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ESPERANZA

El jueves 20 de octubre de 2011 escucho la noticia tan largamente esperada: «ETA ha decidido el cese definitivo de su actividad armada […] Es tiempo de mirar al futuro».

Tengo la clara sensación de que el comunicado de la banda terrorista no es como los demás, de que, esta vez, donde dice se acabó quiere decir se acabó. No está escrito con palabras ambiguas ni se añaden exigencias de fondo que cuestionen el final anunciado. Hasta la mayoría de los más escépticos lo creen, aun cuando la inercia de tantos años de terror y el recuerdo de anteriores intentos frustrados produzca algunas divergencias en torno al verdadero alcance del anuncio. Mi mujer y yo nos abrazamos, a los dos se nos saltan las lágrimas.

Hemos sido dos las generaciones obligadas a vivir condicionadas por la barbarie etarra. La juventud vasca —es decir, nuestros hijos y nuestros sobrinos— no ha conocido otra forma de vida; han aprendido a convivir con el terrorismo desarrollando sus propias defensas, sí, pero no saben lo que significa vivir en libertad.

De inmediato pienso en las víctimas que, asociadas o no, ven venir seguramente un tiempo tras el que acecha el peligro del olvido. La necesidad colectiva e imperiosa de vivir de una vez en paz y en libertad resuena con tanta fuerza que podría incluso pasar por encima de su sufrimiento silencioso y permanente, y acabar cediendo ante la injusticia de centenares de años de prisión incumplidos. Confío en que no será así, en que los políticos que nos representan cumplirán fielmente su papel y serán capaces de encontrar soluciones que certifiquen el final. No contar con las víctimas sería un error.

Nos lo dicen las abuelas de la plaza de Mayo y las de otras muchas plazas y foros, pero nos lo demanda sobre todo nuestra propia historia: los últimos doscientos años demuestran que los simulacros de soluciones, adoptadas solo con vistas a resolver intereses inmediatos, sirvieron únicamente para aplazar las crisis, no para resolverlas.

Querido hijo mío, si de verdad quieres comprenderme necesitaría que leyeras esta carta con la misma emoción sincera con la que yo la he escrito.

Ha llegado el momento de reconstruir el País Vasco, y esta va a ser una tarea lenta y difícil. Quizá yo no viviré para ver la nueva sociedad, la que surja desde la libertad de todos para pensar y para ser diferente.

Casi toda mi vida, y voy a cumplir los setenta, he visto a mi alrededor familias rotas, pueblos divididos, rencor y odio. Contemplé el nacimiento del monstruo que nos ha destruido y separado. Se tardaron pocos años en reedificar las casas bombardeadas de Guernica, pero setenta y cinco años después el recuerdo del sufrimiento producido todavía perdura. Esta vez los destrozos causados por las bombas se han reparado más rápidamente, pero el dolor de los huérfanos y las viudas permanece y es para siempre.

Hemos de empezar entre todos a construir el futuro sobre las ruinas de un pasado inamovible y sería inútil edificar el porvenir sobre los cimientos del olvido. Como te he dicho, llevamos muchas generaciones haciéndolo y fracasando en la tentativa.

El futuro depende de todos nosotros. Ninguna ideología puede impedir a nadie gozar de la belleza de la tierra en la que nacimos, de nuestros valles y montañas, de nuestros ríos y costas; y tampoco del gusto de disfrutar de otros muchos paisajes y gentes, porque la belleza es universal. Todos tenemos los mismos derechos e idénticas obligaciones.

Tú eres todavía joven, lo sé, pero te pediría que no esperes a mañana para remangarte e iniciar la tarea colectiva de la reconstrucción: habrás malgastado un día, y arrastramos ya demasiados años perdidos. Lo peor de cada uno de nosotros nunca ha servido para el progreso de todos; somos más poderosos de lo que creemos. Cada uno debe reparar lo que ha destruido, y no esperar a que los demás lo hagan por él. Hay muchas víctimas de la sinrazón que esperan su único consuelo, la justicia. El perdón se consigue pidiéndolo, no exigiéndolo, y el sufrimiento no prescribe, como no lo hacen algunos delitos imperdonables.

El amor de los padres por los hijos es permanente, desinteresado y sincero. Quédate con lo mejor de ti mismo y con lo mejor que yo puedo darte, mi amor eterno.

