y de repente cayó.
—Tú ser un hombre hembra —concluyó triunfante.
—Se dice mujer, imbécil —dijo el humano.
—Oh, yo pedir perdón, mujer imbécil, yo poner más atención; ahora te llamo bien, mujer imbécil —dijo el pequeño, lleno de buena voluntad. El lenguaje de los humanos era un problema. Él lo conocía poco y ellos eran siempre tan terriblemente susceptibles, y su susceptibilidad desencadenaba su ferocidad. La abuela también había sido categórica al respecto.
—¿Muchacho, quieres terminar mal? —amenazó el humano.
El pequeño elfo se quedó perplejo.
Según la abuela, la ausencia total de cualquier tipo de pensamiento lógico, resumida más rápidamente por el término «estupidez», era la característica fundamental que diferenciaba la raza humana de la élfica; pero, a pesar de que la abuela había tratado de prevenirlo, la pregunta era tan incomprensible que lo desorientó.
—No, yo no querer, mujer imbécil —aseguró el pequeño elfo—, yo no querer terminar mal. Esto no estar entre mis planes —insistió.
—Si pronuncias otra vez la palabra «imbécil» te echo el perro encima; es un insulto —explicó la mujer, exasperada.
—Ah, ahora yo comprender —mintió el pequeño elfo tratando desesperadamente de entender cuál podía ser el sentido de esas palabras. ¿Por qué habría querido el humano ser insultado?
—¿Eres un elfo de verdad?
El pequeño asintió. Mejor hablar lo menos posible. Le echó una mirada preocupada al perro, que, en respuesta, gruñó.
—A mí no me gustan los elfos —dijo el humano.
El pequeño asintió de nuevo. El miedo se fundió con el frío. Comenzó a temblar. Ningún humano quiere a los elfos. La abuela siempre lo decía.
—¿Qué quieres? ¿Para qué te has acercado? —preguntó la mujer.
—Frío. —La voz del pequeño elfo se estaba quebrando. El frío, el cansancio y el miedo se juntaron. La voz comenzó a temblarle—. La cabaña… —La voz se le quebró de nuevo.
—No me hagas la escena del muerto de frío. ¿Eres un elfo, no? Tienes tus poderes. Los elfos no sufren de frío ni de hambre. Pueden dejar de sentir frío y hambre cuando lo deseen.
El pequeño necesitó un montón de tiempo para comprender el sentido de esas palabras, pero después lo entendió.
—¿De verdad? —cayó en la cuenta contento—. ¿De verdad yo saber hacer esas cosas? ¿Y cómo hacer para hacerlas?
—No lo sé —gritó la mujer—, tú eres el elfo. Somos nosotros, los escuálidos humanos, los tontos, los subdesarrollados, los que hemos sido hechos para el frío y el hambre. —La voz del humano se volvió realmente desagradable.
El pequeño elfo sintió que el miedo lo desbordaba, le llegaba a la garganta, seca como un desierto y hasta la cara, y se puso a llorar. No era un llanto de lágrimas, sino de lamentos y sollozos aterradores. La mujer sintió su desesperación y su miedo, como una sensación fría entre las vértebras y la piel de la espalda.
«Pero ¿qué he hecho mal?», se preguntó. El pequeño seguía llorando. Era un sonido desgarrador, que penetraba en el alma, con todo el dolor del mundo.
—Tú eres un niño, ¿verdad? —le preguntó luego.
—Uno nacido hace poco —confirmó el pequeño—. Señor humano —añadió, después de haber buscado un término que no pudiera sonar ofensivo.
—¿Tienes algún poder? —preguntó la mujer—. Dime la verdad.
El elfo siguió mirándola. Nada de lo que decía la mujer tenía sentido.
—¿Poderes?
—Todo aquello que puedes hacer.
—Ah, eso. Pues, muchas cosas. Respirar, caminar, ver, yo saber también correr, hablar…, comer cuando haber algo para comer… —El tono del elfo se volvió nostálgico y vagamente esperanzado.
La mujer se sentó en el umbral de la cabaña. Inclinó la cabeza y se quedó allí. Luego se levantó.
—Tampoco tendría nunca el valor para dejarte aquí fuera. Puedes entrar. Puedes quedarte junto al fuego.
Los ojos del pequeño elfo se llenaron de horror y comenzó a retroceder.
—Por favor, señor humano, no…
—¿Y ahora qué te pasa?
—El fuego no, me he portado bien. Por favor, señor humano, no comerme.
—¿Qué dices?
—No comerme.
—¿Comerte? ¿Y cómo?
—Con romero, creo. Mi abuela decir así, cuando ella estar viva. Si tú no portar bien, llegará humano y te come con romero.
—¿Eso decía tu abuela? ¡Qué amable!
La palabra «amable» entusiasmó al pequeño elfo. Ésa sí la conocía. Tuvo la impresión de estar moviéndose en terreno seguro. Sonrió.
—Sí, es verdad, así es. Abuela decir: «Humanos también caníbales, y ésta es la cosa más amable que poder decir sobre ellos».
Esta vez lo había hecho bien. Había logrado decir la frase justa. El humano no se enojó. Lo miró largo rato, luego se echó a reír.
—Ya tengo comida para esta noche —aseguró la mujer—, puedes entrar.
Lentamente, el pequeño elfo se arrastró dentro. De todas formas, fuera el frío lo habría matado. Muerto o muerto… Un fuego de pino ardía con todo su perfume de resina. Por primera vez en muchos días, el pequeño estaba en un lugar seco.
Sobre el fuego se estaba dorando una mazorca.
El elfo la miró fijamente, casi en un trance.
Luego el milagro sucedió.
El humano sacó un cuchillo y, en vez de usarlo para degollarlo y prepararlo en estofado, cortó la mazorca y le dio un pedazo.
El pequeño se quedó con alguna duda sobre el humano. A lo mejor no era tan malo, aunque quizá lo estaba engordando mientras conseguía el romero. Sin embargo, igualmente se comió la mazorca. Se la comió grano por grano para hacerla durar el mayor tiempo posible. Ya era bien entrada la noche cuando terminó. También royó el zuro, luego se envolvió en su capa áspera y húmeda, y se durmió como un pequeño lirón junto a las llamas que danzaban.