Hace demasiado tiempo que no voy a visitar a mi madre. El distanciamiento se ha producido poco a poco. La ruptura familiar ha sido muy profunda. Vive desde hace años en una extraordinaria residencia de ancianos de Pamplona, dependiente del gobierno de Navarra. En su momento, puse todo mi empeño en conseguirle una plaza.

MADRE.—¡Huy!

JOSÉ RAMÓN.—Hola.

MADRE.—¿Qué tal estás?

JOSÉ RAMÓN.—Estoy bien. ¿Qué tal estás tú?

MADRE.—Bien. No me puedo quejar.

Mi madre se ha emocionado al verme, también yo lo estoy. Me coge y me acaricia las manos, algo que no recuerdo que hubiera hecho antes. Lo mismo les ocurre a los hermanos con los que me trato, tampoco ellos guardan memoria de haber recibido de ella muestras de cariño; quizá se deba simplemente a una cuestión de carácter relacionada con la forma de ser norteña, en general poco dada a la expresión de los sentimientos. Precisamente por eso este es un momento extraordinario para los dos. Después de mirarme sonriente me acaricia también la cara. No puedo creerlo. Sus caricias me agradan, siento su ternura, me relajo y me dejo mimar por mi madre. Paso a mi vez la mano por su cabeza blanca.

JOSÉ RAMÓN.—Estás viejica, ¿eh? Ya me ha contado Josu que has estado en el médico. ¿Qué te ha dicho?

MADRE.—Me han operado.

JOSÉ RAMÓN.—¿Como que te han operado?

MADRE.—Ya van cuatro veces. Aquí, y aquí; dos aquí y otras dos aquí (se señala la cara).

JOSÉ RAMÓN.—Pero son para quitarte algún grano o algo así, ¿no?

MADRE.—Me dijeron que si no los quitaban se podían hacer malos.

JOSÉ RAMÓN.—¿Tú, cómo te encuentras?

MADRE.—Yo bien.

JOSÉ RAMÓN.—Pues entonces no tienes que preocuparte. ¿Dónde te sientas?

MADRE.—Yo aquí.

Mi madre tuvo nueve hijos y tres hijas más que fallecieron al poco de nacer. Actualmente sobrevivimos siete hermanos. Con el sueldo que ganaba mi padre lograba, lo que no era poco, llevarnos dignamente vestidos y darnos de comer a todos, todos los días. Ella, que enviudó muy pronto, demostró siempre gran fortaleza para criar y sacar adelante a tantos hijos en años difíciles y prácticamente sin ninguna ayuda.

MADRE.—¡Qué raro! ¿Tenías cosas que hacer en Pamplona?

JOSÉ RAMÓN.—No. He venido solo a estar contigo. Esta tarde vuelvo a Madrid.

MADRE.—¿Ah, sí? (la noto emocionada).

JOSÉ RAMÓN.—Te han dejado la nariz estropeada.

MADRE.—Pues ya ves.

JOSÉ RAMÓN.—Con la nariz tan bonita que tú tienes.

MADRE.—Me han hecho dos operaciones seguidas.

JOSÉ RAMÓN.—¿Qué te han quitado, algún pequeño granito o algún quiste?

MADRE.—Mira. Me sale un grano y cuando crece es malo.

JOSÉ RAMÓN.—Pero los médicos no lo dejan crecer.

MADRE.—Ya.

JOSÉ RAMÓN.—Creo que hace tiempo te quitaron otro por el mismo sitio. Hace diez años.

No recuerdo a mi madre enferma. Se levantaba la primera y se acostaba a las dos de la mañana después de haber cosido y planchado la ropa para el día siguiente. Nunca tuvo un día de descanso mientras fuimos pequeños.

MADRE.—¡Ay! Lo que me acuerdo de todos vosotros. ¡Cuánto me acuerdo! Cualquier día vendrán por la mañana y me encontrarán muerta.

JOSÉ RAMÓN.—No pienses en eso. Hace diez años te dije que ibas a superar los cien y solo te faltan cinco años para llegar. Me dijiste que no. Hazme caso, yo te encuentro muy bien.

MADRE.—La verdad es que estoy muy bien.

JOSÉ RAMÓN.—Pues entonces. ¿Los análisis qué dicen?

MADRE.—Todo me da bien.

JOSÉ RAMÓN.—Lo que tienes que hacer es caminar todos los días para que no se te oxiden las articulaciones.

MADRE.—Todos los días ando algo. Además, hago gimnasia.

Tengo que hacerle un encargo importante. Se lo pediré antes de marcharme. Me cambio el anillo de dedo para no olvidarlo.

MADRE.—¡Ay! ¿Qué has venido, en el autobús?

JOSÉ RAMÓN.—Sí. Es más sencillo, menos cansado.

MADRE.—¿Y cuántas horas tardas en llegar?

JOSÉ RAMÓN.—Cinco horas.

MADRE.—Jolín.

JOSÉ RAMÓN.—Y otras cinco en volver; diez horas en total. Pero el viaje es muy descansado, suelo leer.

MADRE.—Lo que me acuerdo de todos mis hijos.

JOSÉ RAMÓN.—Yo también me acuerdo de ti. También recuerdo a mis hermanos. Lo que ocurre es que hay cosas buenas y cosas malas.

MADRE.—Yo también me acuerdo, pero lo pasado, pasado está.

JOSÉ RAMÓN.—Así es, no tiene vuelta de hoja.

Noto que no desea hablar de los malos momentos padecidos en la familia; tampoco a mí me apetece: son asuntos para recordar en soledad. Era costumbre no tocar algunas cuestiones en nuestras conversaciones durante las reuniones familiares del pasado. Autocensuras para evitar que saltara la chispa entre los hermanos, aunque con mi madre no mantuve nunca discusiones serias.

JOSÉ RAMÓN.—Pues estás muy guapa, tienes un pelo precioso así, recién peinada. Claro, es San Valentín, el día de los enamorados. He visto a unos músicos abajo, en la entrada principal. ¿Tenéis baile?

MADRE.—Sí.

JOSÉ RAMÓN.—Qué bien os cuidan. ¿Qué planes tienes para hoy?

MADRE.—Ninguno.

JOSÉ RAMÓN.—¿Ninguno?

MADRE.—Me he levantado, me he duchado, me he peinado y ahora iba a charlar con una amiga.

JOSÉ RAMÓN.—¿Comes bien? Me imagino que te cansará comer todos los días parecido.

MADRE.—Qué vas a hacer. Cuando algo no te gusta no lo comes y ya está.

JOSÉ RAMÓN.—Con el poco ejercicio que haces, tampoco te conviene comer mucho.

MADRE.—Como muy poco.

Habla lentamente, haciendo esfuerzos para pronunciar bien y con largos silencios entre frase y frase. Pero se le entiende perfectamente, y en ningún momento pierde el hilo de la conversación. Conserva buena memoria no solo del pasado, sino también del presente; está muy lúcida.

JOSÉ RAMÓN.—Tienes que estar muy atenta a esos granos. En cuanto te salga alguno avisas para que te lo quiten.

MADRE.—Una vez al mes pasamos visita con el médico. Pero si me hace falta voy antes.

JOSÉ RAMÓN.—Ya.

MADRE.—¿Y qué hacéis? ¿Qué tal está la familia, tu mujer y los chicos?

JOSÉ RAMÓN.—Están muy grandes y aún estudiando. El mayor terminó la carrera y ahora está haciendo un máster.

MADRE.—¿Ah, no trabaja?

JOSÉ RAMÓN.—Creo que el próximo año, cuando termine el máster, podrá encontrar un buen trabajo.

MADRE.—¡Qué bien!

Hace años que no ve a mis dos hijos pequeños, que viven conmigo en Madrid, aunque sé que mantiene contacto con sus otros nietos. La próxima vez vendré con mi mujer y mis hijos.

JOSÉ RAMÓN.—Te encuentro bien a pesar de tus noventa y cinco años. Las personas muy mayores suelen decir que la muerte se ha olvidado de ellas, y lo mismo va a pasarte a ti. Tú tienes la cabeza perfecta, y eso es muy importante.

MADRE.—Ya voy para noventa y seis años.

JOSÉ RAMÓN.—Y cuando llegues a los cien tampoco tengas prisa.

MADRE.—No tengo ninguna prisa.

JOSÉ RAMÓN.—Suelen decir que haber tenido muchos hijos agota a las madres. En tu caso es al revés.

MADRE.—Me encuentro bien de todo, al andar, bueno, tengo que ir con el andador. Pero a estas edades todos van con él.

JOSÉ RAMÓN.—Te he traído unas magdalenas y unos bombones. ¿Puedes comer esas cosas?

MADRE.—Sí, como de todo.

Deseo conocer detalles de la familia con la que no mantengo relación. Le saco la conversación.

JOSÉ RAMÓN.—Dices que piensas en todos los hijos, pero ¿por cuál estás más preocupada?

MADRE.—Para mí todos sois iguales.

JOSÉ RAMÓN.—Claro. A mí me pasa lo mismo.

MADRE.—El pequeño. ¡Tanto tiempo que lleva en Francia!

JOSÉ RAMÓN.—Poca cabeza.

MADRE.—No tiene nada de cabeza. Pero voy el día de mi cumpleaños y lo celebramos allá todos. Ya le digo, «¿en qué pensarás?».

El «pequeño» es el exempleado de Correos que me arrojó el vaso a la salida del funeral de Rentería. Por ella confirmo que vive en Francia, adonde huyó por miedo a ser detenido, e intuyo que suele ver a mi hijo. Entiendo lo que le ocurre a mi madre porque a mí me pasa algo similar: el amor por sus hijos está por encima de todo, incluso de las simpatías de algunos de ellos por la banda terrorista.

Comprendo ahora lo que no pude en su momento aceptar: que lo que yo siento hacia mi hijo lo sintiera también ella hacia los suyos. Me creí discriminado, no sentí su apoyo cuando algunos de mis hermanos intentaron difamarme públicamente y ella, aunque les reprendió y les afeó la conducta, continuó viéndoles; entonces fui incapaz de entenderlo.

Y debo aceptar y comprender que su mayor preocupación se centre hoy en el hijo pequeño, aquel al que ella considera más débil, y que justamente resulta ser el hermano que más odio me ha mostrado.

Ningún afecto se parece a otro. No es igual el amor del hijo hacia el padre que el del padre hacia su hijo, ni el amor de los hermanos entre sí tiene que ver con los anteriores.

JOSÉ RAMÓN.—¿Cuándo vas a Francia ves a mi hijo?

MADRE.—Sí, claro. Está muy bien.

JOSÉ RAMÓN.—En las fotos que tengo de él, está muy guapo.

MADRE.—Solemos comer todos juntos. Es todo un hombre. ¿Cuántos años tiene ya?

JOSÉ RAMÓN.—Va a cumplir cuarenta y cuatro años. ¿Tiene chica?

MADRE.—No sé. Creo que no.

JOSÉ RAMÓN.—¿Pregunta por mí?

MADRE.—Sí. Hablamos de ti.

JOSÉ RAMÓN.—¡Tengo muchas ganas de verle! Espero que esta pesadilla se arregle pronto.

MADRE.—Yo también.

Me entristece hablar de él con mi madre. Ella lo nota, pero no puede hacer nada. Sin embargo, sí tiene acceso a un mundo para mí prohibido: puede ver, abrazar y celebrar las fiestas familiares junto a mi hijo. A esos efectos, yo sigo siendo el exgobernador y él sigue estando en el lado de los verdugos.

MADRE.—Josu se ha jubilado ya.

JOSÉ RAMÓN.—Sí, ya lo sé. Con Josu hablo con mucha frecuencia.

MADRE.—Ya.

JOSÉ RAMÓN.—He estudiado la historia de la familia Tirapu y de los Araya. Encontré documentos sobre tu abuelo Santiago. Era carlista.

MADRE.—Yo no conocí a mi abuelo Santiago.

JOSÉ RAMÓN.—¿No llegaste a conocerlo? ¿Y a tu abuela?

MADRE.—A la abuela Lucía, sí. Tenía por lo menos ochenta años cuando la conocí. Estaba enferma, en la cama. Era muy agarrada. Su habitación estaba junto al granero. Cuando sus hijos cogían algo de trigo para venderlo y poder hacer la compra, les gritaba desde su habitación: «Ya basta, no saques más».

Contaba sin verlas las veces que habían echado grano en el saco. Tenía buen oído. No podían sisarle. Aquel granero era en realidad lo más parecido a la caja fuerte de la familia, el lugar en el que se almacenaban los recursos económicos para todo el año y hasta la siguiente cosecha. Para afrontar cualquier gasto sacaban trigo, lo vendían en el molino y pagaban luego con el dinero obtenido. La abuela era la administradora de hierro que desde su cama, y sin necesidad de anotaciones, sabía el trigo que quedaba y qué cantidad debían vender para realizar cada compra.

JOSÉ RAMÓN.—¿Te escuecen los ojos?

MADRE.—Me lloran mucho. Ayer me puse estas gafas que me compraste cuando me operaron de cataratas. Pero son demasiado oscuras. Fíjate tú. Me operaron dos veces. El primer ojo, muy bien. La segunda vez me operaron el ojo derecho. Pero al pasar los años me doy cuenta de que me dejaron con muy poca vista.

JOSÉ RAMÓN.—Recuerdo cuando te operaron. ¿No ves bien?

MADRE.—Ahora noto que no he visto desde entonces más que con un ojo.

JOSÉ RAMÓN.—¿Tú te cierras un ojo y con el otro no ves?

MADRE.—No. Con este no veo (señala su ojo derecho). Veo una sombra. Fui al médico y le dije: «¿Y no se puede hacer algo?». Antes sí. Pero como yo no me había dado cuenta de que no veía no hice nada. Ya no se puede hacer nada. «Cuando la operaron a usted le pusieron la lentilla sucia». Pero nunca me he fijado en que me faltara la vista… Pues la abuela vivía en Eraul. Yo subía de Zubielqui hasta su casa, tendría seis años. Subía por el camino de las huertas sin pasar por Estella.

De Zubielqui a Eraul distan siete kilómetros, y una niña de seis años podía tardar dos horas en llegar de un lugar a otro. La casa de la abuela se encontraba en la plaza del pueblo.

JOSÉ RAMÓN.—Pero habría alguna carretera.

MADRE.—No. Recuerdo que subía a su habitación a ver a la abuela. «Ay, ay, mira como estoy». Y me enseñaba las piernas, las tenía muy delgadicas. Eso se me quedó grabado.

JOSÉ RAMÓN.—¿Estaba muy delgada?

MADRE.—Consumida.

De esta forma nos mantuvimos un buen rato, haciendo un repaso de la larga familia de mi madre. Hermanos, tías, primos, nombres y lugar de residencia de sus respectivas descendencias, etc. Mi madre es la auténtica biblioteca familiar.

JOSÉ RAMÓN.—¿De qué murió?

MADRE.—De vieja. Vivía con la tía Catalina.

JOSÉ RAMÓN.—¿Quién era la tía Catalina?

MADRE.—Cuñada.

JOSÉ RAMÓN.—Ah, claro. Sería la mujer del hermano mayor de tu padre.

MADRE.—Sí, murió de cáncer. En aquellos tiempos la llevaron a Santander y a un montón de sitios.

Recuerdo bien la casa de nuestros parientes en Eraul, era de las más grandes del pueblo y estaba construida con piedra de sillería.

JOSÉ RAMÓN.—Estoy escribiendo un libro acerca de algunas cosas que me han ocurrido.

MADRE.—Me gustaría leerlo cuando lo termines. ¿Y ganas algo?

JOSÉ RAMÓN.—Escribiendo se gana poco dinero… Ahora se está terminando el terrorismo. A ver si se acaba de una puñetera vez y para siempre con esta mierda. No te puedes imaginar cuánto dolor ha causado, ni las ganas que tenía de que esto terminara.

MADRE.—Ya sé, ya.

Sigo pensando en el futuro de mi hijo. Su presente no me pertenece y he descrito su pasado con la pasión de un padre, poniendo sobre el papel las verdades del corazón de las que brotan historias con alma. El alma de esta historia es el vínculo inseparable entre un padre y su hijo puesto a prueba en situaciones trágicas, el drama del padre que descubre que su hijo era de ETA.

Me acerco a su bolso, que mantiene sobre una silla, lo abro y guardo un sobre en su interior.

JOSÉ RAMÓN.—Tengo que irme.

MADRE.—¿Ya te vas?

JOSÉ RAMÓN.—No quiero perder el autobús. Volveré otro día.

MADRE.—Te acompaño hasta la puerta.

JOSÉ RAMÓN.—Estás bien así. No salgas.

Sale conmigo hasta la entrada de la residencia para despedirse. La beso; ella vuelve a cogerme las manos y a acariciármelas. Noto en ella, y lo agradezco, el afecto que siempre busqué y que quizá no supe recibir. Me gusta, sé que probablemente quede poco tiempo para disfrutar de un amor que llega como algo nuevo, de un cariño que pertenece todavía al presente pero que se prepara para marchar.

Estoy heredando aquí y ahora lo único que puede darme. Ha entregado a sus hijos todo lo suyo, sin guardarse nada para sí misma, no lo necesita. Tengo la certeza de que los dos sentimos lo mismo y con la misma intensidad. Mientras camino por las calles de la Pamplona de mi infancia aún perdura el calor de sus manos en mis manos, una calidez que quiero conservar para siempre.

Antes de despedirme le he dicho: «He dejado en tu bolso una carta para que se la entregues a mi hijo, no tengo claro que vaya a leer el libro que estoy escribiendo. Dale un beso de mi parte».